Peregrinaje en tierras del poeta |
Por: Roberto Bennett
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Llegó con tres
heridas: la del amor, la de la muerte, la de la vida… Miguel
Hernández (1910-1942)
Ante la primera
oportunidad que se me presentó de visitar tierras alicantinas, aún en
tiempos de la dictadura del general Franco, me propuse que ese
peregrinaje inicial debía ser a Orihuela, ciudad natal del poeta Miguel
Hernández. Surgió a raíz de un viaje a la península por motivos
laborales. Mi vida sentimental estaba profundamente enraizada en Palma
de Mallorca con una joven artista plástica chilena, exiliada y víctima
de la furia desatada por los vientos dictatoriales que azotaban el cono
sur de América en aquella década. Viuda ella tras el sangriento golpe
de estado de Pinochet y madre de un bebé de meses que ni siquiera había
conocido a su padre, al haber nacido pocos días después de su
brutal asesinato. La poesía de Miguel Hernández había logrado
unirnos y nos hacía vibrar en las horas de nuestra intimidad. Quizá
por su maravillosa forma de describir los sentimientos amorosos, a pesar
de los eventos violentos que a él también le tocaron vivir. En sus
versos descubríamos reflejos de nuestra dura realidad y compartimos las
penas y alegrías de una pareja de jóvenes enamorados, viviendo en
tiempos turbulentos. Él era nuestro referente, pero también
disfrutamos enormemente con la ingenuidad y pureza de sus palabras.
Siempre tan precisas a la hora de definir el sufrimiento o la tristeza,
la alegría o el amor. Aquel joven de aspecto campesino, que un día
apareció por la Residencia de Estudiantes de Madrid con su tosco traje
de pana, sin corbata y calzando zapatillas esparteñas en vez de
zapatos, impactó con su verbo a figuras tales como Neruda, García
Lorca, Alberti y Aleixandre. Miguel venía de tierra
adentro y aún en Madrid vestía como un campesino pastor de cabras.
Pero cuánto amor, cuánta sinceridad, cuánta sensibilidad solía
transmitir aquel poeta humano y profundo. ¡Cuánta fuerza en sus
palabras, dichas desde dentro y bien desde dentro de su frágil anatomía!
De esa forma, el poeta fue tallando en versos prodigiosos su propia
biografía, ganándose en el intento, múltiples adeptos entre los
intelectuales del momento y también entre el pueblo llano. La proximidad de Orihuela
con el aeropuerto de Alicante hizo mi decisión mucho más fácil.
Acercarme hasta allí era algo irresistible. Un impulso que no podía
ignorar, una oportunidad que no podía dejar pasar por alto. Era un sueño
largamente acariciado que se hacía realidad. ¡Había oído tantas
veces el disco de Serrat y leído tantas obras de Miguel Hernández, que
casi podía imaginarme cómo sería ese mundo rural en el cual se había
formado! Aunque encontrar en las librerías españolas en esos años de
la censura franquista libros suyos no era tarea fácil. No se permitía
la publicación de según qué poemas, debido a que el nombre de Hernández
era aún sinónimo de autor “rojo” y por lo tanto, poco aconsejable
para las masas. Llegué temprano a
Orihuela una tibia y
soleada mañana del 1974. Estacioné en la plaza principal, casi eufórico
y pedí instrucciones para llegar hasta la casa del poeta más famoso de
la ciudad. Para mi sorpresa, la gente me miraba con cara extrañada y
fingía no saber dónde quedaba. Incluso rehusaban mantener una
conversación prolongada conmigo. Este temor o desinterés inesperado me
cayó de sopetón. Hasta ese entonces no sabía cuán profundas eran las
cicatrices dejadas por la espantosa Guerra Civil Española, a pesar de
los famosos 40 años de “la paz de Franco”. En Mallorca, donde yo vivía
por aquel entonces, todo había sido asimilado más rápidamente, quizá
por la influencia de tanto extranjero turista que visitaba sus costas.
Pero aquí, en la península ibérica, en la España profunda, las
heridas parecían estar aún abiertas y supurantes, especialmente en los
pueblos de provincia. Finalmente un vendedor de periódicos se me acercó
e inquirió intrigado sobre lo qué necesitaba. Le expliqué mi deseo de
visitar la calle, la casa y si era posible el huerto de Miguel Hernández.
Me miró fijo y seguramente al detectar mi acento rioplatense, se sintió
seguro y me dijo: --Aquí la gente no le va
a decir nada. Unos no quieren reconocer a los poetas republicanos, les
tienen rabia y otros sienten miedo a ser catalogados de comunistas… --Pero han pasado tantos
años,-- le respondí sorprendido. --No importa, esto sigue
siendo una dictadura fascista y Orihuela una villa muy beata. Y sin más preámbulo, me
explicó en breves palabras cómo debía hacer para llegar a mi destino
y después se alejó con el mismo sigilo que había llegado, luego de
regalarme un periódico local, quizá para fingir el tenor de nuestro
encuentro. La casa no quedaba lejos
y el buen tiempo me permitió ir andando. Confieso que me impresionó
mucho el incidente con el vendedor de diarios y a partir de ese momento
aprendí a ser más cauto con ciertos temas. Las viviendas bajas, de
fachadas blancas, bordeando calles angostas y adoquinadas, me fueron
llevando por una leve pendiente hacia la calle de San Juan, con su arco
de la Virgen del Remedio, trepando la cuesta hasta llegar a la calle de
Arriba, en busca del número 73. Caminando con paso ligero llegué a su
casa, situada en una esquina, casi al final de la calle y en los límites
de la ciudad. Allí descubrí que la transversal se topaba con una
pendiente y una colina de grandes piedras y arbustos. Todo el costado
izquierdo de la pequeña manzana estaba enmarcado por la pared exterior
de la casa y un muro de piedras que encerraba al huerto de los Hernández.
El huerto de Miguel, al cual mencionó con pasión en varios de sus
poemas (“¡Y qué buena es la tierra de mi huerto!”) ¿Cuántas veces habrá
vigilado a sus cabras el poeta, viéndolas trepar por estos terrenos áridos
y rocosos? pensé emocionado. Había por fin llegado a descubrir sus
rincones más íntimos e inspiradores. Los orígenes del joven Miguel,
cuando era simplemente un niño cabrero. “Todo en él evoca vida,
tierra, amor y muerte”, me dije a mi mismo. Sus versos parecían
sacados de las mismas entrañas. Desde que comenzara a escribir sus
primeros poemas a los 16 años, pastoreando cabras por los campos, hasta
su trágico fin a los 31 años de edad, un 28 de marzo de 1942, en la
enfermería de la cárcel de Alicante. Estar allí en medio de
su mundo familiar, me permitiría disfrutar más intensamente, si ello
era posible, su obra poética. Conociendo el entorno que le había
inspirado, me ayudaría a desvelar sus secretos. Sin embargo, titubeé
antes de golpear a la puerta de su casa. Algo me retenía. Un temor o
quizá una timidez que siempre me ha atenazado en los momentos sociales
importantes. Rozando el pánico escénico, afectado por un supremo
respeto al artista, me paré en la puerta por unos minutos que
parecieron una eternidad. Por fortuna, a esa hora no había nadie más
en la calle. Finalmente me hice de valor y toqué timbre. Me abrió una
señora canosa y regordeta, muy simpática, que me sonreía mientras se
secaba sus manos en un delantal. Sin pensarlo dos veces, balbuceé cuál
era mi deseo. Conocer el interior de su casa, respirar el mismo aire,
tocar sus muros, oler sus limoneros y sus flores. Penetrar en aquel
ambiente sencillo que para mi semejaba un santuario. La señora rápidamente
me aclaró que era la propietaria actual del inmueble pero no era
pariente de los Hernández. Ellos la habían vendido hacía años. Sin
embargo, al explicarle que venía desde Suramérica y mi profunda
admiración por el malogrado poeta, me permitió entrar y recorrer su
humilde vivienda. Incluso paseamos por el huerto, que termina en unas
grandes piedras y la colina colindante. Para mayor sorpresa mía, la
amable señora arrancó un gajo de un viejo limonero y tomó una piedra
del tamaño de un puño, que se hallaba incrustada en el tosco muro,
obsequiándome ambos objetos como recuerdo imborrable de lo que un día
fue el refugio familiar de mi admirado Miguel Hernández. El gajo se perdió, pero
aún conservo dicha piedra, como una preciada reliquia que ha viajado
conmigo a todas partes y hoy luce serena en un estante de mi biblioteca
en Montevideo… Mi siguiente escala aquel
día fue el cementerio de Alicante, para visitar la tumba del poeta y
depositar allí un simbólico clavel rojo. Al ser un día de semana, había
muy poca gente en el campo santo y tuve gran dificultad para encontrar
el nicho. Recorrí las largas hileras de tumbas, buscando, leyendo
nombres y más nombres hasta que por fin un anciano se me acercó y
preguntó qué me sucedía. Le dije el objeto de mi búsqueda, no sin
cierto resquemor por la experiencia vivida esa misma mañana en
Orihuela, pero el viejecito se sonrió y tomándome de la mano me llevó
hacia el fondo, a la izquierda del cementerio, a una zona de nichos
donde en un segundo nivel encontré lo que tanto había buscado. Una lápida
blanca con letras de bronce, que decía simplemente: Miguel Hernández,
poeta. Me detuve a meditar y observé con profunda tristeza aquella
simple inscripción, que encerraba tanto sentimiento, tanto dolor, tanta
injusticia… El anciano permaneció a mi lado e inclinó su cabeza cana
con sumo respeto. Yo me acerqué a la lápida, apoyé mi mano sobre las
letras como en una caricia y coloqué un clavel rojo en un pequeño
florero metálico que colgaba de una argolla. Permanecimos en silencio
un largo rato, cada uno en su mundo, ensimismados, profundizando
nuestros pensamientos. Luego giré y me alejé, dejando tras de mi al
viejito, que seguía con su vista perdida en la sencilla inscripción
que lucía aquella humilde lápida del nicho. “¡Cuánto penar para
morirse uno….!” repetí en voz baja varias veces mientras caminaba
hacia la salida. Muchos años más tarde,
ya en tiempos de la España democrática y gobernada por Felipe González,
volví a visitar aquel cementerio alicantino. Pero esta vez no iba solo.
Había decidido que era buena idea llevar conmigo a mi esposa Anamaría
y a mis hijos a ver la tumba del poeta, para compartir nuestro profundo
respeto y agradecimiento. Y también para que nuestros hijos supieran
que no todo en España y el mundo de donde procedíamos (Chile y
Uruguay) había sido igual de pacífico y tolerante como ahora. Llegamos en auto desde
Madrid y primero visitamos la vieja cárcel de Alicante, donde fue
encarcelado y falleció enfermo de tuberculosis Miguel Hernández.
Ubicada casi en el centro de la ciudad, el viejo edificio penitenciario
ahora tiene sobre sus muros grises y deprimentes, pinturas multicolores
alusivas a la poesía y la lucha por la libertad. Al pie de esa muralla,
Anamaría y yo aprovechamos para relatarle a nuestros hijos algunas
detalles de la biografía del poeta, con la intención de ayudarles a
comprender la trascendencia de su vida y obra, así como el por qué de
esta visita. Les contamos de sus
avatares y de la dignidad con que se negó a firmar un libro de poemas
que él no había escrito, contrario a su manera de pensar, rechazando
la oferta realizada por las autoridades franquistas y el canónigo
Almarcha, que imponían esa deplorable condición para salvarle la vida.
Así como su forzado casamiento religioso, estando el poeta moribundo en
un lecho de la enfermería carcelaria, el cual se vio obligado a aceptar
(a pesar de estar ya casado por lo civil) para poder ser visitado por su
adorada Josefina y su pequeño hijo.
Luego de esta dura enseñanza,
nos dirigimos a las afueras de Alicante en busca del cementerio de
Nuestra Señora del Remedio. No había nada morboso en nuestro
peregrinaje, si no más bien era un viaje cultural y educativo.
Penetramos en el campo santo y muy decidido fui guiándoles hacia el
sitio donde había encontrado el nicho de Hernández la primera vez,
pero fue imposible hallarlo. Mi familia miraba extrañada e impaciente,
pensando quizá que me estaba fallando la memoria, pero nunca me he
rendido fácilmente ante las adversidades y luego de mucho caminar,
decidí preguntarle a un empleado municipal que se encontraba sentado en
la caseta de la entrada. Para nuestra inmensa alegría, el hombre nos
explicó que el poeta ahora tenía una tumba especial, como correspondía
a su fama y prestigio. Y él mismo nos dirigió hacia el centro del
cementerio, donde encontramos en un cruce de caminos, una sepultura
llena de placas de homenaje, varias flores frescas y una banderita
republicana. Todos nosotros sentimos
una profunda alegría por el tardío pero tan merecido reconocimiento al
poeta más famoso de estas tierras. Y emocionado, no pude evitar la
evocación de unos dolidos versos suyos, mientras miraba a mi esposa a
los ojos y nos retraíamos a nuestro pasado: “Tres
palabras, tres fuegos has heredado:
vida, muerte, amor. Ahí
quedan escritos sobre tus
labios…”
© Roberto Bennett
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Roberto Bennett. Nació en Montevideo (Uruguay) en 1948 y estudió Comunicación de Masas y Marketing en la Universidad de California (1970-73). Viajero incansable, he trabajado en periódicos, radios y televisión. En 1973 gana una beca a un seminario de Comunicaciones Internacionales en Yugoslavia y posteriormente se establece en Palma de Mallorca. Allí publica en 1986 una recopilación de cuentos titulada "Lo que arrastra el río y otras historias" (Editorial Soler). Además, ha publicado dos libros sobre mamíferos marinos: "Delfines y ballenas, los reyes del mar" (en co-autoría con el Dr. David C. Taylor, en 1989) y "Animales marinos" (1990). Ambas obras fueron traducidas al inglés. Posteriormente vive tres años en Chicago, participando del 1er. Encuentro de Escritores Latinoamericanos celebrado en esa ciudad (1994) y escribe cuentos para periódicos y revistas en castellano de los EE.UU. En 1994 publica en Uruguay su segundo libro de cuentos "El Último Verano" (Editorial Graffiti). En 1996 se establece en Madrid y continúa colaborando con periódicos y revistas de España y América. A partir del año 2000, luego de 30 años de viajes por el mundo, vuelve a residir en Montevideo, donde escribe su primera novela y colabora con revistas literarias de América y Europa. Dicha novela, "La Brisa Bajo Mis Alas", fue elegida semifinalista en un Premio Internacional patrocinado por el Instituto Iberoamericano de Cultura. En el 2006, su cuento "Vamos mi Amor a la Feria" queda finalista en el concurso organizado por la Editorial Ábaco de España y es publicado en la colección Te Lo Cuento. Su relato titulado "Nunca Es Tarde" gana el II Concurso de Cuentos Cortos Leiva del Río Tirón, en La Rioja (España). Ese mismo año también gana con su obra "Chau Ginebra" el Primer Premio del certamen literario organizado por la Asociación Mexicana de Autobiografía y Biografía. |
Revista Literaria Remolinos