CAPÍTULO 9:

ITALIA, EL VATICANO Y EL FASCISMO

Mussolini firmando el tratado de Letrán

En 1922, durante la elección del Papa Pío XI, un agitador italiano ateo, estando de pie en la Plaza de San Pedro, se dice que comentó:

"¡Miren esta multitud de todo país! ¿Cómo es que los políticos que gobiernan las naciones no comprenden el inmenso valor de esta fuerza internacional, de este Poder espiritual universal?" (Teeling, The Pope In Politics.)

En ese mismo año aquel mismo hombre asumió el cargo y luego construyó la primera dictadura fascista, según el modelo sobre el cual, en la década siguiente, tantas naciones europeas serían establecidas. Fue la alianza de estos dos hombres, Pío XI y Mussolini, la que influyó tan grandemente en el modelo social y político, no sólo de Italia, sino también del resto de Europa en los años entre las dos guerras mundiales.

El hecho de que el Fascismo nació y fue establecido primeramente en un país católico, y que empezó su carrera oficial en la misma sede del Catolicismo Romano, no es ni mera coincidencia ni un capricho de la historia. Fue debido a diversos importantes factores de una naturaleza religiosa, social, económica, y política, no el menor de los cuales fue la presencia y cooperación del Vaticano en este primer experimento de Totalitarismo moderno.

Antes de seguir adelante, sin embargo, sería de gran ayuda dar brevemente un vistazo al trasfondo cuando el Fascismo nació, y particularmente el rol desempeñado por el Vaticano en la vida social y política de la Italia pre-fascista.

La historia de la relación entre la Italia pre-fascista y el Vaticano, como en el caso de España y el Vaticano, era una de amarga hostilidad entre el Estado y la Iglesia; el primero intentando librarse a sí mismo y a la nación de la intrusión de la Iglesia Católica en la vida nacional, y la última intentando por todos los medios mantener o reconquistar aquellos privilegios a los que se consideraba con derecho. Era la misma lucha que hemos encontrado en España y que encontraremos en muchos otros países, entre la Iglesia Católica y el Estado secular concebido y promovido por el Liberalismo y los principios democráticos del siglo diecinueve. La única diferencia era que en Italia la lucha se volvió aun más amarga por el hecho de que, a fin de alcanzar su unificación, Italia debió despojar a la Iglesia Católica de los Estados Papales que incluían a la misma Roma.

El pueblo italiano -especialmente en Italia del Sur y Central- había estado acostumbrado a una completa sumisión a la Iglesia Católica, que controlaba prácticamente cada aspecto de sus vidas. En los Estados Papales, el analfabetismo, la ignorancia, y la miseria del pueblo estaban entre los peores de Europa.

Cuando Italia fue primeramente unificada, el Gobierno italiano procedió a poner su casa en orden, y empezó a hacerlo guiado por los principios del Liberalismo. Éste secularizó la educación y la Prensa; proclamó la libertad de expresión, de religión, etcétera. La Iglesia Católica combatió cada medida con suma ferocidad, proclamando al Fiel que el Liberalismo era un pecado y que cualquiera que votara por el Estado secular se ganaría automáticamente la condenación eterna.

Esta actitud se mantuvo no sólo debido al carácter secular de la nueva Italia, sino tambén debido a que el Papado afirmaba que sus Estados, con Roma, pertenecían al Papa. Por consiguiente, hasta que el Estado le devolviese Italia Central y Roma al Papa (impidiendo así la unificación de Italia), el Estado y todos los italianos que lo apoyasen eran enemigos de la Iglesia Católica, y la Iglesia Católica no tendría nada que ver con ellos. Esto a pesar de los repetidos esfuerzos del Gobierno italiano que en muchas ocasiones intentó abrir las negociaciones con el Vaticano para una resolución amigable de la disputa.

Considerando los tiempos, las circunstancias, y la guerra que el Vaticano continuaba sosteniendo contra el Estado italiano, los términos ofrecidos al Vaticano eran más que generosos, y no deberían haber impedido que la Iglesia y el Estado alcanzaran un acuerdo satisfactorio. Pero el motivo real detrás de la inflexibilidad del Vaticano, era que éste quería hostigar, y eventualmente destruir, la recién nacida Italia Liberal, y reemplazarla con la Italia Católica Clerical del pasado. Manteniendo abierta la cuestión romana, como se la llamó luego, mantuvo a millones de italianos hostiles al Gobierno y a todas sus leyes. Impidiendo a las autoridades hablar con un mandato popular aplastante, les impidió hacer reformas más drásticas en el programa de secularización.

Esta enemistad del Vaticano hacia la Italia Liberal de las décadas finales del siglo diecinueve no sólo creó un estado de guerra, como lo hizo en otros países en circunstancias similares, sino que también les prohibió a todos los italianos participar en la vida democrática de la nación y ejercer su recientemente adquirido derecho a votar. Pío IX emitió una "Non expedit", ["no conviene"], que prohibía a los católicos, bajo pena de excomunión, votar en las elecciones. Pero como millones de católicos estaban abandonando la Iglesia y por lo tanto no obedecían, León XIII, en 1886, tuvo que emitir nuevas instrucciones con el propósito de que esta "Non expedit" no permitiera a ningún fiel hacer uso de su voto.

Esta extraordinaria interferencia en la vida política de una nación con el pretexto de la cuestión romana era en realidad el esfuerzo desesperado del Vaticano por debilitar la secularización de Italia y a las fuerzas Liberales, así como a todos aquellos otros elementos anti-clericales y revolucionarios que estaban aumentando diariamente en todo el país.

La pretensión del Vaticano de tener derecho a prohibir votar a los italianos se sostuvo bien hasta las primeras décadas del siglo veinte, y aunque se modificó ligeramente en 1905, y candidatos católicos participaron en las elecciones de 1904, 1909, y 1913, la prohibición sobre los católicos a tomar parte en la vida política de la nación no se levantó hasta algún tiempo después de la Primera Guerra Mundial. Cuando el Vaticano concedió a los católicos el derecho a votar, no lo hizo porque se hubiese convertido a los ideales democráticos, sino porque había sido forzado por los cambiados tiempos y el humor del pueblo. Éste no sólo continuó abandonando a la Iglesia en masa, sino que sus tendencias anticlericales habían aumentado grandemente desde la primer "Non expedit". Esto era debido a la propagación del Anarquismo y el Socialismo, que al final del siglo empezaron a apoderarse de las masas por toda la Península, y que, para el tiempo del estallido de la Primera Guerra Mundial, ya habían ganado considerable influencia política.

Se combatieron los principios del Socialismo con ferocidad aun mayor que los del Liberalismo, con el resultado de que aquellos que abrazaron el Socialismo se volvieron aun más anticlericales que los Liberales. El Socialismo italiano, de hecho, alcanzó un punto cuando "construyó su mismo sistema y ley a partir de la oposición a la Iglesia y la religión" (Murri).

Con la entrada de Italia en la Primera Guerra Mundial y el desarraigo de millones de italianos que fueron enviados a trincheras y fábricas, el Socialismo ganó una influencia en el país mayor que nunca antes. Cuando, inmediatamente después de que la guerra había dejado su estela de confusión e inquietud económica, social, y política, el Socialismo se propagó como un incendio, la Iglesia Católica se alarmó tanto que buscó desesperadamente algunos medios prácticos con los cuales detener la embravecida marea Roja.

Los diversos anatemas de los Papas, los sermones de obispos y sacerdotes, y la devoción del estrato más atrasado de la sociedad, ya no eran suficientes. Debía encontrarse algo más actualizado. Así por fin el Vaticano renuentemente decidió permitir a los católicos tomar parte en la vida política de la nación y organizarse en un partido político. El Partido fue creado y fue liderado por un sacerdote Siciliano, Don Sturzo, y se llamó el Partito Popolare. El nuevo Partido católico pronto se extendió por toda Italia, convirtiéndose en un poderoso factor político para contraponer a los Socialistas.

Aunque parecía haber sido encontrado un medio político con el cual el avance Rojo podría ser frenado, el Vaticano estaba lejos de haber tomado una decisión sobre la mejor política a seguir. Porque, como ya hemos dicho, había dos fuertes corrientes: una abogando por batallar contra el Socialismo en el campo social y político, la otra abogando por la adopción de medidas más drásticas.

Los partidarios de la segunda tendencia se habían destacado desde que un nuevo Partido revolucionario apareció en la escena. Estaba liderado por un ex-socialista republicano y ateo, y era virulentamente antisocialista, antibochevique, antiliberal, y antidemocrático. Predicaba y practicaba la violencia a una gran escala, golpeando y asesinando a todos los socialistas que se le atravesaran y quemando sus propiedades. Su nombre era Partito Fascista, y su líder era Mussolini. Sus partidarios consistían principalmente de facinerosos organizados en bandas que emprendían expediciones punitivas contra los Rojos.

Pronto todos los elementos que no tenían ninguna razón para temer una revolución social -desde los ultranacionalistas a los industriales y, sobre todo, la clase media- empezaron a apoyar al nuevo movimiento. En el Vaticano un cardenal lo observaba con gran interés, no tanto debido a su programa (porque el movimiento estaba compuesto de numerosos anticlericales), sino porque se mostraba como un instrumento capaz de combatir a los enemigos de la Iglesia con un arma que la propia Iglesia no podía emplear directamente -a saber, la fuerza. Su nombre era Cardenal Ratti.

En 1922, justo cuando las fuerzas políticas del Socialismo y del Partido católico estaban estabilizándose, después de haberse vuelto los dos grandes partidos nacionales, Benedicto XV murió. El Cardenal Ratti que estaba siguiendo al Fascismo con tan agudo interés, fue elegido como el Papa Pío XI.

Con la coronación de Pío XI -quien tenía un profundo horror al Socialismo y al Bolchevismo después de haber presenciado algunas de sus características en Varsovia durante la guerra, y quien no tenía amor por la democracia- la política del Vaticano entró en una nueva era. El Papa Pío XI dirigió decididamente el timón político hacia el nuevo Partido, haciendo propuestas de prestar un gran servicio aun antes de que organizara su marcha sobre Roma.

La trágica condición del Parlamento italiano tuvo una oportunidad de ser corregida por la formación de una coalición de todos los partidos progresistas (pero no Radicales). Tal coalición habría estado compuesta principalmente por los Reformistas Socialistas y el Partido católico. Éstos podrían haber formado un Gobierno capaz de detener a todos los extremistas, porque el Partido católico tenía planes sociales y políticos similares a los de otros movimientos moderados.

La unión habría tenido una oportunidad razonable de triunfar, y así, estabilizando el Gobierno, habría impedido a los fascistas que escenificaran su marcha y se apoderaran del poder. Pero Pío XI había decidido de otra manera. Él determinó disolver todos los partidos políticos católicos, no sólo en Italia, sino también en toda Europa. Él vio que los partidos católicos, sin importar cuán fuertes fuesen, no podrían aplastar a los Socialistas, debido al mismo hecho de que en un Estado democrático existe libertad para los movimientos políticos. Además, el progreso de los Rojos en Italia y en otros países estaba volviéndose cada vez más alarmante. Nuevos y drásticos métodos debían ser empleados. Entonces cuando la coalición parecía a punto de dar resultados concretos y frustrar así la marcha hacia el poder de los fascistas, el Vaticano emitió una carta circular a la Jerarquía italiana (el 2 de octubre de 1922) pidiendo al clero que no se identificara con el Partido católico, sino que permaneciera neutral. Tal orden en semejante momento sólo podía tener un significado -el repudio al Partido católico y a su proyectada alianza.

Ésta fue la primera maniobra directa originada por el nuevo Papa, orientada a la preparación del camino para el Fascismo que, después de haber organizado una grotesca marcha sobre Roma, asumió el poder el 28 de octubre de 1922, por la invitación del Rey Víctor.

Algunos meses después (el 20 de enero de 1923), el Cardenal Gasparri, el Secretario de Estado del Vaticano, tuvo la primera de numerosas entrevistas secretas con Mussolini. Durante esta reunión, el pacto entre el Vaticano y el Fascismo -todavía débil- fue acordado. El Vaticano se comprometió a apoyar indirectamente al nuevo régimen paralizando el Partido católico que se había vuelto un obstáculo tan serio para el Fascismo como lo eran los Socialistas. Esto, con la condición de que el nuevo Gobierno continuaría su política de destruir el Socialismo, proteger los derechos de la Iglesia Católica y prestar otros servicios al Catolicismo. Mussolini, sabiendo de la buena voluntad del Papa hacia su movimiento, intentó hacer de él un aliado, y dio su promesa. La cuestión romana también fue discutida.

Como primer fruto de la nueva alianza, Mussolini prestó un buen servicio al Vaticano. El Banco de Roma que estaba controlado por católicos, y al que los Altos Prelados del Vaticano y la propia Santa Sede habían confiado sus fondos, estaba al borde de la quiebra. Mussolini lo salvó -al costo, se estima, de aproximadamente 1,500,000,000 de liras, que el Estado italiano tuvo que pagar. Poco después, pudieron oírse las primeras voces de la Jerarquía italiana en alabanza al líder del Fascismo. El 21 de febrero de 1923, el Cardenal Vannutelli, Cabeza del Sacro Colegio Cardenalicio, rindió público homenaje a Mussolini "por su vigorosa devoción a su país", agregando que el Duce "había sido escogido (por Dios) para salvar la nación y restaurar su fortuna."

Sin embargo, mientras el Vaticano estaba negociando en secreto con el Líder Fascista, y los Altos Prelados estaban empezando a alabar su movimiento, los escuadrones fascistas frecuentemente estaban castigando y asesinando a los miembros católicos del Partido católico quiénes, por todo el país, seguían oponiendose a los métodos antidemocráticos del Fascismo, que no dejaba de asesinar incluso a sacerdotes (por ejemplo, en agosto de 1923 asesinaron al cura párroco, Don Minzoni). Si los Socialistas hubiesen cometido semejante acto, el Papa habría invocado las fulminaciones de Dios; pero, en este caso, permaneció callado y no pronunció una sola palabra de protesta contra tales ultrajes, continuando impasible en su nuevo camino de colaboración.

En la primavera de 1923 Mussolini, planeando paralizar el Parlamento, quiso obligar a la Cámara de Diputados a aprobar una reforma electoral por la cual el Partido fascista se habría asegurado por lo menos dos tercios del total de votos en las futuras elecciones. El éxito en esto habría sido el primer paso importante para empezar la dictadura. Todas las fuerzas democráticas encabezadas por el fundador del Partido católico, el Popolari, Don Sturzo, seguido por sus 107 Diputados católicos, se negaron a aceptar, y combatieron la propuesta lo más que pudieron. La resistencia católica en la Cámara puso seriamente en riesgo el plan de Mussolini; de hecho, se volvió uno de los mayores obstáculos obstruyendo su camino hacia la dictadura. Sin embargo, eso no era todo, porque ésta puso gravemente en peligro la nueva política en la que el Vaticano se había embarcado -a saber, ayudar al nuevo Partido fascista y cooperar con éste en despejar el camino de cualquier posible impedimento para la creación de un Estado Autoritario.

Por lo tanto el Papa no perdió el tiempo, y no habían pasado muchas semanas desde la abierta oposición del Partido católico a Mussolini en la Cámara, cuando Don Sturzo recibió una orden perentoria del Vaticano de renunciar y eventualmente disolver el Partido (9 de junio,1923). Don Sturzo, aunque profundamente consternado y durante un tiempo inclinado a resistir, finalmente se doblegó ante la orden del Papa, porque además de ser un miembro de la Iglesia, también era un sacerdote. Aunque el Partido católico no fue disuelto inmediatamente, la pérdida de su fundador y líder fue un golpe que lo debilitó gravemente. Con la desaparición de Don Sturzo y la pérdida de fuerza de su Partido, fue removido el primer obstáculo serio para el intento del Fascismo de alcanzar una desvergonzada dictadura.

Inmediatamente los miembros de mayor responsabilidad de la Jerarquía católica (particularmente aquellos que conocían el plan del Papa) empezaron una campaña de entusiasta alabanza a Mussolini. Esta campaña alcanzó su clímax cuando el Cardenal Mistrangelo, Arzobispo de Florencia, uno de los partidarios dentro del Vaticano de la nueva política del Papa, después de un discurso en una recepción pública en la que impartió todas las bendiciones del Todopoderoso sobre el líder fascista y derramó todos los agradecimientos de la Iglesia Católica sobre quien había destruido a sus enemigos, en un momento de gratitud ilimitada solemnemente abrazó al ex-ateo Mussolini y le besó en ambas mejillas.

El año siguiente, bajo las instrucciones personales directas del Duce, el líder Socialista, Matteotti, quien era el adversario más amargo del intento de Mussolini de alcanzar el absolutismo, fue asesinado por los fascistas. La indignación del país fue tan grande que el régimen nunca había estado tan cerca de caer como lo estuvo durante esa crisis. En protesta, el Partido Popular y los Socialistas, después de haberse retirado de la Cámara Baja, pidieron al Rey la destitución de Mussolini.

Pero, una vez más, el Vaticano acudió al rescate del líder fascista. En esta coyuntura, cuando los Socialistas y los Católicos estaban negociando crear una sólida coalición y así suplantar al Gobierno fascista, el Papa Pío XI se presentó con una solemne advertencia a todos los católicos italianos de que cualquier alianza con los Socialistas, incluso con la rama moderada, estaba estrictamente prohibida por la ley moral según la cual la cooperación con el mal es un pecado. El Papa dijo esto, olvidando convenientemente que tal cooperación había tomado y estaba tomando lugar en Bélgica y Alemania.

Luego, para completar la obra de interferencia, el Vaticano ordenó que todos los sacerdotes renunciaran al Partido católico y a las posiciones políticas y administrativas que ellos poseyeran dentro de éste. Esto significaba la completa desintegración del Popolari, cuya fuerza estaba principalmente en los distritos rurales sostenidos por los sacerdotes.

Además de esto, el nuevo Papa concibió lo que sería conocido como Acción Católica, que se puso bajo la dirección de los obispos y a la cual le fue estrictamente prohibido tomar parte en política. En otras palabras, se prohibió luchar contra el principal actor en la escena política -a saber, el Fascismo. El Papa Pío XI pidió a todos los católicos que se unieran a la nueva organización, instigando así a cientos de miles a retirar su membresía del Popolari que, además de ser así debilitado por el Vaticano, fue implacablemente golpeado por los triunfantes fascistas.

Estas tácticas del Vaticano duraron desde 1923 hasta fines de 1926, cuando el Partido católico, habiendo perdido a su líder y habiendo sido censurado continuamente por la Iglesia y perseguido por los fascistas, fue hecho ilegal por Mussolini, y fue disuelto. Por ese movimiento el Gobierno fascista se volvió lo que había querido ser -la primera dictadura totalitaria fascista.

Fue entonces (octubre de 1926), y no por casualidad, que el Papa Pío XI y Mussolini empezaron aquellas negociaciones que concluyeron con la firma del Tratado de Letrán.

El Vaticano y la nueva dictadura, a pesar de los periódicos malentendidos, principalmente debido al hecho de que los fascistas continuaban golpeando católicos, independientemente de si ellos eran miembros del antiguo Partido católico o de Acción Católica, se alababan entre sí abierta y frecuentemente. Las siguientes dos citas resumen la actitud de la Iglesia Católica hacia el Fascismo en este período. El 31 de octubre de 1926, el Cardenal Merry del Val, en su calidad de Legado Pontificio, declaró públicamente:

"Mis agradecimientos también van para él (Mussolini) quien sostiene en sus manos las riendas del Gobierno en Italia, quien con la visión clara sobre la realidad, ha deseado y desea que la Religión sea respetada, honrada y practicada. Visiblemente protegido por Dios, él ha mejorado sabiamente la suerte de la nación y ha aumentado su prestigio por todo el mundo."

Y, para completar el cuadro, el mismo Papa, el 20 de diciembre de 1926, declaró a todas las naciones que "Mussolini es el hombre enviado por la Providencia".

La tan abierta alabanza y bendición del Papa (quien, a propósito, fue uno de los primeros en felicitar a Mussolini por el fracaso de un intento para asesinarlo), la persistente ayuda dada al Fascismo por el Vaticano, y la liquidación del Partido católico en un momento cuando éste podría haber impedido que Mussolini se estableciera en el poder, habían despejado totalmente el camino para una completa y desenfrenada dictadura -el tipo de dictadura, de hecho que el Papa Pío XI quería ver consolidada.

Los Liberales con sus leyes seculares, y los Socialistas con su odio por la Iglesia -que, en la última elección, en 1926, habían sido capaces, a pesar de todo, de registrar 2,494,685 votos o más de la mitad del total de votos- habían sido completamente liquidados, sus partidos prohibidos, sus periódicos suprimidos, sus líderes encarcelados o desterrados. La amenaza de la ola Roja había sido evitada y la Iglesia había quedado segura, gracias a su nueva política de alianza con un fuerte régimen autoritario.

Ahora, con todos los enemigos comunes interiores aniquilados, la Iglesia y el Fascismo emprendieron en serio la tarea de perfeccionar su ya excelente relación. Porque, a pesar de su alianza de facto, no todo estaba bien entre ellos. Choques entre fascistas y católicos, frecuentemente miembros de la Acción Católica, y demostraciones anticlericales continuaban oscureciendo el horizonte. Un Pacto oficial entre el Vaticano y el Fascismo estabilizaría sus respectivas esferas. Un Concordato era por lo tanto deseable. Pero el objetivo más importante del Papa en esta coyuntura era que la Iglesia negociara el acuerdo por los Estados Papales. Mussolini que ya había proclamado que la religión tenía derecho a ser respetada, aceptaría tanto un Pacto como un Concordato.

El Duce, sin embargo, a pesar de su éxito, no estaba todavía muy firmemente establecido. Muchos miembros del ex-Popolari y católicos de entre la gente común desconfiaban de él, y, a pesar de la clara indicación dada a ellos por el Vaticano, dudaban en apoyarlo plenamente. Se necesitaba algo que apelase a la imaginación de la Italia católica. ¿Y qué mejor oportunidad para darle al Papa la libertad de hacer una solemne alianza entre la Iglesia y el Estado, algo que había sido imposible por medio siglo para los Gobiernos democráticos que habían dirigido al país? Un Tratado y un Concordato fortalecerían el régimen de manera tal que luego nada excepto una conmoción social podría destruirlo. Además de la consolidación interior, el prestigio que ganaría en el extranjero elevaría el estatus político del Fascismo en todo el mundo católico.

Las negociaciones que, bastante significativamente, se iniciaron con la disolución del Partido católico en 1926 concluyeron en 1929 con la firma de lo que ha sido conocido desde entonces como el Tratado de Letrán.

Ya nos hemos referido al Tratado de Letrán (Capítulo 2), por el cual el Vaticano fue reconocido como un Estado soberano independiente, y el Gobierno fascista se comprometió a pagar una enorme suma de dinero como indemnización. El Acuerdo fue aclamado por la Iglesia Católica y los católicos de todo el mundo, y el prestigio del Fascismo creció a pasos agigantados en todas partes.

Pero, además de adquirir su independencia, la cual siempre había rechazado bajo los Gobiernos Liberales, el Vaticano había alcanzado otra meta no menos importante; había restaurado la Iglesia Católica en Italia de acuerdo con los principios católicos de que la Iglesia y el Estado no deben estar separados, sino, como el cuerpo y alma, deben estar asociados entre sí. Se firmó un Concordato por el cual la Iglesia Católica recuperaba toda la pasada prominencia que le había sido negada por el Estado secular. Se proclamó al Catolicismo no menos que la única religión del Estado; la educación religiosa en las escuelas se volvió obligatoria; los maestros debían ser aprobados por la Iglesia, y sólo podrían ser usados aquellos libros de texto "aprobados por la Autoridad eclesiástica"; se hizo obligatorio el matrimonio religioso, "el efecto civil del Sacramento del matrimonio siendo regulado por la Ley Canónica"; el divorcio fue prohibido; el clero y las Órdenes religiosas fueron subsidiados por el Estado; se prohibieron la Prensa, los libros y las películas contra la Iglesia; y la crítica o el insulto contra el Catolicismo se volvió un delito penal. En resumen, la Iglesia Católica fue restablecida como el poder espiritual dominante y absoluto sobre toda la nación.

El Vaticano fue más lejos. Nuevamente prohibió a todo el clero (una buena minoría del cual, encabezada por el ex-líder del Partido católico, permanecía hostil al Fascismo) pertenecer o apoyar a absolutamente cualquier partido político. Así era imposible para cualquiera del clero unirse a un movimiento antifascista, y como todo el clero estaba bajo las órdenes directas del Vaticano, el aliado del Fascismo, es fácil imaginar el significado de la cláusula.

Por otro lado, el Fascismo reconoció a la Acción Católica, la cual "debía llevar a cabo su actividad fuera de cualquier partido político y bajo la dependencia directa de la Jerarquía de la Iglesia Católica, para la difusión y el ejercicio de los principios católicos."

El sentido de estas cláusulas prohibiendo al clero y a la Acción Católica tomar parte en cualquier actividad política se hace claro como el cristal por el Artículo 20 del Concordato; el Vaticano se comprometía a impedir a su clero a ser hostil al Fascismo, y a velar que sus obispos se convirtieran en guardianes de la seguridad del propio régimen.

Así la Iglesia se volvió el arma religiosa del Estado fascista, mientras que el Estado fascista se volvió el brazo secular de la Iglesia. Al fin el Vaticano había recogido los frutos de su nueva política -la aniquilación de sus grandes enemigos (el Secularismo, el Liberalismo, la Francmasonería, el Socialismo, el Comunismo, la Democracia); y la restauración de la Iglesia Católica como el poder espiritual predominante en el país.

Como una prueba de esto después de que fue firmado el Concordato, Mussolini declaró:

"Reconocemos el lugar preeminente que la Iglesia Católica tiene en la vida religiosa del pueblo italiano -lo cual es absolutamente natural en un país católico como el nuestro, y bajo un régimen como el fascista."

El Papa no fue menos que el Duce en la generosidad de sus alabanzas. El 13 de febrero de 1929, Pío XI proclamó al mundo que Mussolini era "aquel hombre a quien la Providencia Divina" le había permitido encontrar, y agregó que el Tratado de Letrán y el Concordato habrían sido imposibles "si del otro lado no hubiese estado un hombre como el Primer Ministro." El 17 de febrero de 1929, en una recepción en el Vaticano, la Aristocracia y la Jerarquía Papales aplaudieron a Mussolini cuando apareció en una película; y al mes siguiente todos los cardenales en Roma declararon en un discurso al Papa que "ese eminente estadista (Mussolini)" gobernaba Italia "por un decreto de la Providencia Divina". Y, como un último toque, las Autoridades Vaticanas mandaron que todos los sacerdotes oraran al final de sus Misas diarias por la salvación "del Rey y el Duce" ("Pro Rege et Duce").

¿Podría haber una alianza más estrecha entre la Iglesia y el Estado que aquella entre el Vaticano y el régimen fascista?

Pero pronto las nubes aparecieron una vez más sobre el horizonte. Iglesia y Estado, aunque esencialmente apoyándose entre sí, empezaron a tener serias reyertas. Esto era inevitable, porque, siendo ambos totalitarios, cada uno quería el control absoluto y exclusivo sobre ciertos sectores de la Sociedad -en este caso la juventud. Pío XI reclamó que, según el Concordato, se entendía que la Iglesia tendría una porción más grande sobre la educación, y que la Acción Católica tenía que depender exclusivamente de las autoridades eclesiásticas. Mussolini, por otro lado, quería el completo control sobre la educación y también quería controlar la Acción católica, como hacía con otras organizaciones del país.

La disputa se volvió tan seria que Pío XI tuvo que sacar clandestinamente de Italia una encíclica, Non Abbiamo Bisogno. En ésta el Papa no condenaba al Fascismo, como se afirmó después. Lejos de eso. Él simplemente denunció la violencia fascista contra la Acción Católica y a las doctrinas fascistas acerca de la educación de la juventud, que tendían a poner la supremacía del Estado sobre todo, incluyendo la Iglesia Católica. El Papa luego se apresuró a agradecer al régimen fascista por lo que había hecho por la Iglesia Católica:

"Nosotros conservamos y conservaremos la memoria y la perenne gratitud por lo que se ha hecho en Italia, para el beneficio de la religión, aunque no menor y quizás mayor fue el beneficio derivado para el Partido y el régimen."

Luego admitió que había favorecido al Fascismo de tal manera que "otros" habían sido sorprendidos, pensando que el Vaticano había ido demasiado lejos al alcanzar un entendimiento con el régimen:

"Nosotros no sólo nos hemos refrenado de la condenación formal y explícita (él declaró) sino que al contrario hemos ido tan lejos como para creer posibles y favorecer compromisos que otros habrían considerado inadmisibles. No hemos tenido la intención de condenar al Partido y al régimen como tal ...Hemos querido condenar sólo aquellas cosas en el programa y en las actividades del Partido que se han comprobado contrarias a la doctrina y práctica católicas" (Pío XI, Encíclica, Non Abbiamo Bisogno, 1931).

Él admitió que el juramento fascista, siendo contrario a las doctrinas fundamentales de la Iglesia Católica, sería condenado. Pero alivió la conciencia de cualquier católico en duda diciendo que aunque la Iglesia condenaba el juramento, los católicos no obstante debían jurar fidelidad al Duce. Ellos podrían hacer así, dijo el Papa, tomando el juramento y, cuando lo hicieran, reservándose mentalmente el derecho a no hacer nada contra "las Leyes de Dios y Su Iglesia". Las autoridades que recibían el juramento nada sabían de tales reservas mentales. Así, cientos de miles de católicos, asegurados por su líder religioso supremo que ellos podrían jurar obedecer y defender el régimen fascista, dieron su fidelidad al Fascismo sin más objeciones.

¿Podía la decisión del Vaticano de apoyar el régimen fascista, a pesar de las discordancias, ir más lejos que eso? Tendremos ocasión de ver que el Vaticano dio un consejo similar a los católicos alemanes, aliviando sus conciencias con respecto a su apoyo a Hitler. No es sorprendente que, a pesar de todo, la Iglesia y el Estado gradualmente se acercaran más y después cooperaran aun más abiertamente que antes.

Las primeras propuestas vinieron del propio Mussolini, cuando, en junio de 1931, declaró:

"Yo deseo ver la religión por doquier en el país. Enseñemos a los niños su catecismo ... sin importar cuán jóvenes puedan ser..."

Mussolini bien podía darse el lujo de hablar así. La Iglesia Católica, después de todo, estaba más que cooperando con el Fascismo en las escuelas, en los campamentos, y en las Instituciones Juveniles Fascistas, donde los niños tenían que dar las gracias antes de cada comida. Lo siguiente es una típica muestra, escrita, aprobada, y alentada por la Iglesia:

"Duce, yo le agradezco por lo que usted me da para hacerme crecer sano y fuerte. Oh Señor Dios, protege al Duce para que pueda ser preservado por mucho tiempo para la Italia Fascista" ( New York Times, 20 de enero de 1938. Ver Towards the New Italy, T.L. Gardini).

Los más altos puntales de la Iglesia otra vez empezaron a exaltar al Duce y al Fascismo en los más estridentes términos. El Cardenal Gasparri, Legado Papal italiano, dijo en septiembre de 1932:

"El Gobierno fascista de Italia es la única excepción a la anarquía política de los gobiernos, parlamentos, y escuelas del mundo... Mussolini es el hombre que primero vio claramente en medio del actual caos mundial. Él está ahora esforzándose para poner la pesada maquinaria del Gobierno sobre su vía correcta, a saber para hacerla funcionar de acuerdo con las leyes morales de Dios."

Por fin estaba maduro el tiempo para una reconciliación oficial. El 11 de febrero de 1932, Mussolini entró solemnemente en la Basílica de San Pedro, y, después de haber sido bendecido con agua bendita, se arrodilló devotamente y oró. Desde allí en adelante el destino de la Iglesia y el Fascismo se hizo cada vez más inseparable. La alianza fue consolidada por los arreglos financieros del Tratado de Letrán. Casi la mitad de la suma pagada por la Italia fascista estaba en Bonos del Gobierno, que el Papa había prometido no vender durante muchos años, y el bienestar financiero del Vaticano dependía por lo tanto en gran parte de la preservación del Fascismo.

El Fascismo y la Iglesia trabajaron de la mano durante los siguientes dos años, cuando todas las ramas de la vida, especialmente la juventud, estaban sujetas a un doble bombardeo por la enseñanza religiosa y fascista. Para ejemplo, baste decir que los libros de texto en las escuelas elementales tenían un tercio de su espacio completamente dedicado a los temas religiosos -el catecismo, oraciones, etc.- mientras que los dos tercios restantes consistían de alabanzas al Fascismo y la guerra. Los sacerdotes y los líderes fascistas se mezclaron entre sí; el Papa y el Duce continuaron su mutua alabanza y llegaron a ser verdaderamente dos buenos compañeros decididos a promover la felicidad de sus pueblos.

Pero Mussolini quien nunca dio algo por nada, no había doblado la rodilla en San Pedro porque repentinamente hubiese visto la Luz. Él tenía un plan para el éxito del cual la ayuda de la Iglesia Católica era necesaria. Y en 1935 la primera de una serie de sucesivas agresiones fascistas que finalmente llevaron al estallido de la Segunda Guerra Mundial fue cruelmente ejecutada: La Italia fascista atacó y ocupó Abisinia.

No nos corresponde a nosotros discutir si la sobrepoblada Italia debía o no buscar un "lugar en el sol". Indudablemente su exceso de población y otros factores jugaron un gran rol en la aventura, pero lo que nos concierne aquí es el rol desempeñado por el Vaticano, que una vez más se volvió el gran aliado del Fascismo. La razón con la que el Fascismo intentó justificar su agresión fue la necesidad de expansión. Ésta había sido la tesis principal de la propaganda fascista durante años, y se intensificó durante el verano de 1935, cuando la intención de Mussolini de atacar Abisinia ya estaba clara. Como la versión fascista de que Italia estaba en su derecho a emprender la guerra parecía ser recibida por el pueblo italiano con visible escepticismo, y como su entusiasmo no podía ser grandemente despertado, el Vaticano acudió en ayuda del régimen.

Una vez más Pío XI permitió que su autoridad como un líder espiritual fuese usada para un fin político: el de tranquilizar a aquellos católicos italianos que abrigaban dudas sobre si la planeada agresión del Duce debía ser apoyada. Y así el 27 de agosto de 1935, cuando la campaña de preparación y propaganda estaba en su cumbre, el Papa Pío XI reforzó la engañosa excusa fascista, diciendo que aunque era verdad que la idea de la guerra le horrorizaba, una guerra defensiva que se había vuelto necesaria para la expansión de una creciente población podría ser justa y buena.

Ése fue uno de los primeros de una serie de pasos tomados por el Vaticano para apoyar la agresión fascista, no sólo dentro de Italia, sino también en el extranjero, y sobre todo en la Sociedad de Naciones en cuyas manos residía el poder de tomar las medidas apropiadas para impedir el ataque. El 5 de septiembre de 1935, el mismo día en el cual la Sociedad de Naciones tenía que empezar el debate por el problema abisinio, un Congreso eucarístico a escala nacional fue llevado a cabo en Teramo, donde asistieron el Legado Papal, 19 arzobispos, 57 obispos, y cientos de otros dignatarios de la Iglesia Católica.

Si la fecha fue simple coincidencia, queda abierto para la discusión. No fue coincidencia, sin embargo, que estos pilares de la Iglesia Católica italiana también escogieron ese día para enviarle un mensaje a Mussolini (quien en ese momento estaba siendo atacado por la Sociedad así como por prácticamente toda la Prensa mundial), en el que ellos decían: "La Italia católica ruega por la creciente grandeza de la amada madre patria, hecha más unida por su Gobierno."

No satisfecho con esto, sólo dos días después, mientras las discusiones sobre el problema ítalo-etíope estaban en su etapa más crítica, el Papa puso su peso del lado del Fascismo. Su oportuna intervención tenía dos principales propósitos en vista: ayudar al Fascismo a despertar en los italianos renuentes un entusiasmo nacional por la guerra cercana, y, sobre todo, influenciar en las actuaciones de la Sociedad de Naciones haciendo entender indirectamente a los representantes católicos de los muchos países católicos que eran miembros de la Sociedad que ellos no debían votar contra la Italia fascista. Porque, declaró el Papa, aunque estaba orando por la paz, él deseaba que "las esperanzas, los derechos, y las necesidades del pueblo italiano, fuesen satisfechas, reconocidas, y garantizadas con justicia y paz."

Al día siguiente, con las palabras del Papa todavía resonando en los oídos de los católicos individuales y de las naciones católicas, el Duce declaró al mundo que la Italia fascista, aunque queriendo la paz, quería una paz acompañada por la justicia. Desde allí en adelante la propaganda fascista aceleró su toque de tambor en un crescendo, secundada por el Vaticano, hasta que finalmente, el 3 de octubre de 1935, Abisinia fue invadida.

Un grito de horror se elevó en todo el mundo, pero no desde el Vaticano. El Papa mantuvo su silencio. Como después dijo un escritor católico, "prácticamente sin excepción el mundo entero condenó a Mussolini, todos excepto el Papa" (Teeling, The Pope in Politics).

El pueblo italiano recibió las noticias con muy poco entusiasmo, pero la propaganda fascista intentó mostrar que todas las naciones estaban contra Italia, no debido a la agresión, sino porque ellas querían mantener a los italianos en la esclavitud económica. Urgidos por estos argumentos y por el Vaticano, poco a poco ellos empezaron a apoyar la aventura.

Los líderes fascistas arengaban en las plazas públicas y los sacerdotes y los obispos católicos en sus iglesias, todos ocupados en pedir al pueblo que apoyaran al Duce. Cuando Mussolini pidió a las mujeres italianas que entregaran sus anillos de oro y plata al Estado, los sacerdotes católicos predicaron que debían dar tanto como pudiesen. Muchos obispos y sacerdotes lideraron la ofrenda dando a los fascistas las joyas y el oro pertenecientes a sus iglesias, incluso ofreciendo las campanas de las iglesias para que pudieran fabricarse armas.

Para citar sólo algunos típicos ejemplos:

El Obispo de San Minato un día declaró que "a fin de contribuir a la Victoria de la Italia fascista" el clero estaba "dispuesto a fundir el oro perteneciente a las iglesias, y las campanas"; mientras el Obispo de Siena saludaba y bendecía a "Italia, nuestro gran Duce, nuestros soldados que están alcanzando la victoria por la verdad y por la justicia."

El Obispo de Nocera Umbra escribió una pastoral, que él pidió fuera leída en todas sus iglesias y en la cual declaraba: "Como un ciudadano italiano considero a esta guerra justa y santa."

El Obispo de Civita Castellana, hablando en la presencia de Mussolini, agradeció al Todopoderoso "por haberme permitido ver estos días épicos y gloriosos, sellando nuestra unión y nuestra fe."

El Cardenal Arzobispo de Milán, el Cardenal Schuster, fue más lejos e hizo todo lo que pudo para conferir a la Guerra Abisinia la naturaleza de una santa cruzada. "La bandera italiana (fascista)", dijo, "actualmente está llevando en triunfo la Cruz de Cristo a Etiopía, para liberar el camino para la emancipación de los esclavos, abriéndolo al mismo tiempo para nuestra propaganda misionera." (T. L. Gardini, Towards the New Italy).

El Arzobispo de Nápoles empleó incluso la imagen de la Madona, que fue llevada desde Pompeya hasta Nápoles en una gran procesión. Ex-soldados, viudas de guerra, huérfanos de guerra, y fascistas marchaban todos detrás de ella, mientras aviones de guerra fascistas hacían llover panfletos en los que la Virgen, el Fascismo, y la Guerra abisinia eran todos glorificados al mismo tiempo. Después de esto el mismo Cardenal Arzobispo saltó sobre un tanque y solemnemente bendijo a la excitada muchedumbre.

Esto estaba sucediendo en toda Italia. Ha sido calculado por el Profesor Salvemini, de la Universidad de Harvard, que por lo menos 7 cardenales italianos, 29 arzobispos, y 61 obispos dieron apoyo inmediato a la agresión. Y esto, debe recordarse, cuando, según el Concordato de 1929, estaba estrictamente prohibido para los obispos tomar parte en cualquier manifestación política.

El apoyo del Vaticano a la primera agresión fascista no se detuvo allí, porque también organizó apoyo en el extranjero. Casi toda la Prensa católica del mundo salió a apoyar a la Italia fascista, aun en países como Gran Bretaña y los Estados Unidos de América. Para citar un pasaje típico:

"La causa de la civilización misma está comprometida, para el presente de todos modos, en la estabilidad del régimen fascista en Italia ...El régimen fascista ha hecho mucho por Italia ...A pesar de su anticlericalismo ... éste ha promovido la religión católica" ( Catholic Herald).

Y la Cabeza de la Iglesia Católica en Inglaterra fue tan lejos como para decir:

"Para hablar llanamente, el existente gobierno fascista, en muchos aspectos injusto...previene una injusticia peor, y si el Fascismo, que en principio yo no apruebo, fracasa, nada puede salvar al país del caos. La causa de Dios fracasa con éste" ( Catholic Times, 18 de octubre de 1935).

Y finalmente, después de que los abisinios fueron absolutamente subyugados, el Papa, para coronar su continuo apoyo de la guerra, después de algunos oscuros comentarios sobre una guerra justa y una injusta, manifestó que él estaba compartiendo "el regocijo triunfante de un pueblo entero, grande y bueno, por una paz que, se espera y proyecta, será una contribución efectiva y un preludio para la verdadera paz en Europa y el mundo" (discurso del Papa, el 12 de mayo de 1936).

Con la conquista de Abisinia un nuevo país había sido abierto para el Fascismo y la Iglesia. Los ejércitos fascistas fueron seguidos inmediatamente por sacerdotes, misioneros, monjas, y organizaciones católicas que empezaron su trabajo para la extinción de los credos religiosos de los abisinios y su substitución por el Catolicismo. Porque, como el Cardenal de Milán había dicho, la bandera italiana había abierto "el camino....a nuestra propaganda misionera." O, como el Arzobispo de Taranto declaró, después de haber celebrado Misa en un submarino: "La guerra contra Etiopía debe ser considerada como una guerra santa, una cruzada", porque la victoria italiana "abriría Etiopía, un país de infieles y cismáticos, para la expansión de la Fe católica."

La Guerra abisinia dio el primer golpe mortal a la Sociedad de Naciones y aceleró el proceso de una gran aventura que el Fascismo -italiano, alemán, y de otras naciones- en estrecha alianza con el Vaticano, inició en una cruzada para el dominio Continental y Mundial.

continúa.....

 

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