Por Oscar Terán
Podría hablarse de destino o de condiciones de producción y
circulación de una obra, allí donde Sartre hubiera preferido
analizar el proyecto originario y existencial que guía una vida a
través de esa nada temblorosa que llamaba “libertad”. Destino o
elección, de todos modos hoy puede sorprender –entre la melancolía y
la dudosa justicia del tiempo– la desatención que convocan su
filosofía y también su literatura. Sobre todo considerando que,
entre la Segunda Guerra y la década de 1960, la galaxia Sartre
dominó buena parte del universo intelectual en la entonces vasta
zona de influencia de la cultura francesa.
En rigor, no hubo que esperar a su muerte para verificar ese
eclipse (¿o fue un ocaso?), ya que desde 1962 hasta 1969,
exactamente en los capítulos finales de El pensamiento salvaje de
Lévi-Strauss y La arqueología del saber de Foucault, las propias
corrientes francesas, no sin salvajería, habían colocado al
sartrismo en el desván de la historia intelectual en el que
permanece. Se cumplió pues el aserto de quien, en su cortejo fúnebre
rumbo al cementerio de Montparnasse, habría dicho con justeza:
“Estamos asistiendo a la última manifestación del 68”.
Para colmo, quien quiso ser Proust y Spinoza al mismo tiempo,
probablemente no alcanzó ¿siquiera? a ser Camus ni Merleau-Ponty,
esos a quienes en vida opacó y aun aplastó con su brillo, su
omnipotencia y el prestigio de una vida puesta al servicio de causas
que entonces tenían de su lado el viento de la historia. También su
“petit camarade” Raymond Aron celebró una victoria póstuma, hoy que
resulta patético si no impúdico seguir proclamando que es mejor
equivocarse con Sartre que acertar con Aron.
Y sin embargo, en aquel originario proyecto individualista
confesado borgeanamente en Las palabras (“Platónico por naturaleza,
fui del saber a su objeto. Fue en los libros donde encontré el
universo”), hubo un desvío activado por la Segunda Guerra que lo
sigue tornando una figura emblemática. Me refiero al pasaje de una
relación metafísica con la sociedad (El ser y la nada) a una
relación social que plasmó teóricamente en la Crítica de la razón
dialéctica, y que ejemplificó el compromiso vital del intelectual
con los avatares políticos de su tiempo. Esos posicionamientos
solieron ser tan intensos como complejos y a veces oscilantes, pero
en el balance primó la defensa de los oprimidos no sólo del Oeste
sino también de quienes padecían el despotismo del poder comunista.
Posicionamientos que incluían como convicción central la de estar
habitando un mundo crasamente burgués de rasgos insoportables que
tenía su base en la “escasez” de los más frente a la enorme saciedad
de los menos, y ante el cual el intelectual debía como la conciencia
fenomenológica “estallar hacia el mundo”, para encontrarse “en el
camino, en medio de la muchedumbre, cosa entre las cosas, hombre
entre los hombres”.
Los tiempos que corren no han sido empero respetuosos de las
actitudes libertarias de “el espíritu que siempre niega”. En el
repaso de su vida realizado a los setenta años de edad, para
ejemplificar que jamás había abusado del poder, se defendía
diciendo: “Jamás impedí fumar en clase”. Hoy la muestra de su
centenario en la Biblioteca Nacional de París ha debido por
disposición legal trucar la fotografía de tapa del catálogo para
borrar (como en las prácticas estalinistas) el cigarrillo que el
héroe existencialista sempiternamente sostenía entre sus dedos. En
fin, ya lo presentía su alter ego de La náusea, allí donde Roquentin
se decía: “No hay aventuras, tampoco hay momentos perfectos. Hemos
seguido los mismos caminos, hemos perdido las mismas
ilusiones...”