En los últimos años, la pregunta por un posible
cosmopolitismo crítico ha sido abordada desde diversos ángulos teóricos, en
trabajos reunidos en el volumen Cosmopolitics
editado por Brcue Robbins y Pheng Cheah. La cuestión del cosmopolitismo tiene
una larga y enriscada historia en los estudios latinoamericanos; aparece como
objeto de crítica enconada en los escritos de Rodó entre otros, pero también
como gesto necesario de inserción latinoamericana en lo global en ensayos de
Roberto Fernández Retamar, cuyo Calibán
fue visto en su momento como una contraparte hispanoamericana al Orientalismo de Edward Said. Es en una
carta conocidísima de Julio Cortázar a Retamar que se replantea la cuestión en
los años sesenta, produciéndose a partir de este documento una polémica entre
Cortázar y José María Arguedas sobre el posicionamiento estratégico del
escritor latinoamericano. No vamos a entrar aquí en los pormenores del debate,
pero el punto crítico viene a ser la relación entre provincialismo y
cosmopolitismo, pensada por dos escritores que tratan la cuestión de la
migrancia, de las ciudades, de los cuerpos y sus afiliaciones. En su novela Rayuela, Cortázar ya había empezado a
delinear los contornos del debate sobre la condición tensa del migrante
latinoamericano, sobre el entrelugar, sobre la posición del artista en la
comunidad global. Pero hay un episodio extraño que aparece en la sección
parisina que parece desentonar con el resto de las meditaciones existenciales y
estéticas de la novela. En una reunión del club de artistas fracasados al que
pertenece el protagonista Horacio Oliveira, aparece el chino Wong, al que le
instan a mostrar una serie de fotos que normalmente reserva para las francesitas
del café. Las fotos, que Wong enseña poco a poco con un pudor malicioso,
representan borrosas etapas del desmembramiento de un sujeto apenas
distinguible; son una muestra, explica Wong con alegre picardía, del arte
chino, aunque en una versión primitiva. ¿Cómo reaccionar? Efectivamente, ante
tales horrores del supuesto arte auto-exotista, los miembros del Club no
reaccionan en absoluto, pero la novela sí: se desencadena a partir de esta
muestra, y de la falta de reacción ante ella, una serie de reflexiones acerca
de la ética y de la legalización de la tortura en Occidente. En seguida, la
Maga, quien se había resistido a contar su propia historia, la empieza a
contar, pero lo que cuenta es una historia elíptica y fragmentada de
violaciones y agresiones interraciales que se niega a ofrecer una imagen
consumada y consumible de esta chica rioplatense para un público diaspórico
parisiense. El contacto con una cultura que se despedaza parece sacar de quicio
a la identidad latinoamericana, pero a la vez que la desarticula, también le
saca una versión metonímica, fragmentada, y violenta, de su propia historia.
Las dos periferias se conjugan y se espejean en una nada cómoda conciencia de
su (auto) exotización ante un público metropolitano.
En todos sus contactos momentáneos en la metrópoli
parisina, Horacio como argentino se encuentra inevitablemente asociado con la
pampa, cuando no con la pura barbarie. “No estamos ya en Amazonía” grita el
vejado vecino de arriba de la Maga. Este cruce entre pampa y barbarie, como
todos sabemos de sobra, se había plasmado de forma magistral un siglo antes en
el Facundo de Sarmiento. Allí, sin
embargo, la pampa significaba la barbarie no tanto a razón de sus habitantes
indígenas en proyectadas vías de desaparición, sino por su analogía
atemorizante con el desierto árabe, cruzado por sujetos nómadas que se escapaban a todo control estatal.
Este fantasma oriental era lo que había que borrar, según Sarmiento, para poder
seguir adelante con el proyecto de cartografiar y poblar el espacio del
interior; lo oriental desaparecería no bajo la presencia indígena ni criolla,
sino bajo modelos europeos de la buena escritura y del buen gobierno, por no
hablar de la ideal comunidad inmigratoria por venir.
Cincuenta años más tarde, Rubén Darío emprendería
una nueva crítica de la incapacidad latinoamericana de producir una identidad
consumada y consumible. Hablando no como agente del estado sino desde la
posición del escritor autónomo, Darío se queja en las palabras preliminares a
sus Prosas profanas de que la empresa
ha desembocado en un callejón sin salida: el fracaso consiste menos en la
fallida representación del continente ante el resto del mundo (léase
Occidente), que en su inhabilidad de entenderse ni de explicarse a sí mismo –
un fracaso, por lo tanto, institucional. Darío se distancia por completo del
momento presente, recuperando sólo sus orígenes precolombinos o “las cosas
viejas”, dejando “el resto” – es decir, tres siglos de dependencia colonial y
unas cuántas décadas de independencia—al “demócrata Walt Whitman”. Esta
transferencia de la herencia debería sorprendernos: como bien lo celebraba
Martí, Whitman no sólo ofrecía un modelo estético para la fusión poética de lo
moderno y lo antimoderno, sino también era el poeta del gran gesto globalizante,
del “Saludo al mundo” que pretendía unir
a los norteamericanos con sus vecinos al este, oeste y sur, forjando una
comunidad planetaria de obreros y cantores. El proyecto de Darío en el fin de
siglo se distancia tanto de la modernidad en que la América Latina pugnaba por
entrar, como de esta noción de una comunidad global; al contrario, nos informa
que cantará “princesas, reyes, cosas imperiales, visiones de países lejanos o
imposibles”. El cosmopolitismo que propone, en otras palabras, es arcaizante y
textual.
Sin embargo, no deja de traslucirse la huella de lo
social, a nivel de los géneros sexuales; el poeta declara que “hombre soy”, y
afianza su afiliación masculina a través de la afirmación que “mi esposa es de
mi tierra, mi querida, de París”. Este gesto masculinista por supuesto no
desentona con las proyecciones de otros escritores modernistas, quienes con
frecuencia invocaban un pasado poblado de héroes archi-masculinos, cuyos
fantasmas emergen una y otra vez de la tumba o de sus estatuas para forzar la
regeneración del presente debilitado y feminizado. Lo sorprendente es que al
lado de esta auto-afirmación masculinista, los textos de Darío repetidamente
presentan al poeta ya no como héroe precolombino o revolucionario ni como
nómada árabe, sino como mujer oriental atrapada en un impasse imaginativo,
encarcelada en diversos interiores rebosantes de artefactos orientales. Lo que
se rechaza y se recupera a un mismo tiempo en estos retratos del artista como
una princesa asiática es una feminidad orientalizada; lo que se plantea
tropológicamente es una imaginaria e incómoda alianza entre varias periferias
sexuales y culturales. El resultado, como vamos a ver, es una imaginería
cosmopolita que corta el circuito con Europa, resucitando estratégicamente el
fantasma oriental mediante una triangulación cultural geopolítica que no deja
de ser ambivalente. En vez del tan mentido cosmopolitismo afrancesado que
criticaran Rodó y sus legiones, estamos quizás ante un nuevo y casi subterráneo
mapa cultural que conjuga cuerpos, deseos, memorias, y lugares heterogéneos, en
un ejercicio no de solidaridad ni de simpatías políticas (aunque eso también
aparece, e.g. en los escritos de Martí) sino de auto-representación
reorientada.
En lo que queda de esta ponencia queremos enfocarnos
en algunos momentos de esta desviada auto-representación modernista a través de
imaginerías, artefactos, y viajes orientales, dejando de lado a los poetas que
realmente viajaron al Oriente. Queremos proponer como instancias dislocativas
varios momentos y estrategias textuales que trazan una afiliación ambivalente
con el Oriente por medio de encuentros literarios que frecuentemente involucran
las artes plásticas y los viajes. La referencia obligatoria debería ser el
trabajo de Said, pero como han señalado los críticos que han empezado a abordar
la cuestión del orientalismo latinoamericano (Kushigian, Tinajero, Schulman),
lo que se involucra en estos casos no es la organización discursiva de un
continente colonizado mediante el arsenal administrativo, académico,
hegemonizante de la metrópoli, sino más bien la auto-proyección imaginativa de
una periferia poscolonial hacia otra. En este panorama surgen preguntas y
problemáticas acerca del exotismo y del auto-exotismo, como también de la explotación
mimética, que no tendremos espacio de analizar aquí, pero que en términos muy
breves apuntan a un nuevo auto-posicionamiento estratégico por parte de
escritores latinoamericanos en competencia con prácticas estéticas
metropolitanas; estos escritores explayan una conciencia de las prácticas
discursivas elaboradas en los centros imperiales para controlar a sus supuestas
periferias, y se afilian estratégicamente con esas otras periferias para
reafirmar su potencia de representarse a sí mismos y de insertarse en la
imaginería global. Por supuesto que el proyecto implica riesgos y peligros, y
por lo tanto nuestro argumento se organiza bajo la consigna del orientalismo
fatal, aludido en el poema “Los cisnes” de Darío, en el cual se interrogan los
posibles pasados, presentes, y futuros del continente hispanoamericano; en este
poema, curiosamente, el símbolo modernista del cisne no proyecta una mirada
anhelante ni nostálgica hacia sus orígenes en Francia, sino que tiene su ojo
fijo “en el oriente fatal de su destino”. Este destino inevitable se ancla en
el futuro y en la lejanía espacial, orientado no sólo hacia la representación
autóctona sino también hacia el auto-exotismo, corriendo el riesgo de que esta
configuración o refiguración sea fatal en otro sentido, como sugiere Cortázar.
En vez de celebrar sin reparos este proyecto auto-orientalizante, queremos
plantear elípticamente, a través de los reparos de Cortázar, que el gesto
involucra tanto el desmembramiento como el remembramiento, pero en una desarticulación
que, vista desde el lugar de enunciación, puede ser productiva.
Las culturas que se canibalizan en Latinoamérica en
torno al fin del siglo llegan, independientemente de su lugar de origen, ya
mediatizados por Francia. “Amo más que la Grecia de los griegos / la Grecia de
la Francia”, como reza Darío. Y sin embargo, varios poetas modernistas señalan
repetidas veces que existen otras opciones ornamentales e instrumentos
artísticos que los propuestos por los franceses, o que por lo menos no ostentan
huella de su paso por París. En el denso poema “Kakemono” de Julián del Casal,
el personaje central parece ser una mujer latinoamericana que literalmente
sobre-escribe los “nativos dotes” de sus rasgos con varios tipos de maquillaje,
transformándose en princesa asiática, ornamentándose para resignificarse. Lo
que implica el proceso no es el sencillo reemplazo de una identidad periférica
por otra, sino el embellecimiento de la latinoamericana mediante la
sobreinscripción de la japonesa, en un performance hibridizante que cancela
cualquier mediación europea. Este blasón en que se desmiembra un cuerpo para
volver a recomponerlo constituye un recurrente gesto modernista por razones
evidentes: como género genealogizante, se presta a la desarticulación de una
identidad para reconfigurarla mediante afiliaciones metafóricas. Sin embargo,
el blasón aquí efectuado tiene lugar no sólo en un poema, sino también y al
mismo tiempo en una pintura; a lo largo del poema se deduce que lo que estamos
presenciando no es un acto de disfrazamiento por parte de la mujer, sino la
reproducción plástica de ella en un “pastel japonés”. El “Kakemono” del título
no es el nombre de la mujer, sino el nombre del género de pintura; su nombre,
por lo tanto, es estrictamente genérica, y se nos presenta como un tipo o
arquetipo en proceso de transformación – o, más bien, de transculturación
ambigua. Digo ambigua, porque habiéndonos revelado la trampa, el poeta no se
contenta con dejar a su creación en el ámbito del arte oriental; al contrario,
recupera su propia representación del artefacto en el poema, declarándonos su
maestría al reproducirla, sobrepasando en el proceso otras hazañas similares en
el área del arte japonés. Lo que parecería ser un simple strip-tease cultural
al revés, se transforma en una desviada afirmación estética: por un lado, el
derecho de la mujer latinoamericana de adornarse con instrumentos orientales, y
por otro, la potencia del escritor latinoamericano de reapropiarse de la
representación. En términos situacionistas, estaríamos ante un proceso de détournement que se apropia de un
orientalismo estético europeizado para empujarlo hacia otros fines; de este
modo, se convierte el gesto orientalista en clave y garantía de la autonomía
estética latinoamericana.
Claro que lo que queda en parte cancelada en este
poema es el poder de la mujer para representarse, y es notoria la ansiedad que
se transluce en los escritos modernistas en torno a cuestiones de feminidad y
sexualidad no heteronormativa. Algunas de las críticas más acendradas del
modernismo conjugan el afrancesamiento con la feminización excesiva de ambos
sexos, preocupándose por la improductividad de estos cuerpos desviantes con sus
modalidades francesas. La poesía a veces agresivamente viril de José Martí
frecuentemente se arroga un curioso poder reproductivo, repitiendo imágenes de
partos tortuosos mientras pugna por dar a luz a la nueva América mestiza – y
por supuesto los cuerpos femeniles que adornan los poemas modernistas suelen
ser orgásmicos sin consecuencias [excepción hecha de la pobre Leda]. Y sin
embargo, la presencia femenina en varios poemas deviene precisamente
productiva, aunque en otra dirección: digresiva, expansiva, dilatada, como
vienen a serlo los poemas en que aparece. Y para mayor curiosidad, estos cuerpos
expansivos se asocian con la feminidad oriental. Es el caso del poema
“Divagaciones” de Darío, en que el poeta cataloga una cantidad de posibilidades
performativas para su amante; la exhorta a adoptar el disfraz de figuras de la
Grecia antigua, de la Italia moderna, de Francia y Alemania, de España, y
finalmente del Oriente. Sin embargo, con la introducción de la figura de la
amante oriental, el desfile ordenado y regular se desborda y amenaza con
cancelar la serie de tipos nacionales que la preceden. Desde la pregunta
inicial de esta sección, “¿los amores exóticos, acaso?” el poema se desvía
digresivamente; en un gesto casi inaudito, lo que empieza siendo un monolítico
estereotipo erótico oriental se divide en categorías reales de japonesas,
chinas, indias, y africanas, todas las cuales se ornamentan de referencias
culturales específicas. La versión final de la amante ideal conjuga todas estas
posibilidades bajo la rúbrica de “fatal cosmopolita”, aunque por lo precedente
este término neutro y más bien occidentalizado debería quebrarse bajo el peso
de tanto orientalismo.
Pero ¿cómo interpretar la palabra “fatal”, que ya
hemos citado de Darío dos veces? Aunque parecería señalar un camino
(pre)determinado, un pasado y un futuro certeros, en los escritos de Darío
apunta más bien en la dirección opuesta: hacia lo indeterminado, hacia la
apertura y no la clausura de posibilidades representativas. Como dice en el
poema “Lo fatal”, ser latinoamericano en el auge de la modernidad significa “no
saber adónde vamos, ni de dónde venimos”. La pregunta por una cuajada identidad
latinoamericana se abre, entonces, en esta escritura, sobre toda una red
intrincada de posibilidades, que se afianzan no tanto con lo local como con lo
planetario, y frecuentemente con lo igualmente perfiérico; se inscribe dentro
de múltiples modos globales fragmentados, coagulados retóricamente en la imagen
de una identidad a la vez local y cosmopolita, occidental y oriental.
El paso que da Casal en esta dirección es más radical
todavía. En su poema “Nostalgias”, que focaliza el tropo del viaje, el yo
lírico embarca en una gira virtual del mundo; comienza el viaje en el espacio
helado de la Antártida, pasando después a Argelia, por los desiertos de África,
a los opiaderos de China, para finalmente desembocar en el archipiélago haitiano
antes del arribo de los colonizadores franceses. El gesto es importante por
dos razones: en primer lugar, lo que parece estar proponiendo Casal es la
desterritorialización de lo latinoamericano, o cuanto menos de sus élites
letradas, en un ejercicio imaginativo y nomádico de alianza con una serie
de identidades étnicas y geopolíticas; la escritura que resulta abarca infinitas
posibilidades digresivas, ya que las estancias de su viaje ofrecen una multiplicidad
de afiliaciones y referencias culturales momentáneas. Pero esto no es lo más
importante: esta circunnavegación del globo se destaca por lo que se evita,
que es el hemisferio del norte. En cierto sentido es éste un gesto compensatorio
por parte de un poeta que viaja obsesivamente a Francia a través de sus préstamos
literarios y artísticos (aunque se resiste a visitar realmente París, por
temor a decepcionarse); sin embargo, también proponemos que hay que leerlo
como la visita obstinada de un poeta periférico a otras partes del mundo impactadas
por el dominio colonial. La escritura de Casal, como de otros poetas modernistas,
girará ahíncadamente en torno al modelo francés, pero de un modo fascinantemente
centrífugo, lanzándose sobre una serie de modos y modelos nómadas, abriendo
lo que todavía se considera como una identidad periférica a una multiplicidad
de afiliaciones contingentes y momentáneas.