Rubén Sánchez Féliz
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Travesuras

 

 

—¿Qué estará pensando Taz al vernos tan cerca, arrodillados, con los ojos muy abiertos y pegados al vidrio de la pecera?

—A lo mejor está diciendo, “Tengo hambre, quiero más pejecillos”.

Pablito desconecta el cable y la luz fluorescente del tanque se extingue. Don Anatalio vacía, poco a poco, la bolsa plástica llena de pececitos. Un desbarajuste burbujeante se levanta desde el fondo de la pecera. Los pequeños peces de colores vivos (rojos y dorados), al caer dentro del acuario se dispersan en el agua, la cual remolinea por la presión del fino chorro que cae con ellos. En el fondo, una de las plantas se desprende de las gravas multicolores, pero no sale a flote como el cúmulo de burbujas que ascendía con ella, ya que queda encajada con un alga más firme.

Mientras algunos peces se sitúan en el centro del acuario, otros encuentran refugio debajo de los caracoles, o entre las raíces de las algas, huyendo rápidamente de la implacable boca de Taz, que con unos movimientos lentos pero certeros, abre la boca y atrapa los pececitos, hasta de dos en dos, expeliendo una pequeñísima sobra negruzca tras cada bocadillo. 

—Mira, Taz va a bajar.   

El compresor hace que las burbujas continúen subiendo. Taz recula levemente, da la vuelta y atrapa un pez. Me quedo mirando sus ojos saltones, semejante a dos pildoritas de cristal. Después de escupir los restos del pez que había engullido, atrapa a otro en cuestión de segundos. Baja hacia el fondo y busca entre las algas, besa las gravillas, introduce la cabeza dentro del caracol. Miro su cara fijamente, pero no advierto nada singular. Aunque creo que está disfrutando, sí, de otro modo no estuviese buscando en el fondo con tanta insistencia.

Doña María se acerca con el niño en los brazos.

—Bebé, papá está alimentando a Taz.

El niño parece entender a la madre. Sus ojitos adquieren un brillo de júbilo y, al juzgar, no puede evitar las ganas de echarse al suelo con su hermano mayor y su padre. Yo sigo en silencio, tratando de reparar en algún movimiento que revele el gusto de Taz. Si omitimos su obstinación en buscar los pececitos escondidos para devorarlos, cualquiera diría que no está disfrutando: ingiere los peces con tal frialdad que me deja perplejo y reflexivo.

 —¡Antonio, hagamos la tarea! —vocea Juliana, y me sobresalto.

Antes de levantarme echo otra mirada al acuario. Taz hace que unos tres peces salgan del caracol y, uno a uno, los atrapa y los devora. Debe de ser un bocado rico, de otro modo...

—¡Anda, Antonio! Estoy en la habitación.

Me levanto, es la voz de Juliana. Tenemos que investigar para escribir una monografía. Acostumbro a hacer mis tareas escolares a solas, pero Juliana me pidió por favor que la hiciéramos juntos, y como ella tiene computador, accedí, así imprimo el trabajo y ahorro tiempo.

Me alejo de la sala, pero llevo conmigo la imagen de Taz devorando a los pececitos.

Entro a la habitación y veo a Juliana sentada en un sillón frente al computador encendido. Al lado hay otro asiento esperando que yo lo ocupe. Me azoro al ver que el cuarto de mi compañera está pintado de rosado y decorado con muñecas barbies y peluches, como si ella fuese una chiquilla. ¡Ya tiene dieciséis! Y muy bien cumplidos. Su cuerpo está espléndidamente distribuido. Aunque los muchachos en la escuela la enamoran por sus ojos verde-olivo, a mí me enloquecen sus mejillas rollizas. 

Había entrado en dos ocasiones a la casa de Juliana, pero nunca a su habitación. Será por eso que ahora me siento algo retraído. Jalo el sillón y me siento. Vuelvo la cara para oír los comentarios de mi compañera. Me dice que le da un qué sé yo escribir sobre el tópico, que me había pedido que la ayudara porque yo fui quien más participó en las secciones que el profesor le dedicó al tema, que la antropofagia no era su fuerte. Mientras habla, me quedo mirando sus labios carnosos.

—Para mí el canibalismo era cosa de tribus primitivas; será difícil encontrar caníbales norteamericanos del siglo XX. 

Le indico que no, que el trabajo que nos asignó el profesor es factible. Ella se encoge de hombros. Me dice que si es así, que tome el teclado y encuentre los nombres de los caníbales yo mismo.

Juliana se hace un poco hacia atrás para dejar que yo extraiga la información del computador. Su falda se sube un poco. Le  miro los muslos y me produce cierta inquietud. Son tiernos y bronceados. Ella se queda mirándome a los ojos. Sonríe con un toque de picardía, la cual advierto de inmediato. Me guiña un ojo.

—Pícara.

—¿Qué miras?

 No digo nada.

—¿Te gustan mis piernas?

 No puedo resistir las ganas de por lo menos palparlas. Lo hago. Ella sonríe y me sermonea, mientras retira mi mano a un lado.

—Mi madre va a entrar.

Lo dice como dejando un resquicio de esperanza. Se levanta y abre la puerta. Saca la cabeza. Vuelve a cerrar la puerta.

—Mamá está preparando refresco.

Se inclina y busca en su pequeña biblioteca. Volteo la vista hacia ella. Al incorporase, se inmoviliza por un rato en una posición atrevida: le veo los pantis. Pienso que lo hizo deliberadamente. Vuelve la cara hacia mí y me hace un guiño de complicidad.

—Traviesa.

Retorna a su asiento, riéndose. Al sentarse me saca la lengua.

—¡Qué loco eres!

 Hago un gesto de aprobación con la cabeza. Mueve las piernas. Esta vez la falda queda tan arriba que mi inquietud se intensifica. La miro.

—¿Qué miras?

No digo nada.

—¿Te gustan mis piernas?

 Lo pienso y me atrevo

—Quisiera… morderte.

Ella se ríe, escandalosamente.

—Qué loco eres... nadie sabe, a lo mejor después... Hagamos la tarea.

Me entusiasmo.

—¿Sabes usar la enciclopedia virtual?

Con el propósito de impresionarla le digo que no necesito la enciclopedia, que sólo debemos escribir sobre dos personajes y que yo ya los tenía en mente.

—¿Cuáles?

—Jeffrey Dahmer y Albert Fish. ¿Los conoces?

—No.

—A Dahmer lo apodaron el Carnicero de Milwaukee y a Fish el Vampiro de Brooklyn, son casos muy conocidos.

—¡Ah! De eso sólo sé de los indios Caribes y de una tribu en Australia que por la extrema escasez de alimento practicaba el canibalismo. Así lo puedo entender, que haya ocurrido en tiempos remotos y por escasez de alimento.

—No.

—No qué.

—No sólo lo han hecho por necesidad de comida...

—¿Cómo?

—… Muchos lo hacen por darle gusto al paladar.

Juliana se ríe, al juzgar, incrédula.

Empiezo a escribir sobre ambos personajes sin buscar referencias. Tal como quería que ocurriese, ella se asombra. Lee las monografías y me dice que todo está bien escrito, pero que el contenido le produce un arrebato extraño. No puedo creer que Dahmer haya hecho lo que escribiste aquí, me dice, y menos que haya ocurrido en los ochenta y en los noventa. Por Fish sintió tanto asco que al leerlo no cesaba de contraer la cara. Me dice que se siente ignorante, porque ella había pensado en que tal vez Mike Tyson, el boxeador,  pudiera haber sido su única opción...

—¿Cómo sabes tanto de esto?

—He indagado.

—¿Desde cuándo?

Pienso…

—Desde que mi madre me leyó a Hansel y Gretel; tenía yo unos siete u ocho años. Me fascinó enormemente la historia de la bruja en la casa de caramelos y dulces que engordaba a los niños para comérselos.

Vuelvo la vista a sus piernas. Las toco. Esta vez ella no protesta. Sonríe y se acomoda mientras mi mano le acaricia los muslos. Alguien abre la puerta. Retiro la mano. Es la madre, con una bandeja y dos vasos de refresco. Juliana se levanta y la recibe. Tras doña María entra el niño.

—Gracias.

La madre sale pero el niño se queda dentro de la habitación. Juliana se acerca y me dice al oído que cuando terminemos la tarea...

 —Te daré un beso… en la boca.

Antes de sentarse me acaricia el pelo. El niño gatea por el cuarto. Ahora es ella la que manosea mi muslo. Tras revisar el trabajo por última vez, le digo que encienda el impresor, que todo está listo. Lo hace. Miro hacia atrás y, osado, le propino una nalgada. Ella se queda inmóvil, como si nada. Imprimo las tareas. Juliana las lee por última vez y queda contrariada, pero satisfecha. Suelta los papeles y me mira con sus ojos pequeños. Se levanta un poco la falda y me muestra una de las piernas.

—¿Te gustan mis muslos?

—Quisiera morderlos.

—Espérate.

Me enloquecen sus travesuras.

Toma al niño por la mano con la intención de regresarlo a la sala, pero al tenerlo cerca de la puerta el bebé hace un guiño acompañado de gorjeos que al parecer la enternece. Lo toma por las axilas y lo tira encima de la cama.

—Rolandito, ¡qué pashó muchachito! Te voy a comer a besos. —Me mira y repite—: Me lo voy a comer. Y mientras lo besa se inclina y abre un poco las piernas—: me lo quiero comer..., ¡qué bello es mi hermanito!, ¡qué gordito!

Sé que si me acerco tal vez le pueda tocar los muslos, acariciar sus piernas, pero ahora mi atención no está centrada en ella. Sin embargo me levanto del sillón, avanzo hacia la cama y, encandilado, exclamo:

— ¡Qué lindo muchachito! ¡Qué gordito...!


© Rubén Sánchez Féliz

 

 

 

Rubén Sánchez Féliz. Educador, poeta y narrador dominicano (1972). Emigró a los Estados Unidos en 1986. Tiene un asociado en artes liberales y ciencias de Hostos Community College y una licenciatura en pedagogía de New York University. Es miembro de la tertulia literaria Aguafuerte. Ataraxia, uno de sus cuentos, quedó finalista en el Concurso de Minicuentos La Gran Calabaza 2007, en la localidad de Burriana (Castellón-España). Resultó finalista en el Concurso de Microrrelatos Imagina 2006, en Alcobendas, España, con su cuento Dogmas.  Recibió mención honorífica en el concurso de cuento Virgilio Díaz Grullón 2002 con La morada de la muerte. Fue finalista en el concurso de poesía Abrace 2001, en Uruguay. Cuatro de sus poemas aparecen en el libro Letras derramadas, uno de ellos traducido al portugués. Está incluido en la antología de nuevos cuentistas hispanos Los magos del cuento. Tiene publicada la novela El décimo día. Sus trabajos han sido publicados en la Internet, revistas y suplementos culturales. Actualmente es director de la tertulia-taller literario "Nosotros Contamos".  

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