Las
Tierras del Fuego. Hacia una cartografía crítica Cadús,
Raúl |
Los textos a
los que voy a referirme fueron escritos y publicados hace más de cien años, 101
para ser más exactos, en un contexto de emisión y recepción por completo ajeno
a la institución literaria –de la literatura comprendida como parte de las
bellas artes- y más ajeno aun, en apariencia, a los estudios literarios
disciplinares. En apariencia, digo, porque en verdad son textos íntimamente
vinculados con todo un complejo de políticas culturales entre las que tiene
lugar la mismísima fundación de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos
Aires. Se trata, en efecto, de una serie de escritos de 1896 publicados en el
diario La Nación y en los Anales de la Sociedad Científica Argentina,
que al igual que otros tantos escritos de la época para nada desprecian la
efusión poética y la expresión artística de una literatura literaria que dicho
sea de paso todavía se echa de menos desde los folletines de aquellos tiempos.[i]
De modo que mi lectura crítica no versa sobre lo que recién el siglo XX en
Argentina concibió e impuso como literatura literaria, sino que aborda ese otro
tipo de escritura que la historiografía contemporánea de las ideas ha
denominado “literatura de ideas”, refiriéndose a lo que también desde la
filosofía se ha dado en llamar el “espíritu ensayístico del siglo XIX”, en un
país donde por entonces no sería indefendible sostener que ni la literatura ni
la filosofía existían. Es probable que hasta hace unos diez años atrás no
podría haber abordado estos textos en una lectura que tuviera lugar en un
Congreso de literatura y crítica literaria, pero tal como se ha puesto de
manifiesto en este mismo Congreso (no sin alarma)[ii] resulta que al cabo de la espiral de un
siglo los estudios transdisciplinares, la crítica de la cultura y las teorías
del texto nos ponen prácticamente en contacto con aquella escritura
indisciplinada del siglo XIX en Argentina que se instala, no en lo inter sino
en lo predisciplinar de una serie de operaciones de sentido y de toda una trama
de normas, discursos, instituciones, representaciones y creencias que desde
Foucault han sabido comprenderse como políticas de la experiencia. ¿Por qué
hablar de eso aquí y ahora? Desde un punto de vista subjetivo diríamos que es
porque me place pasar por el “origen” de un “nosotros” (aun inestable y difuso)
entrevisto en el valor alegórico y simbólico de la expresión “Tierra del
Fuego”, pero desde un punto de vista objetivo es porque me lo ha permitido esta
sección sobre Literatura e historia que propone abordar temas relacionados con
las identidades culturales y la construcción de sujetos, fenómenos clave de las
políticas de la experiencia que durante la segunda mitad del S. XIX y hasta el
Centenario se caracterizan por el empeño puesto en un proyecto identitario,
pensado y (para bien o para mal) ejecutado a través de campañas militares y
políticas de estado. En función de estas prácticas instituyentes también
concebidas como operaciones de escritura junto a los discursos circulantes,
considero que es dable realizar una lectura crítica desde el horizonte de lo
que podría imaginarse como una cartografía virtual de voces, discursos y
escrituras implicadas en la construcción de un nosotros no menos real que posible.
Escrituras y lecturas que vemos ensayadas literariamente desde Sarmiento o
retomadas en otro contexto por un David Viñas, para poner un par de ejemplos
que como podrá observarse tampoco corresponden, en principio, a la literatura
literaria. Tomo un hilo de la trama, con el presupuesto de que más allá y junto
con las operaciones discursivas, el arte y en general el pensamiento suelen y
pueden llevar a cabo la absorción de un espacio físico que le es devuelto a la
gente, vivos y muertos, como un plus de mundo, como experiencia y densidad de
vida y sentido.
En una columna de Clarín de los años setenta, Bernardo Canal
Feijoo lamenta que nuestra literatura padezca cierta indigencia en el plano de
la cenestesia geográfica. Algo así como una deficiencia en el sentimiento
físico del espacio abierto, del territorio que permanentemente se nombra pero
que no se habita de historias, que no se escribe aunque se escriba acerca del
mismo. Señala y cita Canal Feijoo: “‘El mal que aqueja al país es su extensión’
se dolía el Facundo. ‘El terreno es la peste de América’ clamaban las Bases
(...) Para su hurgar radiográfico de males congénitos en el ser argentino,
Martínez Estrada necesitó ficharlo bajo el nombre de pampa (dice más adelante);
Mallea allanó obstáculos, quizá subconscientes, urdiendo una consoladora teoría
de los argentinos en dos planos: visible e invisible”, al tiempo que piensa
tentativamente a Macedonio Fernández, en una línea que va de Esteban Echeverría
a Oliverio Girondo, haciendo de la pampa “una posición geográfica que se
transfiere a éxtasis místico”.[iii]
En un tono parecido se lamenta Ángel Faretta, desde la revista Fierro ya en los
80, doliéndose de no haber sabido todavía el cine argentino devolver los
espacios físicos en espaciamientos de significaciones, en horizontes de sentido
o en experiencias virtuales de un cuerpo propio y ajeno como es el espacio de
un mundo, si mal no interpreto. Peor aún, se queja del kitsch que resulta de
las pretensiones tradicionalistas y de la nihilización del territorio a través
de un paisaje convertido en cliché turístico. Con respecto a la literatura
anterior a 1950 hay muy pocas excepciones, como en Horacio Quiroga por ejemplo
(nacido en Uruguay si mal no recuerdo) y en general cuando hay un espacio
abierto que es devuelto estéticamente recargado del sentido o sinsentido de las
acciones humanas entreveradas con el mundo, éste no es otro que el de Buenos
Aires y su extensión en pampa. E incluso en la reconversión metafórica de la
pampa en los clásicos de la literatura argentina, la misma parece estar sujeta
a la mera adquisición de un valor alegórico, como si fuese la figura de “lo
otro” en la superficie de un discurso literario o epistémico que debiera
conjurar (antes que absorber) “eso otro” desde el recto sentido de un proyecto
político e histórico. El o los proyectos, dicho sea de paso, de una élite
enamorada de los barcos; la idea de una Nación forjada (como idea) en una
Buenos Aires que borra la Argentina física constituyéndose en metonimia de un
país que es (pues físicamente está ahí) pero que debido a la misma operación se
borra y aun no existe.
Desde la alegoría progresista o desde la tradicionalista –en cuanto a
la función alegórica no hay mayores diferencias entre unos y otros- hasta la
transfiguración mística, podría decirse que si no se ha incorporado
metafóricamente el espacio abierto de la Argentina, por lo menos se ha nutrido
bastante bien el subconsciente de la cabeza de Goliat. Del territorio en cambio
queda esa indecisión difusa que vibra en la selva y se hunde en las brumas del
sur, tal como un naturalista como Holmberg describe en los Anales de la
Sociedad Científica. Tenía que ser un naturalista quien pudiera describir
el fondo tenebroso de los confines del mundo, si admitimos que naturalismo y
realismo difieren en que el naturalismo hurga el fondo originario de las
acciones que se representan en la superficie de la historia. Un espacio
originario del que las tierras del fuego podrían pensarse como símbolo –en
lugar del régimen alegórico- de una nación fundada en la barbarización de
alcalufes, onas y yamanas reducidos del primitivismo a la miseria humana entre
el Forward Reach, el English Reach y el Smith Channel, o entre el
Brecknock-pass, o algo más arriba, en Dawson, en Clarence o en el canal de
Cockburn. El fuego como el símbolo de un hálito encendido en lo más oscuro del
logos, en el mutismo muy pocas veces interrumpido de estas vidas; el fuego en
el seno de la tierra que envuelven los vientos y la bruma. Hacia 1880 los
estancieros ingleses los cazan como animales a una libra el par de orejas. Los
salesianos ofrecen a cambio del asesinato una compasiva reclusión, para la
conversión, a una vaca por indio. Allí están, encuentro ahí, los elementos
originarios de antes de la humanidad que despeja el naturalismo, donde los
hombres son hienas, buitres, ratas, sanguijuelas; la codicia, la crueldad y el
desprecio también en lo más oscuro del logos en el origen. A diferencia de
Pigafetta o Darwin que desde los barcos ven una alteridad salvaje o mítica
cuyos indicios están en las grandes huellas en las costas y los fuegos en la
niebla, Holmberg describe con dolor una vida que sin embargo cree sin
inteligencia y sin costumbres, “sin ley y sin gobierno”. A diferencia de los
viajes de Sarmiento o de Alberdi hacia el hemisferio norte con ansias de
paternidad jurídica y educativa, Holmberg se interna en “nuestra tierra, región
inmensa que penetra audazmente en las vecindades del seno misterioso de tres
océanos que las bañan con sus saladas espumas”, donde la voz que hay es “un
ruido de tormenta”.[iv] Aquellos
son viajes que buscan en el exterior, hacia afuera, un principio y un modelo de
identidad a construir. Desde un punto de vista literario podría decirse que
buscan consumar la alegoría de una patria naciente, embanderada, caucásica
(como dicen los forenses) y con gorro frigio, sobre el recto sentido de un
orden jurídico y político. Ladislao Holmberg en cambio profesaría –consecuente
con su profesión- la mirada del naturalismo que descubre el horror de un abismo
sobre el que se pretende fundar la colectividad nacional, el pueblo argentino,
esas “ficciones de la vida política” (como lo dice él mismo) que habrán de
llevar para siempre, en un perpetuo presente, los signos de su origen. En
Buenos Aires, el 28 de julio de 1896 y en celebración del 24° aniversario de la
Sociedad Científica Argentina, enarbola Holmberg un discurso entre epidíctico y
descriptivo de los “territorios más salvajes de la República Argentina, en el
sentido de la menor acción del hombre civilizado, de la ley y el derecho
público, en su naturaleza primitiva”. El mismo año, en un artículo del diario La
Nación titulado “Buenos Aires Curioso. La Tierra del Fuego”, podemos
entrever esos mismos oscuros orígenes pero invaginados en la metonímica
metrópolis. Origen que la alegoría tiende a encubrir y que el símbolo descubre.
La conferencia de Holmberg, aunque instalada en el nudo de una economía
cultural en la que la celebración del aniversario (de la Sociedad Científica)
confirma la institución que se reafirma, cifra sin embargo sus valores
literarios en la expresión efusiva y en la lontananza de una lúgubre promesa:
la de un arrepentimiento futuro “por haber olvidado una de nuestras primeras
fuentes de prosperidad y riqueza; no por el oro del Cabo de las Vírgenes, no
por los diamantes y rubíes del Chubut y del Gallegos, sino por la indiferencia
con que contemplamos la extinción de una raza de granito, matriz olvidada en el
tumulto de un progreso sin dirección y sin ojos”. La crónica de La Nación,
en cambio, describe un presente aun vivo y latente al que conjura desde el
vamos considerándolo ya como la leyenda de una realidad vigente, “hasta hace
ocho o nueve años” (refiere esa edición de 1896) cuando la Tierra del Fuego
“era el punto de reunión de todos los individuos de mala vida y peores
antecedentes de Buenos Aires”. En la extremidad noroeste de la ciudad, entre
las calles Las Heras y la Avenida Alvear, “los moradores de la Tierra del Fuego
eran todos compadres, pendencieros, rateros y ladrones (que) vivían allí al
raso o bajo carpas.” Que “durante el día dormían, cantaban o bailaban con
acompañamiento de guitarra o jugaban.” Cuenta el cronista batallas campales
entre “los fueguinos” y los representantes de la ley, recuerda el correr de la
sangre en peleas por cuestión de naipes o de chinas escanciadoras de mate y
caña, hasta pudiendo encontrarse cierta semejanza con las diferencias entre los
indios canoeros de los canales (alcalufes y yamanas) y los onas de la Isla
Grande. Pues refiere cómo “un sinnúmero de vagos atorrantes”, “cansados de
vivir su vida nómada e intranquila bajo los árboles del Bajo de Palermo y en
los juncales a orillas del río, fueron a establecerse con los fueguinos, gente
que por indolente, miedosa e incapaz del menor robo, siempre dispuesta a delatar,
contaminó a los viejos habitantes de la Tierra del Fuego”.[v]
Fueguinos contaminados, indios barbarizados (así como los gauchos que describe
Hernandarias en 1617 son españoles y mestizos barbarizados que les roban las
mujeres a los charrúas para cambiarlas al blanco por armas y caña) unos y otros
desplazándose o cayendo presas del exterminio, poco antes de que las armas del
ejército argentino y sólo las armas encaren la Campaña del Desierto,
desgraciadamente para nosotros un símbolo de la expoliación y de la represión
estatal en favor de intereses particulares.
Si nos atenemos al discurso del pulp fiction que he venido
citando, independientemente del signo ideológico podemos observar un trabajo
historizante de la escritura y a la vez deshistorizante, con respecto al cual
cabría comparar las columnas del diario La Nación frente a las del
diario El Tiempo como para observar dos modos de la construcción del
relato histórico en un espacio entre informativo y folletinesco. Dos modos que
representan dos grandes paradigmas, o bien uno mismo invertido, reversible:
civilización y barbarie o barbarización y civismo. No tengo aquí el espacio
para extenderme en referencias y lecturas de esas obra de arte literario que
hay en El Tiempo que dirige Carlos Vega Belgrano. Sólo señalaría el
recorrido virtual de una cartografía crítica de nuestra sensibilidad en nuestra
literatura quizá menos literaria, donde el espacio literario se cruza (como
percepción, absorción y pensamiento) con los espacios geográficos donde se construyen
y destruyen los unos y los otros, unas y otras culturas. En cuanto a los modos
de la construcción mediante el relato según las dos caras del paradigma
señalado, creo que el primer par, el de civilización y barbarie (preponderante
no sin ayuda del inocente lenguaje que deposita la acción sólo en el primer
término) requiere, básicamente, partir de un englobante ideal: la Nación como
totalidad presupuesta y con rasgos determinados a priori, otorgando el sentido
de toda acción posible a partir de una idea a realizar que se considera ya
consumada (un asesinato se comete más fácilmente cuando se tiene la convicción
de que ya ha sucedido, dice el personaje de un policial). En ese sentido, creo
que el artículo de La Nación trabaja la temporalidad (o la deshistorización)
sobre un fondo alegórico. En el fresco literario que acabo de citar a propósito
de “La Tierra del Fuego”, ésta es considerada ya una leyenda. En torno a
ésta la lectura y la escritura atan los nudos de una representación donde lo
pasado aparece como el momento lógico, es decir ya fuera de la historia, de un
presente que se establece con todos su ritos otorgándose un crédito a la
posteridad. En la columna de al lado, en el mismo diario, la loa y la efusión
estalla con otros ecos que la voz del océano austral y los ecos guturales del
lunfardo; son los ecos de la fiesta cívico militar donde “palpita el espíritu
de un gran pueblo cuyos destinos están en adelante asegurados a despecho de
todo poder humano”. La bandera, el himno, la fraternidad de los hermanos en
armas, pues “la nación está definida”. En una columna del mismo diario, del
otro lado del artículo titulado “La Tierra del Fuego. La leyenda y la
realidad”, también se celebra, por ejemplo, el museo de la colección Zavaleta
donde se concentra, dice la columna, “una gran colección de urnas funerarias,
ídolos, fetiches y amuletos de piedra y hueso” pertenecientes a otra
“civilización ya desaparecida”, en fin, una colección de arte calchaquí,
“numerosas curiosidades para el espectador” que según el autor nos podrían dar
la clave de la religión y las costumbres de los extintos. A la sazón, el
artículo se titula “Arte Calchaquí. La colección Zavaleta”. En cuanto a la legenda
de la Tierra del Fuego se espera un final semejante y sólo queda decir, en los últimos
párrafos, que también ese “pintoresco y sombrío resabio de otras épocas (...)
donde el señor Bunge todavía no ha hecho sentir su benéfica, aunque costosa,
iniciativa pavimentadora”, y a pesar de que allí todavía vivan Jerónimo
Nevasco, El Melena, Medina y El cuerudo, el tano Bernazani, alias El Canilla,
entre otros, sólo hay que esperar a “que transcurra algún tiempo más y hasta el
recuerdo de la misteriosa Tierra de Fuego habrá desaparecido.”
Otra forma de concebir el nosotros hay en cambio en “El cabo de
guardia” en el diario El Tiempo y en general en las columnas de este
diario. Una publicación que podría decirse tendiente a observar y a escribir a
través de lo que sería el paradigma invertido de civilización y barbarie:
“barbarización y civismo”, tribuna de una interesante lectura crítica de una
realidad más interesante aun. No me extendería ahora en leer esas páginas, pero
me gustaría remitirme, sí, a esa otra forma de la construcción del relato –y
también de la realidad- que en vez de partir de un englobante dentro del que la
realidad podría pensarse como una entelequia, busca darse la forma vectorial
partiendo de una singularidad que atraviesa englobantes relativos
modificándolos. Pues en este caso como en el anterior la forma pareciera determinar
el contenido. Pero de una forma tal que a partir de casos y situaciones bien
singulares se abre el pensamiento y la acción a un mundo fuera de campo que se
encuentra tan abierto como definido en cuanto al estado de cosas de la realidad
social. Hoy podemos encontrar –a propósito de las construcciones simbólicas y
de la realidad, las identidades, etc.- una variada producción de cine y video
patagónico independiente que podría pensarse formalmente afín a los relatos del
diario El Tiempo, donde ya no se trata, en el relato, de construcciones
discursivas sobre un espacio negado, sino de la habitación sin más de un
espacio que no se señala con el dedo pero que se absorbe y devuelve en la
interacción de sus actores con él mismo, con las herramientas, los otros y las
cosas. Más allá de todo esquema narrativo, en muchos casos habría incluso un
énfasis en las poéticas antes que en las políticas identitarias, en poéticas de
la experiencia inscriptas en una vida pródiga (por ser-vida) que el arte y el
pensamiento continúan escribiendo como vectores de una totalidad (o un
“nosotros”) que estaría quizá al final, o ni siquiera.[vi]
Bibliografía
- Canal Feijoo, B., “Macedonio, el espacio y los tiempos”, Clarín,
Cultura y Nación, Buenos Aires, 30 de enero de 1975.
- El Tiempo, Buenos Aires, mayo-junio de 1896.
- Holmberg, E. L., Anales de la Sociedad Científica Argentina,
T. 42, 2° semestre, Buenos Aires, 28 de julio de 1896.
- La Nación, Buenos Aires, 16 de junio de 1896.
-
Richard, N., “El destino crítico de
las humanidades frente a los estudios culturales y los saberes de mercado”, I° Congreso Regional (ILII) “Nuevas cartografías críticas: problemas
actuales de la Literatura Iberoamericana”, Rosario, 23-25 de junio de 2005.
[i] Véase por caso de esta cuestión una serie de artículos titulada “¿Y la literatura dónde está?”, publicada en el folletín del diario El Tiempo (mayo-junio de 1896) donde, entre otros, el joven Lugones clama “Paso a los jóvenes” y Macedonio Fernández publica sus primeros escritos.
[ii] V. la conferencia plenaria de Nelly Richard en este I° Congreso Regional (ILII) “El destino crítico de las humanidades frente a los estudios culturales y los saberes de mercado”. Las relaciones aquí señaladas entre lo inter o transdisciplinar con lo predisciplinar de fines del siglo XIX corren por cuenta nuestra.
[iii] Canal Feijoo, B., “Macedonio, el espacio y los tiempos”, Clarín, Cultura y Nación, 30 de enero de 1975.
[iv] Holmberg, L., Anales de la Sociedad Científica Argentina, T. 42, 2° semestre, 28 de julio de 1896.
[v] La Nación, 16 de junio de 1896.
[vi]
Me refiero particularmente a una buena cantidad de filmes
y videos producidos y presentados desde 2001 en el Festival Anual de Cine
y Video “Imágenes de la Patagonia”, organizado por ARAN (Asociación de Realizadores
Audiovisuales del Neuquen). La lista no sería breve y en verdad ameritan
un análisis aparte, junto a los textos y los temas aquí tratados.