En señal del cuerpo

Félix Suárez

Índice

Abalorios
Ropa de cama
Adherencias



Para Patricia R.
Para mis hijas


Como la huella de nuestros cuerpos
no quedará señal alguna de que estuvimos en este lugar.
El mundo se cierra tras nosotros,
la arena vuelve a alisarse.

Yehuda Amijái


ABALORIOS


Entregué mi corazón al desaliento
por todos los fatigosos afanes
bajo el sol.

Eclesiastés: 2,20

Y ni de amor ni de odio saben nada
los hijos de los hombres: todo les
resulta incomprensible.

Eclesiastés: 9,1


A LA SOMBRA
DEL ECLESIASTÉS

I

Es éste el mismo aire,
la misma luz,
el mismo cielo convertido en agua,
la misma lija oscura
que devastó a mi padre y a mi abuelo.
La misma piedra intacta.
Y sólo hoy -este instante-,
sólo esta dicha pasajera y mía
no volverá.

II

Holgarse con los pies hundidos en el agua.
Hartarse de los besos y los vinos de tu amada.
Saciar el corazón contrito, la carne ciega.
Y que no haya más afán
ni más tremor en nuestros días.

Así lo ha dicho el Cohelet.

Así lo dije en mi ciego corazón desmemoriado.
Que así sea.


III

Todas las cosas dan fastidio
y lo que ayer nos levantara apenas
como un cadáver tierno en su tercer día,
hoy nos hace morir de agobio,
nos deja como cepos rebalsados,
como tinajas breves de agua.

Como a costal de pobre, nos repleta y nos desborda.

O lo que es peor tal vez:
ya no nos llena más.


IV

Qué gana el que se afana con fatigas

Eclesiastés 3,9

Por eso hoy me he quedado en cama, inmóvil, sin hablar,
y me he puesto a recordar de pronto
los mustios girasoles de septiembre,
la mancha roja que dejaron en tu falda.

Y nada más.

No he pedido ni deseado nada más.
Me he quedado así: inmóvil, en silencio,
como buscando que no me oiga el desconsuelo.

V

Cumpleaños

Has llegado hasta aquí, hasta este día.
Has llegado con todo y ojos, manos, páncreas
y hasta un alma.
Pero quién habrá de decirte,
quién te dará a saber,
cómo habrás de partir.

VI

Al otro lado de la puerta oigo a mis hijas.
Juegan sin consecuencia a ser adultos,
a ser madres y esposas suaves, firmes,
como puntal de dura piedra.

El corazón entonces me da un salto,
porque no hay duda de eso:
crecerán y serán madres y esposas suaves,
y sostendrán la vida en hombros,
y comerán del plato envenenado.

Y un día, al otro lado de la puerta,
preguntarán -acaso-,
si no han estado criando,
si no han estado dando,
huesos y carne para el dolor.

VII

Anda, come con alegría tu pan
y bebe de buen grado tu vino.
vive tus pocos días
con la mujer que amas,
y no te des a componer libros,
que es tarea sin fin
y apacentar de vientos.


El cometa

Miraremos el cielo
detenidamente mientras pasa.
Lo veremos cruzar por una sola vez,
en una sola noche. Juntos.

Bajaremos los ojos después,
los mancharemos con polvo,
para que el cuerpo,
mujer,
no olvide en esas horas su destino.


Fortuna

Me unge de aceites y perfumes este día,
me pone mirto en las sienes
y ramas de laurel
y suave albahaca.

Me arropa deleitosa entre su seno.
entre sus sábanas blanquísimas me tiende.

Este día -lo sé muy bien.
Porque después,
no sé qué daño,
qué nuevo estrago me tendrá.


Paisaje nocturno

Asciendo entre las ruinas y rastrojos de la noche.
El aire quema a estas alturas.
Una canción mantiene en cruz la madrugada.
De quién es deudo este pesar.
De dónde esta ventisca de hojas secas
que arrastra almas y vivos hasta el valle.

La tristeza es otra, sí, y no ha venido.
Hoy nada más
es una flor febril que no termina.


Hijos

¿Serán lo que probablemente
pudimos ser:
compañeros de viaje?

O acaso
nada más
lo que realmente fuimos:
severos jueces,
incómodos testigos de otras vidas.
De otros fracasos.


Claroscuro

Con una oscura conciencia
de animal escarnecido
lo voy sabiendo:
no duramos.

La mañana es un patio con sol
y pájaros de estruendo.
Luego uno está ahí por un instante,
solo, deslumbrado.

Ciego con tanta luz.

Y enseguida oscurece


Don Trini

Para mis hermanos

Era músico, tío de mi padre,
mío y de mis hermanos.
Era un árbol garrudo, leñoso, tibio.

Y era carpintero.

Pero hacía violines y arpas
que dejaban en uno
el sonido ronco de los guitarrones,

No tuvo cerca una mujer: tuvo una yegua
a la que besaba en los belfos
y a la que daba regios tragos de cerveza:
Muñeca-muñeco, le decía.

Y era un hombre bueno.

Tocó toda su vida en ferias,
velorios y bautizos,
y no tuvo otro afán.

Separados por años, por siglos de no sé qué cosas,
no pudimos decirnos mucho en realidad, casi nada.
Pero seguro nos queríamos.
y al fin como soy, me negué a verlo
en sus últimos días.

Ay, tu tío Trini, me decía mi mujer,
y lo mirábamos caer, sentadito en su silla,
por los desfiladeros de la edad.
Ay, tu tío Trini,
y yo me despedía de él, desde lejos,
en silencio,
arrodillado en mi corazón.


En esta arena

A José Emilio Pacheco, con gratitud.

Porque una misma es la suerte de los hijos de los hombres
y la suerte de las bestias...

Eclesiastés 3,19

He cruzado los mares y los ojos
para venir a desovar aquí, en esta arena.
Pero en su escaso arsenal defensivo,
en su ridícula torpeza milenaria,
nada puede, nada sabe
de los niños que bajan unas horas después
y rompen y roban sus huevos,
y desaparecen.

Y como nada sabe de ellos,
tampoco sabe de los otros que vendrán.
Pero esta luz de azogue,
de afiladas navajas pendencieras,
la anuncia
con un golpe repentino en las pupilas,
el crimen desolado que le espera.


Gorrión

Apenas un instante atrás,
entre los setos verdes
y las ramas del tomillo,
surgió cortando el aire.
Febril.
Como un disparo.

Y en ese instante atroz,
en descampado,
lo devastó un suspiro.


ROPA DE CAMA


Y yo para mí alabo la alegría, ya que
otra cosa buena no existe para el hombre
bajo el sol, si no es comer, beber y alegrarse;
y eso es lo que le acompaña en sus fatigas
en los días de vida que Dios le hubiere dado bajo el sol.

Eclesiastés, 8, 15


Poscoital

Podríamos ser así dos muertos frescos solamente.
O un par de tibias bestias
rendidas y acezantes.

Pero nos une la boca mutua sobre todo,
la piel de suave espíritu agradecido,
y los ojos también,
los ojos nuestros,
tan distantes,
que han venido a mirarse aquí.

Tan desolados.


Poscoital dos

Reconozco el ardor febril de tus rodillas:
tiemblan, reverberan,
se estremecen
como dos castaños agitados.

Son lo único que queda de nosotros.

Murmurando.


Poscoital tres

Si murieras ahora, aquí, conmigo,
tendría que explicar a otros
este oscuro cuarto insensato,
tu blanco seno con menuda cicatriz,
el hondo cuenco de tu sexo taciturno,
y cada uno de mis actos previstos este día.

Pero a ese hijo tuyo, dime,
con qué carajos le iba yo a salir.


Poscoital cuatro

Ahora todo es lento,
frutal,
deshilvanado.

Y de una tibia
y perpleja mansedumbre.


Poscoital cinco

Me deslizo suavemente
hasta tocar el suelo.
Ya ahí,
soy como un marinero
que de pronto alcanzara tierra:
a dos pasos solamente
el cuarto es una balsa que tantea
o una estrecha isla flotando a la deriva.

A lo lejos percibo entonces tus caderas:
sé que han estado ahí por siempre
-enardecidas, húmedas, salinas-,
iluminando de un extremo a otro
la noche de la vida.


Ruedas conmigo

Rodamos más allá del lecho a la deriva.
Rodamos frente a frente,
cuerpo a cuerpo,
abrazados,
hasta que el cielo cambia de color
y un crucero de turísticos adioses
se aleja naufragando
en tu mirada.


Nocturnos para Desdémona

I

Acataré la estricta disciplina
y los hechos sin vuelta de mi vida.
Seré obediente a las señales únicas del cielo
y rodaré todos los días, celosamente,
la piedra oscura de mis actos.

Y me tendrán por manso.

Pero yo devastaré la piel
y sorberé los huesos y los ojos
de todos los que lleguen hasta aquí
buscando asilo;
de todos estos tristes penitentes
que vienen a buscar fortuna entre tus muslos.

Devastaré sus carnes y redaños.

Después me tenderé contigo, suavemente,
como una mansa bestia, inerme
y sin aliento.

II

Adivino en el aire el paso anestesiado,
como adivina el macho la presencia de enemigos.
Y sé del miedo atrabancado del ladrón,
y del siglo leve, hecho de alas;
de las miradas tibias, deleitosas,
con que los otros miden,
palmo a palmo,
tu zancada.

III

Cómo guardarte aquí,
secreta y mía. A salvo.
En esta tierra incierta,
sin más ley,
donde todos ciudamos,
celosamente,
lo robado.


Ronda

I

Trazo rozando apenas tu cuerpo estremecido.
Apenas una insinuación de rumbos y veredas,
me pone a lomos de un caballo estrepitoso, resoplante.
Me acerco así,
a trote, sin medir las consecuencias:
Me reciben ahí tus ojos de paloma amartillada,
las ganas recelosas de tu vientre,
tus pechos como peces,
escapando.

Y vuelvo atrás entonces, tasco el freno,
jalo la rienda rezongada de dulcísimos deleites,
sosiego el fanfarrón envío que avanza de mi carne
y quedo ahí de pie,
de firme piedra.
Mientras un ventarrón helado se desploma sobre el día.

II

Toros en brama, enardecidos búfalos
me yerguen a tu lado,
me dejan largamente así: sublime, absurdo,
obvio como un adolescente sin palabras
al que de pronto lo despierta
el mar y su jadeo,
el ardoroso tacto del tapir
creciendo entre las ingles.

III

Y soy entonces, vívidamente,
sólo una cosa ya:
un hombre en llamas en tu nombre.
Sin luz.
Sin paz.
Y enamorado.


Reincidencias

Otra vez el amor
-uñas y dientes-,
me vuelve en sus linderos
presa fácil,
carne ciega
y palpitante.


En señal del cuerpo

En señal del cuerpo,
otro cuerpo tal vez: otros muslos, otros ojos,
el anafre encendido de tu sexo.

En señal de tu cuerpo, el mío;
sudores, semen y barro,
el calvero oprobioso de la frente,
las vísceras también,
las suaves vísceras,
donde nos sigue trabajando el tiempo.


ADHERENCIAS


Epistolar

Arroja tus mensajes por los quicios de mi pierta,
Escríbeme que aún vives. Que me amas.
O que me amaste un día
y hoy no soy sino tu ropa sucia,
tu zapatilla escasa.
Escríbeme, por Dios.
Yo guardaré en un libro
cada línea de tu mano,
para que en otros días,
en lentas horas de ceniza y desaliento,
si acaso las reencuentro por ahí,
me alumbren al mirarlas todavía.


Pendientes

A estas horas, en estas húmedas alturas,
mientras convoco el sueño
y pienso sin ningún propósito en tu nombre,
las breves cosas por hacer, las breves brasas,
hoy, tibia y sosegadamente,
cómo me lastiman.


Verano

Cielos convulsos.
El blando tepozán hamaca la llovizna.
Crece la hierba ociosa y la oquedad.

En días así estuvimos juntos, tibios, azulados.
Y el agua que caía despacio,
gota a gota,
nos cubría de luto.


Estragos uno

Voy a acostarme junto a ti.
Ninguna hora puede ser más fría que ésta.

Charles Simic

Voy a tenderme aquí, contigo,
para escuchar tu aliento:
va y viene a tropezones,
a tumbos.
Cayendo como una oscura piedra sin destino.

Te oigo dormir así,
y pienso en lo ardorosamente ingrato
de este invierno,
en sus estragos,
en la difícil vida de las calles a estas horas:
cómo se agosta el lúpulo dos veces
y cómo cesa, herida, la imposible jacaranda.

Así estos días que vivimos contra el muro,
desolados.
Así este invierno triste,
escarchándonos la mesa.


Estragos dos

Hoy nos sorprende el año
atizando un fogón convaleciente.
Tu mano es aún la misma,
pero en tus ojos
se asienta una mujer de sables y vivísimas tormentas,
y un dragón que vela adormilado entre tus pies.

A lo lejos,
un viento como no conocimos
estremece los árboles invictos,
se atribula de extraños peces y otras necedades.

Vienen los días presentes como toros bravos.
Es verdad.
Y uno cambia entonces, muda, irremediablemente,
como para no morir:
Se aherrojan las puertas y ventanas,
se alambra con púas,
en torno,
entre la suave grama y los verdes toronjiles.

Así de pronto se tuercen los caminos.
Se enturbian así de pronto las noches y los días.
Y un agua revulsa,
de pestilentes flores,
se extiende lentamente a tu pesar en todo.


Distintas direcciones

Es jueves. Vuelve el arrayán de oscuros pensamientos.
Tu mirada es pozo que no acaba de caer.
Las orillas también anuncian sus derumbes.

En este sitio ardieron las almenas -incendiadas-.
Se hundió otra vez como antes: de nuevo dos
-grumo disperso-,
flotando con distintas direcciones.


Adherencias

Despertamos nadando en sedimentos.
El salitre prueba que hemos dormido
y que pasó el agua en tanto,
un viento despacioso.
Y no un verano: toda una vida,
que no tendremos sitio alguno
(ni hora amarga y suficiente)
para llorar lo justo.


Saldos

Rastros de cerdos y comida rancia
por el suelo.

Así que en esto acaba todo,
la insensata juventud,
los claros pensamientos circunflejos,
el raído fervor
de la extasiada alcoba,
los afanes tristes.
Y los días.

Así que en esto acaba todo,
me pregunto.


Primera edición.
Este libro se terminó de editar
en prensa virtual el 15 de junio de 1998
y su edición consta de visitantes.

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