[Editoriales Políticos]

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  Jorge Zepeda Patterson/ Zedillo y el Cancionero Picot

  Hace diez años, en los círculos políticos se veía con displicencia la
  ingenuidad de la democracia estadunidense que permitía el arribo a la
  Casa Blanca de personajes tan inverosímiles como un granjero
  cacahuatero o un mal actor. Por contra, los viejos zorros de la
  política mexicana, con sus elaboradas y sutiles reglas del juego,
  aparecían como artistas consumados de esta antigua profesión.

  Jorge Zepeda Patterson

       No es un profesor erudito y aburrido, aunque suene como tal; no es
  un empeñoso corredor de bolsa, pese al riguroso traje oscuro; no es el
  secretario particular ni eminencia gris de nadie. No es un ave, ni un
  avión y, por supuesto, tampoco es Superman, aunque bien podría pasar
  por una versión local de Clark Kent. Es el presidente de México,
  Ernesto Zedillo.
       Este joven economista, Presidente a su pesar, parece estar
  emparejando los cartones, luego del peor arranque de sexenio en muchos
  decenios. Ni la responsabilidad de la crisis es toda suya ni los
  méritos de esta precaria recuperación son imputables exclusivamente a
  su estrategia. Lo cierto es que, para bien o para mal, los presidentes
  son la cabeza de turco de la imaginaria del país.
       Estamos aún muy lejos de la sensación de bonanza (en gran medida
  artificial, pero al fin bonanza) que se respiraba en 1994. Pero todo
  indica que el despeñadero en el que se precipitaban los indicadores
  económicos en los dos años más recientes comienza a menguar: un
  crecimiento del PIB superior a 7 por ciento en el segundo trimestre, un
  equilibrio precario entre generación y pérdida de empleos, y un tímido
  regreso de capitales golondrinos a la Bolsa mexicana. No dan suficiente
  motivo para festejar todavía, pero es un asidero para anclar las
  esperanzas en algún tipo de recuperación.

  ¿El mejor de los presidentes?

       La presidencia de Zedillo es una demostración contundente e
  inquietante de que la política sigue siendo una ciencia inexacta.
  ¿Quién podría haber adivinado que este funcionario correcto, reñido con
  el carisma y la mano izquierda, pudiese encumbrarse a la cima de una
  clase política de tanto oficio como la mexicana? Hace diez años, en los
  círculos políticos se veía con displicencia la ingenuidad de la
  democracia estadunidense que permitía el arribo a la Casa Blanca de
  personajes tan inverosímiles como un granjero cacahuatero o un mal
  actor. Por contra, los viejos zorros de la política mexicana, con sus
  elaboradas y sutiles reglas del juego, aparecían como artistas
  consumados de esta antigua profesión.
       ¿Qué asombrosa combinación de circunstancias convirtió a Ernesto
  Zedillo en el jefe de todos? ¿Tener un Presidente ajeno a los códigos y
  al consumado arte de la gestión política supone un infortunio o, por el
  contrario, un hecho esperanzador en la vida pública del país? O quizá
  no es ni lo uno ni lo otro, sino simplemente una de las muchas
  variantes que ofrece una transición política desmadejada.
       Miguel de la Madrid es el único ex presidente que puede asistir al
  teatro sin correr el riesgo de que el acto termine en mitin espontáneo
  (o que dé lugar a exabruptos maritales o posmaritales). Cualquiera de
  los otros tres posee el don de desencadenar furias verduleras y
  altisonantes de parte de damas muy propias y caballeros elegantes.
       No deja de ser curioso que el mejor ex presidente, a ojos de la
  opinión pública, resulte el menos dotado de los cuatro (por lo menos en
  papel). Sin los recursos oratorios de López Portillo, la energía
  inagotable y rompe vejigas de Echeverría o la astucia tortuosa de
  Salinas, el más plano de los ex presidentes es también el de gestión
  más afortunada.
       De atenernos a tales referencias, Zedillo sería un buen
  presidente.

  Diciembre me gustó pa...

       Hace un año circulaba un chiste por demás ilustrativo: "¿Ya te
  enteraste del último escándalo?: ¡que Zedillo no va a renunciar!"
       En efecto, no renunció ni lo renunciaron, pero gracias a un solo
  mérito: todos los actores políticos y económicos coincidían en que las
  consecuencias de cualquiera de las alternativas resultaban aún peores
  (convocar a elecciones, desestabilización, etcétera). Pero era un
  secreto a voces que una vez cumplidos los primeros dos años de su
  gobierno, se abría la posibilidad de un cambio controlado: la
  sustitución sin pasar por elecciones. En ese sentido, el Presidente ha
  jugado una carrera contra el tiempo a todo lo largo de 1996. Los
  atisbos de una posible recuperación económica constituyen un tanque de
  oxígeno para el sprint final de esa carrera. Esta misma semana, Ernesto
  Zedillo presentará su segundo informe de gobierno. Pero más importante
  que eso, el Presidente entra en la recta final de esta primera meta de
  dos años. A partir de diciembre, gobernará sin la red de protección que
  representaba el mandato constitucional. En lo que resta de 1996 debe
  convencer al país de que su permanencia es necesaria, no por constituir
  la menos mala de las alternativas, sino por el hecho de ofrecer una
  opción viable para el futuro de México.
       Habrá algunos que este fin de año querrán invocar al primer José
  Alfredo Jiménez: "Diciembre me gustó pa que te vayas". Los Pinos hará
  lo necesario para recibir 1997 al son del último José Alfredo: "Pero
  sigo siendo en rey..."

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