Bob T. Morrison
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Rosa Peidró

 

 

Nos lo avisaron. Mira que nos lo advirtieron. Sexto de bachillerato iba a ser diferente. Hasta entonces nos habíamos limitado a sacar buenas notas, suficientes, suspensiones o muy malas notas. Uno podía estar entre los primeros o los últimos de la clase, los exámenes se aprobaban o se cateaban, eras buen o mal deportista, certero o torpe con el tirachinas, y poco más. Los alborotadores eran castigados quitándoles el recreo, condenándolos a limpiar la pizarra por el resto del semestre o, simplemente, expulsándolos del aula y, en caso de reincidencia, se los escarmentaba con tres días de arresto domiciliario. No se hacían concesiones. Había mil formas de joderte la vida.

Nos lanzaron un sermón de aúpa repleto de palabras como: formación, el día de mañana, instrucción, porvenir, hombre de provecho, responsabilidad, graduación. A uno le anima que le hablen así, como a una futura eminencia de algo, aunque no sepa muy bien de qué.

Nos dijeron que, a partir de aquel momento, nuestro futuro se vería en juego, que tendríamos que estar a una cierta altura intelectual y nos lanzaron una verborrea sobre la madurez, acerca de no sé qué bases de la amplia gama del saber y demás paparruchadas. Teníamos que pasar al último curso de bachillerato superior con pie firme, con ilusión de futuro, con un proyecto a nuestras espaldas. Todo aquello me pareció una gran gilipollez.

Nos disgregaron. Fue la primera sorpresa. Las aulas A, B y C se convirtieron en A y B, y aparecieron los primeros traidores, las primeras expulsiones ad líbitum, los sucesivos abandonos, las ordenadas renuncias de aquellos con quienes habíamos estudiado codo con codo. Y nos deshicimos del resto: una manada de suspensos que fue derivada a Formación Profesional. Teníamos quince o dieciséis años, no más.

Fue cuando cambiamos de aula y abandonamos los viejos pupitres de madera por otros de metal y fórmica, con cajonera; las paredes dejaron de tener el toque bilioso y ocre de los calabozos, para ser totalmente blancas, e incluso la pizarra era más grande, más ancha y hasta de un verde más lindo; las ventanas, al fin, no asomaban al viejo patio de cemento rodeado de ladrillos rojos y rematado por dos porterías de madera carcomida, donde en verano rebotaba el sol con furia.

El aire y la luz eran otros.

Sexto de bachillerato. Todo cambio sustancial, trascendente, primordial, empezaba allí.

Libres de fardos, más ligeros y presurosos, nos deshicimos de un mundo coagulado de peleas, balones, cromos, puñetazos, rodillas masacradas a patadas, empujones, pedradas, tirachinas, escupitajos.

Sexto de bachiller tenía que ser diferente.

Las primeras semanas fueron inestables, oscilantes, vacilantes. Echamos en falta a los caídos; a los que, desfallecidos, se habían acobardado al cruzar la frontera; a los que quedaron degradados y humillados con deshonor. Luego los olvidamos y permanecieron enterrados en nuestra mente como si nunca hubieran existido, disipando la aureola de melancolía de la despedida.

Fue un proceso de adaptación, de reforma, una especie de ajuste a las circunstancias que nos rodeaban: el paso inexcusable para atravesar un tenso cable en el vacío del abismo.

A finales del primer trimestre, el placer de la niñez se había licuado sin abandonarnos del todo, pero la sensibilidad, la ternura y la benevolencia pasó a ser una especie de ñoñería, como nuestras desamparadas y olvidadas bicicletas en el balcón de casa, las horas perdidas en los columpios, los carros de rodamiento y la peonza. Todo nos parecía cursi y no estábamos predispuestos a muchas mariconadas. Aquello era sexto de bachillerato y debíamos demostrar nuestra hombría.

Sonaba un timbrazo y trepábamos los peldaños de dos en dos hasta las aulas de los pisos superiores, donde había una especie de laboratorio y, entre tubos de ensayo, probetas, embudos, pipetas, microscopios y pinzas de todo tamaño, mezclábamos reactivos con no sé qué, disolvíamos metales activos, definíamos compuestos para, en la siguiente hora, destripar a algún gusano que crucificábamos con saña, despanzurrar a una pobre rana o, bisturí en mano, extirpar el cristalino a un ojo de buey, bajo las estrictas indicaciones del gafado y sádico profesor; luego nos zambullíamos en el calculo lógico, el culteranismo de Góngora, el conceptismo del cachondo de Quevedo y el realismo de Galdós; buceábamos entre los ácidos nucleicos y agentes patógenos, hasta descender a la base nitrogenada de algún metabolismo con nombre impronunciable; tomábamos aire con el pensamiento griego y sus causas y efectos, la arquitectura mesopotámica y prehelenista, cuando no era la visigoda y carolingia o la crisis de la Restauración; nos mareaban con la fuerza centrífuga, los bailoteos de los electrones y protones, las cabriolas de la fuerza electrostática y la ley de Coulomb -la magnitud de cada una de las fuerzas eléctricas con que interactúan dos cargas puntuales…-, para terminar de asfixiarnos con los compuestos gaseosos halogenados o lanzarnos una retahíla macabra de fechas de nacimientos y muertes, de batallas atroces y sangrientas, de victoriosas hazañas y deleznables derrotas y un montón de nombres momificados por la gloria y la notoriedad.

Comenzamos a desperdigarnos en grupos: cambiamos los juegos por el pitillo, y en los recreos formábamos coros junto a las verjas metálicas, debajo del armatoste acerado de la escalera de incendios, donde conspirábamos unos contra otros, circunstancias que culminaban en extrañas alianzas y coaliciones.

¡Mierda de sexto de bachillerato!

Curso 75 - 76, el año en que todo empezó a girar vertiginosamente, el año que me enamoré perdidamente de Rosa Peidró y todo se convirtió en sagrado, perdurable, para siempre, inmortal e infinito: fue una especie de hecatombe, una apisonadora al margen del tiempo. Todo era eterno y los días pasaban exultantes, eufóricos, casi histéricos. Éramos irrepetibles, irrefrenables, arrolladores, despertando día a día ante un asombroso mundo que deshojábamos poco a poco. Amábamos los mismos libros, los mismos discos, las mismas películas que veíamos en el Cine Forum y que apenas entendíamos, pero que interpretábamos como verdaderos expertos; y leíamos a los mismos poetas que nos mostraban sus heridas de sentimientos conflictivos con su corazón, aquellos que alzaban un cadalso para su persona.

Rosa Peidró…

Besos y dientes en el café Versalles. Promesas de amor eterno y más besos con las bocas repletas de saliva, fugaces sensaciones en la efímera mecánica absurda del tiempo. Todo a nuestro alrededor estaba en llamas y no podíamos librarnos de ese acomplejado mundo, un universo lineal que se reducía a corretear por las aulas de pizarras atiborradas de logaritmos, derivadas, integrales, máximos y mínimos de una función, exponenciales y trigonometrías; declinábamos el rosa, rosa, rosam, rosae, rosae, hasta que la garganta se nos ponía como un estropajo, y arrastrábamos de un lado a otro cartapacios repletos de hojas emborronadas de conjunciones y tiempos verbales, del cero absoluto y la ley de Newton. Amábamos la tragedia griega, el amanecer en que fusilaron a Lorca, el mar que engulló a Shelley, la madrugada que asistió al suicidio de Hemingway, la Roma de Keats sucumbiendo a la tuberculosis, el Missolongui que vio agonizar a Byron entre ataques de epilepsia y peste; amábamos la fuerza de los que ya no tienen nada que perder, la esperanza de los que ya no creen, el sublime valor de los vencidos; y nos mirábamos furiosos, desesperados, consumidos por el deseo. Para ser más románticos que nosotros, habría que volarse la tapa de los sesos en una playa en pleno mes de agosto.

El café Versalles, los billares, el instituto, el barrio de callejuelas desencajadas que formaban un paisaje húmedo y fijo, el arco iris de ropa tendida en los balcones de persianas de verde descolorido, el olor a verduras y el griterío del mercado, los límites de aquel triángulo de casas de revoque resquebrajado, marañas de antenas en los viejos patios y pequeñas plazas con plataneros moribundos envueltos en un halo de contaminación, coexistían como una sonrisa secreta.

Era impensable vivir en otro lugar, sin los camiones de fruta, de bombonas de butano; bares con el suelo repleto de colillas y papeles; rayos de sol debatiéndose entre los adoquines de nuestra calle.
Y todo era inacabable, perenne, sempiterno. Hubiésemos muerto el uno por el otro por apropiarnos de nuestra cintura, morir uno en los brazos del otro acariciando su piel recorrida por los escalofríos; morir por representarnos a nosotros mismos en un futuro, y sólo con una mirada saber que nos pertenecíamos. Todo era emocionante y flotaba algo eléctrico entre nosotros. Estrenábamos nuestros miedos: la mano buscando bajo la blusa sobre sus puntiagudos pechos, quieta en la superficie de su piel, en un largo compás de espera, susurrando al oído palabras repletas de placer.

Y penetramos en el sentido mismo de la vida, confundiéndose nuestras imágenes como fragmentos parpadeantes de un caleidoscopio.

Sexto de bachillerato: el año en que las cosas dejaron de ser divertidas, el fin del dibujo artístico y el principio de las bigoteras, la perpendicularidad, las bisectrices, los tiralíneas, las proyecciones de los poliedros y las manchas de tinta, el curso en que nos convertimos en saltimbanquis de circo empujados por una fuerza invisible que nos impedía volver la vista atrás. Y nos entró una prisa loca por vivir a una velocidad vertiginosa, al borde de la desintegración, como si la vejez estuviera a la vuelta de la esquina.

Sexto de bachillerato: el curso de los test psicológicos. Un año repleto de deserciones, traiciones, de promesas que nadie cumplió -hicimos planes para encontrarnos algún día, pasara lo que pasara-, y que fueron el aliento de un futuro, la piedra angular. Teníamos dieciséis años y la certeza de que el tiempo se detenía allí, que no había más allá y nunca íbamos a estar solos; ignorábamos que aquello pudiera tener fin.

Rosa y yo no tuvimos tiempo para la reconciliación, y la puta madurez nos cogió por sorpresa cuando menos la necesitábamos; el sinsentido prosaico de la sensatez que no deseábamos nos jodió, dejándonos sin aliento y desarmados ante las invisibles garras de nuestro destino. Caímos como caen los soldados en la primera batalla: todo es cuestión de un pestañeo, de un golpe de razón a destiempo, sin saber por qué.

Extraviamos el rumbo en plena tormenta y descubrimos nuestra debilidad, que no éramos tan infalibles como pensábamos, pero no quisimos aceptarlo. Nos amamos y quisimos capturar el tiempo, encerrarlo, e incluso rebasarlo, y no hicimos más que correr hasta la extenuación, sin descanso.
Nos agotamos.

Curso del 75 -76: sentimientos complicados, pegajosos, confusos. Rosa Peidró es una particular herida sumergida en la herencia del pasado, un sucesivo estallido en mi conciencia. Sexto de bachillerato desapareció junto a aquella emoción profunda que jamás había conocido.

Tal vez el amor nos hace salir de nosotros mismos y percibir que en nuestra vida hay algo fuera de lugar, una nota falsa, una pequeña crisis y, entonces, te descubres a ti mismo. Sin embargo, es demasiado tarde; te conoces bien, pero sólo estás tú para responder a los interrogantes.

Rosa Peidró, un amor espoleado por el tiempo, que hace restallar la nostalgia; una pequeña locura y una gran curiosidad que se sumerge en mi interior ilimitado, desgarrado de rabia y angustia.

La primera pasión es una dolencia incurable, que deja cicatrices, flujos, epílogos.

¡Mierda de sexto de bachillerato!

Rosa Peidró penetró en mi interior como un taladro y, entre promesas y delirios, se convirtió en inolvidable, permanente, inmortal, indestructible… no pude borrarla; viví aquella enfermedad de forma completa, a tragos, sin respirar y sin solución: lo único que conseguí, fue que su fantasma no me abandonara nunca.
No cambiamos tanto como parece, y la mayoría de nosotros arrastra sus errores a lo largo del tiempo. Siempre nos reconocemos por nuestros fracasos.

Los muy hijos de puta dijeron que se me pasaría, que las cosas así ocurren siempre y el tiempo las borra: no era verdad.

Rosa Peidró es mi punto de referencia del paso brutal del tiempo en un enfrentamiento entre el pasado y el presente, una bendición en aquella triste locura de sexto de bachillerato, y me sorprendió comprobar cuánto la había necesitado en mi vida.

Solo entonces me di cuenta de que todo estaba acabado y que mi propia historia hacía mucho tiempo que había escrito su conveniente final.

 

 

 

© Bob T. Morrison

 

 

 

Bob T. Morrison nace en Barcelona, donde cursó estudios de música, cinematografía y pintura. Ha sido director de la revista literaria Vians Literature. En 1995 se editó la segunda edición del poemario "Tiempos de Alucinación", una serie de textos que se incardinan tanto en el mundo urbano, como en el de los sueños, induciendo en los poemas singulares efectos de efectividad expresiva (Editorial Puente de la Aurora). En 1997 consigue el Tercer premio internacional de poesía con el libro "Paréntesis nocturno". El libro de relatos cortos Giro Sospechoso (1999) es publicado por la editorial Laguna Negra, textos en los que utiliza imágenes rápidas y rítmicas, auténticos flashes cinematográficos, girando en torno a extrañas y enigmáticas situaciones que prefieren hacerse y no pensarse. En Abril del mismo año, le es concedido el primer premio Marco Fabio Quintiliano (Ciudad de Calahorra) por el relato El Juguete del Diablo.  En Junio de 2003 la editorial Calima publica el libro de narraciones Las Arrugas del Tiempo, las cuales están marcadas por sus personajes: gente común con empleos ordinarios e ilusiones vanas, sin redención posible. Seres frágiles sumergidos en pequeños dramas cotidianos.

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