Félix Suárez



La mordedura del caimán








Índice de secciones:

Pájaros
El descenso
Uno
Intermezzo
Dos
La mordedura del caimán



La mordedura del caimán


a mis padres


Decía Rulfo que corregir es siempre recortar. Es también reescribir, reordenar, repetir, volver a insistir y, finalmente, traicionar de algún modo algo de nosotros. Y si la corrección, en este caso, se hace sobre textos remotos, el efecto se acentúa. Pareciera que los cambios no se realizaran sobre el poema mismo, sino sobre la persona que fuimos.

Así, nuestro pasado -creemos ingenuamente- se ajusta, se altera, se corrompe, se embellece o se degrada. Pero nunca permanece idéntico a sí mismo; su esencia es mudable y tornadiza. Pero no suprimible. Nuestros viejos actos, aun los de menos importancia, nos persiguen y nos señalan. Esa es, quizá, la tragedia.

Esta nueva edición de La mordedura del caimán, casi seis años después de la publicación del primer texto, es también un nuevo intento por ajustar esas variables infinitas del poema a una nueva versión, nunca definitiva, ni tampoco -seguramente- la mejor. Es sencillamente otra: a fin de cuentas, uno es también, ante todo, lector de sí mismo, y las lecturas de un mismo texto, sabemos, son múltiples y las trastorna el tiempo, cambian con la edad. Tal vez por eso Valéry, creía en la corrección sin fin, a la que sólo concluye el abandono y a la que sólo acalla la muerte.

Los cambios sustanciales de este libro, pues, consisten básicamente en la eliminación de algunos poemas, en supresiones de líneas sobre buena parte de otros, en añadidos en algunos más y en una nueva disposición con la que, de algún modo, se quiere restablecer la unidad y el tejido propios del poemario. No creo traicionar con esto demasiado la intención original, ni dejar por sentado mucho menos -aunque a veces quisiera- que el pasado deba ser enterrado.

Félix Suárez
Toluca, México, 1989


Pájaros

I

Son la luz y el primer alboroto de la mañana.
Y mientras llenan de menudos gritos la casa,
uno se despierta en el mismo cuerpo de ayer,
convulso, adolorido,
muriendo de corrientes fiebres
y oscuros males sin importancia.

II

Triste verdad: no somos nada;
nos comba el frío y la enfermedad,
nos marca el rayo.
Polvo y ceniza nos caen del cielo.
Y el amor, amor, en sordas treguas,
nos va matando de veras.


El descenso


(Variaciones sobre un tema
en dos partes y un intermezzo)




Originalmente con el título de "Lejano es el descenso".


El descenso nos llama
como nos llamó el ascenso

William Carlos Williams


Nadie me salvará de este naufragio

Miguel Hernández




Uno

Pausados pacientes, cuerpos que confunde
el mar mientras galopa,
enfermos de fuego,
efímeras prisiones,
cárceles que habita el sol por un momento.

Y aún así caemos.

Piedras arrojadas al abismo,
cristales rotos que tiré en la noche.

Por qué si nada ha de quedar,
si nada dura, aún así caemos.
Qué objeto tiene el sufrimiento,
este morir a pausas bajo el humo,
bajo la idólatra memoria,
y agobiados.


También descienden los amantes,
los cuerpos abrazados al asombro,
a un mismo fuego que los ata
y los consume; sombra del espejo
uno del otro,
ansiosa confusión de las miradas.

Y un día encallan,
y, agobiados,
mitades de una equívoca incisión,
se vuelven con la cara a la pared,
y chirría el cable y la atadura.
El tajo de una piedra cae
y turba el agua.

Algo queda intacto sin embargo,
algo, allá en el fondo, se empecina;
marea insistente que se alza
hasta ser nube, pájaro,
o trémulo fervor.
Violento rojo que las flores acumulan.

Y cae el amante,
y cae la dicha, pesarosa, como el luto;
la señal sin ojos, en el pozo de la noche;
una misma devoción,
un mismo ruego,
la piedra que adoraron juntos y en silencio,
su Moloch de oro,
su idéntica certeza como un pacto...

Y velan armas,
pausados centinelas;
velan el niño fiel de su caída,
el muerto justo, irrevocable,
que han de llevar a gritos ya,
y sin remedio.


Los ojos abismándose en la duda,
tanteando el hueco que dejó el incendio,
la mirada,
su espectro
al desplomarse del penúltimo escalón.

Será o no será éste el cuerpo que transita
hacia el vacío,
la mano que me falta cuando caigo,
ahora que no estás y las semillas
crecen, perseguidas,
hacia abajo.


Escucho lo que digo,
lo que me digo a veces a mí mismo,
lo que me he dicho ya,
frente a este muro sin oídos.

Ayer me vi en su ruina;
mírame hoy red, vasija,
olivo palpitante,
extrema resonancia de otro cuerpo.
Mírame andar, caer en sueños,
lejano y sin medida.

No soy el mismo que venció en el ángel,
ni el que te dijo un día, irreflexivo,
en la espesura de un café nocturno:
No basta sólo el pensamiento,
un beso tuyo es más que todas mis ideas.
Hoy no lo sé.
Declinan las espigas
que anoche ataron al vacío;
un hombre avanza hasta la orilla de sí mismo
y se derrumba, tembloroso, en una esquina.

Atrás insiste el hueco, lo vivido,
la súbita inquietud que a veces me entra
y me hace perseguir
muchachas en silencio,
palabras y humo, signos, alas
que cruzan las paredes como pájaros...

Y nada al fin.
La estatua furtiva de sal,
el árbol vuelto hacia el camino,
inmóvil.
Y esperando.


Intermezzo
(la alegoría)

I

Voy hasta el límite de ti,
y me detengo.
Allá están las caídas, el abismo,
si de verdad eres el hijo de Dios,
arrójate,
pues escrito está
que han de venir los ángeles en tu auxilio.

Y el descenso, como una brusca ola,
irguiéndose en el aire, me tentaba.

Caer hasta la piedra o el desamparo,
hasta tocar el dulceamargo del hastío,
la ciénaga imposible de los justos.

Y despreciarme.

Arena y polvo mientras caigo.
La sed cavando entre los párpados del sueño.
un fruto recortado por la luz,
El agua que se agolpa en el asombro
y llama,
desmedida,
en sus vivísimos costados palpitantes.

Y nadie la oye.

Atrás quedó el desierto,
la algarroba restallando sin motivo,
la grey de los camellos
contra el cielo recortados
--su inasequible pesadez a distancia;
frutos o barcos tantaleantes,
espectros ebrios contra el humo del naufragio.

Apenas vistos se perdían,
y el cielo era un enigma inalterable,
indiferente al ruego que lo cruza como un río,
mitad espuma, mitad espejo recién lavado,
casa vacía, sin nada
donde apagar los ojos, la fatiga.
Sin nadie que arruine un poco.


II

Y ocultas y perdidas
me sitian en el viejo atril
de la memoria.
Y desde ahí las veo,
me veo, antiguo gnomo.
Y el agua es un espejo recurrente,
donde la suave voz de una muchacha,
envuelta en años,
desde un auto,
o al fondo de una tarde entre la lluvia,
repite el nombre de ese instante
y agita la distancia con la mano:
¡Adiós, perplejo!

La mañana es azul
y zumban los insectos sobre el charco;
intenté apartar las hojas para verme,
y en el fondo descubrí la trampa:
los ojos indelebles,
a los que inútilmente
--mucho antes de que hoy cante el alba--
habrás de repudiar.
No hay olvido.

Recordarás su nombre,
las manos como peces contra el hielo,
su andar de brusco remolino entre las hojas,
la tarde sin atisbos, a ciegas,
en un llameante cuarto de alquiler;
y el cielo,
las mañanas intensas sobre el frío,
después de haber perdido una batalla.


III

Es un regusto a sal,
a flores machacadas,
a viejos ramos sobre el túmulo del campo.
El aroma propicio de la sangre,
las vísceras invictas,
y en una ánfora,
oculto, removiéndose en el sueño,
el polvo del derrumbe, lo que ha sido:
un híbrido temblor,
el salto sobre el filo del trapecio.
Eso fue.
No hay olvido:
seremos piedras resonantes, cargadas de agua.
Y el eco
habitará en el fondo.


IV

Hondo espejo
en que te miro y me miro al mirarte.
Fuiste tú la que un día, en medio del invierno,
suave y sedienta,
me condenó al naufragio,
a vivir como sombra, incierto,
y a desafiar el monstruo,
la astada eternidad del laberinto.

Perdí el camino, el hilo que trasciende
el extravío,
y en la gruta,
oscuro yermo de palabras,
desesperé de miedo.
En la tierra de Abraham me despertó el incendio:
la ciudad arrasada por la cólera de Dios.
Soy el único justo,
"le veuf, l'inconsolè".
Pero esta noche el fuego arrodilló los muros,
cribó la llama el abanico de los ojos,
y me encontré distinto, ajeno.
Cantando en el instante del descenso.


V

No verme caer mientras la planta
desata el nudo forcejeante de sus hojas,
mientras en ella,
oscura fuente, párpado que sueña
y hace soñar a los cautivos de la torre,
se inmoviliza el baile sigiloso de la cobra,
el mundo, ya cascado, se detiene
y observa su profética inminencia:
la caída, palabra hecha de pozos.


VI

Cayendo, pájaro inequívoco, él
se desmintió de un golpe.
Trazó un poema en un cuaderno
y luego de extraviarlo en algún sitio,
se sumergió en el sueño
y aún fugazmente, pensó que la tendría...

Agua de espejos imposibles,
como cazar relámpagos,
como atrever sagradas prohibiciones,
como querer asir la forma,
la edad que nos agobia entre paredes;
mustios castillos del asalto,
expectación entre postigos solamente.
Y no poder, ay hermana.
Y no poder.


VII

¿O fue la lucha
de los peces constreñidos en la red,
los múltiples latidos de la pesca
y su resabio?
Olor de azul, de azul intenso,
gris el movimiento que nos lleva al fondo:
el límite indeciso de los ojos,
donde el asedio cede
y vuelven las raíces laboriosas,
las manos que especulan sin embargo,
a tientas y en el lodo,
en este andar de ciego
y como ausente.


VIII

Te miro ahí, en el ardor
perpetuo que me sigue sin remedio,
en el futuro abismo de otros ojos,
en las secretas guías,
aún sin nombre,
por donde el tiempo filtra sus dulcísimos
venenos:
instantes por hacer en cada día,
por atenuar la prisa y el auxilio,
el miedo que me da la oscuridad
y el estar solo.


Dos

Abrir los ojos, ver
lo que nos queda,
lo que ya somos:
una ciega devoción,
palabras mínimas
del sueño
y dos
mitades, trémulas,
caídas,
que van quedándose
más lejos,
inexorablemente
más y más solas.


El mismo mal, el mismo grillo que ejecuta
a ciegas su instrumento;
la pena idéntica y sus élitros,
la herida que sonríe de horror
mientras medita.
Y otra vez el mismo andar,
la misma cantilena de mis actos,
un ir y venir tras de la piedra,
tras el esfuerzo que derrapa,
insostenible,
en el penúltimo escalón.

Subir para caer de nuevo,
y nada es cierto,
sólo la vívida conciencia del retorno,
la sed que te levanta,
a media noche,
trémulo de ardor,
como una mano de raíces hasta el cielo.


Y repetir y repetirme, sin embargo;
piedra condenada al sacrificio,
pausada rueca que deshila su memoria,
Sísifo a pedazos,
caída en la que expío yo no se qué falta,
qué culpa,
o mancha que se extiende sin medida,
más allá del sueño,
en lo que aún no veo
y solamente es un presagio,
algo que adivino apenas tras la puerta;
una serena expectación,
el hueco que se advierte en una hoja,
en una gota inmensa,
fija,
que no termina nunca de caer,
presencia ya colmada y en sosiego,
remanso del que nada espera,
porque ha entendido que nada ha de esperar;
un estar fijo,
sin eco, sin futuro, detenido
en la inminencia como un golpe,
anclado en lo más alto de la hora.
Sólo un estar que no desea, que nada quiere
y pasa, sin embargo,
y se despeña.


Las cosas y los años
cayeron de algún modo,
caerán por siempre.
No hay remedio.
Para qué, pues, el luto, tanta inútil
y terca pesadumbre.


La mordedura del caimán


Acuérdate de que mi vida es
un soplo; mis ojos no volverán
a ver más la felicidad.

Job VII: 7






A la memoria de José Gorostiza


Piedras.
Clamor de pájaros y agua.
Lenta cascada de árboles
en empinado incendio.
La luz aclara el verde y la piedra.

Y a lo lejos,
aun más empinado todavía,
el costillar inmóvil del barranco.

Y en el fondo algo suena. Ríos,
la espuma en celo que al chocar dispersa
la hirviente población de sus burbujas,
el vaho pulsante, los latidos
soñándose de piedra.
Y oculta o presentida ya
por esa oscura ley
que dicta los sucesos,
la voz del fondo,
envuelta en llamas,
asciende como un pájaro,
esquiva el sitio, brinca sus fronteras,
como en el pétreo muro
la indómita zancada de la hiedra.


Petrificación.
Rumor del vuelo.
Helado cuerpo del vagido.
Maciza huella que dibuja el ala
y que al pasar no pasa:
se para a contemplar su forma eternizada,
su cuerpo al que circundan frontispicios,
fronteras que
--exactas como el tránsito
del mundo-- apresan en la luz el movimiento
y cercan entre el aire que no cesa,
el salto intenso, urgente, del latido.


Pero el agua no demora.
Avanza.
Y a su paso
los cercos se desmayan como flores.

Oscuro trasegar del tiempo
éste que así,
entre breves ruinas, profetiza,
o cumple en los destinos de la carne
y en las labores con que el aire arrastra y cava,
los fieros crecimientos del veneno.


Oscuras ruinas te hablan al oído.
Y el ángel destructor de los canceles,
y el aire que desgaja la montaña,
murmuran y presagian en tu sangre.
¿Qué dicen?
Oigo el mar y su flauta desolada,
mi corazón que pugna suavemente
y el pasmo del escollo inamovible,
un tren de hormigas en el cielo pardo,
su lenta conmoción que asedia
y calma el arduo batallar
y el loto de tu rostro sobre el agua.


Es éste el río de insalvables pasos
sin retorno,
donde el crisol, Heráclito,
el cielo en que convergen los gorriones,
fatiga el componente y urde
--labor de artífices arañas--
la seda original de la mortaja.


No podré vencer el maleficio,
la suerte ruda en que me agostan
los ávidos caníbales del tiempo.
Ni detener el cauce ni la loca
obstinación con que la marcha,
el paso de su ciega transparencia,
remueve de las aguas
--nunca, ya nunca estables--
el verde y oro amanecer del cuerpo.


No, oh príncipes,
poderosos señores de Texcoco,
no se vive para siempre aquí en la tierra:
tan sólo un tiempo,
un poco aquí bajo la lluvia,
ardor del cielo,
mientras las hojas y los muros se disipan
y el agua finge una quietud
de estanque o piedra,
un resplandor que indaga entre mis ojos,
o cruza ensimismado
y como ciego.


De pronto, el río agita la sonaja de sus huesos.
Y un batallón de espuma
envuelve y eterniza la mirada.

Nada es como el vacío, la noche y el olvido,
nada tan rápido nos hiere y nos consume.
Ni el amor ni su víspera de abejas,
caimán dormido.
Ni la lluvia
que en torno se atarea, hace crujir la tarde
y el fruto soterrado que medita,
fijo, hace siglos, como un trozo
de hierro al fatigarse,
como el árbol que herido se contempla
y habita el lento atardecer
de su atavío.


Ascetas obligados, párpados
que piensan su retoño en hojas, guías
o tribus de nómadas espumas, agobiando
el cielo, los cristales;
batiéndose en la piedra y en la rosa, adentro,
donde descansan las siluetas
y el tiempo crece y se acumula,
o es un violento caminar
que expira en el destrozo,
Un río
bajando por las calles y los días
de todas las plazas y ciudades,
de todas las tardes del mundo;
fatal testigo de mis actos,
mis dudas y cigarros; "enemigo
funesto
" de la rosa que mitiga el aire:
la luz que apenas se abre y se contrista,
herida, seca, como el tallo de una hoguera
al consumirse, como el agua que nos mira
y hace guiños
desde el fondo de su huella polvorienta.


Inclinado, mientras se apura el agua urgente
y pasa un niño triste y su tristeza,
escucho, ay Narciso,
mi corazón que toca el fondo
y tañe sus telúricos tambores.

Mi corazón, polvo y ceniza,
arcilla trashumante que en sí misma escucha,
urgentes, vastos como ríos,
los ecos de su estancia postrimera,
la pálida memoria que será
y hoy sólo existe, vana, en el error,
en lo inminente sin embargo,
en la fruición que cumple a la semilla
y vuelve al polvo sus exordios y su fruta;
los brotes sostenidos un instante,
erguidos en su gris fugacidad,
como cohetes, como flores,
como el gesto que no dura al descubrirse
y arde así, o pasa o huye o se disgrega.
Y deja pronto de brillar.


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La mordedura del caimán, poesía de
Félix Suárez, número 6 de la colección
Raya en el agua, se terminó de imprimir
en los talleres de Pliego Impresores, S.A. de C.V., Toluca, Estado de México,
a los ocho días del mes de enero de 1990.
Se tiraron mil ejemplares.

Lectores virtuales desde el 17 de julio de 1998

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