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Reconfiguración de un 'espacio' tradicional:
el segundo texto arltiano como serie de cuentos integrados.

Carbone, Rocco
Universität Zürich, Suiza


 

–Podríamos abrir con Arlt.

–¡Desde ya! Inevitable. Pero Roberto está muerto, Cayró.

Habría que darlo vuelta.

–¿Cómo dice?

–Que habría que darlo vuelta a Arlt: demasiado santificado; ya debe estar tosiendo con tanto incienso alrededor. Demasiados sacerdotes últimamente, Zimmer; demasiados monaguillos; olor a sacristía empieza a tener. Arlt...

David Viñas, Prontuario

 

 

         El epígrafe no es fortuito ni gratuito. Por una punta, explicita la peligrosidad que engendra una lectura de Arlt. Por la  otra, quiere enmarcar mi lectura. A la manera de Benjamin: leer a contrapelo, hecho que implica afrontar el malestar de lo inconveniente. Ahora sí, podemos abrir con Arlt.

Los siete locos, segunda ‘novela’ de Roberto ARLT (1900-1942) publicada en 1929, es considerada la presunta primera parte de un díptico formado junto con Los lanzallamas (1931). Con la presente contribución me propongo demostrar cómo dicho texto se organiza bajo el principio de impugnación del género (novela) que, según la crítica especializada, lo posibilita. De hecho, es una novela pero, simultáneamente, no lo es. En él se da una convivencia genérica que determina la existencia de un género plural o fronterizo. Se ubica, paradójicamente, sin ubicarse en la frontera de dos géneros y se presenta bajo el perfil de una novela integrada por fragmentos. El concepto ‘novela’, que permitiría caracterizar y definir dicho texto, aquí no será objeto de consideración alguna, lo aceptaré como interinamente demostrado. Sí lo será, en cambio, lo que de momento calificaré como fragmentos autónomos y estéticamente suficientes. Como veremos, Los siete locos posee una ‘moral’ (Viñas 1964) similar a la de una prostituta: se trata de un texto ‘distraído’, de moral distraída, que sigue un recorrido voluble, transita de un género a otro, de una fragmentación a otra, sin fijeza ni estabilidad alguna. Lo que hace, en suma, es permitir la coexistencia de contrarios.

La segunda obra arltiana es un texto misceláneo, promiscuo, entrevero de elementos realistas, enigmas policíacos, ingredientes ‘fantásticos’, biográficos, parodias. Se trata de una objeto rabioso que despierta insomnio, aparentemente inarmónico a causa de la diversidad de elementos que combina. El lector, en un primer acercamiento, puede percibir un profundo sentimiento trágico provocado por las desventuras de Erdosain (el protagonista), que alterna con la hilaridad ocasionada por sus inventos excéntricos (una rosa de cobre como ornamento para sombreros de señora, una corbata metálica, etc.) o por la red prostibularia, cuyo fin es costear una Sociedad secreta fraguada por el Astrólogo (el segundo protagonista). Sin embargo, basta adentrarse en ese universo para percatarse de que no contiene ni tragicidad verdadera ni comicidad genuina. Descubrimos una ‘tercera calidad’ que no es ni trágica ni cómica, sino a la vez ridícula y estremecedora. Esta ‘tercera calidad’ es la que provoca cierta perplejidad a la hora de enfrentarse al texto, una especie de inseguridad o desorientación frente a lo que éste pone en escena, ya que no se lo puede tomar ni por completo en serio ni realmente como algo ridículo. Lo que nos parece en apariencia ‘natural’, en el sentido de común, pronto se nos revela como carente de su sentido corriente y cargado de otro inédito. Así, las cosas que nos resultan familiares se van distanciando. En Los siete locos se nos intenta privar de la seguridad que nos inspira nuestra imagen del mundo y de la protección ofrecida por la tradición entendida como gesto rutinario. Se trata de un texto que pone en escena la disolución del cógito cartesiano, combina lo heterogéneo a nivel genérico y lingüístico (marca que la crítica ha considerado como una mancha, convirtiendo en proverbial la ‘poca destreza estilística’ arltiana), altera el orden cronológico y espacial, postula lo absurdo y vira hacia las zonas obscuras del subconsciente. Es una obra que arma un ‘núcleo ideológico’ configurándolo como un conjunto de restos y despojos de ideologemas que alguna vez constituyeron una concepción integral del hecho ideológico. Estos aspectos, entre otros, instalan al lector en un terreno poco seguro, ya que no se sabe cómo reaccionar frente a los acontecimientos. En definitiva, nos encontramos frente a un texto que funda su existencia en la mezcla de elementos de índole diversa. Al promoverla, niega la inmovilidad, la seguridad, dinamiza cuanto crea, favorece desequilibrios y nos absorbe en un mundo de riqueza singular.

Para demostrar que en él hay una convivencia o mezcla genérica habrá que apelar a esa ‘tercera calidad’ que mencioné. Pero más que de una ‘calidad’ se trata de una categoría perteneciente al ámbito de la estética: lo grotesco. Lo que me propongo es avanzar sobre su manifestación a nivel genérico y es en este sentido que trato de repensar un ‘espacio’ considerado como tradicional y unívoco en las letras argentinas. La elección de lo grotesco no corresponde a un gesto arbitrario, ya que es el texto mismo el que lo tematiza. Se trata, para usar una terminología más acotada, de un código que él mismo nos propone.

Antes de avanzar, conviene formular, aunque sea sumariamente, un planteamiento de lo grotesco para ponernos de acuerdo acerca de dicho concepto. Corominas en su Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, dice:

Gruta, 1433. Del napolitano antiguo o siciliano grutta (s. XV en italiano grotta) que viene del latín vulgar crŭpta y del latín crypta, y éste del griego krýte: bóveda subterránea; o cripta, derivado de krytó: yo oculto. [...] dicho propiamente de un adorno caprichoso que remeda lo tosco de las grutas, con menudas conchas y animales que en ellas se crían, más tarde con figuras de quimeras y follajes, de donde luego ‘extravagante’, ‘ridículo’.

 

Corominas registra el adjetivo como referente a una pintura ornamental de tipo parietal descubierta en Italia en las postrimerías del s. XV. Y alude también, aunque no explícitamente, a que éste comunica libertad de fantasía, cierta exageración, acumulación desordenada, alteración de los principios naturales, mezcla de elementos de índole diversa y estados intermedios de transformación. O, para decirlo con palabras de O. Paz, sugiere “vida y muerte, u ojo de la cara y ojo del culo” (1969: 33). Se trata de una pintura que genera universos cuya característica es ser dispersos, abiertos. En ellos, los procesos que se inauguran nunca alcanzan una culminación. Como categoría literaria fue sistematizado en el Romanticismo por F. Schlegel en Gespräch über die Poesie (1800) y por V. Hugo en Préface à Cromwell (1827). Estas dos obras volvieron significativa la palabra concediéndole derecho de ciudadanía en el ámbito de la estética. Gracias a ellas, lo grotesco fue definido en tanto estructura, o sea, en tanto concepto plural capaz de dar cuenta de la multiplicidad de ingredientes y de efectos propios de un arte combinatorio que pone en escena una ‘confusión artificiosamente ordenada’. En pintura –para tener un referente inmediato– las diferencias entre el mundo animal y el mundo vegetal (a)parecen anuladas, al tiempo que se presenta una extravagante vinculación de ingredientes entre los cuales no hay ninguna relación natural. Piénsese en La primavera de Giuseppe Arcimboldo[1]. Se trata de una composición antropomorfa obtenida ensamblando hortalizas primaverales que se combinan para formar un perfil humano. Sus rasgos diferenciales más evidentes, extensibles a lo grotesco, son: la mezcla injustificada de dominios diferentes, la falta de mesura, entendida como deformación, y la multiplicación de un mismo atributo, entendida como acumulación. La coacción de estos tres rasgos determina la formación de un universo en donde es posible entrever ‘nuestro mundo’ con su propio orden (una cara), en el cual irrumpe otro tipo de orden (las frutas) y cuya aparición replantea el equilibrio primero junto con sus disposiciones. Procedimiento propio de nuestra categoría. El mundo grotesco es y no es el nuestro, a causa de los contrastes estridentes que conjuga. Lo que damos por sentado (en el caso de Los siete locos, el género novela) sufre un distanciamiento, a saber, se deforma para definirse de otra manera. Frente a tamaño evento el espectador experimenta cierta desorientación, un sentimiento de perplejidad, la duda acerca de lo que sucede y de cómo reaccionar frente a ello. Se trata de sensaciones “an denen uns der Boden fortgezogen wird und sich in das Lächeln ein leises Grauen angesichts der Verfremdung der Welt mischt” (Kayser 2004: 48). Esta representación deformante o distanciada está acompañada por una suerte de función conativa, un llamado a la transformación del lector que, en el caso específico de Los siete locos, se concreta en una invitación a participar de un mundo en el que las ordenaciones a las cuales estábamos acostumbrados se suspenden. Entre ellas, las presentes a nivel genérico.

Ahora es el momento de entrar en el campo del desafío de las reglas y distribuciones asignadas por la preceptiva clásica, es decir, en el campo del hibridismo genérico. Ya dije, pero conviene recuperar esa afirmación, que Los siete locos es un texto que se estructura bajo la impugnación del género que lo posibilita: es una ‘novela’ que se burla de su propio estatuto. Desafía el prestigio de la totalidad y de la obra cerrada, vale decir, se configura a partir de fragmentos. Esta última palabra merece algunas aclaraciones. La estética de lo fragmentario se formuló en el Romanticismo, pero ocupa también un lugar destacado en la posmodernidad (Lyotard 1980, D’Angelo 1997). Mientras que en el Romanticismo el fragmento remitía a una totalidad de la cual había sido separado y de la que procedía su propio valor, los nuevos fragmentos no conducen a nada, nacen rotos y aislados de cualquier otro mundo posible y más amplio. El fragmento posmoderno es un universo de por sí. Esta precisión es necesaria porque, como veremos más adelante, la fragmentación de Los siete locos combina la de ambos tipos. El fragmento remite a un mundo más amplio pero también describe un mundo de por sí. Para dar una idea tal vez más precisa, nuestro texto responde a un modelo de gestión rizomática (Deleuze / Guattari 1975: Introducción), en él reina el nomadismo y el desorden de sus materiales: salta de una línea narrativa a otra, está transitado por una prosa intercambiable que ocupa categorías diversas (novela, cuento, ensayo) y no hace patente inmediatamente todas las estrategias de enlace que moviliza para relacionar sus partes. En definitiva, es un objeto que se construye con lo que desarticula, cuestiona los principios de la coherencia, lo unitario y se presenta bajo el perfil de una novela integrada por fragmentos autosuficientes y estéticamente autónomos. Por esta razón, frente a él la crítica mostró señales de empecinamiento al intentar disminuir y dominar su subversividad encajándolo unívocamente en el género novela.

A nivel de las grandes articulaciones, su estructura se presenta construida por una exasperada mezcla, acumulación y sucesión de fragmentos cuya configuración podría ser definida, metafóricamente, a través de la descripción de la mujer soñada por Erdosain:

Como quien saca de su cartera un dinero que es producto de distintos esfuerzos, Erdosain sacaba de las alcobas de la casa negra una mujer fragmentaria y completa, una mujer compuesta por cien mujeres despedazadas [...]. Porque ésta tenía las rodillas de una muchacha a quien el viento soslayaba la pollera mientras esperaba el ómnibus, y los muslos que recordaba haber visto en una postal pornográfica, y la sonrisa triste y desvanecida de una colegiala que hacía mucho tiempo había encontrado en un tranvía y los ojos verdosos de una modistilla con la pálida boca rodeada de granos (Arlt 2000: 115-6).

 

En esta cita se destacan tres calidades: la mezcla y la acumulación de elementos de índole diversa que –en el acto de ejercer varias acciones juntamente con vistas a pronunciar una ‘sola sentencia’– promueven la existencia de un conjunto fragmentario y completo. La tercera calidad es la parataxis: la mezcla y acumulación de esas ‘pequeñas porciones’ de mujeres diversas se realiza por yuxtaposición, es decir, la ley que permite el enlace es la proximidad y su alianza descansa en lo heterogéneo. Elegí esta cita como metáfora del texto porque éste parece estar estructurado de la misma manera y porque ésta exhibe las huellas de la categoría estética que rige su existencia. Explicitaré ahora las leyes de enlace entre los fragmentos que se integran con vistas a armar la novela y de qué manera el funcionamiento de lo grotesco se manifiesta a nivel de la mecánica del texto: fragmentos estéticamente autónomos que logran integrarse desdibujando sus propias fronteras para componer una matriz genérica mayor. He aquí cómo la estética romántica de lo fragmentario se conjuga con la posmoderna.

Decía que nuestro texto parece estar estructurado de la misma manera que la cita reproducida arriba. En una primera aproximación es cierto. Aparecen fragmentos de tipo diverso cuya regla de integración aparente es la mera yuxtaposición. Esta constatación empuja a Etchenique a afirmar que:

En todo el trascurso de Los siete locos se nota una falta de planteamiento lógico. Los sucesos se encadenan más que por un orden establecido por un acaecer de hechos que parecen haber sido logrados, descubiertos, entrevistos al azar (1962: 47).

 

En un primer acercamiento, el texto arltiano puede sugerir esta idea a causa de su alta fragmentación. Ésta, a pesar de que la cita no lo diga, deja entrever el concepto de fragmento posmoderno antes aludido: es de por sí un mundo en el cual los sucesos se encadenan siguiendo un orden azaroso sin relación con los que otro fragmento semejante podría llegar a contener. Lo que Etchenique ignora en Los siete locos es la coacción de una fragmentación de tipo romántico que opera por sobre la de tipo posmoderno.

Hasta ahora, con voluntaria falta de precisión, he hablado de fragmentos autosuficientes. Esta afirmación merece cierta atención. Cada uno de los fragmentos que integra el texto arltiano se realiza en un único acto de narración, tiende a la concentración de eventos y a la ‘unidad de efecto’ reclamada por Poe (1985), a saber, a la eficacia e intensidad de síntesis. Por otra parte, se puede apreciar que todos poseen un título que forma parte de la narración –primera palabra que anticipa y sintetiza lo narrado–, una introducción, un verdadero nudo que concentra una peripecia particular (situación disyuntiva) y un desenlace que no resuelve la situación planteada, dejándola abierta o sugerida, pero que de todos modos corona la tensión narrativa interrumpiéndola en su clímax. Además, en ellos se presenta un número reducido de personajes, un arco temporal restringido o económico[2], una acción simple o pocas acciones concluidas, y una unidad de técnica y tono. Estos ingredientes, en el fragmento aislado, colaboran a definir su autonomía estética pero, en el acto de integrarse con aquellos contenidos en los demás fragmentos bosquejan una telaraña semántica inédita. Se resignifican en el acto de integrar una red genérica más amplia y diversamente significativa: el texto en tanto novela. Al establecer una correlación que trasciende la parataxis entrevista por Etchenique, los fragmentos operan una transformación que interviene en la modificación del género que los define. Integran una totalidad como un mosaico en donde cada uno se ilumina de manera diversa. Ahora sí es posible abandonar la falta de precisión y definir con exactitud lo que hasta ahora he llamado ‘fragmento’. Éste es una fracción dramática importante y decisiva que constituye una de las principales formas de relato: el cuento.

Nos encontramos frente a un género que no es tan unívoco como la crítica lo quería y que se resiste a un encasillamiento único porque está configurado por la integración de otro que, disponiéndose en serie, mezclándose y acumulándose, opera una transformación que modifica su propio estatuto. A causa del hibridismo que la convivencia de las dos formas principales de relato generan –formas semejantes pero de índole diversa porque la finalidad hacia donde apuntan es diferente y los mundos representados son de orden distinto– hablo de grotesco genérico en Los siete locos. Finalmente, podemos entender la afirmación (vide p. 2) de que en Los siete locos lo que nos parece ‘natural’ o común, pronto se nos revela como carente de su sentido corriente y de que las cosas que nos resultan familiares se van distanciando, en el sentido de que pierden sus características para mostrarse de otra manera. Como corolario: lo que creíamos una novela (género ‘natural’ de Los siete locos), con su propio orden, sufre la irrupción de un orden ajeno (el del cuento, que es el que activa el distanciamiento), y cuya aparición suspende el equilibrio primero junto con sus disposiciones. Ahora sí la afirmación inicial se resignifica: el texto arltiano se estructura bajo la impugnación del género que lo constituye, es una novela que se burla de su configuración, pero es simultáneamente una serie de cuentos que se befan de lo que componen. Se trata de un género plural, proteico, ubicuo y sugerente en el cual cuento y novela –para usar las palabras de Troiano que, a pesar de referirse al teatro de Arlt, tienen validez general– “are blended together in a perplexing blur” (1976: 10). Al respecto, me parece pertinente señalar una vez más La primavera, esta vez como espacio pictórico que llega al rango de metáfora del texto arltiano, ya que tan ajustadamente puede recortarse sobre él: cara (imagínese: novela) y fruta (imagínese: cuentos) al mismo tiempo. La fruta que va haciéndose cara y ésta que se presenta como un mosaico vegetal. Multiplicidad que coexiste en la unidad. Nos encontramos frente a la configuración de un sistema plural, compacto y denso, portador de una singular riqueza significativa porque la transición de una ordenación a la otra forma la figura de un ocho, cerrada pero infinitamente recorrible en todas las direcciones, por lo tanto, abierta –si se me permite la expresión. Abandonando la metáfora pictórica, es el momento de señalar que con esto Arlt lleva a cabo un gesto vanguardista, gesto iconclasta de romper –entre otras cosas– los límites genéricos, ubicando su texto en la frontera de los dos: universo fragmentado en dos direcciones, la romántica y la posmoderna, cuyo rasgo extensivo es su configuración grotesca.

Una última palabra. Si bien en este trabajo aludí fundamentalmente a lo grotesco referente al género de Los siete locos, futuras investigaciones podrían agregar otras piezas a su maquinaria grotesca como, por ejemplo, revalorizar la ya mentada mala escritura (producto de una operación deliberada de hibridismo lingüístico), en tanto sistema estilístico funcional a la estructura subyacente de la obra. Lo que me he propuesto es avanzar sobre un nuevo sendero de lectura y llamar la atención sobre las diferentes maneras de acercamiento que aún nos reclama un texto tradicional de las letras argentinas. Este intento permite su resignificación y nos estimula a repensar nuestros cánones de lectura. Diría más: siguiendo en esta dirección concluiríamos que Los siete locos no es (necesariamente) la primera parte de un díptico formado junto con Los lanzallamas, sino un texto que alcanza un sentido cabal sin la necesidad de apelar a su presunta segunda parte.

 

 

Bibliografía

 

ARLT, Roberto (2000): Los siete locos / Los lanzallamas (coord. M. Goloboff). Nanterre Cedex: Archivos (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores).

D’ANGELO, Paolo (1997): L’estetica del Romanticismo. Bologna: Il Mulino.

DELEUZE, Gilles / GUATTARI, Felix (1975): L’anti-Edipo. Torino: Einaudi.

ETCHENIQUE, Nira (1962): Roberto Arlt. Buenos Aires: La Mandrágora.

HUGO, Victor (2000): Prefazione del Cromwell. Taranto: Lisi.

KAYSER, Wolfgang (2004): Das Groteske. Seine Gestaltung in Malerei und Dichtung. Tübingen: Stauffenbrug Verlag Brigitte Narr GmbH.

KRIEGESKORTE, Werner (2002): Arcimboldo. Köln: Taschen.

LYOTARD, Jean-François (1980): La condizione postmoderna. Milano: Feltrinelli.

PAZ, Octavio (1969): Conjunciones y disyunciones. México: Mortiz.

POE, Edgar Allan (1985): “Twice Told Tales by Nathaniel Hawthorne”, “The Philosophy of Composition”. En: McMichael, George (ed.), Concise Anthology of American Literature. New York: McMillan.

SCHLEGEL, Friedrich (1988): Kritische Schriften und Fragmente. Paderborn: Schöningh.

TROIANO, James J. (1976): “The Grotesque Tradition and the Interplay of Fantasy and Reality in the Plays of Roberto Arlt”. En: Latin American Literary Review (Pittsburgh), IV, 8, spring-summer 1976, pp. 7-14.

VIÑAS, David (1964): Literatura argentina y realidad política. Buenos Aires: Jorge Álvarez.



[1] La elección de este cuadro, perteneciente a la serie de Le quattro stagioni (1563), no es es fortuita ya que, como se verá más adelante, lo usaré como metáfora visual de Los siete locos.

[2] Menos abarcador que el de la obra en su conjunto, aunque en algunos fragmentos se incide, en forma retrospectiva o anticipativa, sobre un lapso temporal amplio, debido a las elucubraciones psicológicas del protagonista. Es el caso, por ejemplo, de “El humillado”, en donde por medio de una amplia analepsis la historia se remonta a la infancia de Erdosain.

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