De Profundis - 2 - Por afecto a tí...
|
Por afecto a tí, había
yo alquilado una casa; atendiendo a tus ruegos, admití allí
a tu propio criado. Me dolió siempre ver que eras víctima
de tu espantoso carácter; sentía por tí un verdadero
cariño.
Impulsado por él, te
dije que volvieses a mi lado y te perdoné una vez más. Pese
a lo cual, tres meses después, en septiembre, armaste nuevos y ruidosos
escándalos solo por haberte indicado, cuando intentaste traducir
mi Salomé, tus errores garrafales de colegial.
Supongo que ahora sabrás
ya el suficiente francés para darte cuenta de que tu traducción
era tan indigna de un estudiante oxoniano como de la obra que pretendias
interpretar en otro idioma. Verdad es que entonces tú no lo sabías;
en una de las cartas más violentas que me dirigiste sobre esta cuestión,
afirmabas con pueril arrogancia que no tenías, respecto a mí,
'deuda intelectual de ningún género'. Aún lo recuerdo:
leyendo semejante afirmación, comprendí que era, en efecto,
la única verdad que me habías dicho nunca desde que nos conocíamos.
Comprendí también que alguien menos culto que yo hubiera
encajado mucho mejor contigo. Y no veas en esto ninguna acritud; lo hago
constar simplemente como un hecho que rige todas las relaciones sociales.
Pues, a fin de cuentas, la conversación es el nexo de todas, lo
mismo en el matrimonio que en la amistad. La conversación
requiere una base común para desenvolverse armónicamente,
y esta no puede existir entre dos personas de una cultura totalmente diferente.
La trivialidad
en el pensamiento y en la acción es encantadora. He
hecho de ella la clase de una filosofía muy brillante expresada
en comedias y paradojas.
Pero la frivolidad y la locura
de nuestra vida me resultaban a menudo fastidiosas; nos encontrábamos
únicamente en el lodo. Y por fascinante, por terriblemente fascinante
que fuese el tema único en torno del cual giraba tu conversación,
al final, sin embargo, resultaba para mí completamente monótono.
Me aburría a veces hasta lo indecible, y lo aceptaba como aceptaba
tu pasión por el music
hall, o tus
manías de absurda extravagancia en
materia de comida, o de bebida, o cualquiera otra de tus características,
para mi menos atractivas, como una cosa a la que, por decirlo así,
había simplemente que acostumbrarse, como
una parte del elevado precio que era preciso pagar por conocerte.
Cuando me marché a
pasar una quincena a Dinard, a la vuelta de Goring, te enfadaste atrozmente
porque no quise llevarte conmigo y armaste un escándalo bochornoso
en el Hotel Albermale, me enviaste, por si eso era poco, y siempre por
el mismo motivo, a una casa de campo donde estaba yo pasando unos días,
varios telegramas no menos bochornosos. Creo haberte dicho entonces que
me parecía un deber en ti estar una temporada con tu familia, puesto
que habías pasado todo el verano sin verla. Aunque, si he de serte
verdaderamente sincero, te digo que yo no podía ni quería
acceder en modo alguno a que permanecieses a mi lado. Acabábamos
de pasar casi tres meses juntos: tenía yo necesidad de sosiego,
de librarme de tu opresora compañía. Tenía necesidad
de estar solo una corta temporada. Me era necesario desde el punto de vista
espiritual, y por eso vi (lo confieso) en tu mencionada carta una
estupenda ocasión para poner término a la funesta amistad
surgida entre nosotros. Podía así terminarla sin excesiva
acritud, como había yo ya intentado hacerlo tres meses antes, estando
en Goring, aquella espléndida mañana de junio. Sin embargo,
lo declaro honradamente, uno de mis amigos a quien te habías dirigido
en tu apurada situación, me aseguró con insistencia que te
ibas a sentir terriblemente ofendido, quizá humillado, si tu trabajo
te era devuelto como se devuelve el de un colegial; que yo confiaba demasiado
en tus dotes intelectuales, y que tú, en cambio, escribieses lo
que escribieses, me tenías un verdadero cariño; y no quise
ser ser el primero en desanimarte ni en cortar tus balbuceos literarios.
Demasiado sabía yo que ninguna traducción, a menos que la
realizara un poeta, podía reflejar de un modo adecuado el colorido
y el ritmo de mi obra. El afecto me parecía, y sigue pareciéndome,
una cosa admirable que no debe apartarse a la ligera. Esta
fue la razón de no rechazar yo ni tu traducción ni tu persona.
Y exactamente al cabo de tres meses, después de una
serie de disputas que llegaron a la cúspide de lo exasperante,
tuve que adoptar una resolución.
Cuando viniste, un lunes por
la tarde, a mi piso, acompañado de dos amigos tuyos, me vi, en realidad,
al día siguiente, obligado a huir al extranjero
para librarme de tí, después de haber dado a mi familia
cualquier razón absurda de mi súbita partida y de haber dejado
a mi criado a mi criado una dirección falsa por temor a que me siguieras
en el próximo tren.
Recuerdo todavía que
la tarde de ese día, en el departamento del tren que me conducía
a París, medité sobre aquella situación
imposible, aterradora y totalmente errónea en que se hallaba mi
vida. Un hombre como yo, de fama mundial, me
veía obligado nada menos que a huir de Inglaterra para
librarme de una amistad que estaba deshaciendo cuanto en mí había
de bueno, tanto en el aspecto espiritual como en el moral, siendo,
para colmo, el hombre que me forzaba a aquella huida, con quien había
intimidado, no un ser repugnante que se hubiera empinado desde el fango
o desde la calle hasta la vida mundana, sino tú, un joven de mi
misma clase y condición, que había estudiado en Oxford en
el mismo colegio que yo y que era el invitado habitual de mi casa y de
mi mesa.
A aquella resolución
siguieron los ya acostumbrados telegramas, con apremiantes súplicas
y afirmaciones de remordimiento; no les hice caso alguno. Pero, finalmente,
me amenazaste con no efectuar tu viaje a Egipto si yo no accedía
a reunirme contigo. Era yo mismo, con pleno conocimiento tuyo, quien había
insistido cerca de tu madre para que te mandase alli con objeto de apartarte
de la vida ignominiosa que hacías en Londres. Sabía yo muy
bien que, si no emprendías aquél viaje, tu madre se llevaría
un disgusto terrible. Solo por consideración afectuosa hacia ella
me reuní de nuevo contigo; y como no habrás olvidado, bajo
la influencia de una enorme excitación, perdoné lo pasado,
aunque sin referirme para nada al porvenir.
Al día siguiente, ya
de vuelta en Londres, sentado en mi cuarto de trabajo, intenté dilucidar,
triste y seriamente, dentro de mi mismo, si eras
realmente o no lo que parecías ser; si estabas lleno, en verdad,
de aterradores defectos; si eras tan auténticamente pernicioso para
ti mismo y para los demás: si eras, en suma, el funesto compañero
que yo conocía y del que había sido ya víctima.
Pasé una semana entera pensando en ello y en si no sería
injusto contigo o te juzgaría mal. Al final de aquella semana tu
madre me escribió, expresando en su carta y en igual grado todos
los sentimientos que con respecto a ti tenía yo. Mencionaba en dicha
carta tu ciega y desmedida vanidad, que te
hacía despreciar tu propio hogar y hasta tratar a tu hermano mayor
(aquella candidisima anima) como a un filisteo; referíase
asimismo a tu carácter. Le daba a ella verdadero pavor hablar contigo
de tu vida, esa vida que ella siente y sabe que llevas. Hablaba de tu comportamiento
en cuestiones de dinero que, por múltiples razones, tanto le hacía
sufrir, y de la degeneración y del cambio que se habían realizado
en ti. Tu madre, naturalmente, se daba cuenta de que la ley de la herencia
te había abrumado de una terrible carga: "De mis hijos, es
el que ha heredado el funesto temperamento de los Douglas", escribía
refiriéndose a ti. Y terminaba diciéndome que se veía
en la precisión de confesar que tu amistad conmigo había,
a su juicio, exacerbado hasta tal punto tu vanidad, que esta se convertía
en el origen de todas tus culpas, por lo cual me rogaba encarecidamente,
con toda seriedad, que no fuese contigo al extranjero.
Le contesté acto seguido,
diciéndole que compartía integramente sus apreciaciones.
E incluso añadí mucho más, yendo tan lejos como me
estaba permitido. Le dije que nuestra amistad se había iniciado
tan solo cuando eras estudiante en Oxford, desde que viniste a mi para
rogarme que te ayudase en un asunto muy serio de una índole especialísima.
Le dije también que tu vida había estado marcada sin cesar
por el mismo sello infamante. Por lo visto, habías achacado toda
la culpa de tu viaje a Bélgica a la persona que te acompañó.
Tu madre me reprochó el haberte presentado a esa persona; pero yo
hice recaer la culpa en quien la tenía: en ti. Finalmente,
le aseguré que no tenía la menor intención re reunirme
contigo en el extranjero, rogándole que te retuviese y te mantuviese
allí, ya fuese en calidad de attaché de Embajada, si esto
resultaba posible, con el pretexto de aprender idiomas o con cualquier
otro motivo que se le ocurriese. Y esto durante dos o tres años,
cuando menos, tanto en tu propio interés como en el mio.
Entre tanto, tú me
escribías en todos los correos desde Egipto; no presté la
menor atención a tus cartas. Las leí únicamente y
las rompí enseguida. Me había propuesto con toda firmeza
no mantener ya contigo relación alguna. Mi resolución era
inquebrantable. Y entonces me consagré con deleite a mi arte, cuyo
desenvolvimiento había tenido la debilidad de permitirte interrumpir.
No habían transcurrido
tres meses, cuando tu madre, con esa deplorable debilidad que la caracteriza
y que ha sido en la tragedia de mi vida un factor tan funesto como la violencia
de tu propio padre, me volvió a escribir para anunciarme, instigada
por ti, como yo, naturalmente, comprendí, sin dudarlo un momento,
que ansiabas con todo apremio saber de mí. Y con objeto de que yo
no tuviera pretexto alguno para negarme a escribirte, me envío tu
dirección en Atenas, que yo de sobra conocía. Confieso que
aquella carta me dejó perplejo, sin habla. No lograba comprender
cómo tu madre, después de lo que me había escrito
en el mes de diciembre y de mi respuesta, podía ni siquiera intentar
que yo reanudase mi desdichada amistad contigo. Naturalmente, le acusé
recibo de esa carta y le aconsejé de nuevo, y con toda insistencia,
hiciera lo posible por intentar agregarte a una Legación en el extranjero,
con objeto de impedir tu regreso a Inglaterra; pero a ti no te escribí,
y continué sin prestar atención alguna a tus telegramas,
como ya venía haciéndolo antes de recibir esa carta de tu
madre. Y finalmente, telegrafiaste a mi mujer rogándole que influyese
sobre mí para que te escribiese. Nuestra amistad fue siempre un
motivo de pesar para mi esposa, no solo porque nunca te quiso, sino porque
notaba que tu continua compañía me transformaba, y no favorablemente.
Pero como ella se había
mostrado siempre sumamente amable y acogedora contigo, le era insoportable
la idea de que yo fuese (así lo creía ella) tan duro con
un amigo. Creía, o mejor dicho, sabía, que tal dureza no
encajaba con mi carácter. Atendiendo a sus ruegos, volví
a ponerme en relación contigo. Recuerdo muy bien el texto de mi
telegrama. Te decía que el tiempo curaba todas las heridas, pero
que, sin embargo, prefería no escribirte ni hablarte en muchos meses
aún.
Saliste sin demora para París,
enviándome por el camino apremiantes telegramas, rogándome
que te visitara siquiera una vez. Me negué a ello. Llegaste tarde
a París, un sábado por la noche, y encontraste una breve
carta mía en tu hotel diciéndote que no te vería.
A la mañaana siguiente recibí en la calle Tite un telegrama
tuyo, de diez u once hojas.
En él declarabas que,
por grave que fuese lo que me habías hecho, no podías creer
que me negaría a verte; me recordabas que por verme solo una hora
habías viajado seis días y seis noches, cruzando Europa,
sin detenerte ni una sola vez; reconozco que tu llamamiento
era de lo más patético; y terminabas con lo que me
pareció una amenaza de suicidio, e incluso muy poco velada. Me habías
dicho con frecuencia que en tu familia eran muchos los que habían
manchado sus manos con su propia sangre: tu tío, con seguridad,
y tu abuelo, probablemente, y otros, varios, de la
insensata y perversa rama a la que perteneces.
La piedad, mi antiguo afecto por ti, mi respeto por tu madre, para quien
tu muerte en circunstancias tan espantosas hubiera sido un papel demasiado
fuerte de soportar; el horror ante la idea de que una vida tan juvenil,
una vida que, en medio de todas sus feas culpas, contenía, sin embargo,
promesas de belleza, tendría un final tan indignante; la misma humanidad
simplemente ...todo esto, si son necesarias las disculpas, debía
servir de disculpa a mi consentimiento en concederte una última
entrevista. Cuando llegué a París, las lágrimas que
vertiste durante toda la noche cayendo como lluvia sobre tus mejillas,
primero, durante la comida, en Voisín, y luego, en la cena fría
de Paillard; la alegría sincera que mostraste al verme, estrechándome
la mano en cuanto podías, como un niño bueno y arrepentido;
tu contrición, tan sencilla y sincera en aquel momento, hicieron
que accediera a reanudar nuestra amistad. Dos días después
de nuestro regreso a Londres tu padre me vio almorzando contigo en el café
Royal; se sentó a mi mesa, bebió de mi vino, y aquella misma
tarde, en una carta dirigida a ti, inició su primer ataque contra
mi.
Podrá esto parecer
extraño; pero una vez más, me fue impuesto, no diré
la suerte, aunque sí el deber de separarme de ti. No necesito apenas
recordarte que me refiero a tu conducta en
Brighton, del 10 al 13 de
octubre de 1894. Para ti es muy largo retroceder tres años. Pero
nosotros, los que vivimos en la cárcel y en cuyas vidas no hay más
acontecimientos que la tristeza, tenemos que medir el tiempo por las punzadas
del dolor y el recuerdo de los momentos de amargura. No tenemos otra cosa
en que pensar. El sufrimiento, por curioso que ello pueda parecer, es el
medio por el cual existimos, porque es el único gracias al cual
tenemos conciencia de existir; y el recuerdo del sufrimiento en el pasado
nos es necesario como garantía y evidencia de nuestra continua identidad.
Entre los recuerdos alegres y yo se abre un abismo no menos profundo que
el que me separa actualmente de la alegría.
Si
nuestra vida en común hubiera sido únicamente lo que el
mundo se imagina que fue, una vida hecha de goces, de extravagancias
y de risas, yo no podría recordar ni un solo pasaje de ella. Por
haber estado llena de momentos y días trágicos, amargos,
siniestros en sus advertencias, tristes o espantosos en sus monótonas
escenas y en sus impudentes violencias, puedo ver u oír cada incidente
por separado en sus detalles, y no puedo, a decir verdad, oír o
ver mucho más. En este lugar viven los hombres hasta tal punto por
el dolor, que mi amistad contigo, en la forma en que me veo obligado a
recordarla, se me aparece siempre con un preludio en consonancia con esas
crisis de angustia que me es preciso aceptar a diario, ¿qué
digo?, a hacer incluso necesarias; como si mi vida, tal como haya parecido
a los demás y a mi mismo, hubiera sido continuamente una verdadera
sinfonía de tristeza, pasando por sus movimientos, ritmicamente
unidos, hasta su auténtica resolución, con esa ineluctabilidad
que
caracteriza
en el Arte la manera de tratar todos los grandes temas.
He hablado de tu conducta
para conmigo durante aquellos tres días sucesivos, hace tres años,
¿no es cierto? Estaba
yo por entonces ocupado en concluir mi última obra en la soledad
de Worthing. Me habías visitado dos veces. Y de pronto apareciste
otra vez, con un amigo tuyo, quien (así me lo propusiste seriamente)
debía alojarse en mi casa. Me negué a ello; ahora reconocerás
con cuánta razón.
Te mantenía; naturalmente,
no tenía opción; pero fuera de mi casa y no en ella, personalmente.
Al día siguiente, lunes, tu compañero se reintegró
a los deberes de su profesión, y tu te quedaste conmigo. Fatigado
de Worthing, y más aún, sin duda, de mis vanos esfuerzos
por concentrar mi atención sobre mi obra (lo único que me
interesaba realmente en aquel momento), insististe para que te llevase
al Gran Hotel de Brighton.
La noche que llegamos caíste
enfermo con esa terrible fiebre baja, tan tontamente llamada gripe; era
no tu segundo, sino tu tercer acceso.
No necesito decir cómo te cuidé, rodeándote no solo
de todo el lujo de frutas, flores, obsequios, libros y cuanto puede proporcionar
el dinero, sino también de ese afecto y de esa solicitud que,
a pesar de lo que creas, no podría proporcionar el dinero.
Excepto una hora de paseo por las mañanas y otra, en coche, por
las tardes, no salía yo del hotel. Hice traer de Londres
uvas especiales, porque las que te servían en el hotel no te gustaban;
permanecí allí contigo unas veces y otras, en la habitación
contigua, y todas las noches me senté a tu lado para tranquilizarte
y distraerte.
A los cuatro o cinco días
estabas restablecido, y entonces alquilé un piso para intentar concluir
mi obra. Viniste conmigo, naturalmente. Al día siguiente
de estar alojado allí cai gravemente enfermo.
El médico dijo que
me habías contagiado la gripe. Te fuiste a Londres a
tus asuntos, aunque prometiéndome que regresarías por la
tarde. En Londres te reuniste con un amigo, y ya hasta el día
siguiente, a última hora, no volviste a Brigthon. Me
encontraste con una fiebre altísima, y el médico siguió
asegurando que me habías contagiado la gripe. Nada más
molesto para un enfermo que estar en unas habitaciones alquiladas.
Mi cuarto de trabajo estaba en el piso primero, y mi dormitorio en el tercero.
No había allí ningún criado que pudiera prestarme
asistencia, ni siquiera alguien a quien poder mandar a un recado o en busca
de una receta. Pero tú estabas conmigo, y eso me bastó
para sentirme tranquilo. Los días siguientes me dejaste
absolutamente solo sin asistencia de nadie, sin servicio, careciendo de
todo. No se trataba ya de uvas, ni de flores, ni de regalos
agradables; era cuestión de lo más necesario.
Ni siquiera pude tomar la leche que el médico me había mandado,
y la limonada me estaba aprohibida terminantemente. Cuando te rogué
que fueses a una libreria a buscar cierto libro, o, en caso de no encontrar
el que me interesaba, otro que te indiqué, no te tomaste siquiera
la molestia de ir. Por lo cual tuve que estar todo un día
sin leer; después
me aseguraste con gran indiferencia
que habías comprado aquel libro y que te habían prometido
mandarlo, lo cual era mentira, como descubrí poco después
casualmente. Durante
toda aquella temporada viviste,
naturalmente, a costa mía: coches, comidas en el Gran Hotel,
etc. No apareciste realmente por mi habitación más
que en busca de dinero. El sabado, por la tarde, viendo que
me habías dejado totalmente desatendido y solo, desde por la mañana,
te rogué que volvieses después de la cena a hacerme un poco
de compañía. En tono irritado y
de un modo afectuoso, prometiste
venir. Te estuve esperando hasta las once, sin que aparecieras.
Entonces te dejé unas líneas en tu cuarto para recordarte
tu promesa y cómo la incumplías. A las tres de
la madrugada, sin poder conciliar el sueño y torturado por la sed,
bajé a tientas, en
plena oscuridad y tiritando de frío, al comedor con la esperanza
de encontrar un poco de agua. Te encontré allí.
Me abrumaste entonces con todas las palabras feas de que un humor intemperante,
una naturaleza indisciplinada e ineducada como la tuya, eran capaces.
Por la terrible alquimia del egoísmo, trocaste tu remordimiento
en rabia. Me acusaste de egoísta porque te había
rogado que estuvieras a mi lado durante mi enfermedad;
me reprochaste el interponerme
entre tus diversiones y tú; el intentar privarte de tus amigos.
Me dijiste, y sé que era verdad, que habías vuelto a medianoche
sólo para cambiarte de traje y marchar otra vez a tus placeres.
Pero la carta que te había dejado, en la cual te recordaba tu abandono
durante todo aquel día, te quitaron la gana de divertirte y tu afán
de nuevos placeres. Realmente asqueado,
subí de nuevo a mi dormitorio, en donde estuve insomne hasta el
amanecer, y hasta mucho rato después no pude tomar nada que mitigase
la sed de mi calentura. A las once entraste en mi cuarto.
Se renovó nuestra disputa, y en ella te hice observar que mi carta
había servido, al menos, para poner coto a una noche más
relajada aún que de costumbre. Por la mañana
volvías a ser tú. Como es natural, esperaba oír
las disculpas que debías alegar, y tenía curiosidad por saber
cómo te las compondrías para
lograr mi perdón, que
demasiado sabías que te concedería de buen corazón.
Tu seguridad absoluta en que acabaría siempre perdonándote
era quizá la cualidad que más me agradaba en tí desde
siempre, era quizá la mejor cualidad que en ti reconocía.
Pero, muy por el contrario, repetiste el escándalo de la noche anterior,
con mayor rabia y violencia si cabe.
Finalmente, te ordené
que salieras de mi habitación. Fingiste hacerlo;
pero ...
... a la siguiente página.....
No fomentes el cáncer de Internet: Los sitios comerciales; el uso de controles en java; el uso de "cookies"