T E C N E Literatura del Renacimiento: Siglo XVI.
Christopher Marlowe
Eduardo Segundo
Continuaci�n y final del Acto Primero

( [Cuando Eduardo se dispone a salir con Gaveston:] Entra la reina Isabel.)

Reina. - �A donde va mi se�or?

Eduardo. - No vengas con halagos, puta francesa. Vete de ah�.

Reina. - �A qui�n voy a halagar sino a mi marido?

Gaveston. - A Mortimer, a quien, ingentil reina ... No digo m�s; juzgad vos el resto, se�or.

Reina. - Me injuriais hablando as� Gaveston. �No te basta con corrromper a mi marido y servir de obsceno objeto de sus placeres y tienes tambi�n que poner en duda mi honor?

Gaveston. - No era ese mi prop�sito; perdonadme.

Eduardo. - T� tienes demasiada familiaridad con ese Mortimer y por ti ha sido Gaveston desterrado; pero has de reconciliarte con los lores, so pena de que nunca me reconcilie yo contigo.

Reina. - Ya sab�is, Alteza, que eso no est� en mi mano.

Eduardo. - �Pues entonces, fuera y no me toques! Ven, Gaveston.

Reina. - �Villano! �T� me robas a mi marido!

Gaveston. -Vos sois, se�ora, quien me rob�is a mi se�or.

Eduardo. - No la hables; d�jala que reviente.

Reina. - �He merecido, se�or, esas palabras? Sean testigos las l�grimas que Isabel vierte, y testigo mi coraz�n, que deplora tus extrav�os, de cu�n querido es su esposo para la pobre Isabel.

Eduardo. - Y sea testigo el cielo de lo querida que eres t� para m�. Llora, llora, que hasta que Gaveston no vuelva a ser llamado no volver�s a aparecer ante mi vista.

(Salen Eduardo y Gaveston.)

Reina. - �Oh, reina, m�sera y desgraciada! M�s me hubiera valido, cuando embarqu� y dej� la dulce Francia, que la encantadora Circe, caminando sobre las olas, hubiera cambiado mi forma, o que el d�a de mi desposorio la copa de Himen estuviera llena de veneno, o que los brazos que se enlazaron a mi cuello me hubiesen ahogado antes que vivir para ver al rey, mi se�or, abandonarme as�. Como la fren�tica Juno llenar� la tierra con el l�gubre murmullo de mis llantos y mis suspiros, porque nunca J�piter enloqueci� por Ganimedes como el rey por el maldecido Gaveston. Pero como eso exasperar�a m�s su ira, he de tratarle bien, he de dirigirle buenas palabras y aun de procurar que se llame a Gaveston. M�s �l seguir� loco por Gaveston y yo ser� siempre desventurada.

(Entran los nobles Lancaster, Warwick, Pembroke y los Mortimer.)

Lancaster. - Mirad como la hermana del rey de Francia se retuerce las manos y se golpea el pecho.

Warwick. - Sospecho que el rey debe haberla maltratado.

Pembroke. - Duro es el coraz�n que injuria a tal santa.

Mortimer menor. - S� que llora por lo de Gaveston.

Mortimer. - �Por qu�, si se ha ido?

Mortimer menor. - �C�mo est�is, se�ora?

Reina. - �Ay, Mortimer! La ira ha hecho desbordarse al rey y me ha confesado que no me ama.

Mortimer menor. - Desquitaos, se�ora, no am�ndole vos.

Reina. - Preferir�a mil muertes, aunque le amo en vano, por que �l nunca me amar� a m�.

Lancaster. - No os inquiet�is, se�ora. Ahora que ha partido su favorito su caprichoso humor le abandonar�.

Reina. - Nunca, Lancaster. Me ha encargado que os pida que volv�is a llamar a ese hombre. Esa es su voluntad, se�ores, y debo cumplirla, so pena de ser alejada de la presencia de su alteza.

Lancaster. - �Volverle a llamar, se�ora! �se no volver� si su barco no naufraga y el mar echa su cuerpo a la costa.

Warwick. - Y para ver espect�culo tan dulce, no hay uno de nosotros que no corriera hasta reventar su caballo.

Mortimer menor. - �Quer�is, se�ora, decir que volvamos a llamarle?

Reina. - S�, Mortimer, porque mientras as� no sea, el rey, enojado, me desterrar� de la corte, y as�, pues que me amas y me estimas s� mi abogado ante estos pares.

Mortimer menor. - �Pretend�is, se�ora, que yo abogue por Gaveston?

Mortimer. - Abogue quien abogue por �l, mi resoluci�n no cambia.

Lancaster. - Ni la m�a, se�or. Disuadid a la reina.

Reina. - M�s bien, Lancaster, procurad disuadir al rey de su decisi�n, porque si Gaveston vuelve es contra mi voluntad.

Warwick. - Pues no habl�is por �l y dejad al r�stico que se vaya.

Reina. - Hablo por m� y no por �l.

Pembroke. - Ninguna pl�tica valdr� de nada. Suspendedlas.

Mortimer menor. - Dejad, bella reina, de abogar por el pez que mata al que lo coge, es decir, por ese vil pez-torpedo de Gaveston, que ahora, seg�n supongo, flotar� sobre el mar de Irlanda.

Reina. - Gentil Mortimer, permanece una pieza conmigo y yo te dar� razones de tal peso que en corto plazo t� suscribir�s la petici�n de que �l vuelva.

Mortimer menor. - Es imposible, mas hablad como gust�is.

Reina. - Bien, pero que no os oiga nadie m�s.

(Se lleva aparte a Mortimer menor. Se sientan y hablan.)

Lancaster. - Se�ores, aunque la reina convenza a Mortimer, �est�is resueltos y me respald�is?

Mortimer. - Yo contra mi sobrino, no.

Pembroke. - No tem�is. Las palabras de la reina no le alterar�n.

Warwick. - �No? Advertid cu�n ahincadamente ella le ruega.

Lancaster. - S�, y cu�n fr�amente �l rehusa.

Warwick. - La reina sonr�e. Por mi vida que Mortimer debe haber cambiado de opini�n.

Lancaster. - Antes perder� su amistad que acceder.

Mortimer menor. - (A la reina.) Bien, necesariamente habr� de ser as�. (Lev�ntase y se re�ne a los dem�s.) Espero, se�ores, que no pong�is en duda lo que aborrezco a ese Gaveston, y por lo tanto, si pido que le llamemos, no es por �l, sinsos or nosotros, por el reino y por el rey.

Lancaster. - No te deshonres as� Mortimer. Si eso es cierto, �acertamos desterr�ndole? Y si no lo es, �acertaremos llam�ndole? Eso es hacer lo negro blanco y la obscuridad claro d�a.

Mortimer menor. - Escuchad mis palabras, Lord Lancaster.

Lancaster. - Ninguna palabra puede ser contraria a la verdad.

Reina. - No obstante, se�or, o�d lo que os alegue.

Warwick. - Cuanto pueda hablar es nulo. Estamos resueltos.

Mortimer menor. - �No desear�ais que Gaveston muriera?

Pembroke. - Yo s�.

Mortimer menor. - Pues entonces, se�ores, permitidme hablaros.

Mortimer. - Pero sin sofister�as, sobrino.

Mortimer menor. - Lo que aconsejo es por ardiente celo de enmendar al rey y beneficiar al pa�s. �No sab�is que Gaveston lleva oro suficiente para procurarse en Irlanda amigos bastantes para enfrentarse a nosotros? Y mientras est� all� y sea amado, dif�cil nos resultar� vencerle.

Warwick. - No ech�is eso en saco roto, Lord Lancaster.

Mortimer menor. - Pero, si aqu� habitase, siendo detestado como lo es, �cu�n f�cil ser�a sobornar a alg�n vil esclavo que diese a Su Se�or�a una pu�alada! Tanto m�s cuanto que nadie censurar�a al asesino, sino que se le alabar�a y quedar�a su nombre en las cr�nicas por haber librado al reino de tal plaga.

Pembroke. - Verdad es.

Lancaster. - �Y por qu� eso no se hizo antes?

Mortimer menor. - Porque no pensamos en ello, se�ores. Adem�s, ahora que �l sabe que depende de nosotros desterrarle y levantarle el destierro, amainar� la bandera de su orgullo y temer� ofender ala menor de los nobles.

Mortimer. - �Y si no obra as�, sobrino?

Mortimer menor. - Entonces tendremos pretexto para levantarnos en armas, ya que, si no, haremos traici�n al rey. Mas entonces tendremos de nuestro lado al pueblo, el cual, por amor a su padre, le mira bien, sin que por ello tolere a un advenedizo, crecido en una noche como los hongos, por muy Lord de Cornualles que sea, el que quiera humillar a la nobleza. Y cuando los comunes y los nobles se unan, no odr� el rey amparar a Gaveston y nosotros le sacaremos de cualquier fortaleza en que se refugie. Si esto ejecutar, se�ores, es ser flojo, tenedme por tan vil esclavo como Gaveston.

Lancaster. - Sobre esa condici�n, Lancaster accede.

Warwick. - Y Pembroke y yo.

Mortimer. - Y yo.

Mortimer menor. - Muy satisfecho me siento; disponed de Mortimer.

Reina. - Y si Isabel este favor olvida, dejadla vivir abandonada y solitaria. Pero ved cu�na oportunamente mi se�or el rey, habiendo dejado de camino al conde de Cornualles, llega de retorno. Estas noticias le holgar�n mucho, aunque no tanto como a m�. Yo le amo m�s que �l pueda amar a Gaveston. Si �l me amase la mitad, me sentir�a tres veces dichosa.

( Entra el rey Eduardo enlutado y hablando solo. )

Eduardo. - Se ha ido y por su ausencia de luto visto. Nunca un disgusto me hiri� el coraz�n tan de cerca como la ausencia de mi dulce Gaveston. Si con todas las rentas de mi corona pudiera hacerlo volver, de grado las dar�a a sus enemigos y pensar�a ganar habiendo comprado tan querido amigo.

Reina. - �Como se conduele de su favorito!

Eduardo. - Mi coraz�n es el yunque sobre el que la pena golpea como con cicl�peos martillos, ofuscando con el fragor mi cerebro y haci�ndome ansiar con af�n a mi Gaveston. �ah, si alguna ex�nime furia se hubiere levantado del infierno y con mi cetro me hubiera golpeado hasta matarme cuando me separ� de mi Gaveston.

Lancaster. - �Diablo! �C�mo llamaremos a pasiones tales?

Reina. - Mi gracioso se�or, os traigo nuevas.

Eduardo. - �De qu� hab�is hablado con vuestro Mortimer?

Reina. - De que Gaveston, se�or, sea otra vez llamado.

Eduardo. - �LLamado! Demasiado buena es la noticia para creerla.

Reina. - Pero �me amar�is si resulta cierta?

Eduardo. - Si tal resultara, �qu� no har�a Eduardo?

Reina. - Por Gaveston, no por Isabel.

Eduardo. - Por ti, bella reina, si t� amas a Gaveston. Yo colgar� una lengua de oro en torno a tu cuello, puesto que con tan buen acierto has abogado.

Reina. - Ninguna otra joya han de colgar de mi cuello que �stas, mi se�or, (Poni�ndole las manos en los brazos.) ni quiero tener m�s riquezas que la que pueda proporcionarme este espl�ndido tesoro. (Le besa.) �C�mo reanima un beso a la pobre Isabel!

Eduardo. - Recibe otra vez mi mano y sea �ste nuestro segundo matrimonio.

Reina. - As� resulte m�s feliz que el primero. Mi gentil se�or, trata bien a esos nobles que esperan una graciosa mirada tuya y de rodillas saludan a tu Majestad.

Eduardo. - Valeroso Lancaster, abraza a tu rey. Y as� como el sol disipa los m�s espesos vapores, as� la sonrisa de un soberano disipe los odios y os haga vivir conmigo como camaradas.

Lancaster. - Esas frases hacen rebosar mi coraz�n.

Eduardo. - Warwick ser� mi principal consejero. Sus cabellos de plata adornar�n la corte m�s que ostentosas sedas o ricos bordados. Repr�ndeme, buen Warwick, si alguna vez me extrav�o.

Warwick. - Matadme vos, se�or, cuando os ofenda.

Eduardo. - En los triunfos solemnes y los grandes fastos, Pembroke llevar� la espada ante el rey.

Pembroke. - Y con esa espada luchar� Pembroke por vos.

Eduardo. - �Por qu� el joven Mortimer queda apartado? T� ser�s comandante de nuestra real escuadra, mas, si tan majestuoso oficio no te plugiere, yo te har� Lord Mariscal del reino.

Mortimer menor. - De tal modo, se�or, perseguir� a vuestros enemigos, que Inglaterra estar� sosegada y vos seguro.

Eduardo. - En cuanto a vos, Lord Mortimer de Chirke, cuyos grandes m�ritos en las guerras extranjeras no son comunes ni merecen recompensa corta, ser�is general de las tropas reclutadas para ir a atacar a los escoceses.

Mortimer. - Mucho me honra con ello Vuestra Gracia, porque nada encaja a mi car�cter mejor que la guerra.

Reina. - Ahora es el rey de Inglaterra rico y fuerte, puesto que tiene el amor de sus renombrados pares.

Eduardo. - S�, Isabel, nunca mi coraz�n se sinti� tan aliviado. Escribano de la Corona ... (Entra Beaumont) ... enviad aviso nuestro a Gaveston, a Irlanda. Beaumont, vuela con �l tan de prisa como Iris, o J�piter, o Mercurio.

Beaumont. - Lo har�, mi gracioso se�or.

(Sale.)

Eduardo. - Lord Mortimer, lo que digo quede a vuestro cargo; vayamos a festejar esto regiamente y cuando llegue nuestro amigo, el conde de Cornualles, con generales justas y torneos solemnizaremos su casamiento, porque no s� si sab�is que le he prometido con nuestra prima, la heredera del conde de Glaucester.

Lancaster. - Grandes noticias son esas, se�or.

Eduardo. - Ese d�a, ya que no por �l, por m�, que ser� de la fiesta mantenedor, no se mire en el coste. Cuento con vuestro afecto.

Warwick. - En esto y en todo puede Vuestra Alteza mandarnos.

Eduardo. - Gracias, gentil Warwick. Vayamos a celebrarlo.

(Salen. quedan los Mortimer.)

Mortimer. - Sobrino, a Escocia voy, t� te quedas aqu�. Procura no oponerte al rey, ya que vemos que es por naturaleza sereno y benigno. Si as� enloquece por Gaveston, dej�mosle cumplir su voluntad sin trabas. Los reyes m�s poderosos han tenido sus favoritos, porque el gran Alejandro amaba a Hefaesti�n, el vencedor H�rcules llor� por Hylas, y por Patroclo agobi�se el fuerte Aquiles. Y esto no s�lo los reyes sino los hombres m�s sabios, porque el romano Tulio amaba a Octavio y el grave S�crates al brusco Alcibi�des. Dej�mosle, pues, hacer, que la juventud es flexible y �l nos ha prometido tanto como podemos desear. Que goce libremente de ese conde vano y de cabeza ligera, que ya los a�os m�s maduros le apartar�n de retozos tales.

Mortimer menor. - T�o, no me enfada su caprichoso humor, sino que hombre tan bajamente nacido tanto medre por el favor de su soberano y se levante con los tesoros del reino. En tanto que los soldados se amotinan por falta de paga �l lleva a cuestas la renta de un magnate y, como Midas, suele derrocharlo con gente vil y de mala ralea, a los que viste -y se viste- tan fant�sticamente como si Proteo, Dios de las formas, le inspirase. Nunca he visto a un badulaque tan gal�n como �l. Lleva una capa corta italiana con capucha, incrustada de perlas, y en su gorro toscano una joya de m�s valor que la corona. �l y elrey, mientras pasamos, asomados a una ventana, se r�en de los queson como nosotros y se chancean de nuestro s�quito y de nuestro porte. Todo eso, t�o, me torna impaciente.

Mortimer. - Pero ya veis, sobrino, que el rey ahora ha cambiado.

Mortimer menor. - Ya lo veo, y vivir� para servirle, pero mientras tenga espada, mano y coraz�n, no ceder� a ning�n advenedizo. Ya sab�is c�mo soy; vay�monos luego, t�o.

( Salen. )


Fin del Acto Primero


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