‹‹‹‹ ÍNDICE


PEDRO LEMEBEL: CRÓNICAS DE LA ORFANDAD URBANA

Altuna, Elena
Universidad Nacional de Salta

                                   

 

1. La crónica en el reciente fin de siglo

Las rápidas transformaciones de los espacios urbanos en las últimas dos décadas del siglo XX, la presencia de nuevos actores en el campo social, la vivencia de una temporalidad acelerada amenazando borrar las huellas de la memoria más reciente, tanto como la necesidad de testimoniar estos cambios, han conducido a una renovada emergencia de la crónica en el campo literario latinoamericano. Las crónicas expresan la intensidad con que el nuevo orden ha arrasado con un imaginario hegemónico de larga data, fundado en sólidas oposiciones –la ciudad y el campo, la alta cultura y la cultura popular, la oligarquía, la clase media y el campesinado, lo público y lo privado-. Cuando las condiciones socioeconómicas obligaron, desde la segunda mitad del siglo, a la migración acelerada  de vastos sectores poblacionales hacia los centros capitalinos, cuando la acumulación del capital adquirió rasgos transnacionales y colapsó la concepción del estado-nación, se produjo el quiebre de aquellas oposiciones. En buena medida, hoy la crónica se hace cargo de estas transformaciones al encarar la tarea de testimoniar el presente de las grandes ciudades en su abigarrada heterogeneidad.

La relativa brevedad de este tipo de textos se adecua al ritmo impuesto por la fugacidad de lo cotidiano; en ese sentido, las crónicas son escrituras urgentes, instantáneas que captan los efectos de los modelos impuestos por los medios masivos, las señas de identidad grupales, las leyendas urbanas, las nuevas formas de sociabilidad, los contrastes arquitectónicos que exponen el paisaje de las desigualdades exacerbadas por las políticas neoliberales de los ochenta, el sentimiento de orfandad en el centro de la multitud. Son textos que atestiguan el traumático encuentro entre política, economía y subjetividad en el pasaje del siglo XX hacia un porvenir de incertidumbres.

Contradiciendo las versiones institucionalizadas por las dictaduras y los gobiernos neoliberales, la crónica contemporánea propone un ejercicio de la memoria que obra como resistencia ante las amnesias colectivas y como alternativa ante la seducción de lo pasajero. A ella parece convenirle la distinción que entre memoria e historia establece Joël Candau:

 

... la memoria no es la historia. Ambas son representaciones del pasado, pero la

segunda tiene como objetivo la exactitud de la representación en tanto que lo

único que pretende la primera es ser verosímil. Si la historia apunta a aclarar lo

mejor posible el pasado, la memoria busca, más bien, instaurarlo, instauración

inmanente al acto de memorización. La historia busca revelar las formas del pa-

sado, la memoria las modela, un poco como lo hace la tradición. La preocupa-

ción de la primera es poner orden, la segunda está atravesada por el desorden

de la pasión, de las emociones y de los afectos.  (2002: 56)

 

         El interés actual de los lectores por la crónica, el testimonio, las autobiografías y las memorias parece responder a la búsqueda de narrativas que expresan, no esa  “memoria histórica” que, de acuerdo con Halbwachs, sería “prestada, aprendida, escrita, pragmática, larga y unificada” (cit. en Candau 2002: 56), sino una memoria vivida, oral, que no obtura la subjetividad; la fragmentada memoria que se entrama en las identidades grupales.

 

2. La  urgencia crónica

         A estos aspectos que, en orden a la tematización y a la transitoriedad[1], constituyen rasgos de la crónica urbana contemporánea, se suman las características inherentes al  género: su hibridez o permeabilidad, como se prefiera, su capacidad para dar cabida al espectro de la lengua, desde la representación de la oralidad hasta las figuras retóricas más elaboradas, que le otorgan una potencia connotativa propia del poema en prosa. Esa “bastardía del subgénero crónica”  -según la caracterizara Lemebel (2004)- habilita la presencia de la heteroglosia. El zigzagueante ir y venir de una a otra voz, generalmente a través del estilo indirecto libre, construye de esta manera un discurso atravesado por un vocabulario exquisito, por momentos hiperculto, así como  por expresiones populares, o bien propias de un argot referido al género y a modos de encarar el amor y la sexualidad estigmatizados por una sociedad que los relega a la subalternidad.

La opción por la temática urbana remite estas crónicas a las escritas por los modernistas; sin embargo, frente a ellas se acentúa la posición declaradamente impugnadora de los efectos de la modernidad exacerbada. Esa postura crítica se perfila en el estrecho contacto que media entre la mirada del cronista y el objeto observado, aspecto que, por otra parte, caracteriza a las nuevas sociedades, en las que el contraste emerge de la yuxtaposición de lo diverso. Ello permite postular que la variación en el grado de lejanía o cercanía constituye una diferencia esencial a la hora de confrontar las crónicas del siglo XIX y las del pasaje XX-XXI.  Si acudimos al ejemplo paradigmático de José Martí, comprometido política y espiritualmente con el hombre de la multitud, no deja de advertirse la distancia interpuesta entre la mirada y la escena descripta; el cronista puede participar afectivamente de un ritual común, pero no se confunde con quienes intervienen en él. Esta distancia posibilita elaborar un segundo discurso de tipo político y moral, que canaliza su filosofía espiritualista y su axiología esperanzada.

Por el contrario, este nuevo sujeto se posiciona en un lugar imaginario de pasaje y contacto entre los sectores que habitan la geografía urbana[2]. Desde ese lugar de desplazamiento habla las lenguas de los grupos, sin ceder su perspectiva de cronista, para deshilvanar historias mínimas de mujeres y de hombres comunes, para avivar el recuerdo de los personeros del pinochetismo, la suma de complicidades y resistencias proyectadas sobre el fondo de la ciudad de Santiago de Chile, que el prisma de la crónica descompone en muchas ciudades: la capital posmoderna y neoliberal de las últimas décadas con su espejismo monumentalista de vidriados rascacielos, la chatura de la población con su arquitectura bizarra, la barriada con aspiraciones, el parque público, la esquina, la escalera.

Ese universo urbano heterogéneo es recreado mediante un cuidadoso trabajo de la lengua, que parodiza intercalando el comentario a lo dicho con mordacidad desmitificadora. Un conceptismo neobarroco recorre De perlas y cicatrices. Crónicas radiales publicadas en 1998, también presente en La Esquina es mi corazón (1995) y Loco Afán. Crónicas de sidario (1996).  Quizás sea esa textura plástica de la lengua la que religa estos textos a la tradición inaugurada por ese fundador de la crónica latinoamericana que fue José Martí, en la medida en que Pedro Lemebel recrea la calidad de “pequeñas obras fúlgidas” que el cubano pretendía de esta clase de textos.

 

3. Huellas de la memoria

         Las crónicas reunidas en De perlas y cicatrices  fueron inicialmente leídas por su autor en un micro programa radial diario de diez minutos, en una emisora feminista. Ambientadas con el fondo de la música popular, su paso al dominio de la letra retiene  algo de esa respiración de la melodía en los títulos y subtítulos de las crónicas, así como en los segmentos paratextuales. Estructura compleja que busca descomponer el objeto, des-colocarlo del lugar al que tanto la vulgata como la doxa lo han condenado; desde la urdiembre inicial, entonces, el objeto se encuentra sometido a un trompe l’oeil que opera por desplazamiento, condensación y expansión significante.

           El epígrafe de la sección inicial, tomado de una canción de Lucho Barrios: “Golpe con golpe yo pago, beso con beso devuelvo”, alerta, en su despliegue en quiasmo, especular y opositivo, respecto de un procedimiento general en la composición de la crónica lemebeliana: el desplazamiento de la unidad semántica desde su contexto original y la consecuente inversión paródica. La desviación de la frase lexicalizada “ojo por ojo, diente por diente” desde el discurso religioso hacia una retórica de la pasión, primero, que luego deviene alusión política, actualiza con nuevos sentidos la fórmula originaria sin que se pierda su rastro. Principio de una justicia equitativa que opone, al golpe militar del ’73 en Chile con su secuela de violencia y silenciamiento, el golpe de una escritura sobre la memoria. Las crónicas obran como denuncia, recordatorio y resistencia ante la pulsión de olvido y la anomia de la cultura posmoderna: “Retratos, atmósferas, paisajes, perlas y cicatrices que eslabonan la reciente memoria, aún recuperable, todavía entumida en la concha caricia de su tibia garra testimonial.”, se lee en el prólogo (1998: 6).

Los textos, que recrean sucesos, paisajes y personajes de cuatro décadas, revelan la voluntad de ahondar en el olvido-cicatriz que todavía conserva la herida bajo la dura costra impuesta por los días. “Tendría que arremangarme los años para recordar”, “Estos improbables pespuntes memoriales”, “Quizás sería posible rescatar”, “Si hago el esfuerzo de recordar”, “Casi lo conocí”, “Desde dónde acaso se puede invocar una vida tan corta”, constituyen un muestreo de los sintagmas con los que Lemebel inicia sus crónicas. La presencia de los adverbios y el uso del potencial canaliza el modo de la conjetura que es propio del ejercicio de la memoria, asomando lentamente por las rendijas de la escritura. Ese modo diseña, paralelamente, un lugar del hablante impreciso, avanzando vacilante entre retazos de cronología, exponiendo lo fragmentario del recuerdo; la opción es –siempre- la versión, pero una versión que se niega a aceptar la oficial. En otras crónicas, la memoria se impone pertinaz, a través de una reiteración que busca anular la ausencia:

 

         Y fueron tantas patadas, tanto amor descerrajado por la violencia de los allana-

         mientos. Tantas veces nos preguntaron por ellos […] Por eso, para que la ola

         turbia de la depresión no nos hiciera desertar, tuvimos que aprender a sobrevi-

          vir llevando de la mano a nuestros Juanes, Marías, Anselmos, Cármenes, Luchos y Rosas. Tuvimos que cogerlos de sus manos crispadas y apechugar con su frágil carga […] No podíamos dejarlos descalzos […] No podíamos dejarlos solos, tan muertos en esa tierra de nadie […] No podíamos dejar esos ojos queridos tan huérfanos […] Nos obligamos a soñarlos porfiadamente, a recordar una y otra vez su manera de caminar, su especial forma de golpear la puerta […] Nuestros muertos están cada día más vivos, cada día más jóvenes, cada día más frescos, como si rejuvenecieran siempre […] en un temblor de abrazos y sudor de manos, donde no se seca la humedad porfiada de su recuerdo. (1998: 102-103)

 

         La figura de la geminatio permite entonces, en su deriva inacabable, la fijación del objeto, que regresa por el exorcismo de la palabra al lugar donde lo ausente se transmuta en una forma de presencia casi física.

         La recuperación de la memoria supone una operación ideológica fuerte, que Lemebel practica respecto de una serie de temas. Ellos responden a un programa en el que intervienen la cuestión de la identidad homosexual, las amnesias sociales (traumáticas en el caso de la era pinochetista y barnizadas en el siguiente periodo neoliberal, ese “reconciliado carnaval” que continuó enmascarando de olvido lo que no podía dejar de recordarse), la versión hegemónica de la historia de Chile y los relatos fundacionales de la chilenidad. En este sentido, es evidente que un modo de recrear la memoria consiste en desconstruir esa historia y sus mitos. Lemebel esboza una versión alternativa de la historia de un país al que no duda en calificar de “un país equivocado donde la gente es fea y ordinaria”, a contrapelo de los aires de “la nobleza pioja”; un “país perejil”, “un país narciso”,  un “peladero”, “un eriazo”, denominación ésta que coincide con “[d]el eriazo remoto y presuntuoso” de Enrique Lihn en su poema “Nunca salí del horroroso Chile”.

         Dos crónicas pueden ejemplificar las formas de interpelación al pasado. “Caupolicán (o la virilidad empalada del alma araucana)”[3], remite a la conquista. El cronista lee los hechos en el “Poema de Chile”: La Araucana de Alonso de Ercilla, estilizada versión al itálico modo de una de las más cruentas guerras de conquista en la frontera imperial. En ese poema, la heroicidad española confronta con la bravura indígena; pero para que la primera exista, para que el nombre de Pedro de Valdivia concentre los valores hispánicos, se torna necesaria la presencia de un oponente de idénticas dimensiones; de allí que Caupolicán sea uno de los pocos caudillos indígenas que pasaron a la historia con nombre propio. En esa sodomización simbólica que significó el tormento del empalamiento se puede leer la contradictoria construcción de la “chilenidad”. El mito de la virilidad chilena despunta en el relato del suplicio  precisamente allí donde se señala que fue sufrido sin emitir una sola queja, sin claudicar al dolor. Lemebel descree de esa virilidad, exaltada literariamente; en la realidad su  contrapartida fue la humillación del indígena, todavía percibible, a cinco siglos, en el gesto de los “nuevos caupolicanes” que bajan la voz al pronunciar su apellido mapuche. Por eso, el interrogante de la crónica cuestiona el relato fundacional del héroe y del machismo nacional: “¿Desde qué memoria se podría reafirmar o desmitificar la cárcel extrema sobre la virilidad semental que acuña el escrito castellano? ¿Desde qué retazo, mestizado por cierto, habría que nombrarlo hoy?”. Son, pues, los efectos que sobre el presente tiene la mitificación del pasado, los que se examinan y se discuten en los textos referidos a la chilenidad. 

         Otra figura del pasado es objeto de parodia, a través de la crítica a un modelo femenino que Lemebel rechaza por impostado. ”La Quintrala de Cumpeo (o ‘Raquel, la soberbia hecha mujer’)” es una crónica que trabaja en dos planos: el Chile de los ochenta y el siglo XVII. Fue durante el periodo pinochetista que se realizó una serie televisiva titulada “La Quintrala” (1990) protagonizada por Raquel Argandoña; la actriz representaba los valores y el tipo de belleza (“el modelo respingón de esta niña con aires de patrona”) erigidos en modelo por el sector hegemónico de la burguesía amiga del régimen, esa “realeza chatarra de Santiago” que siempre desdeñó al pueblo. El personaje histórico –Catalina de los Ríos y Lisperguer- constituye uno de los mitos de la región y de la nación. Las opiniones respecto de esta figura son divergentes; unos la imaginaron de una belleza enigmática, otros la vieron como un marimacho; lo cierto es que descendía de nobles linajes y era heredera de una inmensa fortuna, lo que le otorgó un poder ante el cual retrocedieron todos quienes trataron de detener un accionar que no hallaba ley. La leyenda cuenta que fue sacrílega, que asesinó a amantes y torturó sistemáticamente a los indios de sus haciendas. Su figura se halla ligada a la mentalidad de la aristocracia decimonónica que fincaba su linaje en la colonia; tanto es así que la tradición conservó un dicho: “En Santiago, el que no es Lisperguer es mulato”. La Quintrala es una de esas figuras femeninas de la colonia que, en el caso de Chile, fue construída por el más conspicuo historiador del siglo XIX, don Benjamín Vicuña Mackenna, quien en 1877 escribió Los Lisperguer y la Quintrala. No es casual, entonces, que, para “el glamour sangrado de los ochenta”, se reavivara un mito en el que lo femenino se entrecruza con rasgos de un autorismo caro a la dictadura. En esas crónicas que Lemebel dedica a los mitos de la chilenidad o a los personeros del régimen, se concentra la crítica a un país empeñado en olvidar.

 

4. El paisaje de la orfandad

         El escenario de las crónicas es la ciudad y sus poblaciones marginales; la mirada del cronista se desplaza entre el pasado y el presente, sobreimpresos fantasmáticamente en los espacios recorridos. La tensión que ese pasaje genera entre la memoria y el olvido se vierte en una lengua retóricamente conceptista, como la concibiera Baltasar Gracián en su Agudeza y arte de ingenio: la persecusión de la correspondencia entre los objetos, abierta hacia la semejanza pero también hacia el contraste y la sustitución. Estos aspectos son centrales en la escritura de las crónicas para dar cuenta de las contradicciones urbanas del presente.

 

          Como si de un paraguazo nos hubieran borrado el recuerdo, andamos por ahí, deambulando en un paisaje extraño, tratando de recuperar la ciudad perdida donde nacimos […] La ciudad conflicto y cementada contradicción que nos enseñó el duro oficio de creernos habitantes de sus calles resecas de smog y cansancio. (1998: 182)

         

         No se trata, por supuesto, de una perspectiva nostálgica, sino de la negativa a aceptar la uniformidad de un presente y de una memoria institucionalmente impuestas. Aun si la noción de “memoria colectiva” puede ser hoy cuestionada desde el ámbito de la antropología social, es evidente que lo que aquí se trata de retener mediante las crónicas es una versión de los hechos que pone en cuestión el discurso hegemónico en una ecuación cuyas piezas no nos resultan ajenas: las dictaduras y el séquito de cómplices, las democracias endebles que pactan perdones y olvidos, el modelo neoliberal implantado a rajatabla en las más dispares realidades, el simulacro de la concertación social, en fin.

En De perlas y cicatrices es una constante el acudir al vocabulario del montaje espacial: escenografía, maquillaje, utilería, maqueta, travestismo urbanero y todos sus derivados dan expresión a un paisaje urbano despersonalizado en la reproducción de lo idéntico: edificios vidriados, galerías de arte, avenidas y subterráneos inventados por urbanistas que, dice Lemebel, “pretende[n] pavimentar la memoria con plástico y acrílico para sumirnos en una ciudad sin pasado, eternamente joven y siempre al instante…” (1998: 182). Otra vez, una memoria selectiva que preserva el gusto aristocrático en desmedro de los barrios familiares, de casas bajas y mamparas. La “memoria de los pobres” parece no tener cabida en el diseño de las urbes posmodernas recreadas para el turismo extranjero. Retorno de gestos miméticos típicos de los colonizados, subterfugios para encubrir el resentimiento del “no ser como”, desnudados en los subtitulos: “El río Mapocho (o “El Sena de Santiago, pero con sauces”), “Un país de récords (o ‘el mojón más largo del mundo’)”.

         El recurso al pastiche, como reunión de diferentes niveles léxicos y aún de códigos distintos para lograr el efecto de extrañamiento que canaliza la intención satírica es general en estos casos, así como la dilogia: “los fulgores del golpe”, “La Patrona de Chile […] que no pisa el suelo porque viene de paso”, “la cara en llamas de la dictadura”. Procedimientos que atienden a la ley de la sustitución para la cual el desplazamiento metonímico remite a la idea de reproducción del vacío; así va creándose  la cadena semántica que enlaza a hombres y mujeres, animales y plantas en el sentimiento de orfandad violento que provoca  “la modernidad uniformada de la ciudad light”. Prevalece, no obstante, como  procedimiento que trata de mantener la diferencia en un horizonte desrealizado, ese  conceptismo que Roberto Paoli (1988: 953) enmarca bajo dicha ley, el discurso de la hipóstasis, es decir, el cambio de categoría funcional que absorbe los matices en una expresividad ambigua y permite la emergencia de la función poética. Unos pocos ejemplos bastarán para dar cuenta de cómo estos rasgos estilísticos se ponen al servicio de la sociabilidad del decir que encarna la crónica urbana: “el nombre araucano tizado en la memoria de un muro”, “trepan por los andamios de la pobreza”, “difíciles de recuperar pero aún tibios en la boca arrugada de la utopía”, “un ascensor de carne mojada”, “la nobleza pioja”, “la mala leche geográfica del país”, “país narciso”.

          Como contrafiguras de los representantes de la “carcajada neoliberal”, Pedro  Lemebel recupera en otras crónicas, desde el fondo oscuro de los años pinochetistas,  el rostro de relicario de la niña detenida desaparecida junto a sus padres, la cara quemada de Carmen Gloria Quintana, el testimonio de Karin Eitel, rescatado de la ignominia de una confesión obligada por el video de Lotty Rosenfeld, o el recuerdo en claroscuro de Miria Contreras, la compañera de Allende. Las crónicas de estas “cicatrices”, a diferencia de las anteriores, son trabajadas sin ironía. No hay en ellas  reproducción, sino producción de memoria.

Las crónicas reunidas en De perlas y cicatrices constituyen, desde esta perspectiva según la cual el trabajo de la lengua conlleva el trabajo de la memoria, un modo alternativo de contar la historia. Atravesadas por “el desorden de la pasión, de las emociones y de los afectos”, como apunta Candau, estas crónicas instalan la necesaria diferencia en la estructura de la pobre imaginería posmoderna.



[1] “La transitoriedad del género como protocolo discursivo subrayará, como un flujo de investigación poética, la otra escena, la del género como sexualidad transgenérica, fluida y antiprotocolar. En efecto, en los años 80, cuando la literatura había sido marginalizada por los aparatos de la dictadura [...] Pedro Lemebel y Francisco Casas fundan el colectivo de arte Yeguas del Apocalipsis (1987) [...] ‘Quizás esa primera experimentación con la plástica, la acción de arte... fue decisiva en la mudanza del cuento a la crónica. Es posible que esa exposición corporal en un marco político fuera evaporando la receta genérica del cuento... el intemporal cuento se hizo urgencia crónica...’ recuerta Lemebel.” En: http:// www.letras.s5.com/archivolemebel..htm.

[2] En el estudio dedicado a Loco afán, Andrea Ostrov aporta una perspectiva sugerente, al recordarnos que la urbs designa la estructura material, el espacio físico de la ciudad, en tanto que civitas refiere a la ciudad en sus modos de vida, sus instituciones y relaciones sociales. Esta distinción le permite señalar que “...las crónicas urbanas de Pedro Lemebel se instalan precisamente en el punto donde la urbs y la civitas resultan mutuamente determinantes: los textos establecen permanentemente una tensa vinculación entre la periferia y los barrios pobres de Santiago de Chile y ciertas prácticas sexuales marginales que transcurren en esos espacios...” (2003: 100). En Loco afán esta vinculación es permanentemente tematizada; no ocurre lo mismo con las crónicas de De perlas y cicatrices, en las que la ciudad, sus escenarios y sus grupos son captados desde diferentes ángulos, en un propósito de asir la memoria de aquello que parece condenado al rápido descarte.

3 Esta crónica pertenece al libro NEFANDO. Crónicas de un pecado. En: http:// www.letras.s5.com/archivolemebel..htm.

BIBLIOGRAFIA:

 

Candau, Jöel, Antropología de la memoria. Buenos Aires: Biblos, 2002.

 

Costa, Flavia, “Yo acuso”. Entrevista a Pedro Lemebel. Revista de Cultura Ñ. 46. Buenos Aires.14 de agosto de 2004. pp. 6-9.

 

Lemebel, Pedro, De perlas y cicatrices. Crónicas radiales. Santiago de Chile: LOM, 1998.

 

Lemebel, Pedro, “CAUPOLICAN (o la virilidad empalada del alma araucana)”, en             NEFANDO. Crónicas de un pecado. http:// www.letras.s5.com/ archivolemebel.htm (PROYECTO PATRIMONIO. Escritores y Poetas en Español. Página Chilena al servicio de la Cultura. Iniciada en Santiago de Chile en Agosto del año 2000. Editada y Dirigida por Luis Martínez Solorza).

 

Ostrov, Andrea, “Las crónicas de Pedro Lemebel: un mapa de las diferencias”, en Celina Manzoni Editora, La fugitiva contemporaneidad. Narrativa latinoamericana 1990- 2000. Buenos Aires: Corregidor, 2003: 97-119.

 

Paoli, Roberto, “El lenguaje conceptista de César Vallejo”. Cuadernos Hispanoamericanos. Junio-Julio 1988, # 456-57, Volumen II: 945-959.

‹‹‹‹ ÍNDICE
Hosted by www.Geocities.ws

1