Marcos Brugiati
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Los otros

 

 

 No era un día cualquiera. Santiago, un hombre de 18 años, un niño perdido, solo, distinto; abrió sus ojos. Despacio estiró cada músculo de su cuerpo. Escuchó algunos susurros de despedida, por eso, congelado en su cama, esperó que se vayan las pocas personas que habitaban la casa. Los quería, pero ese día no era cualquiera y prefería enfrentarlo solo, esta vez no quería arrepentirse, necesitaba hacerlo. Un leve portazo le indicó que ya no habría nadie, entonces sintió escalofríos. Despacio se levantó. No pensaba en desayunar, ya que era tarde y en un par de horas partiría a la facultad. En el baño se refrescó la cara, luego de cepillarse los dientes, las gotas mojaban el piso, entonces decidió mirarse en el espejo. Encontró algunas heridas de años atrás que mejor no recordar, se ve que todavía con el jabón de glicerina no se habrían quitado del todo; por esto, como siempre, optó por esconder su imagen del vidrio y sentado sobre la tapa del vidé, comenzó a pensar. Pensar si hoy sucedería. Tenía miedo, sentía placer. Un chiquillo desnudo, escuálido, en silencio.

No era muy tarde. Pulcro, perfumado, sudoroso, emprendió viaje; el más largo de su vida, el que dividiría dos mundos, el que lo perforaba; el viaje más largo.

Llovía. Sentado de a cuatro veía como las estaciones se entrelazaban con su inconciente. Parecía estar loco, todo se mezclaba. Cada mirada penetraba su nuca, sus huesos; como si toda la gente supiera, y así, mirando, lo flagelaban hasta bañarlo en sangre.

Última estación. Temblaba. Necesitaba calmarse, dejar de transpirar. Faltaban dos cuadras. Santiago acompañado por un cigarrillo mal encendido; llegó a destino.

Un café sobre la avenida, una mesa para dos, pocos autos y un encuentro.

Se ven. El tiempo y la lluvia se detienen, el viento los acaricia.

Dos cafés por favor, dice el acompañante, para que el mozo desaparezca.

Sentados, en silencio, se saborean, enamorados. Hablan sin parar, pocas palabras.

Dos cafés más, uno sin azúcar, otro con una invitación.

A la vuelta quedaba el apartamento. Distanciados, después de pagar la cuenta, caminaron. Se notaba la complicidad pero ambos estaban nerviosos.

Piso uno, dos, tres, cuatro y por fin, en el quinto, se cierra la puerta del ascensor. Cuando bajan; el límite, estos dos mundos, el infierno, el fuego, ellos, todo, nada.

Una mano en el bolsillo. Suena la última advertencia. Dos vueltas para que ellos por fin entrasen.

Dos vasos sobre la mesa ratona, un cuerpo de cuatro piernas sobre el sillón. Entraron dos cómplices amantes y sus ropas bien acomodadas sobre el respaldo de una silla lejana, un buzo gris con una leve línea en negro seguido por un piloto color crema y por debajo el portafolios, con algún que otro libro sobre enfermedades, quién sabe cuáles.

¿Me das un beso? Así comenzó.

Un cuerpo sobre otro. Caricias abanderadas. Torsos, ambos semidesnudos. Calientes, húmedos. La ropa empieza a desintegrarse, como por arte de magia. Se sienten. Por primera vez, la lengua recorre ese salvaje…

Músculo desnudo, hambriento, virgen; que se abre con dolor, de apoco, desvergonzado. Santiago, mira hacia la pared de techo, ve algunas que otras sombras, las deja pasar.

Necesitaba hoy, hacerlo.

Nunca sintió tanto ardor. Pensaba cómo la boca puede embalsamar tanta carne, como uno puede sentirse como dos cebras, apunto del orgasmo. Dosis de placer. Éxtasis sexual. Dos ebrios, se chupaban, enteros, sin tabúes, encarnados, parados, acostados, tirados sobre la punta del sillón.

Un vaso roto sobre el piso. Algunas gotas de sangre adornaban la alfombra. Una montaña textil por toda la casa, sin protección, buceando cada rama, cada célula, cada sombra descubierta.

Santiago. Con él. Con ella. Con todos. Con nadie.

Miró nuevamente hacia la pared de techo, era impresionante como se movía, de un lado hacia otro, de costado; sintiendo como una daga, acribillando sus tetillas. Sus íntimas partes al aire, hinchadas, totalmente visibles, abriéndose; como un portón sin rejas, una lechuza en celo, como un grito de piedad, un silencio despavorido.

Penetrado. Penetraba.

Cables pelados, electrocutándose en carne viva. Encarcelados, en él, en ella, en todos. Solo.

Tercera vez. Nuevamente los ojos de Santiago se cruzan con la pared de techo. Mancha de humedad que lo sigo flagelando,  en ese flujo de mar que son sus ojos.

Llora.

Un adoquín pesado encima de él. En el piso, con los vidrios, la sangre, con el culpable. Santiago lo mira. Y antes de que acabaran, abrió sus encías, y con todas sus fuerzas gritó, alegre, con miedo, desde el fondo, hacia fuera.

Lo hizo.

Cinco, cuatro, tres, dos, uno. Planta baja.

Adiós, se dijeron en la puerta de entrada.

Paso algún tiempo…

Santiago, estaba loco. Necesitaba que lo cuiden, sentía por dentro como una revolución: fuego, heridas, carne, sangre, nada, todo.

Caminaba. Las veredas lo comprimían, lo sujetaban. Eran gigantes monstruos, infinitos, que lo desvanecían de apoco; con calma, de prisa. El tiempo.

Pensaba. Caminaba. Moría.

Querría intentar matar lo que hay por dentro y escribir en su cuaderno el pasaje de su vida, lo que queda, lo que vendrá, y apagar las luces. Volver al instituto bien temprano, para no hacer cola, y recibir su nuevo diagnostico.

Caminaba, cerca del viento, alejado de las rocas, por encima de dos mundos. Pensaba que estaba cuerdo, necesitaba que no le hablen, que no lo toquen. Quería estar solo.

Sentía como una revolución: fuego, heridas, sangre, nada, todo. Necesitaba discutir con su cuerpo, cuestionarle porque sus venas sobresalían, porque se siente como un maldito arbusto cerca del viento y alejado de las rocas. Como un DNI en trámite, un formulario en blanco, como un todo, vacío, encima de dos mundos.

Firme. Ciego. Resbaladizo. Por volar. Salpicado. Agua. Sangre. Visiones. Recuerdos. Palabras. Instituto.

Llora.

Muy cerca, parado frente al mar, sigue llorando; porque sabe que ha llegado la hora. A su izquierda el viento, mas alejadas las rocas, juntas, sosteniendo un diagnostico: “positivo”.

 

                                                              

© Marcos Brugiati

 

 

 

Marcos Brugiati, tengo 19 años y vivo en Temperley. Estudio artes visuales en la Boca hace algunos años y escribo desde chico cuentos cortos.

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