Claudio A. Maldonado Maldonado
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LA RATA DE JUDAS

 

 

El día que desapareció Don Huense dos enormes cerdos eran sacrificados por los empleados del aseo. Los hombrecitos poco doctos en el arte de matar marranos, a punta de hachazos en el vientre los hicieron morir hasta el desangre. Mi destino, si es que existe, fue ser el único docente en estar al fondo del colegio, saboreando el exterminio de aquellos infelices, listos para ser despellejados en un tarro de agua hervida.

En cuanto a Don Huense, mi patrón, puedo decir que aquella mañana llegó muy temprano en su Mercedes negro. Esperábamos las monedas del mes con una sacra devoción entre los dedos, envenenados hasta la náusea con la cadena de miserias que todos ayudábamos a tirar. El hombre no era de buen pagar y no traía buenas nuevas.

Buenos días profes, pónganse de pie: les diré que la matrícula anda baja, que la plata del Estado no ha llegado entera y ustedes no han jugado bien con los puntitos de asistencia. Los niñitos no están viniendo a clases, y es su culpa. Yo creo que ustedes me fallan; los niñitos ya no vienen y por favor no me aleguen, que yo soy Don Huense Huenur Jaramillo, el que sostiene este local, el que no duerme tranquilo por ustedes. Yo sé que los niños no agradecen, aquí se les da letra, número y puchero. Y ellos saben, si no están aquí estarían en la cárcel y como dice el dicho del nicho al libro hay mucho trecho pues.

Pero don Huense, si usted sabe que los buses ya no aguantan el camino. Pero Don Huense, si usted sabe que los chicos ya no creen y las sillas y las mesas se desarman con tocarlas. Recuerde la promesa que hizo en marzo: un quintal de harina, zapatitos y un atado de cuadernos nuevos. El agua que se bebe no está pura. Aunque diga que se viene del estero, la mierda de sus vacas cae justo haya en el filtro.

Y entonces Don Huense, con su gordura infinita, su abrigo de piel de lobo y su boina nerudiana, nos miraba con sus torvos ojos pardos. De la chistera del más falaz de los magos y en un rictus rayano en la liturgia, cerraba los ojos y nos hacia ver que nada de lo dicho era verdad. Entonces, arrepentidos, nos poníamos en fila, primero los hombres, luego las mujeres y al final el director. Perdidos en sus manos grandes y duras nos daba la caricia del perdón: una bofetada dulce y sin palabras, una quemazón en la mejilla, un sentimiento parecido al amor, para luego sentir ese abrazo caliente en nuestros cuerpos pletóricos de paz. Con las más bellas prodigaba versos y palmaditas en las nalgas. Con el resto el dicho clásico: "Ya saben, del nicho al libro hay mucho trecho". Si quieren la platita convenzan a los niños a que vengan más seguido. Don Huense sabe lo que tiene, una trompa grande y loca para todo el que se quiere educar en el local. Era un chiste, no se lo tomen en serio, para qué ponernos graves. Y a que no saben, les tengo una noticia, tengo al Chupalla y al Rolo amarrando a unos chanchitos regorditos pa’ comer y pa’ llevar. Si se portan bien, hoy mismo en la tarde los carneamos y le damos al buen diente.

Entonces, cansados de tanta realidad nos mirábamos con sonrisas de hienas apaleadas y marchábamos mudos rumbo a los salones de las clases, pensando en que nuestro patrón vendía cosechas enteras por la educación, y que quizás nosotros éramos los Judas, los letrados sin fe que no podíamos sacar del templo a futuros Huenses, a brillantes leguleyos y a honrados concejales. ¿Cómo él, con sexto básico cursado había llegado tan lejos a ver la luz?

En cuanto a mi, el profesor de Lenguas de Valle del Sol, debo decir que fui el traidor oculto de la historia. Cuatro décadas sirviendo me habían enseñado a confiar en los poderes prácticos. Si el jefe quería circo, de payaso me vestía, si la monja quería rezos, como a un buda yo le oraba. Ya sea en la educación Normalista de los 60, en el progresismo fiero de la UP, en la instrucción de bala de la dictadura, en la Reforma de los tiempos nuevos. Y al final, en el delirio de Don Huense, la llaga de un designio anterior al brillo de una pensioncilla con gusto a sangre y a cigarros apagados en las noches de futura insomnia.

Por lo pronto don Huense era mi jefe, y aquel día lo teníamos que afrontar. A eso de las 9 aparecieron las dos chatarras humeantes. Como un tropel de cebras, los niños salían por las puertas y ventanas, explosión de risas de horizonte invadieron poco a poco los pasillos tapizados de humedad. Fatigando el viejo libro de gramática, me disponía a dar la charla del sintagma cuando el bruto apareció en la puerta.

- Oye Marmolejo, parece que ya empezaron los problemas, el alcalde me dio el soplo. Los del ministerio vienen en camino. Uno de los profes me acusó en Santiago.

- No hay problemas jefe, las maletas ya están listas, ya lo esperan en Mendoza. El avión sale temprano.

- ¿Y los chanchos están con la triquina Marmolejo?

- Pero claro jefe, el que come no vuelve por otro pedacito.

- Ya, deja a los niños que jueguen en el patio. Anda al chiquero que el asunto nos apura.

Y estalló la campanilla del recreo. Los hombrecitos del aseo se afanaban en sacar las tripas con serruchos y alicates. Yo los miraba sin alma, como quien mira a un calendario o a una hoja de papel secante. Miré las piedras y el barro verde de la porqueriza. Ya casi no había rastros de ratón, los cerdos lo habían hecho bien. Y yo, mejor. Me había entregado dichoso a los últimos designios de Don Huense. Durante cuatro noches, y en la penumbra obscura de un silencio sin estrellas, me di a la tarea de esconder sacos de avena y trigo entre los techos de las salas, cavar surcos en el huerto y taparlos con charqui de mula y de caballo. Lo hice. Los ratones llegaron a la cita y con talento. La noche previa a la desaparición de mi patrón yo debía reunir cuatro tarros de ratones muertos con triquina. Lo hice. Los cerdos lo pudieron apreciar. De las trampas y el veneno, de la forma en que los cerdos festejaron el convite no hablaré, pues sería escudriñar en lo grotesco. Tara obscura, que ni el tiempo ni el fracaso me han podido arrebatar.

Los hechos posteriores se volaron como treilles. En la zanja de las brazas los marranos ensartados en un palo se doraban como un sol de Enero. La campana de la tarde no cantó el encierro de las aulas y los niños confundidos se marcharon en los buses. Para nunca más volver a Valle del Sol.

- Queridos compañeros, Don Huense fue a buscar los sueldos. Somos libres esta tarde. Las mujeres que preparen el mesón, los varones que destapen las bebidas, que en media hora se vienen dos cerditos que tragar.

Mis colegas se abrazaron con lujuria. Extasiados de tanta irrealidad se lanzaron papelitos y empujones al ritmo de los juegos del trencito y del pillar. "Quien es el matador, Don Huense es el campeón". Chillaba agarrotado el director arriba de un estante, mientras yo, la Rata de Judas, esperaba destrozado la llegada de los del ministerio, para contarles las penurias, para morir como un valiente o quizás, si es que el milagro era completo, esperar el cheque de la absolución final.

 

© Claudio A. Maldonado Maldonado

 

 

Claudio Andrés Maldonado Maldonado (Curicó, 1977). En 1995 llega a Temuco donde en la Universidad de la Frontera se titula en 1999 de Profesor de Estado en Castellano. En el año 2002 obtiene una beca de Estudios de Postgrado tras haber obtenido el Primer Lugar en el Concurso de cuentos Viento Sur Organizado por la Universidad Mayor de Temuco con el cuento "PEGAFUERTE". El año 2004 obtiene la beca de escritores noveles del fondo del libro con su libro de cuentos "Santo Sudaca".

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