Peleas

Félix Suárez

Indice de secciones:

Peleas
Auto de fe
Té de canela
Calamar

Peleas




Mira bien lo que hacemos los dos
siempre peleando así...

Bolero brasileño
Gouveia Amorín



El furor y el delirio, cada uno va a buscar su caballo

José Lezama Lima




Zanjados ya, el tren nos pasa encima,
cruza la cama desmoronándose,
jadeando.

Y nos encuentra así la madrugada, uno
en cada lado, enlutecidos, a solas.

De nada sirve entonces ya que me hagas señas,
que yo te grite entumecido en la otra orilla,
si se nos ha empezado a ir,
muy lentamente,
el último convoy de la mañana.


Nos entume la borrasca,
nos quema el aire frío que baja con la noche.

Sin saber cómo, se nos ha hecho ya muy tarde.
¿Hace cuánto que estamos aquí, ateridos,
mirando el vaivén cobrizo de los pastos,
las bandadas de tordos que se van,
el resplandor altísimo del rayo?

¿Hace cuánto que estamos así, muchacha,
hace cuánto?


No puedo contra ti;
cacarea y se me aflema el corazón.
Rindo las armas que otros conocieron,
las antiguas lanzas vencedoras,
las rápidas navajas y escudos.
Depongo todo cuanto soy,
me rindo.
No quiero más tus guerras ni tus líos,
ni estas treguas de sal ni estos lamentos.


Callos y pus nos dejarán inmóviles,
lejanos uno del otro, entristecidos,
con fiebre.
Y no podré taparte ya la espalda,
ni levantarme de noche
por un poco de té.

Extranjeros y enfermos,
como en un hospital,
nos miraremos, si acaso, indiferentes,
como dos que han ido, después de tanto,
a curarse los pies.


Nos sostienen aquí, ardor y soledumbre:
tenues leopardos que comieron gozosos
de nuestra mano,
y hoy en cambio
--sinuosas fieras--,
nos cazan como a dos liebres,
o nos gruñen hambrientos
bajo la piel.


Miro cómo el azolve se espesa entre los dos,
da sus flores de fiebre
y empantana los rebaños.

Hasta las aves,
perdices y gallaretas,
naufragan con violentos aletazos.

Digo entonces alguna palabra,
algo que nos sostenga
y conjure la noche.
Me hablo así,
un poco a ciegas,
y miro, sin embargo,
cómo las hojas, tu cuerpo y el mío,
se hunden también en un mismo silencio,
amargo
y anterior al mundo.


Mientras el otro duerme
entre algodones y quetzales,
a su flanco
las armas del vencido
--rodelas y obsidianas--
chorrean
hiel.


Un cielo de ovejas degolladas nos alumbra.

Se nos enrancia el pan
y las cecinas que comemos.

Hubo otros días; cierto,
¿cómo olvidarlo?
Nos cubrieron blanquísimos manteles,
mesas de pan y dátiles ahítos;
nos colmó el cielo con sus dones,
nos dio brevas y guayabas, a su tiempo.

Pero hoy, muchacha, nada de todo eso nos compensa,
nada nos paga hoy tanta desdicha.


Me entristecen los cielos imprecisos,
los celos que me causas,
y este amor
--sangriento amor--
que no termina de engullirnos.


Cuando él abre la puerta, ya está ahí:
el pelo crespo, la mirada,
un negro pozo de alacranes.
Pero no huye:
la mira desde el fondo de su horror encadenado.
Por un instante cruzan frente a él, rasantes,
todas las bestias comedoras de hombres,
gorgonas y esfinges fabulosas,
Orestes perseguido por rabiosas perras,
Agamenón
en su sangrienta telaraña.

Así que espera, aguarda inmóvil:
sabe que no lo atacará
si no se mueve.


En esas noches de armas, bajo el rayo,
la sangre me convence, amada,
que en esta jaula,
en estos fríos sótanos sin cielo,
alguien (o tú o yo)
está de sobra.


Hundido en la trinchera espero, zozobrante. Hay en el aire un suave olor a yerba pisoteada. Reina la tregua de caballos agotados, de pasos algodones sobre paja.
Nada se mueve. A veces oigo apenas el hachazo furioso de las puertas que se cierran. Luego otra vez la calma, el ávido silencio que recorre las tormentas, como si hubieran muerto todos en su casa, como si en esta casa andara sólo la memoria, los recuerdos sin voz, ensimismados, vagando por donde antes floreció la tierra.


para Mary y Daniel

Rabio de ciegos leones intragables,
de rugidos.
Me encharco de lagartos y venenos,
y te odio por tus malos ratos, por tus cosas.
Y me odio, amor,
porque después de todo
en algo, sin querer, nos parecemos.


Tizne y carbones quedan de la casa.
Ennegrecidos túmulos de tierra.

Mejor así, que andar ahogándose de hieles,
batiéndose de quistes y vejigas.

Mejor así; quemarlo todo de una vez,
quemar las naves y los remos.

Y regresar después --así es la guerra--,
cada quien por su lado y como pueda.


Mala comida y vinos agrios
nos sientan a la mesa.
Nos calienta el sol
un poco mientras tanto,
nos deja con la amarga idea,
la íntima certeza,
de que todo es inútil
y no hay posible pan
que compartir
con otro.


Auto de fe




Uno:

Todos te aman desde que yo te amo

Rubén Bonifaz Nuño

Te alumbraron, conmigo, alhajas y azafranes,
finísimos contactos de lustrosos faros.

Te enfloraron de flecos y pavanas,
te volviste hermosa y conmigo te quisieron.

Hoy deshaces los ramos, niegas lo que fuimos,
y envanecidos goznes,
traidora,
me dan con tus ventanas en la cara.


Dos:

A ratos ardo de impaciencia.
Y aunque conozco el rumbo, el sitio, el número,
la puerta, el puerto atroz de su llegada,
no me verás buscarla.

Me cubriré de nudos y mordazas,
me amarraré del árbol,
y, alcoholizado, amargo,
bajo su ardiente sombra, pediré
a ciegas, como un último deseo,
la gracia inmune y sabia del olvido.


Tres:

Qué inútiles fragancias, qué gasto,
cuánto insistente amor desbarrancado,
cuántas horas así, sin más, velando.

Te culpo a ti de todo,
y breves gatos
en celo me reprochan desde lejos,
se amotinan las flores, el rojo mamey
de Cuernavaca, Taxco a media noche,
ascendiendo en la luna.
Y pienso entonces,
lo pienso detenidamente y me arrepiento...
de cualquier forma, te amo,
te quiero aún, aborrecida.


Cuatro:

In memoriam Cayo Valerio Catulo

Hoy que regresa otra vez conmigo,
Celia me dice que ama a Visco el armenio,
que presta a un tiempo sus favores a Rufo;
que ha estado con Nata y Fundanio,
y que desea a Porcio,
el asqueroso hijo del tribuno.

Pobre de ti, Lauro, tú que por ella,
la Celia tuya, habrías
cruzado el Tíber en dos remos,
te habrías metido entre los carros y caballos,
habrías herido al César
y te habrías vuelto,
sin ojos, sin haciendas, al exilio.

Pobre de ti, en verdad, Lauro.


Cinco:

Hoza la puerca en los baldíos.
Escarba, se revuelca
en basureros y albañales.
Y después,
infecta, cansada,
vuelve la infame a casa.


Seis:

Ni el frío
ni la hiel de antiguos verdugones
me entristecen, fulana.
Me aflige, sí, me puede
que vuelvas y me dejes tu cepillo olvidado;
que vuelvas una y otra vez,
y me cuentes tus noches y tus días,
y te vayas después, gozosa,
y yo quede como antes,
esperando.


Siete:

Raídos terciopelos, gasas y remiendos
me calientan cuando vienes.
Me llenan las hilachas, tus limosnas
a la fuerza.
Me cubres de hongos y miserias,
y encima --buen caballo-- me resigno.
Vivo ahora de ese pan, pan a palos,
que se cae de tu mesa.


Ocho:

Hay un pozo insaciable a todas horas,
y un sabor agridulce,
campechano,
en que te amo y te odio
y no te extraño.


Nueve:

Me miro desde afuera: no era éste el de antes;
ni su voz ni su forma se me parecen.
Nada era así.
Él --que soy yo-- la recuerda,
y chorrean las flores
su hiel y sus venenos,
emputrecen los dátiles de agosto,
se enfangan para siempre los océanos,
y yo --que soy él--
la maldigo.


Diez:

Que nada te consuele.
Es éste uno de esos días cansados, tristísimos,
en que aullarás de amor,
y no habrá nadie.

Ansiosa sombra, buscarás
en lánguidos teléfonos sin dueño,
en casas devastadas, sin ventanas,
y te hallarás desnudo, hambriendo, como el primer día.
Y pensarás entonces, pensarás de nuevo
--muriendo--
en ésa que has perdido para siempre.


Té de canela




FELLATIO

Hasta qué punto la boca de una
chica es profunda, más profunda
que la noche, que el cielo.

Bataille

I

Las volutas voltaicas, las jambas dóricas,
temblando en los chirriantes nudos del incendio.

La boca recorre la extensión alpina,
los relinchos aljamiados de la torre.

Y desde lo alto, enfebrecido, el domo suda,
con un temblor de castigadas bestias.

El envión entonces cruza un banco de nubes.
Relampaguean de súbito los breves colipavos.

Y la boca, toda espesa de sorpresa,
asciende de nuevo a tientas, y sorbe
los vestigios rendidos de la luna.


II

Aéreo paredón de fusilados,
la bóveda
sostiene la descarga en vilo,
el espasmo renqueante del fusil.

Las ventanas despiertan asfixiadas,
humeando con blanquísimos pañuelos,
suavemente, como pidiendo tregua.

El cielo se enmantela entonces,
no con palomas:
con banquetes de floreros derramados,
y parece más cercano aún, algo más bajo,
cuando desciende a rastras, tiroteado,
demorándose
en el fondo
de tu boca.


III

Vegetalmente atormentada, ciega
de sonámbulos deleites,
la flor carnívora,
antes de los pianos y la lengua,
se ensaliva de jugos primordiales
y otea el tren.

Chapotea el aire entre las hojas.
La trampa se insinúa
haciendo guiños.
Se entreabre aletargada,
de cara al sol.

Pero el más mínimo aleteo,
el trote más sin voz del unicornio,
la vuelve en el momento ardor y dientes,
foso de profundas
y sangrientas digestiones.


IV

Cuando el corno se alisa el plumerío,
los trombones descienden entre lava y piedras.

Recuenta el cántaro las tórtolas que gotea,
y la garganta, envuelta en llamas, te deshoja.

¿Cómo si no de este modo sabría yo
del ardor digestivo en que me guardas?

¿Y cómo entenderías tú el hambre, el hartazgo,
los sofocos estreñidos de la pólvora?

Pausadamente lo vivimos, para que salten
de nuevo los violines, despeinados,

como quien se ha quedado afuera
a contemplar la noche.


V

Ebrio y engallado centinela,
el faro,
asta lunar,
en el instante suspirado de la diosa,
se agita,
y un mar de logarítmicos tritones,
los ballenatos pediátricos de leche,
ascienden por el aire.

Un martín pescador muerde una nube.
Insiste el cabeceo de la proa
y el oleaje sin fin
del agua en los cantiles.

¿Qué ha de quedar de todo esto, te digo,
después de que el amor nos queme de repente?
¿Quién sabrá que amanecía puliendo los metales,
el oro y la plata bautismal,
en los recintos de tu boca?
¿Qué pensarían tus hijos?

Se lo dirás tal vez a otro,
alguna tarde,
mientras resurgen de la mesa los bolillos
y humea la lenta manzanilla,
y convalece.


DE LA MELANCOLÍA

I

Cruje la hojarasca.
Y el polvo,
conmovido,
se estremece
humildemente
mientras
pasa.


II

Tortuga alcoholizada, llega con los pies
de plomo de la luna.
Azota las puertas
y las oyes
gimiendo a media noche, inconsolable,
como si esta vez
--ahora sí--
se acabara el mundo.


III

Incienso y laurel garantizan su exorcismo.
Cruces de sal
para que no se acerque.

Pero hay naufragios, barcos que encallan
en día miércoles, con la popa en llamas.
Hundimientos que dejan
por toda herencia,
no la nocturna sábana
de aceite y humo:
los forcejeantes restos
de lo que en otro tiempo ató
al mirto con la palma.


IV

Gotea bajo el almendro sensitivo y encanece de flores el escombro. Hasta el pantano aduerme sus venenos y sabe a acidulado vino el mar. ¿Era entonces dos dientes, vestidito azul, "no me hables en domingo"? ¿O la confundo ya y nunca dijo en verdad lo que me dijo?

Arde en el fondo la memoria, sus últimos despojos; las flores secas astillando el aire. Restos aún del esplendor antiguo. Quién lo dijera.

Polvo en los domingos y en las tardes reuma. Cómo saber si pensarás de nuevo en ella: volovanes y bizcochos, te amo porque te amo. Y en una tarde, rumbo al campo, casi para sí misma: "Los finales son siempre entre Ingrid Bergman y Bogart".
Cómo lo sabíamos entonces, ¿lo recuerdas? Eran otros días y otra la luna.


V

Terca melancolía,
tampoco
sabes tú
vivir sin ella.


Calamar




...and every
attempt
is a wholly new start, and a different kind
of failure...

T. S. Eliot


CALAMAR

I

Se niega el calamar,
riega su tinta,
empaña el agua,
oscurece la llama mientras huye.
Y quedo yo, sin ojos, con la red
vacía entre las manos.


II

Presiento que no tiene sentido,
que es inútil gastarse la vida así,
de este modo,
moviendo el rabo,
irguiéndose en dos pies,
saltando de un chasquido a otro, de una rampa
a otra, infatigable, sumiso,
como quien busca agradar.


III

para E. Gabriela Villicaña

Se nos ha ido otra vez la noche en blanco,
otro día más picando piedra,
buscándole sentido al corazón,
el maldecido son a las palabras.

Y sólo he visto arena,
sal
en los sembrados y en las trojes,
un perro muerto hinchado sobre el agua.

¿Será éste el suelo que pedimos una vez,
la tierra de cebada y mieles?
¿Será éste el rumbo?
¿O me he perdido?


IV

Inicia el malecón.
Al frente al agua,
los barcos simples que se van
y los que solamente quedan, azulados,
titilando.

Nada nos une a los de enfrente.
Raíces hechas nudo con la tierra,
permanecemos, permanezco así,
engrilletado,
mientras se alejan intratables las gaviotas
y un ciego resquemor me sube por la piel.

Estoy de pronto en el mismo lugar que otros,
con los mismos asuntos de otros
y los deseos podridos.
Es como repetir si hubiera que llegar al mismo punto
y repetir también
la misma forma del fracaso,
los mismos pasos,
y sentarse después, vasija rota,
y ponerse a pensar
y a esperar
otra vez.


V

Hecho de nudos, embalado,
se me hace bolas el arroz.
Y ya no puedo.
Me atasco, caigo, pataleo, inútilmente.

Y entonces, por el borde, deleitosa,
toda ufana, cruza y se va la liebre.


DÍPTICO

para Víctor Marín

I

Hieles y amargas yerbas van dejándome estos años

Y algo como la prisa de llegar temprano,
como la urgencia a que se entregan
los bravos peleadores del diafragma,
me tiende entre olorosos lodos y asolea,
me trae del brazo así,
todo jodido,
y por la calle.


II

Feliz la ingrata noche
en que me muera,
pues ya no oiré ni veré más,
ni andaré a tientas por ahí,
encalvecido
y suspirando.


Peleas de Félix Suárez se terminó de imprimir
en la Inmprenta Universitaria, Fray Bartolomé de las Casas 301,
Toluca, Estado de México, a los veintinueve días
del mes de julio de 1989.
Se tiraron mil ejemplares.

Y lleva lectores virtuales desde el día x de julio de 1998.



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