Javier
Pellicer Moscardó |
ME
LLAMABA
Me
llamaba, y fue verla y perderme. Allí estaba, en el lago: titilante piel
de alabastro, del tono del fulgor de los destellos de la luna que sobre
ella se vertían; cabellos de noche sin estrellas salpicando unos rasgos
suaves, pulidos como la joven Maria en la Pietà
de Miguel Ángel; sus labios de suntuoso amoratado, ojos de una azulada y
brillante profundidad inacabable, un abismo en sí mismos en los que
desear abandonarse. Me
llamaba, con el armonioso canto de un arroyo naciente rebosante de perlas
diamantinas, tan alegre como triste. Su enmelada balada, en la que ella y
yo éramos protagonistas absolutos de las fantasías más sugerentes y
prohibidas, calentaba mi sangre y atrapaba toda voluntad de resistir. ¿Pero
quién querría resistir? Yo no. No a aquel menudo y en apariencia frágil
cuerpo desnudo, pálido pero deseable, de formas fatales, no exuberantes y
carnosas, sino delicadas, elegantes, casi rayando la infantilidad: pechos
diminutos pero tersos, caderas disimuladas y no obstante tentadoras, sexo
despejado, aunque misterioso: una conquista a la que dedicar una vida… …un
alma. Me
llamaba, y a mí no me extrañó que supiera mi nombre, aun cuando jamás
nos habíamos visto antes. Mi razón, ante su presencia dominadora, era
ahora una bruma evanescente, sin peso o voz para decidir. Yo caminé hacia
la promesa que ella me tendía, olvidando toda realidad de mi existencia
salvo el deseo. El
deseo, siempre el deseo: ella estaba allí, me quería a su lado, nada más
importaba. Seguía
llamándome cuando llegué a la orilla del lago. Me adentré ansioso, con
vehemente anhelo, en busca de aquellos brazos finos que se extendían
hacia mí desde la maravillosa silueta en el centro del perlado lago. -Ven
a mí, amor mío- susurró melodiosa ella-. Te he esperado durante mucho
tiempo. Mis hermanas se fueron hace ya eones, pero yo no podía, no sin
ti. Era
verdad, en mi corazón yo sentía como cierta tan dulce afirmación. Y de
algún modo supe que yo también había estado esperándola, aún sin
saber de ella. Mi llegada a la casita del lago no había sido una azarosa
secuencia de casualidades, era mucho más que unas vacaciones para escapar
del estrés de la ciudad. El destino me había llevado hasta allí para
estar con mi amada. -Te
ansío tanto- balbuceé. Me
llamaba. El agua me cubrió hasta más allá del pecho, pero no me amilané.
Seguí nadando, siempre sin dejar de mirar el beatífico resplandor que la
envolvía, enfebrecido. La pasión agolpaba mi sangre en las venas, me
entregaba una fuerza más allá de toda medida. Era tanta la avidez, que
me parecía no avanzar nada. Era como si ella no fuera más que una fantasía
inalcanzable, una quimera que se burlara de mí con cada una de mis
brazadas. Pero no era así, lo leía en sus ojos, tan plenos de apetito
como los míos, tan fervorosos como yo. Me
consumía en fuego y hielo. -Ven
a mí, seamos uno para siempre…- seguía cantándome ella, con la armonía
propia de las sirenas- Seré tuya, tú serás mi dueño… Me
llamaba, pero yo no llegaba, nunca llegaba. Y más que el cansancio en mis
miembros, a los que no atendía, me laceró la tortura de no poder
alcanzarla. Aumentó más y más mi convicción, en realidad mi locura,
erradicando todo juicio sensato. Saqué fuerzas de donde no las había, y
seguí nadando, seguí perdiéndome. Y
su llamada proseguía, pero yo al cabo era de carne, y mis músculos
fallaron; torpe como un niño chapoteé, buscando mantenerme a flote. Pero
he aquí que incluso en momentos como aquellos, que debieran ser de total
desesperación, aun sabiéndome hombre perdido, yo no podía más que
pensar en ella, en mi amada Náyade, en aquella hermosa pero letal ninfa
de las aguas dulces. Lloré incluso lágrimas de pena ante mi fracaso. Las
aguas me cubrieron, y ni siquiera entonces sentí miedo, ni ansia de
salvar mi vida. Sólo quería estar con ella. El
agua inundó mis pulmones, y morí. Y
entonces ella dejó de llamarme. Acudió a mí, aún mi alma encadenada en
las ahora oscuras aguas del lago. Y su rostro era risueño, un ápice de
picardía en su sonrisa, y por un momento creí de nuevo que se burlaba,
pero no era así. -¡Oh,
mi amor! ¡Has hecho tu sacrificio por mí!- me dijo, pero no hablaba con
palabras, sino en el lenguaje de los sentimientos, el idioma en el que los
amantes se abandonan el uno al otro- ¡Ahora eres un espíritu del agua,
por fin podremos estar juntos para toda la eternidad! Una
nueva vida me alcanzó, emociones sin forma danzaron en mi conciencia
renovada. Al fin, nos tomamos, nos fundimos en un abrazo etéreo, y la
racionalidad del tiempo se diluyó en la incongruencia de un imposible
convertido en certeza; enlazamos nuestras esencias, hasta que no fuimos más
que amor y pasión. Tampoco
menos. © 2007 Javier Pellicer Moscardó Relato
inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual como parte de la obra
“A diez pies del suelo Relatos de lo mundano y lo fantástico”
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Javier Pellicer Moscardó, nacido en Beniganim, Valencia. Escribiendo desde los 15 años, enamorado de la literatura en general, en especial de la fantasía y la ciencia ficción. Ganador del premio especial al relato más votado en el Certamen Anual 2007 del GrupoBúho, con “No quiero ver el final”, y semifinalista en el mismo certamen con el relato “No sólo los perros lamen”. |
Revista Literaria Remolinos