Altuna, Elena |
1. La
crónica en el reciente fin de siglo
Las rápidas transformaciones de
los espacios urbanos en las últimas dos décadas del siglo XX, la presencia de
nuevos actores en el campo social, la vivencia de una temporalidad acelerada
amenazando borrar las huellas de la memoria más reciente, tanto como la
necesidad de testimoniar estos cambios, han conducido a una renovada emergencia
de la crónica en el campo literario latinoamericano. Las crónicas
expresan la intensidad con que el nuevo orden ha arrasado con un imaginario
hegemónico de larga data, fundado en sólidas oposiciones –la ciudad y el campo,
la alta cultura y la cultura popular, la oligarquía, la clase media y el
campesinado, lo público y lo privado-. Cuando las condiciones socioeconómicas
obligaron, desde la segunda mitad del siglo, a la migración acelerada de vastos sectores poblacionales hacia los
centros capitalinos, cuando la acumulación del capital adquirió rasgos
transnacionales y colapsó la concepción del estado-nación, se produjo el
quiebre de aquellas oposiciones. En buena medida, hoy la crónica se hace cargo
de estas transformaciones al encarar la tarea de testimoniar el presente de las
grandes ciudades en su abigarrada heterogeneidad.
La
relativa brevedad de este tipo de textos se adecua al ritmo impuesto por la
fugacidad de lo cotidiano; en ese sentido, las crónicas son escrituras
urgentes, instantáneas que captan los efectos de los modelos impuestos por los
medios masivos, las señas de identidad grupales, las leyendas urbanas, las
nuevas formas de sociabilidad, los contrastes arquitectónicos que exponen el
paisaje de las desigualdades exacerbadas por las políticas neoliberales de los
ochenta, el sentimiento de orfandad en el centro de la multitud. Son textos que
atestiguan el traumático encuentro entre política, economía y subjetividad en
el pasaje del siglo XX hacia un porvenir de incertidumbres.
Contradiciendo
las versiones institucionalizadas por las dictaduras y los gobiernos neoliberales,
la crónica contemporánea propone un ejercicio de la memoria que obra como
resistencia ante las amnesias colectivas y como alternativa ante la seducción
de lo pasajero. A ella parece convenirle la distinción que entre memoria e
historia establece Joël Candau:
... la
memoria no es la historia. Ambas son representaciones del pasado, pero la
segunda
tiene como objetivo la exactitud de la representación en tanto que lo
único
que pretende la primera es ser verosímil. Si la historia apunta a aclarar lo
mejor
posible el pasado, la memoria busca, más bien, instaurarlo, instauración
inmanente
al acto de memorización. La historia busca revelar las formas del pa-
sado, la
memoria las modela, un poco como lo hace la tradición. La preocupa-
ción de
la primera es poner orden, la segunda está atravesada por el desorden
de la
pasión, de las emociones y de los afectos.
(2002: 56)
El
interés actual de los lectores por la crónica, el testimonio, las autobiografías
y las memorias parece responder a la búsqueda de narrativas que expresan, no
esa “memoria histórica” que, de acuerdo
con Halbwachs, sería “prestada, aprendida, escrita, pragmática, larga y
unificada” (cit. en Candau 2002: 56), sino una memoria vivida, oral, que no
obtura la subjetividad; la fragmentada memoria que se entrama en las
identidades grupales.
2. La urgencia crónica
A
estos aspectos que, en orden a la tematización y a la transitoriedad[1],
constituyen rasgos de la crónica urbana contemporánea, se suman las
características inherentes al género:
su hibridez o permeabilidad, como se prefiera, su capacidad para dar cabida al
espectro de la lengua, desde la representación de la oralidad hasta las figuras
retóricas más elaboradas, que le otorgan una potencia connotativa propia del
poema en prosa. Esa “bastardía del subgénero crónica” -según la caracterizara Lemebel (2004)- habilita la presencia de
la heteroglosia. El zigzagueante ir y venir de una a otra voz, generalmente a
través del estilo indirecto libre, construye de esta manera un discurso
atravesado por un vocabulario exquisito, por momentos hiperculto, así como por expresiones populares, o bien propias de
un argot referido al género y a modos de encarar el amor y la sexualidad
estigmatizados por una sociedad que los relega a la subalternidad.
La
opción por la temática urbana remite estas crónicas a las escritas por los
modernistas; sin embargo, frente a ellas se acentúa la posición declaradamente
impugnadora de los efectos de la modernidad exacerbada. Esa postura crítica se
perfila en el estrecho contacto que media entre la mirada del cronista y el
objeto observado, aspecto que, por otra parte, caracteriza a las nuevas
sociedades, en las que el contraste emerge de la yuxtaposición de lo diverso.
Ello permite postular que la variación en el grado de lejanía o cercanía
constituye una diferencia esencial a la hora de confrontar las crónicas del
siglo XIX y las del pasaje XX-XXI. Si
acudimos al ejemplo paradigmático de José Martí, comprometido política y
espiritualmente con el hombre de la multitud, no deja de advertirse la
distancia interpuesta entre la mirada y la escena descripta; el cronista puede
participar afectivamente de un ritual común, pero no se confunde con quienes
intervienen en él. Esta distancia posibilita elaborar un segundo discurso de
tipo político y moral, que canaliza su filosofía espiritualista y su axiología
esperanzada.
Por el
contrario, este nuevo sujeto se posiciona en un lugar imaginario de pasaje
y contacto entre los sectores que habitan la geografía urbana[2].
Desde ese lugar de desplazamiento habla las lenguas de los grupos, sin ceder su
perspectiva de cronista, para deshilvanar historias mínimas de mujeres y de
hombres comunes, para avivar el recuerdo de los personeros del pinochetismo, la
suma de complicidades y resistencias proyectadas sobre el fondo de la ciudad de
Santiago de Chile, que el prisma de la crónica descompone en muchas ciudades:
la capital posmoderna y neoliberal de las últimas décadas con su espejismo
monumentalista de vidriados rascacielos, la chatura de la población con su
arquitectura bizarra, la barriada con aspiraciones, el parque público, la
esquina, la escalera.
Ese
universo urbano heterogéneo es recreado mediante un cuidadoso trabajo de la
lengua, que parodiza intercalando el comentario a lo dicho con mordacidad
desmitificadora. Un conceptismo neobarroco recorre De perlas y cicatrices.
Crónicas radiales publicadas en 1998, también presente en La Esquina
es mi corazón (1995) y Loco Afán. Crónicas de sidario (1996). Quizás sea esa textura plástica de la lengua
la que religa estos textos a la tradición inaugurada por ese fundador de la
crónica latinoamericana que fue José Martí, en la medida en que Pedro Lemebel
recrea la calidad de “pequeñas obras fúlgidas” que el cubano pretendía de esta
clase de textos.
3. Huellas de la memoria
Las
crónicas reunidas en De perlas y
cicatrices fueron inicialmente
leídas por su autor en un micro programa radial diario de diez minutos, en una
emisora feminista. Ambientadas con el fondo de la música popular, su paso al
dominio de la letra retiene algo de esa
respiración de la melodía en los títulos y subtítulos de las crónicas, así como
en los segmentos paratextuales. Estructura compleja que busca descomponer el
objeto, des-colocarlo del lugar al que tanto la vulgata como la doxa
lo han condenado; desde la urdiembre inicial, entonces, el objeto se encuentra
sometido a un trompe l’oeil que opera por desplazamiento, condensación y
expansión significante.
El epígrafe de la
sección inicial, tomado de una canción de Lucho Barrios: “Golpe con golpe yo
pago, beso con beso devuelvo”, alerta, en su despliegue en quiasmo, especular y
opositivo, respecto de un procedimiento general en la composición de la crónica
lemebeliana: el desplazamiento de la unidad semántica desde su contexto
original y la consecuente inversión paródica. La desviación de la frase
lexicalizada “ojo por ojo, diente por diente” desde el discurso religioso hacia
una retórica de la pasión, primero, que luego deviene alusión política,
actualiza con nuevos sentidos la fórmula originaria sin que se pierda su
rastro. Principio de una justicia equitativa que opone, al golpe militar del
’73 en Chile con su secuela de violencia y silenciamiento, el golpe de una
escritura sobre la memoria. Las crónicas obran como denuncia, recordatorio y
resistencia ante la pulsión de olvido y la anomia de la cultura posmoderna:
“Retratos, atmósferas, paisajes, perlas y cicatrices que eslabonan la reciente
memoria, aún recuperable, todavía entumida en la concha caricia de su tibia
garra testimonial.”, se lee en el prólogo (1998: 6).
Los
textos, que recrean sucesos, paisajes y personajes de cuatro décadas, revelan
la voluntad de ahondar en el olvido-cicatriz que todavía conserva la herida
bajo la dura costra impuesta por los días. “Tendría que arremangarme los años
para recordar”, “Estos improbables pespuntes memoriales”, “Quizás sería posible
rescatar”, “Si hago el esfuerzo de recordar”, “Casi lo conocí”, “Desde dónde
acaso se puede invocar una vida tan corta”, constituyen un muestreo de los
sintagmas con los que Lemebel inicia sus crónicas. La presencia de los
adverbios y el uso del potencial canaliza el modo de la conjetura que es
propio del ejercicio de la memoria, asomando lentamente por las rendijas de la
escritura. Ese modo diseña, paralelamente, un lugar del hablante impreciso,
avanzando vacilante entre retazos de cronología, exponiendo lo fragmentario del
recuerdo; la opción es –siempre- la versión, pero una versión que se niega a
aceptar la oficial. En otras crónicas, la memoria se impone pertinaz, a través
de una reiteración que busca anular la ausencia:
Y
fueron tantas patadas, tanto amor descerrajado por la violencia de los allana-
mientos.
Tantas veces nos preguntaron por ellos […] Por eso, para que la ola
turbia
de la depresión no nos hiciera desertar, tuvimos que aprender a sobrevi-
vir llevando de la mano
a nuestros Juanes, Marías, Anselmos, Cármenes, Luchos y Rosas. Tuvimos que
cogerlos de sus manos crispadas y apechugar con su frágil carga […] No podíamos
dejarlos descalzos […] No podíamos dejarlos solos, tan muertos en esa tierra de
nadie […] No podíamos dejar esos ojos queridos tan huérfanos […] Nos obligamos
a soñarlos porfiadamente, a recordar una y otra vez su manera de caminar, su
especial forma de golpear la puerta […] Nuestros muertos están cada día más
vivos, cada día más jóvenes, cada día más frescos, como si rejuvenecieran
siempre […] en un temblor de abrazos y sudor de manos, donde no se seca la
humedad porfiada de su recuerdo. (1998: 102-103)
La
figura de la geminatio permite
entonces, en su deriva inacabable, la fijación del objeto, que regresa por el
exorcismo de la palabra al lugar donde lo ausente se transmuta en una forma de
presencia casi física.
La
recuperación de la memoria supone una operación ideológica fuerte, que Lemebel
practica respecto de una serie de temas. Ellos responden a un programa en el
que intervienen la cuestión de la identidad homosexual, las amnesias sociales
(traumáticas en el caso de la era pinochetista y barnizadas en el siguiente
periodo neoliberal, ese “reconciliado carnaval” que continuó enmascarando de
olvido lo que no podía dejar de recordarse), la versión hegemónica de la
historia de Chile y los relatos fundacionales de la chilenidad. En
este sentido, es evidente que un modo de recrear la memoria consiste en
desconstruir esa historia y sus mitos. Lemebel esboza una versión alternativa
de la historia de un país al que no duda en calificar de “un país equivocado
donde la gente es fea y ordinaria”, a contrapelo de los aires de “la nobleza
pioja”; un “país perejil”, “un país narciso”,
un “peladero”, “un eriazo”, denominación ésta que coincide con “[d]el
eriazo remoto y presuntuoso” de Enrique Lihn en su poema “Nunca salí del
horroroso Chile”.
Dos
crónicas pueden ejemplificar las formas de interpelación al pasado. “Caupolicán
(o la virilidad empalada del alma araucana)”[3],
remite a la conquista. El cronista lee los hechos en el “Poema de Chile”: La
Araucana de Alonso de Ercilla, estilizada versión al itálico modo de
una de las más cruentas guerras de conquista en la frontera imperial. En ese
poema, la heroicidad española confronta con la bravura indígena; pero para que
la primera exista, para que el nombre de Pedro de Valdivia concentre los
valores hispánicos, se torna necesaria la presencia de un oponente de idénticas
dimensiones; de allí que Caupolicán sea uno de los pocos caudillos indígenas
que pasaron a la historia con nombre propio. En esa sodomización simbólica que
significó el tormento del empalamiento se puede leer la contradictoria
construcción de la “chilenidad”. El mito de la virilidad chilena despunta en el
relato del suplicio precisamente allí
donde se señala que fue sufrido sin emitir una sola queja, sin claudicar al
dolor. Lemebel descree de esa virilidad, exaltada literariamente; en la
realidad su contrapartida fue la
humillación del indígena, todavía percibible, a cinco siglos, en el gesto de
los “nuevos caupolicanes” que bajan la voz al pronunciar su apellido mapuche.
Por eso, el interrogante de la crónica cuestiona el relato fundacional del
héroe y del machismo nacional: “¿Desde qué memoria se podría reafirmar o
desmitificar la cárcel extrema sobre la virilidad semental que acuña el escrito
castellano? ¿Desde qué retazo, mestizado por cierto, habría que nombrarlo
hoy?”. Son, pues, los efectos que sobre el presente tiene la mitificación del
pasado, los que se examinan y se discuten en los textos referidos a la chilenidad.
Otra
figura del pasado es objeto de parodia, a través de la crítica a un modelo
femenino que Lemebel rechaza por impostado. ”La Quintrala de Cumpeo (o ‘Raquel,
la soberbia hecha mujer’)” es una crónica que trabaja en dos planos: el Chile
de los ochenta y el siglo XVII. Fue durante el periodo pinochetista que se
realizó una serie televisiva titulada “La Quintrala” (1990) protagonizada por
Raquel Argandoña; la actriz representaba los valores y el tipo de belleza (“el
modelo respingón de esta niña con aires de patrona”) erigidos en modelo por el
sector hegemónico de la burguesía amiga del régimen, esa “realeza chatarra de
Santiago” que siempre desdeñó al pueblo. El personaje histórico –Catalina de
los Ríos y Lisperguer- constituye uno de los mitos de la región y de la nación.
Las opiniones respecto de esta figura son divergentes; unos la imaginaron de
una belleza enigmática, otros la vieron como un marimacho; lo cierto es que
descendía de nobles linajes y era heredera de una inmensa fortuna, lo que le
otorgó un poder ante el cual retrocedieron todos quienes trataron de detener un
accionar que no hallaba ley. La leyenda cuenta que fue sacrílega, que asesinó a
amantes y torturó sistemáticamente a los indios de sus haciendas. Su figura se
halla ligada a la mentalidad de la aristocracia decimonónica que fincaba su
linaje en la colonia; tanto es así que la tradición conservó un dicho: “En
Santiago, el que no es Lisperguer es mulato”. La Quintrala es una de esas
figuras femeninas de la colonia que, en el caso de Chile, fue construída por el
más conspicuo historiador del siglo XIX, don Benjamín Vicuña Mackenna, quien en
1877 escribió Los Lisperguer y la Quintrala. No es casual, entonces,
que, para “el glamour sangrado de los ochenta”, se reavivara un mito en el que
lo femenino se entrecruza con rasgos de un autorismo caro a la dictadura. En
esas crónicas que Lemebel dedica a los mitos de la chilenidad o a los
personeros del régimen, se concentra la crítica a un país empeñado en olvidar.
4. El paisaje de la orfandad
El escenario de las
crónicas es la ciudad y sus poblaciones marginales; la mirada del cronista
se desplaza entre el pasado y el presente, sobreimpresos fantasmáticamente
en los espacios recorridos. La tensión que ese pasaje genera entre la memoria
y el olvido se vierte en una lengua retóricamente conceptista, como la concibiera
Baltasar Gracián en su Agudeza y arte
de ingenio: la persecusión de la correspondencia entre los objetos, abierta
hacia la semejanza pero también hacia el contraste y la sustitución. Estos
aspectos son centrales en la escritura de las crónicas para dar cuenta de
las contradicciones urbanas del presente.
Como si de un paraguazo
nos hubieran borrado el recuerdo, andamos por ahí, deambulando en un paisaje
extraño, tratando de recuperar la ciudad perdida donde nacimos […] La ciudad
conflicto y cementada contradicción que nos enseñó el duro oficio de creernos
habitantes de sus calles resecas de smog y cansancio. (1998: 182)
No
se trata, por supuesto, de una perspectiva nostálgica, sino de la negativa a
aceptar la uniformidad de un presente y de una memoria institucionalmente
impuestas. Aun si la noción de “memoria colectiva” puede ser hoy cuestionada
desde el ámbito de la antropología social, es evidente que lo que aquí se trata
de retener mediante las crónicas es una versión de los hechos que pone en
cuestión el discurso hegemónico en una ecuación cuyas piezas no nos resultan
ajenas: las dictaduras y el séquito de cómplices, las democracias endebles que
pactan perdones y olvidos, el modelo neoliberal implantado a rajatabla en las
más dispares realidades, el simulacro de la concertación social, en fin.
En De perlas y cicatrices es una constante
el acudir al vocabulario del montaje espacial: escenografía, maquillaje,
utilería, maqueta, travestismo urbanero y todos sus derivados dan expresión a
un paisaje urbano despersonalizado en la reproducción de lo idéntico: edificios
vidriados, galerías de arte, avenidas y subterráneos inventados por urbanistas
que, dice Lemebel, “pretende[n] pavimentar la memoria con plástico y acrílico
para sumirnos en una ciudad sin pasado, eternamente joven y siempre al
instante…” (1998: 182). Otra vez, una memoria selectiva que preserva el gusto
aristocrático en desmedro de los barrios familiares, de casas bajas y mamparas.
La “memoria de los pobres” parece no tener cabida en el diseño de las urbes
posmodernas recreadas para el turismo extranjero. Retorno de gestos miméticos
típicos de los colonizados, subterfugios para encubrir el resentimiento del “no
ser como”, desnudados en los subtitulos: “El río Mapocho (o “El Sena de
Santiago, pero con sauces”), “Un país de récords (o ‘el mojón más largo del
mundo’)”.
El
recurso al pastiche, como reunión de diferentes niveles léxicos y aún de
códigos distintos para lograr el efecto de extrañamiento que canaliza la
intención satírica es general en estos casos, así como la dilogia: “los fulgores del golpe”, “La Patrona de Chile […] que no
pisa el suelo porque viene de paso”, “la cara en llamas de la dictadura”.
Procedimientos que atienden a la ley de la
sustitución para la cual el desplazamiento metonímico remite a la idea de
reproducción del vacío; así va creándose
la cadena semántica que enlaza a hombres y mujeres, animales y plantas
en el sentimiento de orfandad violento que provoca “la modernidad uniformada de la ciudad light”. Prevalece, no
obstante, como procedimiento que trata
de mantener la diferencia en un horizonte desrealizado, ese conceptismo que Roberto Paoli (1988: 953)
enmarca bajo dicha ley, el discurso
de la hipóstasis, es decir, el cambio
de categoría funcional que absorbe los matices en una expresividad ambigua y
permite la emergencia de la función poética. Unos pocos ejemplos bastarán para
dar cuenta de cómo estos rasgos estilísticos se ponen al servicio de la
sociabilidad del decir que encarna la crónica urbana: “el nombre araucano
tizado en la memoria de un muro”, “trepan por los andamios de la pobreza”,
“difíciles de recuperar pero aún tibios en la boca arrugada de la utopía”, “un
ascensor de carne mojada”, “la nobleza pioja”, “la mala leche geográfica del
país”, “país narciso”.
Como contrafiguras de los representantes de la “carcajada
neoliberal”, Pedro Lemebel recupera en
otras crónicas, desde el fondo oscuro de los años pinochetistas, el rostro de relicario de la niña detenida
desaparecida junto a sus padres, la cara quemada de Carmen Gloria Quintana, el
testimonio de Karin Eitel, rescatado de la ignominia de una confesión obligada
por el video de Lotty Rosenfeld, o el recuerdo en claroscuro de Miria
Contreras, la compañera de Allende. Las crónicas de estas “cicatrices”, a
diferencia de las anteriores, son trabajadas sin ironía. No hay en ellas reproducción, sino producción de memoria.
Las
crónicas reunidas en De perlas y
cicatrices constituyen, desde esta perspectiva según la cual el trabajo de
la lengua conlleva el trabajo de la memoria, un modo alternativo de contar la
historia. Atravesadas por “el desorden de la pasión, de las emociones y de los
afectos”, como apunta Candau, estas crónicas instalan la necesaria diferencia
en la estructura de la pobre imaginería posmoderna.
[1] “La transitoriedad del género como
protocolo discursivo subrayará, como un flujo de investigación poética, la otra
escena, la del género como sexualidad transgenérica, fluida y antiprotocolar.
En efecto, en los años 80, cuando la literatura había sido marginalizada por
los aparatos de la dictadura [...] Pedro Lemebel y Francisco Casas fundan el
colectivo de arte Yeguas del Apocalipsis (1987) [...] ‘Quizás esa primera
experimentación con la plástica, la acción de arte... fue decisiva en la
mudanza del cuento a la crónica. Es posible que esa exposición corporal en un
marco político fuera evaporando la receta genérica del cuento... el intemporal
cuento se hizo urgencia crónica...’ recuerta Lemebel.” En: http://
www.letras.s5.com/archivolemebel..htm.
[2] En
el estudio dedicado a Loco afán, Andrea Ostrov aporta una perspectiva
sugerente, al recordarnos que la urbs designa la estructura material, el
espacio físico de la ciudad, en tanto que civitas refiere a la ciudad en
sus modos de vida, sus instituciones y relaciones sociales. Esta distinción le
permite señalar que “...las crónicas urbanas de Pedro Lemebel se instalan
precisamente en el punto donde la urbs y la civitas resultan
mutuamente determinantes: los textos establecen permanentemente una tensa
vinculación entre la periferia y los barrios pobres de Santiago de Chile y
ciertas prácticas sexuales marginales que transcurren en esos espacios...”
(2003: 100). En Loco afán esta vinculación es permanentemente
tematizada; no ocurre lo mismo con las crónicas de De perlas y cicatrices,
en las que la ciudad, sus escenarios y sus grupos son captados desde diferentes
ángulos, en un propósito de asir la memoria de aquello que parece condenado al
rápido descarte.
3
Esta crónica pertenece al libro NEFANDO. Crónicas de un pecado. En:
http:// www.letras.s5.com/archivolemebel..htm.
BIBLIOGRAFIA:
Candau, Jöel, Antropología de la memoria.
Buenos Aires: Biblos, 2002.
Costa,
Flavia, “Yo acuso”. Entrevista a Pedro Lemebel. Revista de Cultura Ñ. 46.
Buenos Aires.14 de agosto de 2004. pp. 6-9.
Lemebel,
Pedro, De perlas y cicatrices. Crónicas radiales. Santiago de Chile:
LOM, 1998.
Lemebel,
Pedro, “CAUPOLICAN (o la virilidad empalada del alma araucana)”, en NEFANDO. Crónicas de un
pecado. http:// www.letras.s5.com/ archivolemebel.htm (PROYECTO PATRIMONIO.
Escritores y Poetas en Español. Página Chilena al servicio de la Cultura.
Iniciada en Santiago de Chile en Agosto del año 2000. Editada y Dirigida por
Luis Martínez Solorza).
Ostrov,
Andrea, “Las crónicas de Pedro Lemebel: un mapa de las diferencias”, en Celina
Manzoni Editora, La fugitiva contemporaneidad. Narrativa latinoamericana
1990- 2000. Buenos Aires: Corregidor, 2003: 97-119.
Paoli,
Roberto, “El lenguaje conceptista de César Vallejo”. Cuadernos
Hispanoamericanos. Junio-Julio 1988, # 456-57, Volumen II: 945-959.