JULIO
CORTÁZAR: CARTOGRAFÍAS COTIDIANAS Carrillo
Torea Guadalupe Isabel |
Podríamos calificar de interminables las lecturas que las ciudades propician en quienes las
recorren. La interpretación traducida en lenguaje y más adelante en discurso
para ser leído es, quizás, el proceso que también el escritor lleva a cabo en
la elaboración de un relato de ciudad. Por ello la pluralidad temática sería el
sello que distingue a los textos
citadinos.
En esta perspectiva se hace pertinente el análisis de cuentos
urbanos asumiéndolos desde matrices temáticas que revelan visiones diferentes o
coincidentes en torno a la ciudad. La primera de ellas, por demás cónsona con
el sentido espacial al que alude el objeto de estudio, será la posibilidad de
ver a la ciudad como el espacio que es recorrido, cartografiado desde lo
cotidiano. Los dos elementos, cartografía y cotidianidad, son básicos para la
comprensión e incluso análisis de los textos.
En un primer momento lo cartográfico exige la noción de
mapa, espacio y recorrido. Se transita por territorios
que serán posteriormente reconocidos en
la medida en que hayamos sido capaces de aprehenderlos y representarlos. El
trabajo de representación supone un ejercicio descriptivo que funciona como
brújula en el territorio y permite un desplazamiento; éste a su vez dará paso a
la apropiación del espacio mediante la
vinculación con el mismo. Vincularse a través de la presencia física y
de los actos que en él se realicen
admitirá que se establezca una suerte de fusión entre espacio, acción y personaje.
Lo geográfico cobra preeminencia en los relatos de orientación
cartográfica, de modo que el trabajo de
escritura-lectura de la ciudad irá al
mismo tiempo demarcando un territorio, explicando sus cualidades, fijando un
tiempo, estableciendo condiciones de carácter social y cultural.
El uso de la cartografía como categoría de análisis literario se redujo durante mucho tiempo
fundamentalmente al estudio de los relatos de viajes que tendrían su apogeo a
raíz del descubrimiento de América: encontramos a Alexander von Humboldt y
Charles Darwin entre los más ilustres comentaristas y por tanto relatores de la
geografía americana. Por lo regular el enfoque cartográfico iba dirigido a la
descripción o representación de mapas de aquellos lugares naturales
desconocidos para muchos. Era una suerte de presentación que legitimaba los
espacios, otorgando el sentido de
apropiación. Más tarde, cuando ya el territorio americano se percibió conocido,
lo cartográfico se mantuvo en la línea de los relatos de viajes pero esta vez a
cualquier punto de la tierra.
En una época en que lo urbano se asume prácticamente como el
espacio por excelencia, el enfoque cartográfico en la narrativa tiene amplia
cabida en un territorio citadino. Sus posibilidades no se reducen a escribir
mapas de la
ciudad como tal, van más allá, deteniéndose en
datos que funcionan como códigos que pueden ser leídos
cartográficamente. Como categoría de análisis, la cartografía ha adquirido
carácter metafórico abriendo aún más su campo de trabajo. A partir de estas
consideraciones veremos algunos ejemplos en la prosa de Julio Cortázar.
Buenos Aires en la literatura de ciudad
La cuentística cortazariana, más abundante aún que su obra
novelística, es rica en acontecimientos que se desenvuelven en territorios
citadinos muy bien definidos; Buenos Aires, ciudad temática dentro de su obra,
y París, capital europea en la que Cortázar vivió la mayor parte de su
vida, e incluso Montevideo se convierten
en raíz y asunto de algunos de sus cuentos más célebres. “La autopista del
sur”, “Las Babas del Diablo”, “La puerta condenada”, “La noche boca arriba”,
“Después del almuerzo” o “Graffiti” son algunos de los títulos más conocidos.
Para los años cincuenta la literatura argentina había mostrado
una inclinación a delinear los espacios
citadinos y la vida en la ciudad desde la perspectiva del aniquilamiento
consumado por lo urbano, que se teñía ya del ambiente industrializado de la
época. Páginas atrás se mencionó la
concepción que Roberto Arlt esboza en sus obras Los siete Locos y Los
lanzallamas. El pesimismo que se
proyecta en los personajes
arltianos prácticamente nace en la
Buenos Aires desarrollada, con una incipiente y conflictiva modernidad. Marechal,
con su obra Adán Buenosaires (1948) continúa la línea iniciada
por Arlt pero la problematiza añadiéndole un carácter polisémico, donde lo
mítico también cobra importancia. Según
Rosalba Campra, la ciudad que plasma Marechal es la Buenos Aires de
los años treinta
...cuando
la ciudad se afirma como “personaje”; es decir, cuando ha dejado de ser mero
decorado para transformarse en una fuerza capaz de determinar la acción. Son
precisamente los años de desarrollo urbano ligado a la industrialización y a
los consiguientes movimientos inmigratorios internos, con su secuela de
masificación y explotación. Para la literatura, ‘civilización’ equivale ahora a ‘progreso tecnológico’, y
la deshumanización es su corolario inevitable. (Campra, 2000: 27)
La ciudad convertida en personaje es una de las más resaltantes
características que aporta la literatura de los años treinta en adelante. Esta no se asumirá como simple telón de
fondo. Sus dimensiones, que desbordan cualquier intento de establecer fronteras,
la complejidad –entendida en términos de tráfico, inseguridad, largas
distancias, agresión...- que el ritmo de vida moderno le impone, la
sobrepoblación que el movimiento migratorio añade, unida al desnivel de
condiciones de vida de los grupos humanos le otorgarán tal valor que se hace inevitable
no sólo nombrarla o asumirla como referente, sino también sumergirse en ella,
enfrentarla, rechazarla o aceptarla en sus reales condiciones.
“Ómnibus”:
“Ómnibus” es uno de los relatos
que forma parte del corpus del primer libro de cuentos publicados por su autor
en 1951: Bestiario. La obra
inaugura un estilo que se prolongará especialmente en la narrativa breve, en la
que además se advierte la inclinación hacia lo fantástico. En una conferencia concedida en la
Universidad Católica Andrés Bello en la ciudad de Caracas, el escritor confesó:
“Yo he escrito una cantidad probablemente excesiva de cuentos, de los cuales la
inmensa mayoría son cuentos de tipo fantástico”.[1]
Más adelante llega incluso a enfatizar en el carácter idóneo del cuento, como estructura narrativa, en
cuanto espacio de lo fantástico: “...yo creo que ustedes están en general de
acuerdo que el cuento, como género literario, es un poco la casa, la habitación
de lo fantástico. Hay novelas con
elementos fantásticos, pero son siempre un tanto subsidiarios, el cuento en
cambio, como un fenómeno bastante inexplicable, en todo caso para mí, le ofrece
una casa a lo fantástico...”(Ibidem).
La obra de Cortázar, especialmente la cuentística está invadida
por el elemento fantástico; sin embargo éste se presenta con gran cantidad de
matices, al extremo que muchos de sus cuentos más célebres son aún cuestionados
en cuanto al “nivel” o manera en que esta cualidad se manifiesta en ellos. Autores como Mario Benedetti incluso
establecen sutiles fronteras en las que el relato se mantiene entre
la insinuación de lo fantástico, pero en el territorio de lo real. Bestiario no escapa a estas
clasificaciones. Algunos críticos como
José Julio Perlado coincide en señalar que este primer libro de cuentos de
Cortázar “convoca la presencia de fantasmas cotidianos, hablan de objetos y
hechos de todos los días y pasan a la dimensión de pesadilla o de la revelación
de un mundo natural e imperceptible”[2].
En concordancia con este criterio, Mario Benedetti en su ensayo “Julio
Cortázar, un narrador para lectores cómplices” añade que en los cuentos de Bestiario
se presenta “una realidad cotidiana en cuyo núcleo se inserta lo fantástico sin
estridencias; o lo que es igual, desdoblamiento de lo fantástico a partir de un
estado de realidad constatable entre unas coordenadas espaciotemporales”. [3]
Efectivamente, la mirada de Benedetti ante los textos de Bestiario
apunta hacia el núcleo argumental de los mismos: situaciones aparentemente
comunes, cotidianas, intrascendentes que progresivamente se ven envueltas en la
atmósfera fantástica develada muy
lentamente. Muchas veces tampoco llega a cristalizar del todo, se mantiene a
modo de insinuación; es una suerte de guiño del narrador frente a hechos
que se balancean sutilmente entre la realidad y lo extraordinario.
“Ómnibus” se matiza desde estas características. En el texto se
relata la travesía que realiza Clara -única protagonista a quien se menciona
con su nombre de pila- en el ómnibus 168 en el que atraviesa una parte de la
ciudad de Buenos Aires, rumbo al parque Retiro. Desde que sube al ómnibus y durante todo el trayecto tanto Clara,
como un joven que ascenderá más tarde al transporte público, padecen una suerte
de acoso por parte de los demás
pasajeros, el chofer y el guarda. Éste
consiste en las miradas insistentes que todos ellos sostienen ante Clara y el
joven. Todos los pasajeros se bajarán
en el cementerio de La Chacarita, que se encuentra distante del parque El Retiro.
Una vez que la totalidad de los pasajeros descienden del autobús en la
parada de La Chacarita, Clara y el joven continuarán su recorrido hasta el Retiro, hecho éste que enfurece al
conductor –insólitamente- quien intenta agredirlos acercándose a ellos en
varias ocasiones en que el vehículo, por razones del tránsito, ha tenido que
detenerse. Las expresiones del chofer,
sin embargo, se pierden entre el estruendo que las bocinas y los motores de
otros vehículos emiten cuando él les grita. El relato termina cuando por fin el
ómnibus ha llegado al punto terminal, a la vez destino de sus últimos
pasajeros: El Parque El Retiro donde descienden los dos pasajeros.
La ciudad de Ómnibus
La lectura de la ciudad en
“Ómnibus”, que se manifiesta a través
de la voz del narrador, posee
caracteres cartográficos. La narración va de la mano de la mención de lugares
específicos y de traslados cotidianos que un usuario de la ciudad realiza cuando la recorre. A medida que se
van nombrando esos lugares y que se avanza entre ellos se construye un mapa del
mismo.
Michelle De Certeau ha abundado
en la reflexión que vincula el hacer cotidiano con los espacios; el autor
señala al respecto:
Todo
relato es un relato de viaje, una práctica del espacio. Por esta razón tiene
importancia para las prácticas cotidianas; forma parte de éstas, desde el
abecedario de la indicación espacial,…comienza un relato cuyos pasos escriben
la continuación, hasta las noticias de cada día,…Estas aventuras narradas, que
de una sola vez producen geografías de acciones y derivan hacia los lugares
comunes de un orden, no constituyen solamente un “suplemento” de las
enunciaciones peatonales y las retóricas caminantes. No se limitan a
desplazarlas y trasladarlas al campo del lenguaje. En realidad, organizan los
andares. Hacen el viaje, antes o al mismo tiempo que los pies lo ejecutan. (De
Certeau (1990) 2000:128)
Efectivamente, “Ómnibus” se
consolida como relato en el que se ordena el andar a través del desplazamiento
del autobús por una ruta pre-establecida. Sin embargo el recorrido al mismo
tiempo que se realiza construye una época precisa, de una ciudad concreta con
unos habitantes específicos que reaccionan ante hechos y espacios y que se van
modelando al unísono del desarrollo argumental.
El texto está cargado de
elementos que funcionan como indicios significativos. Partimos del título del relato:
Ómnibus, sustantivo de origen latino
que significa “para todos” y alude a un medio de transporte en que campea lo
impersonal. Contrariamente a lo que
acontece en los medios de transporte colectivos en donde hay que registrar
nombres y bienes de los viajeros, el ómnibus remite a lo anónimo; enfatiza el
hecho de que se trate de un medio de transporte colectivo común y uniforme
dentro del esquema de vida de la ciudad.
Más adelante, incluso, se le identificará como “el 168”, modo en que se
nombra al autobús según la ruta que
recorre y que lo inserta en el código propiamente urbano.
El primer dato que permite situarse temporal y espacialmente al
lector es la alusión El Hogar; se trataba de una revista de
finales de los años cuarenta editada en
Argentina que contenía temas afines a las amas de casa de entonces (cocina,
decoración, jardinería, tejido, costura, etc). Antes de salir, Clara, la
protagonista, lleva la encomienda de comprar la revista y llevársela a la
señora de la casa. Se encuentra Villa del Parque, que es un barrio de Buenos
Aires ubicado en la zona norte de la ciudad. En los años cincuenta era un
sector de clase media compuesta por empleados y pequeños artesanos. Villa del Parque
está a unos diez kilómetros del Centro de la ciudad, lugar al que se dirige el
ómnibus.
A medida que transcurre el relato y que todos los hechos se
desencadenan en el colectivo, éste se convierte en un micro-universo al que
concurre también lo absurdo como expresión de lo fantástico. Que los pasajeros
lleven flores puede interpretarse como una norma, frente a la trasgresión de no
portarlas. Esto se realza de tal forma
que incluso la manera en que el narrador identifica a los pasajeros será en
función del ramo que llevan en sus manos: “Ocupada en guardar su boleto en el
monedero, observó de reojo a la señora del gran ramo de claveles que viajaba en
el asiento de delante” o bien “A dos
centímetros de su cara estaban los ojos de un viejo de cuello duro, con un ramo
de margaritas componiendo un olor casi nauseabundo”; “El señor de la tercera
ventanilla (la estaba mirando, ahora no, ahora de nuevo) llevaba claveles casi
negros apretados en una sola masa continua, como una piel rugosa. Las dos muchachitas de nariz cruel que se
sentaban adelante en uno de los asientos laterales sostenían entre ambas el
ramo de los pobres, crisantemos y dalias,...”(Cortázar, (1951) 2000: 127).
Clasificar a los personajes por el ramo establece además una
suerte de estatus social ligado al valor o calidad de las flores: crisantemos y
dalias como flores de pobres, margaritas con olor nauseabundo, los claveles
considerados como un “gran ramo”... Esta gran metonimia va progresivamente
vinculando la mirada de la ciudad con un penetrante e incisivo sentido de lo
real que se construye a través del lenguaje mismo, adquiriendo una especie de
animismo que se mantendrá hasta el final del relato. Al mismo tiempo funciona
como mapa con el que seremos capaces de identificar esas clases sociales que
tan radicalmente se distinguen unas de otras. En este caso, por ejemplo, antes
de subir al autobús Clara piensa en su encuentro con su amiga con la que tomará
el té. En la sociedad porteña los
grupos de clase alta beben el té, mientras los de clase media beben el mate.
Clara va a encontrarse con una amiga que vive en la zona de la gente de clase
alta, probablemente ésta última trabaje en alguna casa de familia adinerada
como mucama, hecho que le permite tomar
el té.
La narración de los hechos va acompañada de detalles minuciosos
que componen universos absolutamente
urbanos, de ciudad grande, sumida en el anonimato, encorsetada por normas
tácitas u oficialmente establecidas a través de las cuales deben desenvolverse
los personajes. Por ejemplo, al entrar
al ómnibus, Clara pide un boleto “de quince”, es decir, que su recorrido no
culminará en la Chacarita, barrio porteño más o menos del mismo nivel que Villa
del Parque, cuya característica más distinguida es albergar al mayor cementerio
de Buenos Aires, y por ende del país al que iban prácticamente todos los
pasajeros; Clara, con su boleto de 15 se dirigía a la estación Retiro, última
del recorrido que se encontraba algunos kilómetros más lejos. Lo mismo ocurre con el joven que se incorporará
más adelante al ómnibus y que, coincidentemente, correrá con la misma suerte
que Clara, esto es, con la extraña insistencia de los demás pasajeros de
mirarlos sin tregua, porque al igual que ésta, carece de flores, revelando que
su destino no es el mismo; sus acciones no son las mismas. Los pasajeros con flores van a cumplir un
deber moral: evocar a sus muertos, mientras que Clara y el joven están aparentemente de paseo.
El relato se inserta dentro de los parámetros de una realidad cartografiada a través de la permanente referencia a los lugares
–calles, avenidas, edificios- públicos que recorre el ómnibus y que son
enunciados con la familiaridad con que
podría hacerlo un habitante de esos barrios porteños, cuyo lector implícito
fuese igualmente porteño o profundo conocedor de la ciudad, de sus cambios y
matices: “ Un aire verde y claro flotaba en el coche, vieron el rosa viejo del
Museo, la nueva Facultad de Derecho, y el 168 aceleró todavía más en Leandro N.
Alem, como rabioso por llegar” (Cortázar (1951) 2000: 132). Es la inmersión en
la ciudad en la que se involucra no sólo la presencia física de aquellos que la
transitan sino también múltiples elementos que abarcan el ser del hombre y que
de alguna manera lo moldean. Al respecto Gustavo Remedi, señala en su artículo
“Montevideo en sus pliegues” publicado en la Revista Iberoamericana, lo
siguiente:
…habitar
una ciudad siempre supone recorrerla y vivir en varios planos o dimensiones
rara vez entrelazadas de manera
cartesiana: un plano espacial, sensual (urbano, arquitectónico, topográfico,
climático, social); un plano de los discursos simbólicos y culturales en
circulación en ese lugar; un plano de las memorias personales y colectivas, un
plano de la fantasía, la imaginación, la percepción y comprensión que se tiene
del lugar, del momento, de la imaginación del tiempo y la circunstancia propia
así como también de la imaginación del mundo desde este lugar. En esto reside
buena parte de la magia y el misterio de la experiencia urbana, siempre a medio
camino entre las plazas y los libros, las piedras y los cuerpos, las paredes y
la ensoñación.
(Remedi,
2003: 66)
La confluencia de los distintos planos que acompañan la
experiencia citadina de la que habla Remedi
puede también ilustrarse a través de los relatos de ciudad donde,
efectivamente, en la percepción de sus personajes también se incorporan
elementos de distinta índole que permiten construir un discurso más complejo
aunque el asunto argumental luzca aparentemente plano.
En el caso que nos ocupa el traslado de un lugar a otro de la
ciudad en el ómnibus da pie a que emerja lo fantástico más bien como una
posibilidad, de tal modo que una experiencia cotidiana se convierte en un
acontecimiento extraordinario. Nos
encontramos, pues, ante dos espacios: uno abierto de la ciudad y otro cerrado
del ómnibus al que entran y salen ciudadanos y que puede leerse como lugar del
absurdo o de la exclusión, es decir, los demás pasajeros se presentan como la
regularidad a través de las flores que portan y los otros dos, como los
excluidos, pues no llevan flores. Mario Benedetti define con magistral
exactitud el fenómeno que se presenta en este tipo de relatos, pues según el
escritor y crítico “lo fantástico no es lo que ocurre sino lo que amenaza
ocurrir”. Efectivamente, la experiencia
que viven Clara y el joven se reduce a una serie de miradas muy poco discretas
dirigidas insistentemente a los dos.
Más adelante esas miradas se traducirán prácticamente en actos de violencia
verbal por parte del chofer del ómnibus que se acerca directamente a ellos, en
tono agresivo pero que ni siquiera llega a intercambiar un diálogo por el ruido
del exterior. Al bajar del autobús nada
ha ocurrido, sólo la posibilidad de que pudiera pasar. Sin embargo, esa simple alternativa crea tal
ambiente de tensión que convierte el texto en un verdadero ejercicio de
suspenso.
La naturaleza de lo fantástico está estrechamente vinculada a lo
insólito o lo extraordinario, lo que racionalmente no tiene explicación, pues
como muy bien subraya Todorov en su
célebre ensayo Introducción a la literatura fantástica (1994) 1998: “lo
fantástico es la vacilación experimentada por un ser que no conoce más que las
leyes naturales frente a un acontecimiento aparentemente sobrenatural” (Todorov
(1994) 1998: 24); por tanto se nos hace imprescindible respetar el carácter
irresoluble que pueda imprimírsele al argumento.
El cronotopo de “Ómnibus”
La relevancia del concepto de cronotopo elaborado por Bajtín en
cuanto a la fusión del tiempo y el espacio y su conexión con la representación de la ciudad en un texto
literario, es evidente. Unos de los rasgos más sobresalientes al hablar de
ciudad es su condición espacial. En el discurso literario esta espacialidad se enriquece
al incluir en ella el sentido personal de representación, la presencia de una
historia o un argumento que se narre y de unos personajes que realizan esa
historia. La posibilidad de hacer visible al tiempo en un texto artístico, como
lo propone Bajtín en su famoso ensayo sobre “Las formas del tiempo y del
cronotopo en la novela”, o la manera en que el espacio se “intensifica, penetra
en el movimiento del tiempo, del argumento, de la historia”(Bajtín,(1975) 1989:
238) son cualidades admisibles en buena parte de los relatos contemporáneos. Para
Bajtín “Los elementos de tiempo se revelan en el espacio, y el espacio es
entendido y medido a través del tiempo.” Para después concluir en que “La
intersección de las series y uniones de esos elementos constituye la
característica del cronotopo artístico”. (Bajtín, (1975) 1989: 238).
En una primera lectura del cuento podría hablarse del interior
del autobús como el espacio que privilegia el narrador; es esa metonimia de
ciudad, ese micro-cosmos en el que se desenvuelven los hechos. Más adelante, sin
embargo, a medida que el tiempo se manifiesta en el transcurrir de las
acciones, en el protagonismo de Clara que toma el 168, el espacio aparentemente
físico se va transformando en subjetivo donde las percepciones personales,
específicamente visuales, vienen a constituirse en la raíz misma de lo que
acontece: “En el fondo del ómnibus, instalados en el largo asiento verde, todos
los pasajeros miraron hacia Clara, parecían criticar alguna cosa en Clara que
sostuvo sus miradas con un esfuerzo creciente, sintiendo que cada vez era más
difícil,...” (Cortázar, (1996) 2000: 127).
De lo físico -los asientos, las paredes del autobús, incluso los
anuncios con instrucciones que se encuentran en él- pasamos a la sensación
concebida igualmente como espacio. Los protagonistas se sitúan en el centro de
esas sensaciones y su conducta se modifica progresivamente producto de la
perturbación que las miradas les provocan: “Clara seguía furiosa con las chicas
de adelante, que la miraban un rato largo y después al nuevo pasajero; hubo un
momento, cuando el 168 empezaba su carrera pegado al paredón de Chacarita, en
que todos los pasajeros estaban mirando al hombre y también a Clara” (2000:
128). Los cambios que se producen en los personajes a través del cronotopo es
otra de las condiciones que le atribuía Bajtín, esto es, que el tiempo y el espacio configuran la imagen del personaje, de modo
que este último alcanza su conclusividad en relación dialógica con un espacio y
un tiempo determinado. Las posturas que los personajes asumen en el relato
son proporcionales a la influencia
positiva o negativa que sienten del exterior. En ocasiones incluso los detalles
físicos del ómnibus manifiestan la estrecha relación que el personaje puede
encontrar entre él y el cronotopo que va generándose:
Súbitamente
inquieta, dejó resbalar un poco el cuerpo, fijó los ojos en el estropeado
respaldo delantero, examinando la palanca de la puerta de emergencia y su
inscripción Para abrir la puerta TIRE
LA MANIJA hacia adentro y levántese,
considerando las letras una a una sin alcanzar a reunirlas en palabras. Lograba
así una zona de seguridad, una tregua donde pensar.
(Cortázar (1951) 1994: 127)
El tiempo asimila el carácter subjetivo que otorga el espacio
como experiencia visual y se percibe de
la misma manera. La insistencia de las miradas de los pasajeros y del conductor
provocan en los protagonistas e incluso en el lector la impresión de un
transcurrir cronológico largo, casi diríamos interminable. Hay, pues, una “mirada semántica”, como signo que no
sólo da coherencia al relato sino que lo sostiene. La codificación de las
miradas en signos permitiría establecer diálogos. Por ejemplo, entre Clara, el
joven y los demás pasajeros. Los dos primeros reciben un mensaje de rechazo y
distanciamiento por parte de los demás. Son por tanto receptores de una
agresión que los perturba y los coloca en situación de indefensión.
Paulatinamente y a medida que la violencia crece dentro del
autobús la descripción que se hace del mismo se transforma, pasa a un estado de animismo donde parecería se
describen más bien los movimientos de un animal de proporciones descomunales:
“Bufó la puerta trasera (nadie había subido adelante) y el 168 tomó velocidad
con bandazos coléricos, liviano y suelto en una carrera que puso plomo en el
estómago de Clara.” Y más adelante afirma: “El coche temblaba como un cuerpo
enorme” (Cortázar (1951) 1994: 129-130).
La fusión espacio-tiempo se aprecia desde la subjetividad de las
experiencias. La sensación de lentitud temporal que señalábamos líneas
arriba va unida a una tensión espacial que convierte al ómnibus en lugar
en el que converge lo ambiguo: momentos agradables entrelazados con situaciones
más bien incómodas, incluso violentas. De esta forma el cronotopo se ha subjetivizado;
la percepción que se alcanza de él depende fundamentalmente de sus personajes
para revertirse también en ellos. El final del relato donde se cambia del
espacio cerrado del autobús al de la plaza Retiro llena de gente y de ambiente
festivo, de fin de semana, se manifiesta de inmediato la distensión que se
opera en los personajes; se encuentran relajados, al extremo de advertir que
ambos “temblaban como de felicidad y sin mirarse”. Este último dato enfatiza la
influencia determinante del cronotopo en los personajes y su posibilidad de
re-creación de los mismos.
La ciudad, un espacio público
Dentro de las categorías que el
urbanismo utiliza para identificar las distintas partes que conforman una
ciudad encontramos los llamados espacios públicos y espacios privados. Si bien
se trata de convenciones plenamente admitidas, las mismas permiten la
posibilidad del matiz, esto es, de las variantes que las circunstancias o los
usos constantes imprimen a los elementos clasificados.
Las plazas, por ejemplo, suelen ser los espacios públicos por
antonomasia; se trata de espacios “vacíos” –esta última condición es
fundamental- cuya finalidad es precisamente el tránsito e incluso el eventual
apropiamiento de los ciudadanos de sus predios. Las calles, también asumidas como espacios públicos, están más
orientadas al paso rápido incluso al tránsito de automóviles, de modo que el
uso de las mismas por los peatones está reducido a la acera o banqueta.
Entre otras clasificaciones se habla igualmente de los llamados espacios
“mixtos”, “intermedios” o “de paso”; son los “no lugares” considerados por Marc
Augé por su carácter efímero, que no deja huella, que impide el asentamiento o
la posibilidad de identificación por parte de los ciudadanos. Son los pasillos de aeropuertos, las
estaciones de autobús, las calles muy transitadas, los ómnibus...entre
otros.
Si nos detenemos de nuevo en el relato, nos daremos cuenta de la
carga semántica que se imprime en el momento en que los hechos se realizan
dentro de uno de esos llamados “no lugares”. El sentido de lo impersonal propio
de las grandes ciudades, como lo es Buenos Aires en aquellos años cincuenta, se
dibuja ya a partir del protagonismo del Ómnibus, que no puede asumirse como
simple medio de transporte. El animismo
que va adquiriendo el vehículo en el transcurso de los hechos –impulsado
también por la atmósfera enrarecida que han creado las miradas- se enfatiza de tal modo que llega a
transformarse en eje central de todo el relato. Pero ser protagonista no desmonta el carácter anónimo que le es
inherente, sino que lo realza de modo que todo el universo citadino se tiñe del
valor –o el anti-valor- que la
despersonalización del ómnibus posee, de modo que los personajes del relato,
especialmente los pasajeros que ya se encontraban en él antes de que Clara lo
tomase, se encuentran absolutamente inmersos en un ambiente hostil, por anónimo
e impersonal, que les ha “contagiado”
el ómnibus, prototipo del urbanismo más acendrado.
La ciudad viene a ser, por tanto, un lugar de paso, de
desconocimiento del otro, de aislamiento personal. Estas condiciones, más bien adversas, le conceden un sentido
mítico que convierte a la ciudad en
centro problematizado del universo, en espacio que, por su misma condición de
urbanismo moderno, modifica al hombre desde su raíz misma de ser social. La ciudad de “Ómnibus”se estructura desde
una perspectiva de la dificultad que
conlleva la convivencia humana y del
consecuente aislamiento, al extremo de que sus habitantes llegarían a existir
en un aparente exilio en la ciudad
misma, que condiciona a los individuos
a establecer límites muy precisos en sus relaciones con los demás y con
ellos mismos.
Ómnibus : su estructura de viaje
El traslado que realiza Clara, y
más tarde el joven, puede entenderse desde la estructura de viaje propia de los
antiguos relatos épicos. En ellos los
héroes, que se movilizaban continuamente superando difíciles pruebas. Llegar a la meta supone no sólo la
superación de pruebas extraordinarias, sino la sobre-valoración de su condición
de seres humanos ya magnificados.
Si asumimos el texto narrativo desde la perspectiva de “sintaxis
espacial”, como lo entendía Michel De Certeau ([1986] 2000: 127), e incluso
como una suerte de “transporte colectivo”, veríamos de qué manera, tal como
ocurre en el texto que nos ocupa, el
relato se refiere a una práctica cotidiana común que se establece según el
criterio de recorrido (tour), en el que una voz nos irá indicando hacia
dónde nos dirigimos; nos marcará una ruta. En estas condiciones el espacio se
animiza y se transforma en lo que el mismo De Certeau calificaba como “lugar practicado”, es decir, caminado,
transitado, gastado por quienes lo recorren. Se trata, pues, de una historia de
viaje, aunque el traslado realizado se refiera exclusivamente a los predios
urbanos
Situándonos en las coordenadas de la estructura de viaje, las
calles y las avenidas vienen a ser los territorios inacabables, por los que
tendrán que transitar los protagonistas, y, por extensión, cualquier habitante
de la ciudad para llegar no sólo al
lugar físico, sino, sobre todo, a ellos mismos. Así lo enfatiza Rosalba Campra al referirse a la Buenos Aires de
la literatura de los años cincuenta, cuando afirma que “la ciudad es ya el
lugar de la búsqueda de identidad; persecución sin tregua de algo que, desde
fuera, pueda definir el ser”. (Campra, (1987) 1998: 56).
Dentro del mismo esquema de
viaje se hace imprescindible mencionar no sólo a los que funcionan como
protagonistas-héroes- Clara, el joven-, sino también a aquellos cuya condición
de antagonistas es evidente. En este
caso serían no sólo los pasajeros, también aquí debemos apuntar como el más
importante antagonista al chofer del autobús que incluso llega a acercarse a
los dos personajes –Clara y el joven- cuando ya se encontraban solos en el
ómnibus, con actitud agresiva, desafiante, al extremo de que la salida del
transporte público por parte de estos dos últimos pasajeros se hace
imperante.
Como cierre
La representación de ciudad, la
lectura que el narrador ha hecho de una ciudad concreta muestra matices muy bien definidos. En primer término se ha cartografiado una
parte de una ciudad con referente real: es Buenos Aires, con calles,
avenidas, parques y cementerios concretos, con costumbres
precisas (los sábados el 168 llega hasta La Chacarita). Hay pues un complejo de
significaciones que están implícitas en el detalle de señalar nombres exactos,
incluso circuitos urbanos que se recorren. Se aprecia abiertamente un deseo de
inscribir el relato en una atmósfera que se ajusta del todo al sentido de lo
real y de la vida cotidiana de una clase media que habita en la capital. Esto
último contrastará en el desarrollo de
los hechos donde lo fantástico hace guiños y se insinúa hasta el final.
De cualquier modo, la ciudad presente en el texto está sumergida
en la ambigüedad: realidad/fantasía; armonía/rudeza urbanas;
cercanía/distanciamiento; deleite/deber.
Podría hablarse de que en el texto se manifiestan varias perspectivas
que se entrelazan: la que presenta a una ciudad grande, con una de sus
cualidades más destacadas, esto es, la condición amenazante y
constantemente incómoda que llega a
adquirir, el anonimato de sus habitantes, los brotes de violencia callejera:
“-…se viaja mal ahora. ¿Usted ha visto los subtes?. – Algo increíble. Cansa más
el viaje que el empleo.” Y más adelante se insiste: “Y hablaban todo el tiempo
de los viajes, de las colas que hay que hacer en plaza de Mayo, de la grosería
de la gente, de la paciencia.”(Cortázar, (1951) 1994: 132): por otra parte
estaría el ambiente aún provinciano que encontraremos en barriadas y suburbios,
donde la cercanía y la solidaridad todavía siguen vigentes. En el
entrecruzamiento de estos dos ambientes hallamos un tercer y fundamental
elemento, el acontecimiento que se insinúa entre lo absurdo y lo fantástico: la
agresión que, visualmente, ejercen los
pasajeros y el conductor a dos jóvenes que suben al autobús. La composición
discursiva que está presente en el texto, donde los referentes reales más
precisos se mezclan con situaciones insólitas, que bordean los límites entre lo
real y lo fantástico, es una constante en la cuentística de Cortázar. La ciudad pasa a ser un catalizador de
acontecimientos; espacio para la vida, único paisaje transitable.
BIBLIOGRAFÍA
CORTÁZAR, Julio. (1994) 2001. Cuentos Completos I. Alfaguara. Séptima
reimpresión. Madrid.
BAJTÍN, Mijail. Teoría y Estética de la novela. Trabajos de
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Cortázar, Un narrador para lectores cómplices”. En Letras del continente mestizo. Montevideo: Arca, 1972.
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sus pliegues”. En Revista Iberoamericana. 2003. Vol. LXIX. Número 202.
Enero-Marzo.
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CORTÁZAR, Julio: “El sentimiento
de lo Fantástico”. (Conferencia dada por Julio Cortázar en la UCAB). En http://www.juliocortazar.com.ar/cuentos/confe1.htm
[1] Confrontar con la página web http://www.juliocortazar.com.ar/cuentos/confe 1.htm
[2] En “La esfera de los cuentos” de http://sololiteratura.comcomentriobestiario.htm
[3]
Mario
Benedetti: “Julio Cortázar, un narrador para lectores cómplices”. Letras del continente mestizo. Montevideo: Arca, 1972, pág 61.