Pío XI (Papa entre 1922 y 1939)
Las diversas ideologías sociales y políticas y sistemas que
el Vaticano combatió a lo largo del último siglo [N.T. Siglo
diecinueve para el autor] y al principio del siglo veinte
comenzaron a parecer casi apacibles cuando la Iglesia se encontró
confrontada por el más peligroso de todos sus enemigos modernos
-el socialismo.
El siglo diecinueve había sido dominado por el Liberalismo y había
defendido el Secularismo y la libertad del envolvimiento de la
sociedad y el Estado con la Iglesia. El siglo veinte se volvió
el siglo en el que el Liberalismo fue suplantado rápidamente por
una ideología que en el pasado, aunque existente, nunca había
sido una amenaza real a esas instituciones religiosas, sociales,
y económicas sobre las que la sociedad descansaba. Esta ideología
propagando una revolución social, económica, y política, había
sido una y otra vez condenada por la Iglesia desde su mismo
comienzo; pero estas condenaciones raramente habían ido más allá
de los campos teóricos, religiosos, y sociales. Porque el
Socialismo en sus varias formas, aunque había empezado a
cristalizar en varios movimientos económicos, sociales, y aun
políticos, sobre todo durante las últimas décadas del siglo
diecinueve, había seguido siendo un enemigo débil y meramente
teórico. Su peligro potencial no amenazaba seriamente la
estructura sólida y estable de la sociedad.
Durante el último cuarto del último siglo la Iglesia Católica,
además de condenar a priori cualquier demanda o teoría del
Socialismo, dictaminó que cualquier cosa que tenga que ver con
éste era anatema para cualquier buen católico. La condenación
completamente teórica pasó a ser un rechazo práctico en
cuanto los Socialistas empezaran a organizar los movimientos de
obreros cuyos objetivos eran un desafío abierto a la forma
establecida de orden económico y social.
La Iglesia, como ya se indicó, a través del Papa León XIII,
habiéndose manifestado abiertamente con un absoluto rechazo a
las doctrinas básicas del Socialismo, intentó contraofertar a
los movimientos de obreros por sí misma. Esta actitud, sin
embargo, cambió radicalmente con el advenimiento y el final de
la Primera Guerra Mundial. Aunque estos esfuerzos en el campo práctico
en ese momento fueron considerados suficientes para contrapesar
el progreso del Socialismo, pronto se hizo evidente que ellos no
eran suficiente para ser un freno serio a los movimientos
Socialistas similares. Sin embargo el Vaticano estaba bastante
seguro como para no estar seriamente preocupado por eso. Porque
confiaba, no tanto en las organizaciones católicas que trataban
con los problemas del trabajo como tal, sino en los movimientos
religiosos y políticos que estaban luchando su batalla en la
misma fuente del poder -a saber, dentro de los Gobiernos.
Además de los varios poderosos Partidos Católicos, la Iglesia
tenía una Prensa católica influyente y grandes aliados,
representados por aquellos estratos de la sociedad cuyos
intereses requerían que el statu quo social-económico se
mantuviera intacto, los terratenientes o los nuevos promotores de
inmensos emprendimientos industriales. Ellos consideraron a la
Iglesia Católica como su natural aliado, mientras la Iglesia, a
su vez, los consideró como la mejor defensa contra cualquier
amenaza seria de la nueva ideología Socialista.
Con el estallido de la Primera Guerra Mundial, sin embargo, este
estado de cosas fue profundamente modificado. Millones de hombres
fueron desarraigados de repente de sus ambientes comparativamente
pacíficos en los que ellos habían vivido y fueron puestos en
trincheras o en fábricas. La vida, como ellos la conocieron, se
deterioró cada vez más por las devastaciones de una guerra que,
aun antes de que acabara, había empezado a alterar los valores
de naturaleza religiosa, social, y política. La ideología
Socialista que, hasta entonces, había afectado sólo a un
estrato comparativamente estrecho de los más descontentos
obreros manuales y a franjas de intelectuales, empezó a ser
absorbido por inmensos números de hombres y mujeres
insatisfechos.
En 1917, habiendo sobrevenido una revolución Socialista, Rusia
instaló un Gobierno Bolchevique. El siguiente año finalizó la
Primera Guerra Mundial, acompañado por la dislocación del orden
establecido, el desempleo masivo, el desconcierto, y la desilusión.
Inmediatamente después las doctrinas Socialistas se extendieron
por todas partes y fueron miradas por muchos como el programa en
el que un orden social y económico mejor podría construirse en
el mundo de post-guerra. Las huelgas paralizaron industrias,
pueblos enteros, y naciones enteras; las fábricas fueron
ocupadas y se eligieron comités de obreros para manejarlas; se
tomaron tierras; los oficiales eran insultados y el patriotismo
ridiculizado; las autoridades en los consejos locales o gobiernos
fueron atropelladas. Los planes teóricos para el establecimiento
de una sociedad Socialista, como era concebida por el Socialismo,
fueron puestos en funcionamiento, y la ola Roja barrió prácticamente
toda Europa, llegando a ser más o menos violenta según las
condiciones y la resistencia locales.
¿Dónde se posicionó la Iglesia Católica? La Iglesia Católica
se había vuelto uno de los blancos principales de los Rojos.
Esto por dos razones: primero, debido a sus ataques pasados y
actuales sobre la ideología Socialista como tal y sobre todos
los Socialistas; segundo, debido a su estrecha asociación con
los enemigos naturales de una sociedad Socialista -las clases
terratenientes, los grandes industriales, y todos los otros
estratos que abogaban por el Conservadurismo.
En vista de esto, los Socialistas proclamaron que expropiarían a
la Iglesia y le prohibirían enseñar en las escuelas, y que el
clero ya no sería pagado por el Estado, y que la propaganda
antireligiosa haría a la nueva sociedad Socialista, si no atea,
al menos no religiosa. Apuntando a la Rusia soviética como su
modelo, ellos siguieron sus palabras con actos de violencia.
Pronto se hizo claro -incluso para los cardenales más ciegos en
el Vaticano- que lo que en el pasado había sido considerado el más
grande peligro -a saber, la secularización apoyada por el
Liberalismo- no era en realidad más que un antagonista apacible
cuando se lo comparaba con la secularización contemplada por los
Socialistas.
Entretanto, todos los otros elementos que se sentían amenazados
se habían organizado y habían empezado a contraatacar a través
de movimientos sociales, políticos, y patrióticos de todos los
tipos. Grupos militaristas fueron establecidos, la violencia rápidamente
fue contestada con la violencia, y los campamentos opuestos en
varios países europeos empezaron a acudir al recurso de asesinar
y a la quema de periódicos y edificios hostiles. Pronto, debido
a su mejor organización y a la confusión en los campamentos de
sus antagonistas, y al hecho de que grandes sectores de la
población se habían cansado de las huelgas interminables y de
las peleas, los movimientos anti-socialistas empezaron a frenar,
y en varios casos, a detener completamente, el avance Socialista.
En el Vaticano se daba la bienvenida a cualquiera de esos
movimientos antisocialistas, eran mirados con gran simpatía, y,
siempre que fuese posible, eran apoyados. Pero la lucha respecto
al tipo de política que debía adoptarse hacia la amenaza Roja
dividió al Gobierno de la Iglesia y se volvió cada vez más
aguda.
Este conflicto interno en el Vaticano giraba en torno al problema
de si se debía respaldar activamente las medidas violentas de
los nuevos movimientos antisocialistas. Estas medidas no sólo
prometían destruir a los Socialistas, sino también restaurar el
orden y frenar a cualquier individuo o movimiento que pudiera
poner en peligro a la sociedad. La otra alternativa era combatir
la amenaza Roja como la Iglesia combatió al Liberalismo, y al
Secularismo antes de la guerra -a saber, por medios legales y, en
la arena social y política, creando organizaciones de obreros y
de campesinos y partidos políticos.
El primer grupo sostenía que los únicos medios por los que los
enemigos de la Iglesia -a saber, los Socialistas- podían ser
combatidos eficazmente consistían en el empleo de medidas drásticas.
Anatemas, o las organizaciones religiosas o sociales, aun los
partidos políticos católicos poderosos, ya no eran suficiente
cuando se enfrentaban a la propaganda y métodos violentos de los
antagonistas Rojos. La Iglesia Católica no podía entrar en el
campo que incitaba el pillaje y la violencia. Cuando eso se hizo,
a través de algún Partido católico cuyos miembros habían en
varias ocasiones saboteado huelgas organizadas por los
Socialistas, el único resultado había sido volver aún más
amargo al enemigo de la Iglesia. Sólo quedaba un camino abierto
ante la Iglesia Católica: una nueva política de apoyo total y
de estrecha alianza con cualquier movimiento político exitoso
que pudiera garantizar la destrucción del Socialismo, el
mantenimiento del statu quo, y sobre todo, el respeto y una
posición privilegiada para la Iglesia.
Esto era más urgente que nunca, sostenían los patrocinadores de
semejante teoría, debido a las pérdidas colosales en que la
Iglesia estaba incurriendo diariamente. Estas pérdidas no eran más
una cuestión de individuos que abandonaban la Iglesia Católica,
sino que se había vuelto apostasía en masa. Y aunque algunas de
estas pérdidas pudieran remontarse a los envenenados principios
del Liberalismo y la Educación Secular, la fuerza más
responsable era el Socialismo. Dondequiera que se concentraba la
industrialización acoplada con el urbanismo, la Iglesia
invariablemente perdía a sus miembros mientras su adversario
Rojo los ganaba. Estas pérdidas eran de una naturaleza doble,
porque un individuo no se limitaba a rechazar la Iglesia Católica
sólo en un terreno religioso, sino también en el terreno social
y político. Los Católicos que ya no prestaban atención a la
Iglesia Católica casi siempre se unían a movimientos políticos
hostiles a la Iglesia Católica. Después de la guerra, los
movimientos que más se beneficiaron fueron el Socialismo y el
Comunismo. Pronto se hizo evidente, por consiguiente, que
los que votaban al Socialismo eran pérdidas casi ciertamente
irreparables para la Iglesia, y un Papa (Pío XI) después resumió
la posición cuando declaró que "Ningún católico puede
ser un Socialista" (Quadragesimo Anno, 1931).
En Italia, un país católico, inmediatamente después de la
guerra (1919), de un total de 3,500,000 votos el Socialismo
registró los votos de 1,840,593; y en 1926 los Liberales y
Socialistas registraron los votos de 2, 494,685. En Austria, en
1927, los Socialistas consiguieron 820,000 votos, mientras en
Viena solamente ellos aumentaron sus logros por sobre la elección
anterior en 120,000 votos. En Checoslovaquia, hasta 1930, la
Iglesia Católica perdió 1,900,000 miembros, mientras en
Alemania los Socialistas y comunistas en 1932 registraron 13,232,292
votos. Estas pérdidas causaron que el Vaticano apoyara a
cualquier Estado que proclamara su intención de
desinstitucionalizar un país y convertirlo en un Poder agrícola
-de allí el apoyo a Petain- porque las comunidades agrícolas
habían demostrado ser intensamente Conservadoras y fieles a la
Iglesia.
Durante los años inquietos y amenazantes que siguieron
inmediatamente a la Primera Guerra Mundial, el Vaticano no podía
tomar una determinación sobre la política a adoptar. Animó a
ambos [N.T.: a los que propiciaban medidas drásticas violentas y
a los que seguían una linea más legal], sin dar apoyo muy
pleno a ninguno. En Italia, por ejemplo, les dio permiso a los
católicos italianos para formar un Partido católico fuerte con
una perspectiva social progresista que en muchas ocasiones
respondió con violencia a los métodos de sus antagonistas. La
decisión permaneció con Benedicto XV, un hombre con
inclinaciones Liberales.
Cuando Benedicto XV murió y un nuevo Papa se sentó sobre el
trono, la política del Vaticano fue cambiada drásticamente. El
Vaticano adoptó, aunque al principio con las debidas
precauciones, la política de alianza con los fuertes movimientos
políticos antibolcheviques.
Pío XI, un hombre de disposición autocrática y de una
naturaleza inflexible que no tenía amor por la democracia fue
elegido Papa en 1922. Éste fue un año fatal, no sólo en la
historia de la Iglesia Católica, sino también en la historia de
Europa, y, de hecho, para el mundo entero, porque durante éste
los primeros Totalitarios Derechistas tomaron control de una nación
moderna (es decir, los fascistas italianos -el 28 de octubre de
1922). Desde ese año en adelante la política del Vaticano se
volvió cada vez más claramente definida. Su alianza con los
Poderes de reacción se volvió cada vez más abierta. Por toda
Europa, de España a Austria, de Italia a Polonia, las dictaduras
tomaron el poder por medios legales o semi-legales, muy a menudo
abiertamente apoyadas por el Vaticano. Desechando los métodos
antiguos, el Vaticano llegó tan lejos como para pedir la
disolución de un gran partido católico tras otro a fin de
ayudar al Fascismo primero y luego al Nazismo a fortalecer
su dominio absoluto sobre sus respectivos Estados.
El Papa, no contento con eso, proclamó en más de una ocación
que el primer dictador fascista (Mussolini) era "un hombre
enviado por la Providencia Divina". Habiendo advertido a los
fieles de todo el mundo que "ningún buen católico puede
ser Socialista", él escribió una encíclica en la
que recomendaba a los países católicos la adopción del Estado
Corporativo Fascista (Quadragesimo Anno, 1931).
Cuando los Estados fascistas empezaron sus agresiones externas,
el Vaticano los ayudó -indirectamente y, en más de un caso, aún
directamente. Se exigía a los católicos en los países
involucrados que los apoyaran, o eran empleados medios diplomáticos,
como en el caso de la Guerra abisinia (1935-6), o en el caso de
la apropiación de Austria (1938) y Checoslovaquia (1939).
¿Qué consiguió el Vaticano a cambio de su ayuda? Consiguió lo
que le habido inducido a hacer una alianza con estos implacables
movimientos políticos -a saber, la aniquilación total de todos
aquellos enemigos que tan a menudo había condenado durante los
siglos diecinueve y veinte -no sólo el Socialismo y el
Comunismo, sino también el Liberalismo, la democracia y el
Secularismo.
Los sindicatos y las organizaciones sociales, culturales, y políticas
apoyados por los comunistas, los partidos Socialistas, democráticos,
o Liberales, fueron arrasados; y los partidos políticos fueron
prohibidos. La Prensa, las películas, el teatro, y todas las
otras instituciones culturales eran controladas por el partido único.
El pueblo fue privado de la elección libre -manteniéndose una
caricatura de elecciones en las que los electores tenían que
decir "sí" o "no" a una lista entera de
candidatos seleccionada por el partido.
Todo el espíritu y la maquinaria de las dictaduras corrían
paralelos con el espíritu y la maquinaria de la Iglesia Católica.
Había sólo un partido, porque todos los otros eran perniciosos;
había sólo un líder que no podía hacer nada mal y que no rendía
cuentas a nadie más que a sí mismo. Los de su pueblo le debían
obediencia ciega, sin discutir sus órdenes; ellos tenían que
pensar lo que que él les decía que pensaran; tenían que
escuchar los programas de radio, leer los diarios y libros que él
seleccionaba para ellos. Las multas y el encarcelamiento eran las
penalidades por la transgresión, y a nadie le estaba
permitido siquiera susurrar contra la sagacidad del régimen o su
líder. Una policía Estatal siempre estaba alerta para arrestar
y enviar a los infractores a los campos de concentración.
Se le dio a la Iglesia Católica un gran margen de seguridad y a
menudo de privilegio; la religión católica fue proclamada la
religión del Estado; se introdujo la educación religiosa en las
escuelas; se hicieron obligatorias las bodas religiosas, y se
prohibió el divorcio; todos los libros contra la religión
fueron suprimidos; la santidad de la familia fue defendida; se
inició una campaña para inducir a las parejas a criar a tantos
niños como fuera posible; el clero era pagado por el Estado; las
autoridades aparecían en las ceremonias religiosas públicas; y
la Iglesia, de un sólo golpe, no sólo había destruido a todos
sus enemigos viejos y nuevos, sino que había recuperado una
posición privilegiada en la sociedad que difícilmente podría
esperar obtener bajo el anterior estado de cosas.
No todo fue bien, sin embargo, entre la Iglesia Católica y sus
compañeros políticos. A menudo se suscitaron amargas
controversias, sobre todo con el Nazismo, y hubo incluso formas
de leve persecución sobre las que el Papa tuvo que escribir encíclicas
(Non Abbiamo Bisogno, 1931, contra el Fascismo italiano,
y Mit Brennender Sorge, 1937, contra el Nazismo). Es
notable, sin embargo, que tales riñas casi invariablemente eran
por el hecho de que la Iglesia y el Estado reclamaban tener el
derecho exclusivo para tratar con ciertos problemas específicos;
por ejemplo, el control y la educación de la juventud -o por
brechas del Concordato. En el caso del Nazismo, se suscitaba la
queja cuando la religión como tal era deliberada y
descaradamente atacada.
Aparte de estos problemas recurrentes, el Vaticano nunca se
atrevió a condenar al Fascismo, al Nazismo, o a los movimientos
similares como anteriormente había condenado, por ejemplo, al
Liberalismo en el siglo diecinueve, o al Socialismo en el siglo
veinte. ¿Por qué debería hacerlo? Que no todo fuera perfecto
en la nueva alianza era humano, y, aunque a menudo la Iglesia no
obtuvo tanto como quería, sin embargo obtuvo mucho más de lo
que jamás habría soñado de haberse permitido que continuase el
anterior estado de cosas.
Fue así que, una vez que el Vaticano empezó a seguir su nueva
política, nunca se desvió de ésta. Al contrario, la siguió
con una constancia que en el largo intervalo de más de veinte años
contribuyó a la consolidación del Totalitarismo fascista sobre
el Continente entero.
El estímulo que las diversas dictaduras recibieron de la Iglesia
Católica no se confinó al campo doméstico, sino también obró
en el campo de la política internacional. Porque la Iglesia Católica,
teniendo que combatir a los mismos enemigos, tuvo que adoptar la
misma política en casi todos los países europeos, para
salvaguardar sus intereses. Por consiguiente se hizo alianza con
esas fuerzas que habían sido tan útiles a ella en los Estados
donde una dictadura fascista había sido establecida.
Naturalmente, aunque la Iglesia intentó alcanzar las dos metas
principales -la destrucción de sus enemigos y el resguardo de
sus intereses- no siendo todos iguales los eventos, las
circunstancias, los tiempos, y los hombres, diferentes tácticas
tuvieron que ser adoptadas en cada país. En un país al Partido
católico le fue permitido cooperar con el Socialista (como en
Alemania); en otro una dictadura católica abierta los ametralló
(como en Austria); en un tercero el Partido católico, movido por
motivos raciales y religiosos, fue empleado para debilitar al
Gobierno central y así acelerar su destrucción (como en
Checoslovaquia); en un cuarto los católicos devotos se volvieron
agentes de un agresor fascista externo (como con Seyss-Inquart en
Austria, y Monseñor Tiso en Checoslovaquia); y en un quinto un
abierto levantamiento de un general católico, respaldado por la
Iglesia y el Vaticano, fue la política adoptada (como con el
General Franco en España).
Además de querer hacer de un continente entero seguro para la
religión en general y para la Iglesia Católica en particular, a
través de esta alianza con el Fascismo, el Vaticano tenía otra
meta muy importante en vista: el freno y la eventual destrucción
de ese faro de Ateísmo y Bolchevismo mundial -a saber, la Rusia
soviética.
Desde el mismo principio de la Revolución rusa (1917), a la cual
bastante paradójicamente el Vaticano había dado la bienvenida,
la política del Vaticano en la esfera internacional tenía una
meta principal: consolidar todas las fuerzas y países en un sólido
bloque hostil a la U.R.S.S. Una de las razones principales para
el apoyo del Vaticano a Hitler, además de la destrucción del
Bolchevismo en Alemania, era crear un Poder fuerte y hostil que
actuaría como una muralla china que impediría al Bolchevismo
ruso infectar el Oeste. Este poder un día aun podría destruir
totalmente la Rusia soviética. Esta política el Vaticano la
siguió implacablemente hasta el mismo final de la Segunda Guerra
Mundial, no sólo en lo que a los Poderes fascistas respecta,
sino también tratando con Gran Bretaña y los Estados Unidos de
América, como tendremos ocasión de ver luego.
Si el Vaticano no hubiese existido, o hubiese permanecido
completamente neutral, o hubiese sido hostil al levantamiento y
progreso del Fascismo, quizás el gran cataclismo cuyo clímax
fue el estallido de la Segunda Guerra Mundial simplemente hubiese
venido lo mismo. No hay ninguna duda por otro lado, que la ayuda,
directa e indirecta, que el Vaticano pudo dar en ciertos momentos
críticos a los Estados fascistas ayudó grandemente a
acelerar el proceso que guió a la cristalización de Europa en
un Continente fascista, y al estallido de la Segunda Guerra
Mundial. Es verdad que no fue la política que el Vaticano,
cuando confrontado con el crecimiento de una ideología temible y
hostil (el Socialismo), decidió que era la más apta para las
condiciones en el siglo veinte, la que llevó al mundo donde éste
fue. Fuerzas colosales completamente extrañas a la religión en
general y al Catolicismo en particular eran principalmente
responsables. No obstante, la alianza que el Vaticano selló con
esas fuerzas no religiosas, y la ayuda que les dio bajo las
circunstancias críticas, las ayudó en alto grado a inclinar el
equilibrio y así conducir a la humanidad por el camino del
desastre. Sin embargo, no es nuestra tarea acusar ni tampoco
descargar al Vaticano de su parte de responsabilidad en la
tragedia mundial. Los hechos hablarán más fuertemente que
cualquier otra cosa. Una vez que la parte que el Vaticano ha
desempeñado en los campos domésticos e internacionales durante
y entre las dos guerras mundiales se haya examinado, estará en
el lector extraer sus propias conclusiones. Por consiguiente, de
ahora en adelante nuestra tarea será trazar un cuadro del rol
que la Iglesia Católica y el Vaticano tuvieron en la vida social
y política de cada país importante, y así dar una vista panorámica
de las actividades del Vaticano en todo el mundo durante la
primera mitad de este nuestro siglo veinte.
Esta traducción se encuentra registrada, (©), y no puede ser almacenada en BBS u otros sitios de Internet. Este texto no puede ser vendido ni puesto solo o con otro material en ningún formato electrónico o impreso en papel para la venta, pero puede ser distribuido gratis por correo electrónico o impreso. Debe dejarse intacto su contenido sin que nada sea removido o cambiado, incluyendo estas aclaraciones. http://ar.geocities.com/antorchabiblica
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