A partir de 1966, año en que aparece Las palabras y las cosas de
Foucault, la izquierda francesa trata de seguir siendo “izquierda”,
pero dejando de lado a Marx. No le faltaban razones: el bloque
soviético caía, el stalinismo ideológico no había sido derrotado,
los ideologemas soviéticos seguían siendo torpes, inasimilables, ya
impresentables, y con todo esto se caía algo que acaso no debió
darse por “caído”, pero así se decidió hacerlo: la filosofía de
Marx. Es cierto que cada generación busca su originalidad creadora,
y los franceses de los ‘60 estaban hartos de enmendar, emparchar,
coser el edificio derruido del viejo marxismo. El fracaso de la
Escuela de Frankfurt fue notable en esto. El costo de haber girado
el eje de la lucha de clases a la relación del hombre con la
naturaleza los paralizó en un pastiche heideggeriano-marxista que
llevó a textos caóticos pero fuertes como Dialéctica del iluminismo
o al colmo de la confusión en el más que endeble texto de Adorno
contra Heidegger, La jerga de la autenticidad.
¿Cómo salir de Marx, de la caída del bloque soviético, de la
dialéctica y de toda la parafernalia de la dogmática marxista? El
camino (o un buen punto de partida) era leer de una buena vez la
Crítica de la razón dialéctica de Sartre, pero esta (ardua) tarea la
filosofía insiste en ahorrársela. Ahí, notablemente, Marx y
Heidegger encontraban sus mayores y más ricos puntos de unión bajo
la pluma desbordante de Sartre. No sirvió. Todos se quedaron con una
sola frase: “El marxismo es la única filosofía viva de nuestro
tiempo porque aún no han sido superadas las condiciones que le
dieron existencia”. (Qué cosa, cada día me parece más actual, aun en
su exaltación dogmática.) Buscaron por otro lado. El “otro lado” fue
Heidegger. Salgamos de Marx, tomemos a Heidegger y llevémoslo a la
izquierda. Al cabo, Heidegger fue siempre un tenaz crítico del
tecnocapitalismo. El sujeto cartesiano inauguraba la modernidad, se
ponía como subjectum de todos los entes y se dedicaba a dominarlos.
Esto –que Heidegger lanza ya en Ser y Tiempo– lo desarrolla en sus
cursos sobre Nietzsche de mediados a fines de los ‘30, lo radicaliza
en su trabajada y riquísima noción de “evento” (texto que Dina
Picotti acaba de realizar la hazaña de traducir al castellano por
primera vez) de casi comienzos de los ‘40 y en la fundamental Carta
sobre el humanismo (1946, dedicada a su discípulo francés Jean
Beaufret).
Bien, agregándole algunos textos más (sobre todo “Identidad y
diferencia”) tendríamos la base de conceptos suficientes para armar
todo el pensamiento francés de Al- thusser, Foucault, Lacan,
Deleuze, Derrida y los posmodernos, con quienes no nos tomaríamos
ese trabajo. Los anteriores pensadores citados son, en verdad,
filósofos de alta relevancia. Lo fundamental del intento
franco-heideggeriano es herir a Narciso. Tomo la expresión (como
homenaje a mi querida maestra de Filosofía de los queridos años de
la calle Viamonte) del libro de Nelly Schnaith: Las heridas de
Narciso.
Se trataba de sacar al cogito de donde Descartes lo pusiera: en
la centralidad. Lo hicieron. No puedo mostrar aquí cómo lo hizo cada
uno de ellos, pero todos lo hicieron con talento. De hecho, el
célebre análisis que Foucault hace de Las meninas de Velázquez es ya
un clásico de la genialidad filosófica. Hirieron de muerte a
Narciso, salieron del sujeto, lo deconstruyeron, lo descentralizaron
y unieron la “Carta sobre el humanismo” (con su célebre fórmula
sobre el lenguaje como morada del Ser) con el Curso de lingüística
general de Saussure. Lacan, desde aquí, lee a Freud y lo transforma
en... Lacan. Todo bien. Todo hecho con gran talento. Sin embargo, ya
en los ‘60 Masotta había dicho que le placía el sujeto lacaniano,
pero que lamentaba la carencia en él de un compromiso con la
historia y la lucha de clases como tenía el sujeto sartreano. Ni
hablar de la ausencia de historicidad a la que se llega en los
derrideanos de las academias norteamericanas comandados por Paul De
Man (que era antisemita como Heidegger había sido nazi, pero no
quiero meterme en esto; no es necesario aquí: sólo señalar que a los
dos –a De Man y a Heidegger– Derrida los defendió sin mayor
éxito).
La cuestión es: ¿qué sujeto buscó descentrar la izquierda no
marxista francesa? El sujeto cartesiano. Era el sujeto europeo. Ese
sujeto (expresión del capitalismo de la técnica) debía ser
descentrado. Era un sujeto metafísico. Era el más puro
logocentrismo. O fonocentrismo, acentuará Derrida. Ese sujeto
logocéntrico, fonocéntrico, machista, instrumental, conquistador,
iluminista, cargará con todas las culpas de la historia del
Occidente capitalista hasta llegar a la máxima: Auschwitz.
Bien, mi hipótesis es la siguiente: Sartre (a quien todos los
“nuevos” quieren abandonar, a quien acusan de centralizar al sujeto,
de mantener el cogito cartesiano, de embarrar al humanismo con la
historia, de permanecer en el marxismo) fue quien más radicalmente
mató al sujeto europeo. Lo hizo en “su” carta sobre el humanismo.
Que no es de 1946, como la de Heidegger, sino de 1961. La carta
sobre el humanismo de Sartre es el célebre, poderoso prólogo al
libro de Frantz Fanon, Los condenados de la tierra. Sartre se pone
fuera de la historia de Europa. Saca no al cogito sino a Europa de
la centralidad. Pone al sujeto en las colonias, entre los argelinos
rebeldes. Heidegger, que –en su famoso curso de lógica de 1934–
había dicho “los negros no tienen historia”, no iba a ser quien
sacara el sujeto de Europa y lo metiera entre argelinos. Tampoco sus
discípulos. Sacan al sujeto, matan el humanismo, claman por la
diferencia, piden no olvidar al Ser y lo centralizan en esa “morada”
en que Heidegger (con sus fórmulas entre sacras y zen) decía estaba
el Ser: el lenguaje. Pero todo esto no se corre de continente. Hay
un Centro que permanece. El de siempre: Europa.
Sartre, no. Sartre les habla a los europeos. Ya no somos el
sujeto del razonamiento –les dice–, somos el objeto. Europa es
objeto. El sujeto no sólo se ha descentralizado. Se ha
“periferizado”. El sujeto mora en las colonias. En el lenguaje y en
la praxis revolucionaria de los colonizados. Ahí está, ahora, el
humanismo. Ahí, ahora, se escribe la “historia del hombre”. Además,
cuando Sartre habla de las calamidades del “humanismo capitalista”,
no habla de la “devastación de la tierra”, de la transformación del
mundo en “negocio”, del “tiempo devenido rapidez”. Su descripción
del humanismo europeo tiene otro sabor, otro tono. Escuchemos:
“Ustedes (les dice a sus coterráneos), tan liberales, tan humanos,
que llevan al preciosismo el amor por la cultura, parecen olvidar
que tienen colonias y que allí se asesina en su nombre”. Sigo: “Hay
que afrontar un espectáculo inesperado: el ‘striptease’ de nuestro
humanismo. Helo aquí desnudo y nada hermoso: no era sino una
ideología mentirosa: la exquisita justificación del pillaje”. Sigo:
“El europeo no ha podido hacerse hombre sino fabricando esclavos y
monstruos”. Más: “Nuestras víctimas nos conocen por sus heridas y
por sus cadenas: eso hace irrefutable su testimonio. Basta que nos
muestren lo que hemos hecho de ellas para que conozcamos lo que
hemos hecho de nosotros mismos”. Y por fin: “Es el fin, como verán
ustedes: Europa hace agua por todas partes. ¿Qué ha sucedido?
Simplemente, que éramos los sujetos de la historia y ahora somos sus
objetos”.
Tomemos una frase de Heidegger: “Esta Europa que en atroz
ceguera..., etc...” (Introducción a la metafísica). Tomemos la que
acabamos de citar de Sartre: “Europa hace agua por todas partes”.
¿Quién des-centra al sujeto, Heidegger o Sartre? ¿Qué hace
Heidegger? Busca (en la centralidad de Europa: Alemania) una
relación planetaria nueva del hombre con la técnica. Al fracasar
este intento (el nacionalsocialismo) lleva al Ser a su morada, el
lenguaje, y deja al hombre la tarea del “pastor”. Sartre, lejos, muy
lejos de todo esto, traza su carta sobre el humanismo (este texto de
1961), sacando al sujeto de Europa. Europa se ha hecho haciendo
esclavos y monstruos. Los esclavos y los monstruos se rebelan y en
esa rebelión, por medio de ella, se hacen hombres y sujetos de la
historia.Europa, la esclavizadora, la del Terror de los
paracaidistas en Argelia (que instruyeron a nuestros genocidas de
1976), ya no tiene el logos, ya no tiene el fonocentrismo, ya no
tiene qué decir. El sujeto está en otra territorialidad ontológica:
la periferia. Los esclavos y los monstruos de la Europa capitalista:
ellos, ahora, tienen la palabra.
De esta forma, la importancia del negado, abominado Sartre,
reside hoy en postular un humanismo periférico al del poder, un
humanismo que logra su centralidad en la praxis, que no queda preso
del lenguaje sino que lo utiliza para la denuncia de la vejación
(“esclavos y monstruos”) y que no se propone sólo descentralizar al
sujeto o deconstruirlo sino “acuchillarle las
garras”.