Por Tomas Abraham
Sartre irrumpe en la filosofía del siglo XX con trabajos sobre la
fenomenología y sus efectos en el campo de la psicología. Fue en
1933, al viajar a Alemania por recomendación de Raymond Aron, como
se acerca al pensamiento de Husserl y a su método concreto de
aproximación a las cosas. A la filosofía le faltaba carne. Estaba
excedida de moralina neokantiana, espiritualismo bergsoniano y
respetabilidad académica. No era más que la legitimación de la
mediocridad de la burguesía republicana.
Lo que le interesa es el problema de la conciencia y su
inscripción en el mundo a través del diagrama de la intencionalidad.
La conciencia es pensada como una dirección, un espectro que se abre
como una lente multifocal, impulsado por un movimiento centrífugo.
Siempre estamos afuera, y de perfil. La plenitud del ser, que se da
en el objeto que es en sí, no le corresponde al ser humano, que se
define por la fisura consciente y porque estamos sesgados respecto
del mundo. Estamos condenados a elegir permanentemente por esta
característica ontológica que nos hace reflexivos y nos obliga a
decidir.
El hombre es decisión, y en este sentido se lo caracteriza como
libre. Mateo es un personaje de las novelas de Sartre. Es un hombre
solitario, escéptico y apático, a pesar de las bellas mujeres que lo
miman. No es un melancólico sino lo que después se llamó
“existencialista”. Un ser que vive con desgano, que no cree en
ningún ser superior, que envidia a los que creen en el sentido de la
vida y de la historia que le resultan lejanos y extraños, y que roza
las más imprevisibles aventuras por azar. Fumar un corto negro sin
filtro o morder una pipa curva, pasearse con perramus sin rumbo,
meterse en algún lugar para escuchar jazz y dejarse llevar a un
dormitorio cualquiera por Juliette Greco son parte de la cosmética
de aquella filosofía.
Sartre se hace popular con el teatro. Su primera obra, Las
moscas, pretende aludir a un mundo opresivo, pero con la suficiente
sofisticación como para que aplaudieran con entusiasmo el comité de
censura que controlaba la cultura con la lista Otto –que prohibía la
circulación de autores negros, judíos, homosexuales, comunistas– y
los espectadores uniformados y colaboracionistas.
Sartre crea un concepto rico y curioso: el de mala fe. Es el “no
me di cuenta” por un lado y el de las circunstancias atenuantes. En
fin, el mundo de la excusa. Con dureza condenó a todos los que
habían de algún modo colaborado con la ocupación alemana y pidió
generosamente paredón para varios. Para Sartre, la política era el
dominio de lo relativo, y se ofuscaba cuando se condenaba a la
historia en nombre de la moral. Así justificó la invasión soviética
a Hungría y durante años se enfrentó a los que denunciaban la
existencia del Gulag.
En su novela Las palabras, Sartre cuenta que siempre fue un
comediante, que si no fuera así no se hubiera dedicado a la
literatura. Piensa que el escritor es un comediante que hace “como
si”: hay una artificialidad que vuelve inauténtica su labor. El
mundo de la burguesía todo lo falsea, lo hace decorado de cartón,
premia la impostura y nos clava una máscara en el rostro. Nada hay
de vocación y destino en el escritor; sólo una grandeza de enano por
la que se autopromueve en ridículos parnasos. A la literatura le
falta realidad.
Esto no sólo se debe a que los libros son irrisorios frente al
hambre de los niños sino a que toda la literatura tiene algo de
puesta en escena y exige una habilidad que la justifique. El
escritor es un payaso frente al héroe de nuestro tiempo, aquel que
verdaderamente está en lo real, el que come la carne de la vida: el
revolucionario, el que eligió que su vida era también la de los
demás.
Es cierto que el mismo Sartre se cansaba de su propio entusiasmo
revolucionario y que, cuando el agotamiento era extremo, simplemente
entregaba su cuerpo para que jóvenes maoístas lo pasearan por los
medios en pro de su revolución cultural.
Sartre recelaba de la estatura intelectual de Merleau Ponty,
envidiaba el coraje de Paul Nizan, atacó primero y luego añoró la
presencia de Albert Camus. Antes de que su pluma maníaca volviera
una y otra vez sobre sí misma al ritmo alocado de las anfetaminas,
Sartre ya había escrito algunas de las más bellas páginas de la
filosofía moderna.