A pesar del carácter nacionalista andaluz del autor, los hechos que en este texto se dejan ver desarman completamente las tesis nacionalistas andaluzas y por otra parte afirma las regionalistas orientales que nosotros defendemos. Muy interesante. Si en vez de referirse a andalucía como nación se refiriera como comunidad autonoma o como región sería perfectamente normal.

‘UNIDAD DENTRO DE LA DIVERSIDAD’.

CONTRIBUCIÓN AL DEBATE SOBRE LA LENGUA DE ANDALUCÍA

Ventura Salazar García

1. INTRODUCCIÓN.

Desde las últimas semanas del año 2000 vienen apareciendo en el Boletín Andalucía Libre y en la Lista Andalucía diversos textos y noticias que tratan sobre la ‘lengua andaluza’ y su eventual plasmación escrita sobre la base de una normalización ortográfica de la misma. Ante el cariz que ha ido adquiriendo la polémica, y por el respeto que me merece la verdad y mi país, me he sentido en la obligación de refutar taxativa y pormenorizadamente muchas de las desnortadas opiniones que se han vertido hasta ahora desde ciertos sectores. Con ello, espero ofrecer elementos de juicio que puedan ser útiles para quien quiera calibrar, sin prejuicios y sopesadamente, qué argumentos avalan realmente a cada una de las opiniones en conflicto. Ese es el objetivo de la presente contribución. Haré dos advertencias de principio. La primera es que me declaro firme defensor del derecho de autodeterminación de Andalucía, pero que al mismo tiempo me muestro contrario a cualquier presunta normalización ortográfica específica para la lengua que se habla en ella (sencillamente, una cosa no tiene por qué ir ligada a la otra). La segunda advertencia es que no voy a ser breve.

Comenzaré por presentarme. Mi nombre es Ventura Salazar García, soy andaluz y en Andalucía he pasado la mayor parte de mi vida. No obstante, desde hace algún tiempo trabajo en la Universidad de Alicante, en calidad de Profesor Titular del Área de Lingüística General (podría decir que soy un emigrante, si no fuera porque me parecería demagógico incluirme dentro del grupo de quienes han tenido que abandonar su tierra por verdadera necesidad). Si se me permite la inmodestia, diré que, tanto por mi condición de andaluz como de lingüista, me siento en condiciones favorables para emitir una opinión cualificada sobre el debate que aquí nos ocupa. Entiéndaseme bien, no aspiro a tener razón por el mero hecho de considerarme un ‘experto’, ni pienso que este debate deba mantenerse dentro de un marco estrictamente académico o tecnocrático. ¡Nada de eso! Ahora bien, sí creo que cualquier posición sobre la lengua que esté directamente vinculada a posiciones políticas, y que aspire a tener una repercusión social práctica, ha de plantearse con la debida dosis de prudencia. Y ello pasa, entre otras cosas, por tomar en consideración los conocimientos firmemente validados que nos aporta la investigación lingüística. En este sentido, tampoco niego que haya defensores de una postura contraria a la mía con una sólida formación lingüística. Pero sí me parece, y esto debo decirlo con total sinceridad, que su práctica no se muestra consecuente con dicha formación.

Las cuestiones sobre el idioma vernáculo despiertan una enorme carga emocional en los individuos y los colectivos humanos, y es muy fácil proyectar esos sentimientos de forma acrítica hacia la esfera pública. Pero, en mi opinión, una actuación política responsable ha de trascender ese primer impulso y someterlo al filtro de las condiciones objetivas. En el marco de la política andaluza, dicha prudencia debe verse redoblada por parte del nacionalismo de izquierdas. Su peso político es exiguo, su presencia en la opinión pública mínima, y la defensa del derecho de autodeterminación es una opción claramente minoritaria en nuestra tierra. En este contexto, cualquier error de planteamiento en un asunto tan sensible como la lengua puede tener tremendas consecuencias, y afectar, de forma quizá irreversible, a nuestra imagen y credibilidad. Pues bien, a mi juicio, la reivindicación de una ortografía propia para una pretendida ‘lengua nacional andaluza’, distinta del castellano, constituiría un error muy grave que tendría consecuencias totalmente contrarias a las que esperan quienes la defienden. Ya se ha dicho en otros mensajes de la lista, y repito yo ahora, que aquí no se trata de que determinadas personas, a título individual, decidan escribir como les venga en gana y sobre lo que les apetezca. Eso entra dentro de la esfera de lo privado y no tiene por qué ser objeto de discusión. Ahora bien, lo que se plantea aquí es si esa opción ha de ser abanderada como reivindicación por el movimiento nacionalista andaluz, y por tanto convertirse en referente para una actuación de política y planificación lingüísticas en Andalucía. Y eso ya es harina de otro costal.

La puesta en práctica de una normalización ortográfica del andaluz, de hacerse efectiva, exigiría una enorme movilización de recursos materiales y humanos, y traería consigo enormes consecuencias en el ámbito educativo, administrativo, cultural, etc. Habría que preguntarse si resultaría viable asumir esas consecuencias y si los eventuales beneficios que ello reportaría al pueblo andaluz, y al reconocimiento de su identidad nacional, compensarían los sacrificios que sin duda irían también aparejados. Esa es una cuestión que dejo en el aire, pero que no voy a afrontar aquí. Mi propósito pasa por incidir en una cuestión que es previa y que se mueve en una esfera más propiamente lingüística. Y es que creo que la clave de todo este asunto no está tanto en la pretendida normalización escrita del andaluz, sino en los contenidos doctrinales que supuestamente la fundamentan. Y son tales contenidos doctrinales los que constituyen un ejercicio de irresponsabilidad y de completa falta de respeto a la realidad histórica y lingüística de Andalucía. ¿La lengua que se habla en Andalucía necesita realmente una normalización escrita específica, diferente de la que se maneja hasta ahora? O, dicho de otra forma y yendo ya al meollo del asunto: ¿en Andalucía existe una lengua propia (el andaluz), que es la que se habla, mientras que la lengua que se escribe —que aquí daré en llamar castellano— es un idioma diferente, ‘extranjero e impuesto’ a la población andaluza? Mi respuesta a ambas preguntas es radicalmente negativa, y expondré en las páginas que siguen sólo una parte de las múltiples pruebas que así lo atestiguan. En mi opinión, una vez desmontada la fanfarria ideológica que sustenta los llamamientos a una reforma ortográfica, la frivolidad de tal ejercicio quedará al descubierto por sí misma.

En la medida de lo posible, procuraré adoptar un estilo alejado de la terminología y los tecnicismos propios de la lingüística actual. Sin embargo, no siempre es fácil conjugar claridad y rigor. En caso de conflicto, mi voluntad es optar por el rigor. Emplearé el término ‘fónico’ para no entrar en el debate técnico de si los rasgos se mueven en un plano fonético o en el fonológico (en realidad unos rasgos son sólo fonéticos, otros fonológicos y otros podrían ser dudosos; pero eso aquí no interesa). De igual manera, en un tratado académico habría que hablar de fonemas, alófonos, consonantes implosivas, etc., y habría que usar los signos de transcripción pertinentes. Yo intentaré aquí prescindir de todo ello, en la medida de lo posible. Aunque en términos científicos resulta una evidente impropiedad, hablaré siempre de ‘sonidos’, y usaré las grafías de las normas ortográficas convencionales. Esto no es una publicación académica, ni va dirigida a especialistas. Así que creo que tales decisiones facilitarán la comprensión a quienes, desde campos ajenos a la lingüística, se mantienen al tanto en la polémica en curso.

2. DIEZ TESIS SOBRE LAS HABLAS ANDALUZAS.

1. Andalucía no necesita tener un idioma nacional propio y exclusivo para ser una nación. No hace falta ir por ahí buscando tres pies al gato o resucitando fantasmas. Esgrimir la existencia de una lengua andaluza no ligada al castellano supone una mixtificación de la realidad que, más que ayudar, perjudica (y mucho) al movimiento nacionalista.

2. Atribuir un origen mozárabe u otro similar a la lengua hablada en Andalucía es científicamente insostenible. Eso sólo se puede decir apoyándose en la ignorancia o en algo peor. La lengua hoy hablada en Andalucía procede históricamente de la que trajeron con la conquista los repobladores oriundos de distintos reinos cristianos (Castilla, León, Navarra y Aragón). No hay que rasgarse las vestiduras por ello. La verdad no es ni buena ni mala; simplemente, tozuda.

3. No hay argumentos para considerar la gramática del andaluz como ajena a la que comparte (dentro de los márgenes propios de la variabilidad inherente a un idioma plurinacional) toda la comunidad castellanohablante. Las presuntas especificidades gramaticales del andaluz, o bien no son tales, o bien son fruto de la evolución en el plano fónico. En los apartados que siguen no voy a tratar apenas cuestiones relativas al vocabulario (¡había que cortar por algún sitio!), pero puedo asegurar sin temor a equivocarme que las cosas ahí van más o menos por el mismo camino.

4. Porque las cosas no son necesariamente o blancas o negras, el negar la existencia de un idioma andaluz no impide afirmar que sí dispone de lo que daré en llamar aquí un ‘hecho lingüístico diferencial’. Ese hecho diferencial viene determinado esencialmente por el componente fónico, donde hay una serie de rasgos comunes a la práctica totalidad de las hablas andaluzas, sin más excepciones que unos pocos enclaves fronterizos. Esos rasgos son la pérdida de s implosiva y la no existencia de una s alveolar inscrita en el orden fónico palatal. O sea, en andaluz la s, o no existe (ceceo), o forma parte del orden fónico dental. Los dos rasgos señalados tienen luego concreciones diversas, pero mantienen siempre ese trasfondo común subyacente. Y ambos son suficientes para cohesionar la pluralidad lingüística de Andalucía, y marcar la distancia que media respecto de otras hablas peninsulares. Las hablas de Canarias, aunque con muchos aspectos en común con las andaluzas, disponen también de componentes propios que les conceden una impronta particular. Y lo relativo a las hablas de América requeriría un análisis específico que no viene ahora al caso porque carece de relevancia para el debate en curso. Así que, en el marco geopolítico del estado español, la nación andaluza tiene una manera propia de hablar que es reconocida como tal dentro y fuera de sus fronteras. En definitiva: idioma andaluz, no; pero tampoco es cierto que la unidad de las hablas andaluzas proceda sólo de la metaposición del castellano general.

5. Aparte de los dos rasgos fónicos citados más arriba, hay varios más. En los apartados que siguen a estas Tesis se van a tratar sólo unos pocos, pero eso no quiere decir que reste importancia a los que han sido omitidos por razones de espacio. La distribución, alcance y aceptación de todos ellos son bastante dispares, y en su conjunto configuran un complejo mosaico a lo largo y ancho del territorio y la población de Andalucía. En cualquier caso, ninguno de estos rasgos alcanza ya el grado de amplitud y generalidad de los anteriormente reseñados, por lo que sería temerario y reduccionista pretender elevarlos a la categoría de componentes identificadores de toda modalidad vernacular andaluza.

6. Se disponen actualmente de datos suficientes como para fijar, siquiera sea de modo aproximado, la cronología de muchos rasgos fónicos del andaluz. Aquí se pondrá de manifiesto, por ejemplo, cómo algunos de esos rasgos (los más antiguos) proceden ya de la lengua traída por los cristianos tras la conquista. Otros rasgos, sin embargo, son fruto de innovaciones aparecidas con posterioridad, en fechas que podríamos considerar relativamente recientes.

7. Sin negar la incidencia que tiene la presión de la norma idiomática centropeninsular a través de vías tales como la escolarización y los medios de comunicación, lo cierto es que son otros factores, y muy particularmente la oposición campo/ciudad, los que determinan en mayor medida las actitudes y creencias sociolingüísticas de los rasgos presentes en las distintas hablas andaluzas. Los fenómenos incorporados a la modalidades urbanas gozan de más prestigio o, al menos, de más aceptación; los rasgos presentes esencialmente en el mundo rural están más expuestos a una valoración negativa y, por tanto, a la estigmatización. Esta es la causa de la diferente valoración sociolingüística que se detecta entre el seseo y el ceceo. En la misma línea hay que situar la práctica generalización del yeísmo. Por eso, si alguien mantiene en su discurso oral la distinción normativa entre ll/y se expone muy probablemente a ser tildado de ‘cursi’, y no sólo en Andalucía; lo cual no deja de ser también una forma de estigmatización.

8. El esquema que algunos manejan, por el cual hay que distinguir entre ‘lengua andaluza’, ‘andaluz (dialecto del castellano)’ y ‘castellano hablado en Andalucía’ es algo más que un mero ejercicio de demagogia barata. Es uno de los más burdos ejemplos de deformación teratológica que han podido engendrarse en los últimos milenios. Y es que, amén de su falsedad, establece una jerarquía cualitativa entre las modalidades vernaculares de los andaluces. Con la excusa de ‘defender lo nuestro’ lo que se hace en realidad es marcar las diferencias entre andaluces de primera, de segunda y de tercera. Cuando uno se encuentra con teorías científicas con las que no está de acuerdo, ha de poner los medios para refutarlas con respeto. Pero en casos como éste, hay que armarse con todos los instrumentos que otorga la razón y atacar con plena contundencia. No para convencer al oponente (que suele ser inconmovible), sino para prevenir a quienes potencialmente pueden verse engañados por sus fuegos de artificio. Reconozco que a lo largo de este escrito voy a ser bastante vehemente, sarcástico y muchas cosas más. Sin que sirva de descargo o de autojustificación, diré que no suele ser mi estilo. Lo que ocurre es que no me siento en la obligación de tratar con cortesía a quien difunde unas paridas que, como andaluz y como lingüista, considero un insulto en toda regla.

9. Concedo a los términos una finalidad estrictamente operativa y no creo que sea muy provechoso enzarzarse en polémicas nominalistas. Ahora bien, también considero de estricta coherencia un pronunciamiento explícito sobre cuál es la denominación que considero más apropiada para la modalidad lingüística de Andalucía. Rechazo las denominaciones de ‘idioma andaluz’, ‘lengua andaluza’ y otras por el estilo, porque no se corresponden con la realidad; nuestra idiosincrasia lingüística está integrada, sin menoscabo de su especificidad, dentro del conjunto plural de la comunidad castellanohablante. Tampoco creo muy oportuno usar la expresión ‘español hablado en Andalucía’, que algunos profesores de las universidades de Sevilla y Córdoba han reivindicado recientemente. Y conste que, al margen de lo de ‘castellano’ o ‘español’ (que forma parte de otro debate, no de éste), se trata de una denominación bastante neutra y aséptica. Ahora bien, el problema no reside tanto en el nombre en sí mismo como en los argumentos, de fuertes connotaciones subliminales, que emplean quienes lo esgrimen. Así pues, la opción por la que me inclino es ‘hablas andaluzas’. Ahora bien, como ya he indicado que me parece inútil andar con maximalismos en materia terminológica, daría por buenas otras etiquetas (‘dialecto andaluz’, ‘habla andaluza’, ‘andaluz’, etc.) siempre que estemos de acuerdo en qué es lo que estamos denominando. En ese sentido, ‘hablas andaluzas’ es el término que da menos pie a la confusión, y por eso es el que, al menos hasta hace bien poco, mayor consenso ha suscitado entre los expertos. Reconoce la existencia de un determinado nivel de unidad interna, que las distingue del resto de hablas con las que comparte una misma comunidad de lengua. Al mismo tiempo, da cuenta de la poliédrica realidad lingüística andaluza, sin establecer ninguna perniciosa jerarquía cualitativa entre modalidades. Una vez más: unidad dentro de la diversidad. Sé que muchas personas, por motivos respetables, se sienten molestas con el uso del plural, y por eso he dejado la puerta abierta a otras alternativas. Pero deben comprender que las etiquetas en singular dan pie a una errónea identificación de lo andaluz con sólo una parte de nuestra realidad lingüística, excluyendo de manera inicua otra parte. Curiosamente, la exclusión suele morder siempre en el mismo lado: en el levante de nuestra nación. Son muchas y muy graves las amenazas como para tomárselas a broma. Por eso hay que decir muy alto y muy claro que no hay ningún argumento ni científico ni político para ese tipo de exclusiones. Si es que de verdad se puede hablar de ‘rangos’ en esta materia (cosa que dudo mucho), que nadie lamente que lo que se habla en Andalucía no tenga rango de idioma, ni siquiera de dialecto, y tenga que conformarse con la calificación de ‘entramado de hablas’. La dignidad de Andalucía no depende de eso, lo mismo que ni Copérnico y Galileo mermaron un ápice la dignidad de la especie humana por negar que viviéramos en el centro del universo. Darse cuenta de esa realidad y asumirla, sin estériles lamentos que no tienen ninguna razón de ser, constituye un requisito ineludible de madurez y responsabilidad en la difícil lucha por la liberación nacional de Andalucía. Lo contrario sería comulgar con la mentira, que suele ser el camino más directo hacia el desastre.

10. La distinción entre andaluz oriental y andaluz occidental, que ha sido tradicionalmente una manzana de la discordia en el estudio de las hablas andaluzas, ha impedido prestar más atención a otras muestras de la pluralidad lingüística de nuestro país. Entre el oriente y el occidente andaluz hay, ciertamente, diferencias lingüísticas objetivas (sólo parcialmente tratadas aquí), y tienen además justificaciones históricas bien precisas: las diferentes características de la población colonizadora, el hecho de que muchos de los rasgos fónicos andaluces tuvieran su foco originario e irradiador en Sevilla, etc. Pero que nadie intente sacar conclusiones políticas espurias de esto. Primeramente porque las fronteras lingüísticas y las pretendidamente políticas no coinciden en absoluto (especialmente por lo que se refiere a las comarcas de las actuales provincias de Córdoba y Málaga). Y segundo porque, lo mismo que hay diferencias —en virtud de ciertos criterios— entre el andaluz oriental y el occidental, hay también diferencias —en virtud de otros criterios no menos válidos— entre el andaluz de la costa y el del interior. Por ejemplo: el habla de Salobreña es, en muchos aspectos, más parecida al habla de Barbate que a la de la capital de su provincia. Y hay diferencias entre el habla de la sierra y la de la campiña, y el habla de las ciudades y la de los ámbitos rurales, etc. Y todas, todas esas hablas, son igualmente andaluzas, porque todas ellas, en tanto que modalidades vernaculares presentes por derecho propio en nuestra tierra, forman parte del patrimonio común del pueblo andaluz en su conjunto.

3. EL MITO DE LA IDENTIDAD LENGUA-NACIÓN.

Desde hace aproximadamente dos siglos los movimientos nacionalistas europeos, independientemente de su signo, han apelado a factores lingüísticos como base de sus reivindicaciones políticas. En su posición extrema, se llegaba (y aún se llega muy frecuentemente) a una expresa identificación entre comunidad nacional y comunidad de lengua. Es decir, se asume que un territorio adquiere el rango de nación si dispone de una lengua propia, elevada al rango de ‘lengua nacional’. En el ‘mejor de los casos’, ha de ser diferente de la de los territorios vecinos. La presencia de otras lenguas en el seno del país se entiende entonces como un peligro para la cohesión nacional, por lo que se propugna una política lingüística encaminada hacia la plena homogeneización monolingüe del país. Reconozco que he simplificado bastante, pero creo que cualquier lector avezado puede reconocer en estos breves trazos la doctrina transmitida por muchos movimientos nacionalistas, ya sean de izquierdas o de derechas, con vocación democrática o abiertamente totalitarios, de naciones oprimidas o de estados ya constituidos. La ecuación que se maneja es siempre la misma: a una nación le corresponde una y solo una lengua. A lo que se añade como corolario: si no se tiene una lengua nacional, no se es nación. Lo que ha variado históricamente han sido la capacidad, los medios y la efectividad en la puesta en práctica de lo que dicha ecuación implicaba.

La identificación entre lengua y nación se remonta esencialmente al pensamiento ilustrado que desembocó en la Revolución Francesa, y termina de configurarse durante el Romanticismo. Probablemente el máximo exponente de esta línea de pensamiento fue el obispo francés Enrique Grégoire, para quien una nación se construía sobre la base de una educación unitaria en una lengua común. Esta doctrina se ha seguido en Francia a rajatabla desde la época napoleónica, y otros muchos estados europeos y americanos han fijado su política lingüística (con éxito desigual, eso sí) a imitación de la francesa. De ahora en adelante, llamaré a esa doctrina, simplemente para entendernos, ‘la solución francesa’.

La solución francesa, aunque justificable y bienintencionada en el lugar y momento en que nació, ha sido a la postre tremendamente perniciosa por lo que ha supuesto de instrumento legitimador de la vulneración de los derechos lingüísticos (y no se olvide que los derechos lingüísticos no son ‘derechos de las lenguas’ ni ‘derechos de las naciones’, sino derechos de las personas). Los idiomas minoritarios de Francia han sido reprimidos hasta su práctico exterminio, en América la oligarquía criolla dirigente la esgrimió como coartada para la opresión de la población indígena, y no hace falta recordar aquí los efectos del nacionalismo españolista (y no sólo durante el franquismo) en los Países Catalanes, País Vasco y Galicia. Los ejemplos podrían multiplicarse hasta casi el infinito.

Lo dicho hasta aquí ya sería bastante para poner en cuarentena la pretendida identidad lengua-nación, pero es que hay además otro dato tremendamente revelador: se trata de una identidad empíricamente falsa, sencillamente porque la historia de los pueblos es mucho más compleja de lo que estipulan los añejos esquemas de los ideólogos de la Ilustración. No existen en nuestro planeta territorios en los que se pueda establecer una correspondencia biunívoca entre comunidad nacional y comunidad de lengua. Las únicas excepciones que se podrían esgrimir al respecto son dos casos aislados (aislados en sentido literal, pues se trata de islas: Islandia y Malta). Pero ambos son susceptibles de ciertas matizaciones, prolijas de detallar aquí, que les restan valor como contraejemplos. Es más, tampoco abundan los casos de naciones esencialmente monolingües, y cuando se documentan (Portugal o Uruguay) vemos que su lengua tiene un alcance internacional. Lo común es hallar naciones plurilingües que cuentan con la presencia en su territorio de varias lenguas y lenguas plurinacionales presentes en varias naciones. Y ambos fenómenos no son excluyentes entre sí, ni mucho menos. Dicha situación se muestra particularmente evidente en continentes como África y Asia, donde además las fronteras de los estados actuales son en buena medida imposiciones artificiales derivadas del colonialismo, y donde la idea de nación rara vez tiene un fácil acomodo en el marco de los patrones culturales e ideológicos autóctonos. Los movimientos nacionalistas modernos han de tomar en consideración todos estos hechos y no caer en los errores del pasado.

¿Cuáles han sido las repercusiones de la solución francesa en el seno del debate sobre la cuestión nacional andaluza, al menos en las últimas décadas?. A mi juicio, las reacciones más llamativas han sido esencialmente dos. Por un lado, el adoptar una actitud compungida y de complejo de inferioridad. Partiendo del reconocimiento de que Andalucía no tiene una ‘lengua nacional’ propia y diferenciada, se concluye que la construcción nacional andaluza se ve condenada al fracaso, o al menos definitivamente lastrada. Sólo puede dar lugar, dicen, a una nacionalidad de segunda categoría. Lo triste no es que esta posición haya sido manejada, más o menos abiertamente, por las fuerzas comprometidas con el españolismo. No cabría esperar otra cosa, y no hay que remontarse siquiera al proceso que desembocó en el inefable referéndum del 28-F. Lo triste es que, por propia experiencia, he podido constatar tal actitud también entre ciertos sectores del nacionalismo radical, que lamentan la falta en Andalucía de una lengua propia que sirviera de ‘banderín de enganche’ (si se me permite la expresión) para ampliar la base social del movimiento. El segundo efecto es en apariencia contrario, pero responde a un mismo punto de partida. Se trata de proclamar que Andalucía sí tiene una lengua diferenciada. Desde este supuesto, la defensa y reivindicación de la lengua andaluza (presuntamente sojuzgada por la imposición del castellano por parte del estado español) ha de servir, pues, para dar plena carta de naturaleza a las reivindicaciones nacionales de nuestro pueblo. Los llamamientos a escribir ‘en andaluz’ y las pretendidas reformas ortográficas encaminadas en tal dirección se sitúan claramente dentro de estas coordenadas. Dicho con todo sosiego, pero con la debida contundencia, adoptar esta postura supone cerrar los ojos a la realidad y ofrecer una interpretación distorsionada de la verdadera situación lingüística de Andalucía.

Frente a los dos efectos reseñados, la alternativa correcta pasa, en mi opinión, por rechazar definitivamente el mito de la identidad lengua-nación, y por tanto asumir que la reivindicación nacional andaluza no está sometida de ningún modo a su dictado. Obsérvese que con ello no estoy negando la pertinencia de los hechos lingüísticos en los movimientos de liberación nacional. Simplemente estoy señalando que dicha pertinencia debe ser analizada desde una perspectiva diferente, mucho más acorde con las evidencias. Reconozco que el debate sobre este campo sigue abierto, pero soy de la opinión de que, en contra de lo que decía el obispo Grégoire y quienes después lo siguieron, la existencia de una lengua propia no es ‘causa’, sino ‘consecuencia’, del proceso de construcción nacional de un pueblo. Dicho con un ejemplo concreto: no es que las reivindicaciones nacionales de los Países Catalanes estén motivadas por la existencia de la lengua catalana; es que la lengua catalana existe como fruto de una trayectoria histórica específica de los Países Catalanes. Y es esa trayectoria histórica, y no la lengua, la que fundamenta su identidad nacional. Por eso, los vínculos entre lengua y nación no son mecánicos, ya que esa identidad nacional puede cimentarse también sobre otros factores, incluso aunque la especificidad lingüística se encuentre totalmente ausente. Uruguay no necesitó una lengua propia para independizarse de Argentina; Suiza es hoy día una nación plenamente reconocible como tal a pesar de que en su seno se hablan las lenguas de sus poderosos vecinos; la mayor parte de la población irlandesa era ya, en el siglo XIX, monolingüe de inglés, y no por ello dejó de luchar —como sigue luchando en el Ulster— por su independencia de Gran Bretaña; y, en el lado contrario, Serbia y Croacia son dos naciones distintas, a pesar de que comparten una misma lengua, el serbocroata. ¿Hacen falta más ejemplos? Creo que no. Por tanto, Andalucía no necesita una lengua propia para ser una nación, porque hay otros muchos factores que permiten reconocerla como tal.

La superación de la identidad lengua-nación tiene otra consecuencia importante. La cuestión no se plantea ya en términos absolutos, de todo o nada, sino que se abre la perspectiva para otras situaciones ‘intermedias’. El tener o no una lengua propia no agota la cuestión del papel de los hechos lingüísticos en el ámbito de la construcción nacional. La diversidad lingüística tiene muchas vertientes, y pertenecer a la misma comunidad de lengua no significa de ningún modo hablar exactamente igual. En este sentido, el pueblo andaluz, aun perteneciendo a una comunidad de lengua plurinacional (con hablantes a uno y otro lado del Atlántico), sí dispone de una modalidad lingüística con una serie de rasgos diferenciales que la dotan de una personalidad propia. El origen y características de este hecho lingüístico diferencial será el objeto de los próximos apartados.

---Andres Carrasco--- No sabe por donde salir el autor ya que no puede justificar su nacionalismo andaluz en base a sus conocimientos lingüisticos------

4. EL MITO DEL ORIGEN PRE-CASTELLANO DE LA LENGUA HABLADA EN ANDALUCÍA.

En ocasiones se ha esgrimido, a favor de la existencia en Andalucía de una lengua propia, el argumento de que este ‘idioma’ tiene ya una antigüedad prácticamente milenaria, y que era hablado en nuestra tierra mucho antes de su conquista por parte del Reino de Castilla. De ese modo, la idea de la existencia de una ‘opresión lingüística’ se vería reforzada: la lengua andaluza no procedería, según esto, del castellano, sino que se habría visto injustamente desplazada por la aparición posterior (‘superestrática’, en términos técnicos), de una lengua extranjera, impuesta por la fuerza de las armas. Pues bien, nada más alejado de la realidad, como intentaré demostrar a continuación.

Probablemente, el primer impulso de quienes buscan unas raíces ancestrales a la lengua andaluza sería el de apelar a unos orígenes árabes o bereberes, lo que de paso ayudaría a establecer una continuidad entre la actual nación andaluza y la lejana Al-Andalus califal. Sin embargo, esta posición cae por su propio peso a poco que se la mire dos veces, y no merece la más mínima credibilidad. Todas las características de la lengua de Andalucía apuntan abiertamente hacia un origen romance (procede, en última instancia, del latín), y sus diferencias con las lenguas semíticas son tan abultadas en todos los órdenes que difícilmente puede haber alguien tan delirante como para establecer esa filiación. Por supuesto, hay constancia de un intenso contacto con la lengua árabe, pero está circunscrita casi exclusivamente al plano del vocabulario. Y, lo que es más importante, dicha constancia se encuentra en todo el dominio castellanohablante (donde se calcula que hay en torno a 4.000 raíces léxicas de origen árabe), y no es exclusiva del andaluz. A lo sumo, se puede hallar que, cuando existen pares de sinónimos del tipo ‘origen árabe/otro origen’, en alguna que otra ocasión el arabismo tiene una mayor frecuencia de uso en nuestra tierra que en otros lugares: azogue frente a mercurio; arrayán frente a mirto; alhucema frente a espliego y lavanda; etc. Pero estas muestras anecdóticas tienen una relevancia estadística completamente nula para actuar como eje vertebrador de la diferencia entre andaluz y castellano. Y esta situación es muchísimo más acusada por lo que respecta al bereber, del que, por lo demás, tenemos muy pocos datos sobre cómo era hace mil años. De cualquier modo, parece que son pocas las palabras de nuestra lengua a las que se les puede atribuir ese origen, y en muchas de ellas siempre con dudas sobre si son realmente bereberes o árabes. Es lo que ocurre, por ejemplo, con pil-pil, que podría proceder del bereber félfel (guindilla), pero también del correlato árabe, que tiene una pronunciación semejante.

Lo dicho hasta aquí conduce una conclusión evidente: de origen árabe o bereber para el andaluz actual, nada de nada. Esto habría agotado el debate si no hubiera sido porque los alquimistas del origen milenario del andaluz han encontrado su particular piedra filosofal: el mozárabe. Sin esgrimir más argumento que su propia convicción, lo proclaman no ya como antecedente más o menos pretérito y difuso, sino incluso como una prueba de la existencia de la lengua andaluza (en una forma más o menos próxima a la actual) desde mucho antes de que las tropas extranjeras de Fernando III hollaran nuestra tierra y nos impusieran el castellano a punta de lanza. Ya he tenido la desgracia de leer algo de esto incluso en esta misma lista, y quien lo contestó mostró la prudencia propia de quien no se siente capacitado para emitir una opinión. Yo, por mi parte, sí me siento plenamente capacitado para decir que establecer cualquier filiación entre el mozárabe y la lengua actualmente hablada en Andalucía es un manifiesto despropósito, que sume en el más espantoso de los ridículos a quienes pretenden defenderlo. Es algo así como afirmar que la lengua hoy mayoritaria de Méjico no llegó de Europa, sino que era hablada allí ya en época precolombina. Eso me importaría un bledo (¡allá cada cual con sus disparates!) si no fuera porque de cara al exterior tales soflamas enturbian y deterioran seriamente la imagen de quienes luchan por defender la dignidad del pueblo andaluz, su realidad y su historia, sobre la base del respeto a la verdad. Puede que a alguien eso le produzca risa; a mí me produce indignación.

La demagogia pseudo-mozarabista cuenta aquí con una gran ventaja: es poco lo que se sabe del mozárabe, y son pocos quienes lo saben. Ese desconocimiento general favorece el que rara vez sean rebatidas sus tesis en los círculos políticos del nacionalismo andaluz. No obstante, sí se sabe ya lo suficiente como para tener la completa seguridad de que la lengua andaluza no procede de ahí, y por eso ningún foro científico mínimamente serio la contempla como una alternativa que merezca ser tomada en consideración. Como esto no es un foro científico, y no quiero que se me acuse de no justificar mi posición, sí me voy a tomar la molestia, para quien quiera seguir leyendo, de explicar pormenorizadamente el porqué de este frontal rechazo. No pretendo en este escrito apabullar con bibliografía, y procuraré evitar las referencias librescas en la medida de lo posible. Ahora bien, quienes sinceramente deseen recabar información fidedigna y rigurosa sobre la lengua mozárabe pueden consultar los trabajos disponibles de Álvaro Galmés de Fuentes, Diego Catalán, etc., amén de rastrear por el siempre reconfortante diccionario etimológico de Corominas (a quien nadie pudo nunca acusar de españolismo) y Pascual.

Los mozárabes eran los pobladores cristianos (en su mayoría de origen hispano-romano) que, durante la época musulmana, seguían viviendo en Al-Andalus. Hasta aquí, todos de acuerdo. Llega ahora la primera precisión: su distribución geográfica en absoluto coincidía con las fronteras actuales de Andalucía; lugares como Toledo, Zaragoza, Valencia o Murcia, entre otros, contaron con comunidades mozárabes muy representativas. Al margen de episodios aislados (como la revuelta liderada por Álvaro en Córdoba) durante la época califal los mozárabes vivieron en paz con los musulmanes: podían mantener con normalidad sus propiedades y actividades económicas, eran respetados sus cultos religiosos (condicionados, a lo sumo, por una imposición fiscal), etc. Pero, por encima de todo, lo que hay que destacar es que los mozárabes mantenían su cohesión como grupo social diferenciado. Ahora bien, tras la caída del califato la situación cambió sustancialmente. La identidad socio-cultural de los mozárabes se fue disolviendo: en el norte de la península, los mozárabes se iban integrando entre la población de los reinos cristianos conforme iban estos avanzando en la conquista; en el sur, fueron adoptando paulatinamente las costumbres, la lengua y, en muchos casos, también la religión de los musulmanes. Las invasiones de los almorávides y los almohades precipitaron definitivamente dicho proceso. Los nuevos gobernantes de esas tribus norteafricanas no eran precisamente tolerantes en materia religiosa, e impusieron un proceso radical de islamización. Los mozárabes que aún tenían conciencia de serlo sólo disponían de dos alternativas: o emigrar hacia los reinos cristianos o convertirse al Islam y renunciar a cualquier manifestación de rasgos culturales distintivos. En cualquiera de los casos, el resultado era el mismo: su pérdida de señas de identidad y su desaparición como colectivo social propiamente dicho. Por eso, no hay constancia histórica de que existieran comunidades mozárabes, en sentido estricto, cuando Fernando III emprendió la conquista del Valle del Guadalquivir (mientras que sí la había cuando se conquistó Toledo, por ejemplo), ni durante todo el período nazarí del reino de Granada. Había, sí, mozárabes, o descendientes de mozárabes. Pero, aparte de una exigua minoría que conservaba su religión y sus ritos litúrgicos latinos, en todos los demás aspectos (incluido el de su lengua oral) estaban confundidos ya por completo entre el conjunto de la población arábigo-andaluza. Los mozárabes, como pueblo, eran ya para entonces una realidad extinguida.

Nada debe extrañar este proceso, totalmente análogo al que otros colectivos minoritarios sufrieron en lugares y momentos diversos de la historia. Recuérdese, sin ir más lejos, la situación de los moriscos en los reinos cristianos desde la Baja Edad Media hasta el decreto de expulsión de 1611. Parafraseando el título de un ilustrativo libro de Elena Pezzi, fueron muchos ‘los moriscos que no se fueron’. Pero quienes se quedaron perdieron totalmente su ya mermada identidad como colectivo diferenciado. Y eso que, en este último caso, hubo un grupo de ‘irreductibles’; moriscos que se vieron obligados a abandonar su lugar de residencia, pero que, en vez de emigrar a África, adoptaron una vida nómada. Fueron los ancestros de los actuales mencheros (una minoría étnica que sólo sale en televisión para ser confundida erróneamente con la etnia gitana, o para hacer referencia a Eleuterio Sánchez, otrora mal llamado ‘El Lute’). La población menchera se ha mantenido en buena medida al margen de la sociedad dominante, y ha conservado una identidad específica. Ahora bien, ¿habla la lengua de sus antepasados: el árabe o el bereber? No, habla castellano, y desde hace muchas generaciones. Entonces, ¿cómo podría haber sobrevivido hasta nuestros días la lengua mozárabe, cuando la realidad social de su colectivo hablante se extinguió hace más de siete siglos?

Pero dejemos ya los argumentos de base histórica, que, con ser muy importantes, no ocupan la prioridad de este texto. Vayamos a las evidencias más estrictamente lingüísticas. Como ya he dicho antes, de la lengua mozárabe se sabe bastante poco, debido a la parquedad de testimonios. Los mozárabes usaban para el registro escrito, como no podía ser de otro modo, las lenguas de prestigio de su entorno: mayoritariamente el árabe, ocasionalmente el latín. Ahora bien, se han conservado otros vestigios que nos ofrecen una información valiosa: por una parte, ciertos testimonios transmitidos por fuentes árabes, entre los que destacan unos maravillosos ejemplos de lírica popular (las jarchas); por otra, los topónimos (denominaciones geográficas), que figuran tanto en nombres conservados actualmente como en los libros de repartimientos que elaboraban los cristianos tras la conquista de un territorio. Pues bien, aunque estos testimonios no permiten reconstruir la lengua mozárabe en su conjunto, sí nos ofrecen datos sobre algunos de sus rasgos lingüísticos determinantes.

La lengua mozárabe se encontraba muy fragmentada dialectalmente, y aún no claramente diferenciada de lo que sería el estadio de un proto-romance. Todo lo cual estaría justificado por tratarse de una comunidad lingüística heterogénea, en situación de minoría dentro de su territorio y con escasa comunicación entre colectivos de distintas ciudades y comarcas. No obstante, habría algunos fenómenos constantes, o ampliamente generalizados: el morfema -el para el diminutivo (véanse, por ejemplo, los topónimos Rosel, Chirivel, Turruchel, etc.); el sufijo derivativo -eiro/a (ahí están Capileira, Pampaneira, Beiro, etc., que ciertas opiniones mal informadas atribuyen a una ‘fantasmagórica’ colonización gallega de Granada y la Alpujarra); ciertas soluciones divergentes del castellano en cuanto a diptongación y palatalización, etc. Pues bien, la pregunta clave es la siguiente: ¿cuántas características del andaluz actual coinciden con esos rasgos de la lengua mozárabe, o pueden entenderse como fruto de una evolución lingüística de ellos? La respuesta es bien sencilla: ninguna. La caracterización de las hablas Andaluzas de hoy encuentra fácil explicación si se toma como punto de partida evolutivo el castellano, y nos conduce a un callejón sin salida si se parte del mozárabe. Porque, ¿quién puede documentar que en algún lugar de Andalucía se llame al pozo puche, al pantano padul, al cauce del río chuche, a los ojos uellos, a la encina charche, a la piedra pitra, al castillo castel, ...? ¿Quién usa el arabismo habibi para hablar de un amigo? En el lado contrario, la palabra jurel es uno de los pocos mozarabismos que ha pervivido hasta nuestros días. Pues bien: ¿quién en su sano juicio se atreve a decir que es una palabra exclusivamente andaluza, ajena al vocabulario general del castellano?

Podría traer aquí muchas más evidencias, pero creo que estas son más que suficientes para desterrar, con base en los hechos y no en las elucubraciones, cualquier posible pretensión de hacer derivar las hablas andaluzas del mozárabe. Claro que la demagogia pseudo-mozarabista cierra los ojos a todo esto (si es que alguna vez se molestó en abrirlos). Le basta con autoconvencerse de su propia falacia para, a fuerza de repetirla, esperar que se haga verdad.

Descartado un origen mozárabe de la lengua hablada en Andalucía, ¿qué alternativa queda? Sencillamente, el castellano. Esa es la solución más simple, natural y evidente. Nos guste o no, los andaluces de ahora somos mayoritariamente descendientes y herederos directos de los conquistadores cristianos, y de ahí procede la lengua que tenemos. La separación que media entre el castellano centropeninsular y nuestra forma de hablar no tiene su origen en la pervivencia de estadios lingüísticos precastellanos, sino que es consecuencia de innovaciones aparecidas con posterioridad a la conquista. En absoluto se puede decir que el andaluz es una modalidad lingüística de antigüedad milenaria; por el contrario, lo que habría que destacar ante todo es su ‘modernidad’. E incluso me atrevería a decir que algunos de sus rasgos más llamativos son, en términos evolutivos, sumamente recientes, y están en un proceso de expansión más que de recesión. Y que conste que esto ni le da ni le quita un ápice de mérito al pueblo andaluz y a su lengua; sencillamente porque los hablantes no disponen de una percepción directa del desarrollo histórico de su idioma. Cuando hablan de una manera no se preguntan si esa forma de hablar tiene veinte, doscientos o dos mil años de antigüedad. ¡Ni falta que hace! Ahora bien, cuando hay quien se atreve a decir barbaridades tales como que el andaluz es una lengua ancestral que está sufriendo desde hace siglos el ataque de la imposición del castellano, entonces hay que responder sin ambages para poner las cosas en su sitio.

5. ALGUNAS PRECISIONES SOBRE LA CONQUISTA CRISTIANA Y LA REPOBLACIÓN DEL TERRITORIO ANDALUZ.

Un análisis riguroso de las características propias de las hablas andaluzas debe comenzar necesariamente por un conocimiento detallado de las condiciones y características de la conquista castellana, sencillamente porque eso será totalmente determinante para la posterior configuración lingüística de nuestro país. Y esa conquista tuvo dos grandes etapas, entre las que mediaron más de dos siglos. Por una parte, está la ocupación del Valle del Guadalquivir y sierras aledañas por parte de Fernando III, en la primera mitad del siglo XIII; por otra, la toma del reino de Granada a finales del siglo XV. Entre medias, sólo hubo actuaciones bélicas cuantitativamente menores (la conquista de Niebla por parte de Alfonso X, la campaña de Alfonso XI en el campo de Gibraltar, etc.), por lo que las fronteras entre cristianos y musulmanes mantuvieron una relativa estabilidad durante un período considerable de tiempo.

A la conquista de las tropas cristianas seguía de forma casi inmediata el asentamiento de colonos llegados del norte, muchos de los cuales eran antiguos combatientes. La procedencia de los mismos no era homogénea. En todo el valle del Guadalquivir se asentaron castellanos, sí, pero también colonos procedentes de otros reinos cristianos, y en una proporción desigual en cada zona. Así, en el curso alto y medio del río se estableció un número considerable de navarros y aragoneses. En cambio, a la baja Andalucía llegaron sobre todo habitantes del antiguo reino de León. Claro que esto no fue por capricho, sino por pura lógica geográfica: unos entraban por Despeñaperros, los otros por la Ruta de la Plata; el asentamiento se producía en territorios que encontraban en su camino. Los descendientes de esos colonos asentados en Andalucía fueron los que, dos siglos y medio después, emprendieron mayoritariamente la colonización del reino de Granada. Pero de nuevo con una distribución desigual. Las comarcas más orientales (hoyas de Guadix y Baza, buena parte de la actual provincia de Almería, etc.) recibieron pobladores procedentes sobre todo de los reinos de Jaén, Aragón y Murcia. El centro y occidente del reino nazarí contó esencialmente con colonos llegados de la baja Andalucía.

El proceso descrito tiene consecuencias muy directas en el plano lingüístico, y es responsable de la distribución de no pocas de las variantes que se detectan dentro del habla de Andalucía. Un ejemplo: las localidades de Mures y Tózar se encuentran casi a tiro de piedra una de otra. Sin embargo, se aprecian un buen número de diferencias en su forma de hablar. Esas diferencias se explican por el hecho de que ambas localidades estuvieron separadas por la frontera castellano-nazarí, y el origen de sus respectivos colonos fue, en virtud de eso, sustancialmente diferente. Y éste es sólo un testimonio de los muchos que podrían traerse a colación.

--Andres Carrasco—Dos colonizaciones distintas dos andalucias distintas---

6. SOBRE LA GRAMÁTICA DE UN SUPUESTO ‘IDIOMA ANDALUZ’.

Fijadas las anteriores bases históricas, me detendré en el análisis de algunos de los principales rasgos que caracterizan el habla de Andalucía. Obviamente, no puedo detenerme en todos (eso haría eterna esta ya de por sí larga contribución), pero sí creo que son los más relevantes. Claro que antes se hace obligada otra precisión, para evitar malentendidos. Los rasgos que voy a analizar son de índole fónica (relativos a la pronunciación), sencillamente porque es en ese nivel de análisis en el que se mueve, si no todo, sí la mayor parte de lo que he dado en llamar antes ‘el hecho lingüístico diferencial’ de Andalucía. Y conste que con ello no quiero decir que el andaluz no tenga una gramática o un léxico. ¡Claro que los tiene; la gramática y el léxico del castellano! Quienes se empeñan en atribuir a Andalucía una realidad lingüística ajena al castellano hacen un esfuerzo ímprobo para mostrar la especificidad de la gramática, y, en menor medida, también del léxico del andaluz; probablemente sobre la base de que ‘encontrada la gramática’, la ascensión del andaluz a la ‘categoría de idioma’ es cosa hecha. Y en aras de una presunta normalización del andaluz se han elaborado ciertos esbozos gramaticales, como las notas que figuran en la página de internet mantenida por Gorka Redondo. Aquí, de nuevo, se impone hacer las debidas puntualizaciones.

Las notas mencionadas aspiran a ser un esbozo para una futura gramática normativa, no descriptiva. O sea, se nos dice cómo ‘deben hablar’ los andaluces, y no cómo ‘hablan’ realmente. Su finalidad es por tanto sancionar unas determinadas formas y usos como ‘andaluz correcto’ (o lo que es peor aún: ‘andaluz auténtico, o legítimo’). Las formas y usos que, pese a estar presentes en Andalucía, carecen de la bendición de la autoridad del gramático deben ser desterradas a la condición de ‘andaluz incorrecto’ en el mejor de los casos (en el peor: ‘castellanismos que amenazan la pureza de nuestra lengua’). Si Juan Porras, Gorka Redondo o cualquier otra persona quiere seguir ese camino, allá ellos. El tiempo dirá si la gente les hace caso o no. Simplemente les digo que esa imposición normativa tiene poco de lingüística, y sí mucho de política. Y quienes así actúan no lo hacen en su condición de lingüistas (aunque en ocasiones lo sean), sino en la de custodes linguae (‘guardianes de la lengua’), por usar una acertada denominación acuñada por Fishman. Y a mí, que ya me dan bastante repelús los guardianes de la lengua castellana (sobre todo si se revisten de presuntos lingüistas), me producen mucha más preocupación los aspirantes a guardianes del andaluz. Porque al fin y al cabo, el castellano está repartido por más de veinte estados, y las voces de los abanderados de la norma centropeninsular no llegan al otro lado del Atlántico. Ahora bien, Andalucía es un territorio más pequeño, carente de soberanía. En su seno, las implicaciones políticas de este tipo de actuaciones son mucho más manifiestas. Y hay que advertir que de decir que alguien ‘habla un mal andaluz’ (o ‘no habla andaluz’) a decir que ‘es un mal andaluz’ no va más que un paso.

Una consecuencia directa de lo anterior. Tal esbozo gramatical no se fundamenta en ningún corpus representativo (oral o escrito con la ortografía que sea) de la lengua documentada en todas y cada una de las comarcas andaluzas. Se parte de un apriorismo: hay que entresacar, de todo lo que se habla en Andalucía, lo que es estrictamente andaluz. El criterio que se sigue para ese deslinde no se hace explícito. Podría ser desde la mera preferencia personal y arbitraria del autor (en virtud o no de su propia competencia) hasta su percepción (intuitiva o fundamentada) de lo que es más común y frecuente en el conjunto del país. No obstante, la impresión que yo he sacado es que el criterio seguido principalmente es el mismo que, a mi juicio, se aplica también en las propuestas ortográficas: se opta, en cada apartado, por las formas y usos que, al menos en apariencia, más se alejan de la norma idiomática centropeninsular (identificada erróneamente con el ‘castellano estándar’). Claro que el resultado final es un constructo artificial, porque no hay ninguna comarca andaluza en la que confluyan de forma dominante y simultánea todas las soluciones gramaticales a las que se ha dado marchamo de ‘andaluz genuino’. En vez de buscar la lengua de todos, se nos quiere vender una lengua que no es de nadie.

¿Se puede afirmar realmente que la gramática del andaluz mantiene una distancia realmente sustancial con la del castellano? Después de haber leído detalladamente el mencionado esbozo, me reafirmo en que no. Y conste que me refiero al castellano en su realidad plurinacional y diversificada, no al habla de un catedrático de Valladolid. Veamos, a grandes rasgos, cómo pueden ser clasificados los distintos fenómenos gramaticales señalados por Gorka Redondo.

Por una parte, encontramos formas que se hunden en las raíces patrimoniales del castellano, y que además no cuentan con ninguna estigmatización en la esfera sociolingüística. Por ejemplo, la construcción en + gerundio (‘en llegando Miguel, me marcho’), con valor temporal de futuro. Para quien le interese, diré que esta estructura cuenta con todas las bendiciones de la gramática normativa de la Real Academia Española (gramática que, dicho sea de paso, no se publica como tal desde 1931). De hecho, en muchos lugares del dominio lingüístico castellano esta construcción es más propia de los registros cultos que de los populares. Y por lo que respecta a Andalucía, en buena parte de ella resulta, si no desconocida, sí al menos bastante extraña. Desde luego, será difícil encontrarla en la mitad oriental, donde lo más general será, o cuando + subjuntivo (alternativa omitida por el señor Redondo debido a su condición de ‘flagrante castellanismo’; ¡como si las demás no lo fueran!), o la más popular de que + subjuntivo.

Un segundo grupo responde a construcciones que también son patrimonio común, y antiguo, del castellano. Lo que ocurre es que constituyen variables, dentro de una parcela inestable del sistema gramatical, que no se corresponden con las de mayor uso en la norma centropeninsular. Así, los pronombres átonos (le, la, lo) conservan en Andalucía mayoritariamente su uso etimológico, lo que significa que en nuestra tierra es relativamente infrecuente el leísmo (se dice: quiero verlo, y no quiero verle) o el laísmo (se dice: le di la mano a Pepa, y no la di la mano a Pepa). Claro está que el hecho de que nos alejemos de los usos mesetarios no quiere decir que el andaluz se comporte aquí de un modo singular. Todo lo contrario, la variante etimológica es también mayoritaria en otros puntos de la Península, como Aragón, y desde luego en Canarias y en América. Y por lo que se refiere a su tipificación normativa, tampoco pesa ninguna estigmatización. En cambio, aunque el leísmo goza de aceptación académica desde antiguo, el laísmo ha recibido siempre graves acusaciones de vulgarismo. Por cierto y ya que estamos en ello, aquí habría que situar al menos dos rasgos gramaticales que se han señalado como bastante comunes en el habla andaluza y que, salvo error mío, no figuran en las notas gramaticales de Redondo. Uno es que, de entre las dos variantes del imperfecto de subjuntivo (y en el auxiliar del pluscuamperfecto), en Andalucía se usa mayoritariamente la terminada en -ra: cantara, frente a cantase. El otro rasgo es el valor modalizador del diminutivo como mitigador del imperativo. Así, al decir dame un vasico de vino no se está pidiendo de manera coactiva un vaso pequeño; se está pidiendo de manera cortés un vaso de tamaño normal.

El tercer grupo es el más peliagudo. Recoge, como los demás, construcciones que también tienen un origen castellano, y están documentadas no sólo en Andalucía, sino en otros muchos lugares. Ahora bien, lo que ocurre aquí es que son formas que perviven mayoritariamente en ámbitos rurales y entre hablantes pertenecientes a un estrato socioeconómico bajo. Esto ha determinado que tales formas hayan sufrido un fuerte proceso de estigmatización sociolingüística: se las califica de ‘vulgarismos’, ‘incorrecciones’ y cosas aún peores. Aquí me limito a constatar el hecho, no a justificarlo. Por lo demás, es casi una constante sociolingüística cuando se produce una oposición bien reconocible entre el habla del campo y la de la ciudad, entre la de las clases populares y las de un estrato socioeconómico alto. Se pueden rastrear varios ejemplos a lo largo del presente documento. Gorka Redondo y quienes se mueven en su misma línea hacen aquí una clara apuesta en favor de los usos rurales (lo que, en principio, puede ser hasta loable). Pero lo hacen de una manera totalmente equivocada, que conduce a un resultado contrario del que se persigue. Y es que adoptan una actitud maximalista y excluyente, por la cual desechan de nuestra realidad lingüística, contra toda evidencia, las variantes que cuentan con respaldo normativo. El caso paradigmático de todo esto es el de la secuenciación sintagmática de los pronombres átonos (me se olvidó frente a se me olvidó). Insisto en que ambas alternativas están documentadas desde antiguo tanto dentro como fuera de Andalucía, así que, desde el punto de vista descriptivo, una es tan andaluza (o tan castellana) como la otra. Aquí no habría discusión ninguna si Gorka Redondo y otros se hubieran limitado a decir que ellos colocan sistemáticamente el reflexivo de tercera persona tras el de primera y segunda (me se, te se) porque no están de acuerdo con la estigmatización a que se ve sometida esta variante, y quieren dignificar en la escritura una opción que está ampliamente consagrada por el uso vernáculo popular. En tal caso, se podría seguir o no su iniciativa, pero desde luego por mi parte no habría lugar a ninguna crítica. Ahora bien, lo que dicen es algo muy distinto. Del contenido del esbozo gramatical, y de las opiniones vertidas ya en esta lista, se infiere que para ellos estas y otras construcciones estigmatizadas constituyen la verdadera y genuina configuración de la gramática andaluza más ancestral (pregunto yo: ¿de los mozárabes?), mientras que las variantes normativas serían formas extranjeras, fruto de la imposición del castellano por el españolismo que oprime secularmente la cultura autóctona andaluza. Pues bien, seré claro: eso es una mentira como un templo; una más entre tanta colección de patrañas.

He dejado para el final un último grupo de rasgos gramaticales que sí podríamos calificar de autóctonos. Tienen su origen en Andalucía, independientemente de que desde aquí se hayan exportado o no a otros lugares del dominio castellanohablante. En este grupo se incluyen la formación del plural de nombres y adjetivos, un amplio número de desinencias verbales, etc. Ahora bien, la especificidad de estas formas es consecuencia directa de procesos evolutivos en el plano fónico. Sería estéril ponerse ahora a discutir si son formas castellanas pronunciadas ‘a la andaluza’ o si son ya formas diferentes de las del castellano. Lo que interesa es que son fenómenos gramaticales condicionados fónicamente, y que aparecen como fruto de innovaciones a partir del castellano. No cabe, pues, atribuirlas a estadios lingüísticos previos a la conquista cristiana. Además, nos llevan a otra conclusión ineludible, que ya se ha señalado antes. Por más que pueda levantar ampollas entre mis adversarios en este debate, lo verdaderamente característico y singular de la lengua hablada en Andalucía se encuentra, de forma primordial, en el ámbito de la pronunciación. Los andaluces reconocemos a un compatriota o a un foráneo por su forma de hablar no en virtud de cómo use los diminutivos, los demostrativos o los pronombres átonos, sino por las características fónicas de su discurso. Y son esas mismas características las que hacen reconocible nuestra manera de hablar fuera de nuestras fronteras.

Por todo lo expuesto, creo justificado concluir que los rasgos gramaticales autóctonos de Andalucía, aunque son fundamentales para reconocer el hecho lingüístico diferencial de nuestro pueblo, no tienen peso suficiente, en términos cuantitativos, como para plantear que la gramática del andaluz haya roto los vínculos que lo ligan al castellano. Al fin y al cabo, en todos los dominios de la comunidad de lengua castellana existen diversos fenómenos gramaticales derivados de las respectivas peculiaridades de pronunciación, e incluso hay otros casos de envergadura no condicionados fónicamente (así, el voseo rioplatense: vos sos en lugar de tú eres). Pero, junto a estos rasgos particulares, aparecen un número mucho mayor de fenómenos comunes, que garantizan la intercomunicación y actúan como fuerza centrípeta que mantiene la unidad (dentro de la diversidad) del idioma.

7. CRONOLOGÍA Y DISTRIBUCIÓN GEOGRÁFICA DE ALGUNOS RASGOS FÓNICOS DE LAS HABLAS ANDALUZAS.

A continuación voy a proceder a presentar, en virtud de los conocimientos hoy disponibles sobre la historia de las hablas andaluzas, la cronología y la distribución —en términos aproximados y sin entrar en excesivos detalles— de los que a mi juicio son algunos de los rasgos fónicos más representativos. La ordenación de los rasgos es cronológica: del más antiguo al más reciente. Y he de advertir que los datos relativos a Baeza proceden de una investigación que realicé yo personalmente, y que se recoge en un trabajo publicado hace ya varios años.

7.1. Aspiración de h procedente de F latina y de j castellana.

La aspiración procedente de F latina (F > h) es el rasgo fónico más antiguo de los consignados. Dicha antigüedad se debe sencillamente a que no nace en Andalucía, sino que fue importado por los cristianos que se instalaron tras la conquista. En la franja central del norte de la península, la F latina sufrió (por probable sustrato de los pueblos cántabro-euskéricos, que desconocían ese sonido) un proceso por el cual pasó a aspirarse y luego a perderse: F > h > Ø. Ahora bien, en Asturias ese proceso no se dio, ya que probablemente los pueblos astures sí conocían el sonido f. Por eso, en el dialecto romance astur-leonés la F, o bien se conservaba (fabes, ‘habas’; de ahí fabada), o bien, en las zonas más meridionales y en contacto con el castellano, se aspiraba sin perderse (hondo, humo, etc.). Por tanto, los pobladores de origen leonés que se instalaron en Andalucía (esencialmente en la parte occidental) trajeron esa aspiración. Tras la conquista del reino de Granada, la zonas del mismo colonizadas con pobladores procedentes del occidente andaluz extendieron este rasgo por amplias zonas de las actuales provincias de Málaga y Granada (hasta Lapeza y localidades incluso más orientales).

La segunda parte del origen de este rasgo nos leva al siglo XVI. En ese momento el castellano sufre una intensa reorganización en su consonantismo, sobre todo por lo que se refiere a consonantes palatales, alveolares y dentales: articuladas respectivamente en el paladar, en los alvéolos (que es el espacio que media entre el paladar y los dientes) y en los incisivos superiores. Esta reorganización, bien conocida y sobradamente documentada, dio lugar a la desaparición de ciertos sonidos y la aparición de otros. Entre los nuevos, destaca el sonido velar sordo que hoy se escribe con j (jugar), que llegó como sustitución de un sonido palatal. Pues bien, en las zonas de Andalucía en donde se conservaba la aspiración procedente de F latina, la sustitución no se hizo por j, sino por la aspiración ya existente. Las razones son bien sencillas: aspirada y velar son dos sonidos articulatoriamente muy próximos, y con poca distancia de seguridad entre ellos. Para la funcionalidad del sistema, la ‘fusión’ de la velar en la aspirada no suponía ninguna merma, y daba un resultado más simple (un sólo sonido en vez de dos). El mantenimiento de la velar habría dado lugar sin duda una estructura más inestable.

El que hoy día la aspiración procedente de F latina esté en franco retroceso y amenazada de extinción, mientras que la aspiración que sustituye a j goce de indudable vitalidad, no se debe a una oposición castellano/andaluz (que habría amenazado todas las aspiradas, y no sólo una parte), sino a una oposición campo/ciudad. La población de origen leonés se instaló fundamentalmente en los núcleos rurales. En cambio, los principales núcleos urbanos, y especialmente Sevilla, contaron con una proporción más amplia de población castellana, a lo que hay que unir el peso social de la clase dirigente y funcionarial instalada allí. Por eso, en un primer momento, el habla sevillana debió optar, de forma mayoritaria si no exclusiva, por una solución fónica más próxima a la del castellano; o sea, pérdida de h y aparición de la velar j. Esto viene avalado, entre otras cosas, por las modalidades lingüísticas existentes hoy en el castellano de América, que tienen un origen muy condicionado por el habla urbana de Sevilla. Sólo en un momento posterior el habla sevillana incorporó la aspiración, como sonido que sustituyó y desplazó a la j. Pero donde no había j que desplazar, no se reintrodujo ninguna aspiración. Por eso, la aspiración procedente de F, a diferencia de la otra, siguió circunscrita al ámbito rural y a los estratos socioeconómicos más desfavorecidos, con lo que ha caído sobre ella una actitud negativa y estigmatizadora.

Todo lo dicho aquí no es aplicable a las comarcas más orientales de nuestro país. En el curso alto y medio del Guadalquivir la presencia leonesa fue muy escasa; lo dominante fue la presencia castellana, navarra y aragonesa. Es cierto que en el aragonés la F pervivió (y aún pervive en valles del Pirineo) bastante tiempo, pero con una vitalidad mucho menor que en el leonés. El habla de navarros y castellanos, mucho más próxima al sustrato cántabro-euskérico, había perdido la F, e incluso la aspiración, siglos antes. Es cierto que aún se detectan restos de esta aspiración en Toledo hasta comienzos del Renacimiento, pero circunscrita a las clases acomodadas, no a las populares (¿sorprende esto a alguien?, pues que vaya desprendiéndose de prejuicios). El que hoy se conserve la h en la escritura es sólo producto de un prurito etimologista de los académicos del XVIII. Por tanto, la aspiración de F latina no existió nunca en esta zona oriental, y tampoco fue trasladada a las zonas del reino de Granada repobladas desde ahí. Como consecuencia de esto, cuando apareció el sonido j no se encontró con la ‘competencia’ de ninguna aspirada, y por tanto pudo incorporarse al sistema fónico sin ningún problema, y en términos similares a los del castellano centropeninsular. De hecho, en el antiguo reino de Jaén la articulación actual de este sonido es particularmente intensa, lo que la ha hecho merecer el sobrenombre de ‘tierra del ronquío’.

¿Qué conclusión se extrae de aquí? Pues que la aspiración no es un fenómeno mozárabe (que, por cierto, mantenía la F latina sin aspirar; de ahí Castel de Ferro) , ni bereber, ni nada por el estilo. Si alguien quiere buscar sus orígenes, que indague en las hablas de los territorios del antiguo reino de León. Hay mucha bibliografía al respecto, y una síntesis razonable, aunque ya añeja, en el manual de dialectología de Zamora Vicente. Y, por descontado, es otra mentira podrida eso de que en el oriente andaluz se ha perdido la aspiración en favor de la j por imposición españolista. No se puede perder lo que nunca se ha tenido, y es tan legítimamente andaluza la j oriental como la h occidental. Porque tan legítimamente andaluz es alguien de Sabiote o de Huéscar como alguien de Trebujena o de Mijas. ¿O no?

----Andres Carrasco--- Mas diferencias andalucia oriental/ occidental----

7.2. Seseo y Ceceo.

El castellano centropeninsular distingue entre s y z. Ambos sonidos son sibilantes (remedan a un silbido), pero están situados en órdenes fónicos distintos. La z se sitúa en el orden dental, formando estructura (estable y cerrada) con la t y la d. La s, aunque articulatoriamente es alveolar, se integra en la estructura del orden palatal, con la ch y la pronunciación consonántica de y. Ahora bien, esta estructura palatal permanece abierta y es sumamente inestable, porque en el fondo constituye ‘los restos del naufragio’ de la reorganización del siglo XVI que ya he mencionado. Por eso, buena parte de los fenómenos de variación fónica del castellano general (en Andalucía, Canarias, América, ...) se encuentra circunscrita a los sonidos palatales. Remito al manual de fonología de Emilio Alarcos Llorach para más detalles.

La descripción de las sibilantes de las hablas andaluzas no se corresponde con la presentada en el párrafo anterior. Salvo en enclaves fronterizos, en Andalucía se han terminado imponiendo otras alternativas. La lengua castellana mantiene, se ha dicho, una clara unidad dentro de la diversidad. Lo mismo vale, en un ámbito más restringido, para las hablas andaluzas. Y aquí encontramos un claro ejemplo. En Andalucía conviven al menos tres soluciones respecto a las sibilantes: el seseo, el ceceo y la distinción (pero, ¡ojo!, una distinción con características propias, no equiparable a la que se da en la Meseta). Aparentemente, las tres soluciones son distintas e independientes. Sin embargo, tienen mucho en común, y no sólo en su origen. La constante fónica de las tres soluciones es que todas ellas apartan la s del orden palatal. Veamos.

Los primeros testimonios andaluces de una reorganización de las sibilantes se detectan ya a comienzos del siglo XIV en Sevilla. Eso quiere decir que es un momento muy temprano, apenas unas décadas después de la conquista. Esa reorganización consistía en la sustitución de las alveolares sorda y sonora por los correspondientes sonidos dorsodentales, que entonces solían escribirse con ç y con z (y que se pronunciaban, aproximadamente, como ts y dz). No se trataba por tanto ni del seseo ni del ceceo actuales, sino que deberían ser denominados çeçeo y zezeo (léase este último ‘dzedzeo’). La pregunta es, ¿cómo apareció este fenómeno en Andalucía en una fecha tan temprana? Sin duda más de uno estará ya tentado de esgrimir nuevamente la bandera del mozárabe, pero me temo que va a sentirse defraudado con lo que sigue a continuación. La causa reside sencillamente en que se trata de un fenómeno de origen castellano, que está documentado en algunos lugares del centro y sur de Castilla durante la Baja Edad Media. Lo que ocurre es que allí fue una innovación lingüística que no llegó a fructificar, y que acabó desapareciendo poco después. En cambio, en Sevilla sí arraigó profundamente, y se convirtió en el rasgo más genuino del habla popular de la ciudad (la que motivó los ‘donaires’ lanzados por Fernando de Herrera). Desde Sevilla este fenómeno se fue irradiando, paulatinamente, al resto de Andalucía occidental, a buena parte del antiguo reino de Granada y, remontando el curso del Guadalquivir, hacia parte de Andalucía oriental. Cuando, en el siglo XVI, se produjo la gran reorganización consonántica del castellano, en el dominio centropeninsular los cuatro sonidos sibilantes dorsodentales y alveolares de la Edad Media quedaron reducidos a dos (s y z actuales); pero en los lugares en los que se había impuesto la norma sevillana sólo había dos sibilantes, que quedaron reducidas a una. La realización concreta de dicha sibilante superviviente era muy variable. Podía articularse como interdental, z, y eso dio origen al ceceo. Otras variantes van desde una posición plana de la lengua (llamada ‘s coronal’, que, por ejemplo, es la típica de Córdoba) a otras en las que la lengua adopta una forma convexa (‘s dorsal’ que es la que hoy existe en Sevilla). Estas soluciones son las que dan lugar al moderno seseo. Pero tanto la z como la s de Andalucía, en sus distintas modalidades, son de naturaleza dental, ya que no proceden de la s alveolar del castellano (que se articula con la lengua en posición cóncava), sino de la ç. De ahí que la s andaluza, en términos acústicos, tenga un sonido marcadamente más agudo que la s de la norma centropeninsular.

En cuanto al diferente prestigio sociolingüístico del seseo y del ceceo, de nuevo la causa hay que buscarla en la oposición campo/ciudad. El seseo fue la opción adoptada mayoritariamente (incluso entre las clases altas) por los habitantes de núcleos urbanos tan importantes como Sevilla, Jerez, Córdoba, Granada, etc. Y desde Sevilla pasó a América, donde se ha hecho prácticamente general. Téngase en cuenta que los aspirantes a embarcarse a las Indias debían esperar meses, o años, antes de poder hacerlo. Esa espera en la capital andaluza incidía decisivamente en la modalidad lingüística que llegaba a América. En cambio, y especialmente en el caso de las actuales provincias de Sevilla, Huelva y Cádiz, el ceceo fue la modalidad propia de las áreas rurales y de núcleos urbanos que, al menos entonces, tenían un menor peso socioeconómico. La situación es algo distinta en la costa mediterránea, donde el ceceo, además de estar muy extendido, cuenta con más prestigio gracias a su presencia mayoritaria en ciudades como Málaga y Motril. De hecho, está constatado que, al menos durante cierto tiempo, en Málaga había una percepción muy negativa del seseo (al que se llamaba peyorativamente ‘s cateta’) porque se asociaba al habla rural de comarcas del interior, como la de Archidona.

La historia del seseo y del ceceo andaluces no termina en el siglo XVI. Cuando se produce la aparición del seseo y ceceo modernos (derivados del inicial çeçeo sevillano) estos fenómenos ocupan una buena parte del territorio andaluz, pero no todo. Las zonas más orientales aún no habían incorporado la solución sevillana, y por tanto su evolución lingüística coincidió con la de la Meseta. Si alguien piensa que, en una posible ‘pugna’ entre la solución andaluza y la castellana, esta última tiene las de ganar por el respaldo de la norma idiomática, se equivoca. La evidencia histórica indica que en los últimos siglos la solución andaluza ha ido ganando terreno. Sencillamente porque las tendencias estabilizadoras del sistema normalmente pueden más que las directrices de los guardianes de la lengua. El seseo ha seguido remontando el valle del Guadalquivir en una cuña ciertamente cada vez más afilada en torno al río hasta llegar a Jabalquinto y Baeza, que hoy día constituye su frontera oriental. Según he podido constatar, el seseo baezano es muy reciente: no empieza a documentarse hasta bien entrado el siglo XIX, y sólo a finales de dicha centuria resulta auténticamente significativo. Pero, al margen de esto, hay otro dato muy a tener en cuenta. En muchas comarcas de las provincias de Córdoba, Jaén, Granada y Almería pervive la oposición entre s y z, pero se ha producido una sustitución de la s alveolar castellana por la s dental propia de Andalucía. Aunque para algunos empecinados esto no sea lo suficientemente ‘cerrao’ como para considerarlo ‘andalú’, para mí tiene una importancia capital. Significa que tales comarcas participan también de lo que aquí constituye el verdadero rasgo definitorio de la idiosincrasia lingüística andaluza: la s no forma parte de las unidades fónicas del orden palatal. La variante concreta de dicho rasgo (ceceo, seseo de tal o cual tipo, distinción) es lo de menos. En la ‘lucha idiomática’ entre Sevilla y Madrid (las dos ciudades que en el período de los Austrias actuaban como principales focos de prestigio lingüístico), la práctica totalidad del territorio andaluz ha terminado a la postre situándose junto a la norma sevillana.

Tengo que reconocer que el seseo oriental, y más concretamente el de Baeza, cuenta con un menor prestigio social que la variante distinguidora, y por tanto se ve amenazada de retroceso (aunque, al menos de momento, no de desaparición). Tampoco voy a negar que la presión normativa de la escuela y los medios de comunicación ejerzan una influencia en este sentido. Pero creo que en este caso lo más relevante es el aislamiento y la lejanía respecto del foco originario e irradiador de esta innovación lingüística: todas las demás localidades de La Loma y de otras comarcas vecinas son distinguidoras, entre ellas las ciudades más importantes (Jaén, Úbeda y Linares). En cualquier caso, la hipotética pérdida del seseo no supondría el retorno a la solución centropeninsular, sino la adopción de una variante que es también genuinamente andaluza. A no ser, claro está, que siguiendo las consignas de ciertos visionarios condenemos todo lo que no sea ceceo a las mazmorras del españolismo.

7.3. Yeísmo y otras cuestiones del orden palatal.

Como ya he señalado en el apartado anterior, el orden palatal del castellano centropeninsular es, por su evolución histórica, sumamente inestable. Por eso, en distintos lugares del ámbito hispánico han aparecido innovaciones fónicas que, independientemente del prestigio sociolingüístico de que dispongan actualmente, muestran claramente la tendencia a ‘reparar’ esa inestabilidad. De todas ellas, la más conocida y generalizada es el yeísmo (desaparición de ll, en favor de y), pero hay otras: la realización, bien fricativa, bien sonora, de ch (es decir, o como la sh del inglés sheep, o como la j del inglés juice); la despalatalización de ñ, sustituida por la secuencia ni (ninio < niño); el rehilamiento de y (como la j del francés jamais); etc.

La descripción y explicación pormenorizada de los fenómenos mencionados (documentados todos ellos en Andalucía, así como en otras partes del dominio castellanohablante) exigiría entrar en detalles y precisiones técnicas que no vienen al caso. Remito para ello a un revelador trabajo de Juan Antonio Moya Corral titulado “Aspectos fonológicos del orden palatal”, incluido dentro de un volumen editado por la Universidad de Granada hace ahora algo más de diez años. Lo que quiero poner de relieve es que ninguno de estos procesos fónicos es anterior al siglo XVIII, y alguno de ellos es bastante posterior. De hecho, hay indicios racionales para pensar que los dos últimos que he mencionado (despalatalización de ñ y rehilamiento) aparecen en Andalucía ya en el siglo XX.

La ‘modernidad’ de estas innovaciones puede afirmarse partiendo no sólo de la evidencia documental (que ofrece una datación siempre relativa y provisional, pero válida), sino también de la lógica histórica. No pueden haber surgido del castellano medieval, en el que la estructuración de las consonantes palatales era muy diferente a la que conocemos hoy. Su aparición sólo puede ser explicada de una manera sensata (insensatas, hay muchas) tomando como punto de partida la situación del castellano centropeninsular tras la reorganización fónica que, como he repetido aquí hasta la saciedad, se consumó sólo a partir de bien entrado el siglo XVI. En el caso del yeísmo, se conocen unos pocos testimonios, esporádicos y no concluyentes, durante el siglo XVII. ¡Pero no en Andalucía, sino en Castilla La Nueva! En nuestra tierra, insisto, empiezan a documentarse a partir de la centuria siguiente.

Si a alguien le parece que eso del siglo XVIII resulta demasiado moderno, y se aferra a los dogmas dictados por el pseudo-mozarabismo, lo emplazo aquí públicamente a que me presente un testimonio anterior. Si lo consigue, cambiaré honestamente de opinión y pediré mil perdones. Mientras tanto, no. Y no me venga con monsergas del tipo de que entonces el andaluz no se escribía y que los textos sólo reflejan la norma castellanista. Hay miles de documentos redactados por personas de estamentos populares (actas de hermandades y cofradías, contratos particulares, cartas privadas, etc.). Los redactores son personas en ocasiones semianalfabetas, que se guían al escribir más por su propia pronunciación que por cualquier posible convención ortográfica (convención que, por otro lado, era bastante fluctuante antes de la fundación de la Real Academia). Afortunadamente para los investigadores de hoy, hay muchos textos andaluces anteriores a 1700 que no muestran ningún tipo de ‘respeto’ hacia las normas de b y v, g y j, presencia y ausencia de h, distinción entre s, c y ç, etc. Pues bien, cuando se trata de escribir la ll, la ñ o cualquier otro signo de palatal, no se marra ni una. Y eso es una evidencia que no puede ser pasada por alto.

Para completar lo anterior, añadiré otro dato, que contraviene también los mitos al uso. La oposición ll/y no ha desaparecido totalmente de Andalucía, y no a causa de la imposición de la norma castellanista. Antes al contrario, todo indica que el yeísmo se extendió por los núcleos urbanos con bastante rapidez, incluso entre las clases acomodadas y de mayor nivel de alfabetización. En cambio, en ciertas zonas rurales y económicamente deprimidas la distinción ll/y mostró una mayor resistencia a desaparecer, y aún pervive en ciertos enclaves. Los datos que obtuve sobre Baeza muestran allí una implantación del yeísmo en una época similar a la del seseo: no antes de mediados del siglo XIX. En el ALEA (Atlas Lingüístico y Etnográfico de Andalucía, publicado por la Universidad de Granada en 6 tomos aparecidos entre 1961 y 1973, a partir de encuestas recabadas en los años cincuenta), se constata cómo al menos entonces se mantenía la distinción en un buen número de pueblos de la provincia de Sevilla, sobre todo entre la población femenina de más edad. Y, aunque está ganando terreno, todavía en nuestros días el yeísmo es minoritario (por no decir escaso) en el habla de las clases más populares de la Alpujarra.

La amplia difusión del yeísmo, en comparación con la del resto de fenómenos, podría explicarse, siguiendo a Alarcos, por la escasa operatividad funcional de la oposición ll/y (apenas aparece en unos pocos pares aislados, del tipo pollo/poyo). Por tanto, la pérdida de la ll no supuso realmente ninguna modificación de envergadura en el sistema fónico, ni mermó su capacidad distintiva. Las demás innovaciones palatales tienen una mayor repercusión funcional, que supone un elemento de resistencia para su implantación. Por otro lado, la ‘eficacia estabilizadora’ de estas innovaciones está condicionada por la existencia previa de otros fenómenos: el rehilamiento presupone el yeísmo; la implantación de la ch fricativa (sh) se ve favorecida por el ceceo, mientras que ‘encaja mal’ con la solución distinguidora; la ‘ch sonora’ parece ir asociada al mantenimiento de la oposición ll/y (por eso esta ch es característica de dos enclaves no yeístas: la Alpujarra y Canarias). En cualquier caso, podría decirse que, salvo escasísimas excepciones, el yeísmo es común y general a la modalidad lingüística andaluza. Pero eso no se puede decir de los demás aspectos mencionados. Sin embargo, las presuntas reformas ortográficas de ‘l'andalú’ admiten sin discusión la ch fricativa (con distintas opciones grafemáticas) y en cambio se olvidan de lo demás. Y yo pregunto, ¿y eso por qué? ¿Es que la ch alpujarreña no es suficientemente andaluza? ¿O es más bien que estos nuevos custodes linguae miden por distinto rasero las peculiaridades fónicas según el lugar de Andalucía de que se trate? Porque, usando sus mismos argumentos, yo podría reclamar que la reforma ortográfica se basara en los usos lingüísticos de mi comarca y adyacentes, elevados al rango de norma y guía de toda la lengua andaluza. Y argumentos no me faltarían. Permítaseme:

En primer lugar, exigiría que la y se escribiera doble (yy) para indicar su pronunciación rehilada, que es la más donosa y está sancionada por la norma jaenera. Además, el yeísmo a secas no es más que un vulgar dialectalismo del castellano que ya está muy extendido por muchos sitios. No responde a la verdadera esencia andaluza, que está en el rehilamiento. En segundo lugar, proclamaría la desaparición, en la nueva ortografía andaluza, de la letra ñ, en favor de la generalización de la secuencia ni, con la consonante despalatalizada. Esa es la pronunciación genuina y auténtica de la lengua nacional andaluza; pronunciación que, pese a ser víctima del escarnio españolista, ha podido sobrevivir gracias a la perseverancia de los habitantes de Villacarrillo, Úbeda, Canena y otras localidades de La Loma. Palabras como niño, caño, cuña, etc. son evidentes castellanismos (cosa en la que, al parecer, no había reparado nadie todavía). La pronunciación y escritura del andaluz debe evitarlos por completo. La sustitución grafemática de ñ por ny (que proponen algunos) no es suficientemente radical, porque ya todo el mundo sabe que ny, en catalán, se pronuncia ñ y no se trata de eso. Se trata de erradicar esa consonante también de la pronunciación, para que no quede el menor rastro de una letra que los españolistas han convertido en santo y seña de su ominosa lengua. ¿Hace falta seguir? Espero que no. ¿Estas propuestas son absurdas? Por supuesto. Pero no más que otras que Porras, Redondo y compañía han lanzado con pretensiones de seriedad.

7.4. Pérdida de s (y otras consonantes) en posición final de sílaba.

El último rasgo fónico al que voy a prestar atención aquí es la pérdida de s en posición final de sílaba, sustituida por una aspiración que, a su vez, da lugar posteriormente a evoluciones diversas. La aspiración de s final se da tanto en posición final de palabra como en otras posiciones. La aspiración de las demás consonantes (fundamentalmente r y l, pero también las poco frecuentes d y j) se produce sólo si se trata de la sílaba final de palabra. La nasal n es la única consonante que tiende a conservarse en dicha posición. Es verdad que en algunos lugares de Andalucía puede desaparecer, nasalizando la vocal contigua. Pero se trata de un proceso diferente al aquí tratado, pues ni media aspiración ni se abre la vocal.

Pese a ser, de los aquí tratados. el último rasgo desde el punto de vista cronológico, tal vez sea el más importante como elemento identificador de las hablas andaluzas. Y eso tanto en lo estrictamente fónico como por sus consecuencias en el plano gramatical.

Su aparición debe ser situada también dentro del siglo XVIII. Pero, a diferencia de lo que pasa con otras innovaciones de irradiación más lenta, ésta se extendió con gran rapidez por todo el territorio andaluz. Empieza a documentarse primeramente en la baja Andalucía, pero apenas unas décadas después aparece ya, con gran vitalidad, en otros muchos lugares. Yo he podido demostrar que en Baeza era un fenómeno bastante generalizado a comienzos del XIX. Hoy día, y salvo escasos enclaves fronterizos, es un rasgo común del habla de todo nuestro pueblo. Es más, ha traspasado nuestras fronteras, pues se detecta en algunas zonas de la región de Murcia y yo he podido constatarlo, de forma aún incipiente, en el habla de estudiantes que procedían de la Vega Baja del Segura (la comarca de Orihuela, al sur de Alicante). Por lo que se refiere a su presencia en América, se circunscribe en buena medida a las Antillas y las costas del Caribe. Esto supone, por otro lado, un argumento en favor de la datación que estoy ofreciendo. Si hubiera sido un fenómeno más antiguo (como el seseo), se habría extendido por todo el territorio americano. Pero, al ser relativamente reciente, sólo ha podido llegar a aquellas zonas que han conservado, en el final de la época colonial y períodos posteriores, una comunicación suficientemente intensa con Andalucía. Las regiones más alejadas y con menor contacto (interior de Méjico, Ecuador, Perú, etc.), conservan íntegramente las consonantes finales.

Se ha derramado mucha tinta acerca de este rasgo fónico, lo cual está plenamente justificado debido a su complejidad, interés e importancia. No voy a añadir mucho más, pues la bibliografía es copiosa y ya he apuntado las dos cosas que me parecen más relevantes para este debate. Una es su reciente aparición (lo cual no es ni bueno ni malo; sólo desmiente posibles errores que puedan circular por ahí). La otra es que se trata de un fenómeno común y, en última instancia, unitario dentro del habla andaluza. De nuevo, la unidad dentro de la diversidad. Ciertamente, su concreción tiene plasmaciones muy variadas, según factores geográficos, sociolingüísticos y evolutivos de múltiple condición: en posición final de palabra, la aspiración puede conservarse o perderse; en caso de pérdida, fonologizar la abertura vocálica o no; en posición interior de palabra, puede dar lugar o no a la geminación de consonantes sordas (cacco < casco), o al ensordecimiento de sonoras; etcétera, etcétera, etcétera. Pero eso son cuestiones técnicas propias de dialectólogos y sociolingüistas. Para el grueso de la gente dentro del estado español (tanto andaluces como foráneos), lo que le llama la atención es que se puede identificar como andaluza la forma de hablar que no tiene s implosiva (llamémosla ya por su nombre), y como no andaluza la que sí la tiene. Todo lo demás viene por añadidura. Fin. Inicio

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