Fatales cosmopolitas: el modernismo reorientado

Clayton, Michelle
UCLA


 

En los últimos años, la pregunta por un posible cosmopolitismo crítico ha sido abordada desde diversos ángulos teóricos, en trabajos reunidos en el volumen Cosmopolitics editado por Brcue Robbins y Pheng Cheah. La cuestión del cosmopolitismo tiene una larga y enriscada historia en los estudios latinoamericanos; aparece como objeto de crítica enconada en los escritos de Rodó entre otros, pero también como gesto necesario de inserción latinoamericana en lo global en ensayos de Roberto Fernández Retamar, cuyo Calibán fue visto en su momento como una contraparte hispanoamericana al Orientalismo de Edward Said. Es en una carta conocidísima de Julio Cortázar a Retamar que se replantea la cuestión en los años sesenta, produciéndose a partir de este documento una polémica entre Cortázar y José María Arguedas sobre el posicionamiento estratégico del escritor latinoamericano. No vamos a entrar aquí en los pormenores del debate, pero el punto crítico viene a ser la relación entre provincialismo y cosmopolitismo, pensada por dos escritores que tratan la cuestión de la migrancia, de las ciudades, de los cuerpos y sus afiliaciones. En su novela Rayuela, Cortázar ya había empezado a delinear los contornos del debate sobre la condición tensa del migrante latinoamericano, sobre el entrelugar, sobre la posición del artista en la comunidad global. Pero hay un episodio extraño que aparece en la sección parisina que parece desentonar con el resto de las meditaciones existenciales y estéticas de la novela. En una reunión del club de artistas fracasados al que pertenece el protagonista Horacio Oliveira, aparece el chino Wong, al que le instan a mostrar una serie de fotos que normalmente reserva para las francesitas del café. Las fotos, que Wong enseña poco a poco con un pudor malicioso, representan borrosas etapas del desmembramiento de un sujeto apenas distinguible; son una muestra, explica Wong con alegre picardía, del arte chino, aunque en una versión primitiva. ¿Cómo reaccionar? Efectivamente, ante tales horrores del supuesto arte auto-exotista, los miembros del Club no reaccionan en absoluto, pero la novela sí: se desencadena a partir de esta muestra, y de la falta de reacción ante ella, una serie de reflexiones acerca de la ética y de la legalización de la tortura en Occidente. En seguida, la Maga, quien se había resistido a contar su propia historia, la empieza a contar, pero lo que cuenta es una historia elíptica y fragmentada de violaciones y agresiones interraciales que se niega a ofrecer una imagen consumada y consumible de esta chica rioplatense para un público diaspórico parisiense. El contacto con una cultura que se despedaza parece sacar de quicio a la identidad latinoamericana, pero a la vez que la desarticula, también le saca una versión metonímica, fragmentada, y violenta, de su propia historia. Las dos periferias se conjugan y se espejean en una nada cómoda conciencia de su (auto) exotización ante un público metropolitano.

 

En todos sus contactos momentáneos en la metrópoli parisina, Horacio como argentino se encuentra inevitablemente asociado con la pampa, cuando no con la pura barbarie. “No estamos ya en Amazonía” grita el vejado vecino de arriba de la Maga. Este cruce entre pampa y barbarie, como todos sabemos de sobra, se había plasmado de forma magistral un siglo antes en el Facundo de Sarmiento. Allí, sin embargo, la pampa significaba la barbarie no tanto a razón de sus habitantes indígenas en proyectadas vías de desaparición, sino por su analogía atemorizante con el desierto árabe, cruzado por sujetos nómadas  que se escapaban a todo control estatal. Este fantasma oriental era lo que había que borrar, según Sarmiento, para poder seguir adelante con el proyecto de cartografiar y poblar el espacio del interior; lo oriental desaparecería no bajo la presencia indígena ni criolla, sino bajo modelos europeos de la buena escritura y del buen gobierno, por no hablar de la ideal comunidad inmigratoria por venir.

 

Cincuenta años más tarde, Rubén Darío emprendería una nueva crítica de la incapacidad latinoamericana de producir una identidad consumada y consumible. Hablando no como agente del estado sino desde la posición del escritor autónomo, Darío se queja en las palabras preliminares a sus Prosas profanas de que la empresa ha desembocado en un callejón sin salida: el fracaso consiste menos en la fallida representación del continente ante el resto del mundo (léase Occidente), que en su inhabilidad de entenderse ni de explicarse a sí mismo – un fracaso, por lo tanto, institucional. Darío se distancia por completo del momento presente, recuperando sólo sus orígenes precolombinos o “las cosas viejas”, dejando “el resto” – es decir, tres siglos de dependencia colonial y unas cuántas décadas de independencia—al “demócrata Walt Whitman”. Esta transferencia de la herencia debería sorprendernos: como bien lo celebraba Martí, Whitman no sólo ofrecía un modelo estético para la fusión poética de lo moderno y lo antimoderno, sino también era el poeta del gran gesto globalizante, del “Saludo al mundo” que pretendía unir  a los norteamericanos con sus vecinos al este, oeste y sur, forjando una comunidad planetaria de obreros y cantores. El proyecto de Darío en el fin de siglo se distancia tanto de la modernidad en que la América Latina pugnaba por entrar, como de esta noción de una comunidad global; al contrario, nos informa que cantará “princesas, reyes, cosas imperiales, visiones de países lejanos o imposibles”. El cosmopolitismo que propone, en otras palabras, es arcaizante y textual.

 

Sin embargo, no deja de traslucirse la huella de lo social, a nivel de los géneros sexuales; el poeta declara que “hombre soy”, y afianza su afiliación masculina a través de la afirmación que “mi esposa es de mi tierra, mi querida, de París”. Este gesto masculinista por supuesto no desentona con las proyecciones de otros escritores modernistas, quienes con frecuencia invocaban un pasado poblado de héroes archi-masculinos, cuyos fantasmas emergen una y otra vez de la tumba o de sus estatuas para forzar la regeneración del presente debilitado y feminizado. Lo sorprendente es que al lado de esta auto-afirmación masculinista, los textos de Darío repetidamente presentan al poeta ya no como héroe precolombino o revolucionario ni como nómada árabe, sino como mujer oriental atrapada en un impasse imaginativo, encarcelada en diversos interiores rebosantes de artefactos orientales. Lo que se rechaza y se recupera a un mismo tiempo en estos retratos del artista como una princesa asiática es una feminidad orientalizada; lo que se plantea tropológicamente es una imaginaria e incómoda alianza entre varias periferias sexuales y culturales. El resultado, como vamos a ver, es una imaginería cosmopolita que corta el circuito con Europa, resucitando estratégicamente el fantasma oriental mediante una triangulación cultural geopolítica que no deja de ser ambivalente. En vez del tan mentido cosmopolitismo afrancesado que criticaran Rodó y sus legiones, estamos quizás ante un nuevo y casi subterráneo mapa cultural que conjuga cuerpos, deseos, memorias, y lugares heterogéneos, en un ejercicio no de solidaridad ni de simpatías políticas (aunque eso también aparece, e.g. en los escritos de Martí) sino de auto-representación reorientada.

 

En lo que queda de esta ponencia queremos enfocarnos en algunos momentos de esta desviada auto-representación modernista a través de imaginerías, artefactos, y viajes orientales, dejando de lado a los poetas que realmente viajaron al Oriente. Queremos proponer como instancias dislocativas varios momentos y estrategias textuales que trazan una afiliación ambivalente con el Oriente por medio de encuentros literarios que frecuentemente involucran las artes plásticas y los viajes. La referencia obligatoria debería ser el trabajo de Said, pero como han señalado los críticos que han empezado a abordar la cuestión del orientalismo latinoamericano (Kushigian, Tinajero, Schulman), lo que se involucra en estos casos no es la organización discursiva de un continente colonizado mediante el arsenal administrativo, académico, hegemonizante de la metrópoli, sino más bien la auto-proyección imaginativa de una periferia poscolonial hacia otra. En este panorama surgen preguntas y problemáticas acerca del exotismo y del auto-exotismo, como también de la explotación mimética, que no tendremos espacio de analizar aquí, pero que en términos muy breves apuntan a un nuevo auto-posicionamiento estratégico por parte de escritores latinoamericanos en competencia con prácticas estéticas metropolitanas; estos escritores explayan una conciencia de las prácticas discursivas elaboradas en los centros imperiales para controlar a sus supuestas periferias, y se afilian estratégicamente con esas otras periferias para reafirmar su potencia de representarse a sí mismos y de insertarse en la imaginería global. Por supuesto que el proyecto implica riesgos y peligros, y por lo tanto nuestro argumento se organiza bajo la consigna del orientalismo fatal, aludido en el poema “Los cisnes” de Darío, en el cual se interrogan los posibles pasados, presentes, y futuros del continente hispanoamericano; en este poema, curiosamente, el símbolo modernista del cisne no proyecta una mirada anhelante ni nostálgica hacia sus orígenes en Francia, sino que tiene su ojo fijo “en el oriente fatal de su destino”. Este destino inevitable se ancla en el futuro y en la lejanía espacial, orientado no sólo hacia la representación autóctona sino también hacia el auto-exotismo, corriendo el riesgo de que esta configuración o refiguración sea fatal en otro sentido, como sugiere Cortázar. En vez de celebrar sin reparos este proyecto auto-orientalizante, queremos plantear elípticamente, a través de los reparos de Cortázar, que el gesto involucra tanto el desmembramiento como el remembramiento, pero en una desarticulación que, vista desde el lugar de enunciación, puede ser productiva.

 

Las culturas que se canibalizan en Latinoamérica en torno al fin del siglo llegan, independientemente de su lugar de origen, ya mediatizados por Francia. “Amo más que la Grecia de los griegos / la Grecia de la Francia”, como reza Darío. Y sin embargo, varios poetas modernistas señalan repetidas veces que existen otras opciones ornamentales e instrumentos artísticos que los propuestos por los franceses, o que por lo menos no ostentan huella de su paso por París. En el denso poema “Kakemono” de Julián del Casal, el personaje central parece ser una mujer latinoamericana que literalmente sobre-escribe los “nativos dotes” de sus rasgos con varios tipos de maquillaje, transformándose en princesa asiática, ornamentándose para resignificarse. Lo que implica el proceso no es el sencillo reemplazo de una identidad periférica por otra, sino el embellecimiento de la latinoamericana mediante la sobreinscripción de la japonesa, en un performance hibridizante que cancela cualquier mediación europea. Este blasón en que se desmiembra un cuerpo para volver a recomponerlo constituye un recurrente gesto modernista por razones evidentes: como género genealogizante, se presta a la desarticulación de una identidad para reconfigurarla mediante afiliaciones metafóricas. Sin embargo, el blasón aquí efectuado tiene lugar no sólo en un poema, sino también y al mismo tiempo en una pintura; a lo largo del poema se deduce que lo que estamos presenciando no es un acto de disfrazamiento por parte de la mujer, sino la reproducción plástica de ella en un “pastel japonés”. El “Kakemono” del título no es el nombre de la mujer, sino el nombre del género de pintura; su nombre, por lo tanto, es estrictamente genérica, y se nos presenta como un tipo o arquetipo en proceso de transformación – o, más bien, de transculturación ambigua. Digo ambigua, porque habiéndonos revelado la trampa, el poeta no se contenta con dejar a su creación en el ámbito del arte oriental; al contrario, recupera su propia representación del artefacto en el poema, declarándonos su maestría al reproducirla, sobrepasando en el proceso otras hazañas similares en el área del arte japonés. Lo que parecería ser un simple strip-tease cultural al revés, se transforma en una desviada afirmación estética: por un lado, el derecho de la mujer latinoamericana de adornarse con instrumentos orientales, y por otro, la potencia del escritor latinoamericano de reapropiarse de la representación. En términos situacionistas, estaríamos ante un proceso de détournement que se apropia de un orientalismo estético europeizado para empujarlo hacia otros fines; de este modo, se convierte el gesto orientalista en clave y garantía de la autonomía estética latinoamericana.

 

Claro que lo que queda en parte cancelada en este poema es el poder de la mujer para representarse, y es notoria la ansiedad que se transluce en los escritos modernistas en torno a cuestiones de feminidad y sexualidad no heteronormativa. Algunas de las críticas más acendradas del modernismo conjugan el afrancesamiento con la feminización excesiva de ambos sexos, preocupándose por la improductividad de estos cuerpos desviantes con sus modalidades francesas. La poesía a veces agresivamente viril de José Martí frecuentemente se arroga un curioso poder reproductivo, repitiendo imágenes de partos tortuosos mientras pugna por dar a luz a la nueva América mestiza – y por supuesto los cuerpos femeniles que adornan los poemas modernistas suelen ser orgásmicos sin consecuencias [excepción hecha de la pobre Leda]. Y sin embargo, la presencia femenina en varios poemas deviene precisamente productiva, aunque en otra dirección: digresiva, expansiva, dilatada, como vienen a serlo los poemas en que aparece. Y para mayor curiosidad, estos cuerpos expansivos se asocian con la feminidad oriental. Es el caso del poema “Divagaciones” de Darío, en que el poeta cataloga una cantidad de posibilidades performativas para su amante; la exhorta a adoptar el disfraz de figuras de la Grecia antigua, de la Italia moderna, de Francia y Alemania, de España, y finalmente del Oriente. Sin embargo, con la introducción de la figura de la amante oriental, el desfile ordenado y regular se desborda y amenaza con cancelar la serie de tipos nacionales que la preceden. Desde la pregunta inicial de esta sección, “¿los amores exóticos, acaso?” el poema se desvía digresivamente; en un gesto casi inaudito, lo que empieza siendo un monolítico estereotipo erótico oriental se divide en categorías reales de japonesas, chinas, indias, y africanas, todas las cuales se ornamentan de referencias culturales específicas. La versión final de la amante ideal conjuga todas estas posibilidades bajo la rúbrica de “fatal cosmopolita”, aunque por lo precedente este término neutro y más bien occidentalizado debería quebrarse bajo el peso de tanto orientalismo.

 

Pero ¿cómo interpretar la palabra “fatal”, que ya hemos citado de Darío dos veces? Aunque parecería señalar un camino (pre)determinado, un pasado y un futuro certeros, en los escritos de Darío apunta más bien en la dirección opuesta: hacia lo indeterminado, hacia la apertura y no la clausura de posibilidades representativas. Como dice en el poema “Lo fatal”, ser latinoamericano en el auge de la modernidad significa “no saber adónde vamos, ni de dónde venimos”. La pregunta por una cuajada identidad latinoamericana se abre, entonces, en esta escritura, sobre toda una red intrincada de posibilidades, que se afianzan no tanto con lo local como con lo planetario, y frecuentemente con lo igualmente perfiérico; se inscribe dentro de múltiples modos globales fragmentados, coagulados retóricamente en la imagen de una identidad a la vez local y cosmopolita, occidental y oriental.

 

El paso que da Casal en esta dirección es más radical todavía. En su poema “Nostalgias”, que focaliza el tropo del viaje, el yo lírico embarca en una gira virtual del mundo; comienza el viaje en el espacio helado de la Antártida, pasando después a Argelia, por los desiertos de África, a los opiaderos de China, para finalmente desembocar en el archipiélago haitiano antes del arribo de los colonizadores franceses. El gesto es importante por dos razones: en primer lugar, lo que parece estar proponiendo Casal es la desterritorialización de lo latinoamericano, o cuanto menos de sus élites letradas, en un ejercicio imaginativo y nomádico de alianza con una serie de identidades étnicas y geopolíticas; la escritura que resulta abarca infinitas posibilidades digresivas, ya que las estancias de su viaje ofrecen una multiplicidad de afiliaciones y referencias culturales momentáneas. Pero esto no es lo más importante: esta circunnavegación del globo se destaca por lo que se evita, que es el hemisferio del norte. En cierto sentido es éste un gesto compensatorio por parte de un poeta que viaja obsesivamente a Francia a través de sus préstamos literarios y artísticos (aunque se resiste a visitar realmente París, por temor a decepcionarse); sin embargo, también proponemos que hay que leerlo como la visita obstinada de un poeta periférico a otras partes del mundo impactadas por el dominio colonial. La escritura de Casal, como de otros poetas modernistas, girará ahíncadamente en torno al modelo francés, pero de un modo fascinantemente centrífugo, lanzándose sobre una serie de modos y modelos nómadas, abriendo lo que todavía se considera como una identidad periférica a una multiplicidad de afiliaciones contingentes y momentáneas.

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