Contrataciones
simbólicas de un orden mudo. Domínguez,
Nora |
“La lengua tiene con la
madre una innegable relación indicativa, señalada también por el atributo
“materna”, que otorgamos a la primera lengua aprendida, cuyas palabras
traducen, no otras palabras, sino nuestra experiencia”, expresó la filósofa
italiana Luisa Muraro, una de las principales teóricas feministas que pensó la
relación entre el orden del lenguaje y el orden materno. Esta experiencia,
guardada entre los múltiples, difusos y heterogéneos pliegues de los recorridos
y atravesamientos institucionales que realiza un sujeto, es materia de
transformación incesante. En el momento en que se adquiere, es decir, mientras
se experimenta el “cuerpo a cuerpo” con la madre y a la lengua como un
aprendizaje es puro futuro. Sin embargo, una vez transcurrido el tiempo, esa
experiencia primera se modula y
registra en pasado, un pasado irreconocible que se va sedimentando en capas de
olvido y con diferentes apropiaciones. En su libro, El orden simbólico de la
madre,[2]
Muraro reniega del concepto de ley como definidor de la lengua y prefiere el de
“orden”:
“Que la normatividad de
la lengua traduce la autoridad de la madre se ve también en el hecho de que la
normatividad de la lengua no se ejerce como una ley, sino como un orden y como
un orden vivo más que instituido. El orden lingüístico se mantiene, en efecto,
no a través de la rígida observación de sus reglas, sino a través de su
incesante transformación, que le permite reformarse a pesar de, e incluso
gracias a, las innumerables irregularidades de nuestro hablar” (70)
Muraro
se propone un trabajo de deconstrucción filosófica que recupere la relación de
la hija con la madre, entendiendo que el descuido de la potencia materna evita
los pasajes de amor y reconocimiento y ubica a las madres como sujetos sin un
discurso propio, mudas y expoliadas en ese orden. Para esta posición del
feminismo filosófico el amor a las madres no se enseña a las mujeres y, por lo
tanto, la autora se propone reconstruir este saber o por lo menos mostrar uno
de los caminos. Una vía que está en proceso de construcción. Su proyecto no
sólo persigue la negatividad que formula Kristeva sino la afirmación, por eso
saber amar a la madre implica “hacer orden simbólico”. Muraro piensa en una nueva práctica que
consiste en contratar la existencia simbólica de la madre lo que también
modificaría el orden social y el desorden simbólico existentes. Saber hablar,
dice, es una dote, un don de la madre;
para recuperarla es necesario pactar con la matriz de la vida. No se trata solo
de buscar a la madre en los orígenes sino de reencontrar en la madre los
orígenes a través de la separación.
¿Cómo
trasladar, usar, transferir estas ideas para pensar una novela que tiene como
centro a una madre muda pero cuyo orden no es ni repudiado por el personaje de
la hija ni desechado por el universo que construye la novela? En efecto, Flores de un solo día de Anna Kazumi
Stahl cuenta la relación entre una madre y una hija de origen extranjero (la
primera es japonesa; la segunda, norteamericana) que llegan a Buenos Aires en
el año 1966, enviadas por un hombre con el que aparentemente no tenían un
vínculo familiar reconocido y que decide drásticamente y de manera intempestiva el viaje de ellas. A partir de este
acontecimiento inexplicable y sobre el cual el personaje de Aimée Levrier
vuelve una y otra vez a lo largo de la novela para tratar de entender por qué
fueron a parar a la Argentina, madre e hija pasan a ocupar un departamento en
el barrio de Congreso junto a la hermana de ese hombre y amparadas en la
promesa de qué el iría a buscarlas. Durante veinticinco años no tienen más
contacto ni referencias de la vida que dejaron en Nueva Orleans. Aimée tiene
ocho años en 1966 y treinta y cinco cuando comienza la novela. Durante ese
período estudió, se casó con un médico, aprendió a manejar el negocio de una
florería que ofrece arreglos especiales, únicos por su combinación y exquisitez
en la ciudad. Hanako, su madre, fabrica estos arreglos de ikebana y vive
“feliz” en un mundo sin palabras. Si el
saber hablar proviene de la madre cuyo don sería esa posibilidad de transitar y
usar la lengua materna ¿qué tipo de lenguaje o de escritura produce o entrega esta madre? y ¿cuál es el tipo de
relación o de contratación simbólica que se establece entre madre e hija o
entre esta madre, el mundo que ambas conforman y el orden de la novela?
En principio se trata de una historia de
amor o de un contrato amoroso que recae especial pero no exclusivamente sobre
madre e hija pero también abarca el espacio de otros contratos. El amor retorna
en la lectura, casi siguiendo la clave barthesiana de un texto que en el
develamiento progresivo de su trama y de su funcionamiento parece decir que me
desea porque me convoca como lectora a acompañar el deseo del personaje en sus
peripecias de investigación familiar.[3] Flores de un solo día es una historia
de varias capas entramadas y superpuestas, de melodramas con odios y secretos
familiares de efectos irreversibles, de relatos de migraciones y exilios
signados por guerras y ocupaciones, de rencillas diseñadas por desprecios
racistas y de clase, de personajes obstinados en recuperar bienes y
propiedades, de familias tan implacables en el uso de la ley como en violarla,
de abogados obstinados en cumplir con la letra de los registros jurídicos en la
medida de sus conveniencias. Cuenta por lo menos cinco historias de vida que
constituyen una saga familiar de bordes débiles, precarios y sinuosos. Los lazos
de sangre se desdeñan con facilidad tanto como pueden fundarse solo en la letra
de los arreglos jurídicos. Las alianzas matrimoniales se arman por urgencias,
verguenzas sociales, religiosas o económicas y no hay ley familiar, política o
casa que pueda amparar por siempre sus desastres. En consecuencia, la novela
hablará sobre secretos y herencias,
modulará sus tramas y cotejará sus legados violentos e irremediables con
aquellos otros que articulen cuerpos y escritura de un modo diferente. Un modo
inaugurado por una madre muda que permite en su transcurrir aparentemente
silencioso reinterpretar “las
circunstancias del don”.[4]
Las uniones
entre extranjeros, predominantes y cargadas de violencias de diverso tipo,
ofrecen un modelo imposible de comunicación que, en algunos casos, puede
desplegarse con éxito. Aun cuando los cuerpos que entran en contacto no
practiquen el intercambio lingüístico o las situaciones de desarraigo resulten
intransmisibles puede existir un espacio donde establecer nuevos acuerdos,
aunque algunos lleven la marca de lo abyecto. Esos significados en suspenso que
dejan libres las distintas formas de la incomunicación verbal impregnan las
relaciones entre los personajes y se desplazan hacia los documentos y escritos
legales o hacia la conformación de un mundo sustituto. Son las dos
posibilidades narrativas. A los primeros acuden los jóvenes ricos,
norteamericanos del sur, convertidos en
soldados durante la ocupación del Japón de la posguerra para poder adoptar a
Hanako como hija. Estos mismos jóvenes, comerciantes poderosos y uno de
ellos, católico empedernido, atravesado
por una culpa infinita como Henri Levrier, se convertirá en padre de su hija
adoptiva Hanako cuando ella quede
embarazada. Pero también Francisco Oleary, el argentino emigrado a Nueva
Orleans, que deja reflejado y documentado en papeles de bancos, fotos y
canciones una relación amorosa que
transcurre en la más absoluta clandestinidad y, también, Marie Levrier, su
esposa en los papeles pero con la que no mantiene ningún vínculo amoroso. Esta
última, hija única de una de las familias más poderosas, ambiciosa y obstinada
hasta el delito, vive en guerra permanente con su padre o con su hijo con
quienes disputa la posesión de la mansión Levrier. Los documentos dictaminan sobre
propietarios y expropiaciones, sobre nombres propios y tutelajes falsos, sobre
adopciones legales o ilegales, sobre paternidades inventadas. La novela
despliega y afirma en distintas direcciones y en su literalidad máxima la
ficción legal que encierra la paternidad. Pero desgrana en pasos sucesivos y en
tramas graduales el enigma de unos orígenes ocultos por insistentes capas de
mentiras.
Aimée Levrier retorna a Nueva Orleans
siguiendo el peso de unas preguntas que están incrustadas en su vida sin respuesta,
pero, como Edipo en Tebas, se enfrenta a la verdad de unos orígenes que solo
ella puede interrogar. No la espera un desenlace trágico. Al revés del héroe
occidental, en su historia de final feliz prima el valor de comprobar los
verdaderos orígenes tanto como el descubrimiento de que en él hubo un padre que
la reconocía como hija, un padre que antes de arrancarla del lugar de su
infancia la reúne con su madre sabiendo que en ese vínculo se forja una
economía del dar y del recibir que pueda cobijarlas. El relato de unos hechos
de desarrollo líneal y retrospectivo trazan el punto de inflexión donde el
viaje forzado a la Argentina, los términos de ese desarraigo violento e
incomprensible especialmente porque careció de palabras que lo explicaran, vira
en su valoración hacia un acto de protección máxima de la vida de Aimée y de su
madre y hacia un espacio que, para Hanoko, es de promesa y espera. El Argentino
Francisco Oleary transforma las apropiaciones de los cuerpos e identidades de
estas mujeres en contrataciones simbólicas que las toman en cuenta como sujetos
de protección amorosa. Oleary, un personaje de tintes esquivos para el lector
durante la mayor parte de la novela, se descubre como una figura radicalmente
distinta al final. Mientras tanto forma parte de un cortejo masculino que rodea
en diferentes momentos a madre e hija para disponer sus traslados, incidir en
sus nombres propios, mantenerlas, asegurar sus futuros. En este sentido, estos
actos a un mismo tiempo de apropiación
y protección y de efectos poderosos e irreversibles en los tres países donde
transcurre la historia (Japón, Nueva Orleans y Buenos Aires) son los que
deciden el rumbo de la vida de estas mujeres y el orden del relato. Sin
embargo, en las sucesivas rectificaciones biográficas que el relato de los
hechos va realizando hay otro orden que se impone: un orden corporal, amoroso,
materno, mudo. Un mundo sustituto, sin palabras, sin tiempos (en esto se
diferencia del universo literario), un territorio donde la experiencia enlaza
de manera estrecha y ajustada cuerpos, objetos y espacios, un mundo de cercanía
y proximidad que no hace de los lugares, sitios de residencias definitivas o de propiedad, sino espacios de
renovaciones transformadoras.
La
novela es precisa con las fechas y minuciosa con el registro diario de
movimientos cuando narra una situación
o escena. De acuerdo con las líneas posibles que va siguiendo la saga familiar,
el texto construye un mapa de traslados y desplazamientos de cronologías
exactas: el viaje de Oleary a los Estados Unidos en 1926 y su vinculación con
la familia Levrier, la fecha de la ocupación norteamericana en Japón en 1945 y
la adopción y el viaje de Hanako en
1952, el nacimiento de Aimée en 1958, el viaje a Buenos Aires de las dos
mujeres en 1966, el regreso de Aimée a Nueva Orleans para reconstruir su
historia en 1993, momento en que
comienza el relato. Por otro lado, la historia del presente que abarca el
recuento de la vida tranquila en Buenos Aires, la llegada de la carta
anunciándole la herencia, la decisión del retorno, el descubrimiento de la
serie de indicios que llevan a Aimée a recuperar la historia familiar y su
vuelta a la Argentina transcurre en una semana.
Este
marco temporal concentrado se desenvuelve bajo la órbita de un narrador único
en tercera que va adoptando la perspectiva de los diferentes personajes. Se
trata de una especie de conciencia general, de una voz neutra que, en cada
detenimiento, utiliza todos los medios para ofrecer información y darle volumen
a la historia. Así, puede dar cuenta de las sensaciones corporales del embarazo
de Hanako, de las opiniones y
reacciones de los diferentes actores que intervienen en la escena, acudir al
discurso indirecto libre para explicar las razones ocultas de los hechos y
saltar franjas temporales para responder a los movimientos de la memoria de sus
criaturas. El proyecto narrativo de ir siguiendo y completando la saga familiar
acentúa la apertura de esferas, la suma de situaciones y personajes. Pero,
mantiene de manera pertinaz el uso de la tercera persona para retomar en cada
capítulo la reconstrucción de la historia. La potencia de la perspectiva evita
la fragmentación. El desarrollo de la trama necesita de explicaciones para
llenar los vacíos de información o reponer los datos faltantes, desviados o
falsos. El relato de los orígenes precisa que, como en un juego de niños, las
piezas del rompecabezas se ordenen de otra manera y por eso cada personaje,
llevado por el fluir de esa voz única y neutral puede ofrecer su valoración de
lo ocurrido y aportar las claves de sus secretos. Una voz en primera o una
diversificación de perspectivas siempre dejarían a su paso una fisura posible
en la historia[5]. Por eso,
hay una sola aparición en primera del discurso de Aimée cuando logra entrar a
la casa de la infancia. La voz del personaje recupera algunas zonas mínimas de
la historia que no habían sido narradas. El relato gira sobre el tramo de su
biografía que revisa el tiempo previo a la precipitación de los hechos, una
zona sobre la que la novela reanuda su interés narrativo una y otra vez.
Si
bien la posición omnisciente es decisiva y poderosa, su marcha no evita la
identificación sino que la promueve. La novela opta sin más por Hanako y su
hija, ejecuta una especie de reparación narrativa a través de la conformación
de un espacio envolvente, de refugio y protección donde entran personajes,
narrador y lectores. Un espacio de palabras que tiene como modelo una dimensión
amorosa que no las precisa.
¿Por qué no
habla Hanako? Las explicaciones se suceden a lo largo de la novela, cada
personaje tiene su opinión. La mirada de Aimée sobre el mundo de su madre va
rectificando la visión de los otros y especialmente las interpretaciones
médicas. Hanako vive apartada del mundo exterior, no lee los relojes, no calcula
horas o minutos. A pesar de su vulnerabilidad mantiene “una autonomía propia de
su condición, aquella de lo verdaderamente distinto que no necesita ser
aceptado.” (11) Sin embargo, trabaja, produce arreglos florales. Diariamente
cumple con los pedidos de piezas únicas y además, con un arreglo que realiza
para la casa y para el cual utiliza combinaciones especiales que, de acuerdo
con las lecturas que Aimée pudo ir haciendo, parece que ellos simbolizaran la
expectativa de un cambio.
“Cada día
es igual a los demás; Hanako parece no contarlos como en una serie, no se
acumulan en su mente. Juntos afirman un mismo ‘ahora’ en el que todos los años
pueden estar presentes de modo simultáneo y sobrepuesto. Como en un universo
liberado de la cronología lineal, el pasado no se aleja con el paso del tiempo,
y las rutinas repetidas diariamente proveen la única estructura necesaria.”
(47)
La felicidad de Hanako discurre por el tiempo de
rutinas y actos rituales, por la
presencia de las personas de confianza que sostienen su espacio de seguridad y
estabilidad. Los arreglos de ikebana
que diariamente prepara para la casa y
que, de acuerdo con esa tradición expresan la emoción de su creador, son una
presencia abierta a la interpretación. La palabra ikebana etimológicamente quiere decir “flores vivas” y una de sus
características principales es que se usan ramas y flores naturales y efímeras,
flores de un solo día, que hacen de la dimensión temporal una parte integral de esa creación. Las
coordenadas de espacio y tiempo se combinan de manera singular y, como en toda
obra de arte, forman un todo único. Líneas, colores, formas y texturas guardan
una proporción armoniosa y bella que junto con el recipiente que las contiene
crean un todo indisoluble. Hanako observa, mide, toca, “parece saber que ese es
el espacio del acuerdo, la pauta o la promesa a respetar.” (19)
La cita
parece definir los términos de una contratación simbólica, basada en un régimen de certidumbre que no precisa
de palabras. Hanako diseña con la ikebana su propio espacio de experiencia, que
también es un espacio de trabajo y un tiempo de espera. Hanako no responde a
palabras pero sí a los tonos o las tensiones de la voz. Una de las
explicaciones que se dan cuenta que había sufrido una enfermedad infantil que
le produjo daños en el centro del habla. No se trataba de un problema en la
laringe o la garganta sino en “su cerebro, los sistemas lingüísticos no
construyen sentidos, no llegan a aparecer como sistemas, por lo que la
comunicación por signos representativos no pueden existir en su mente” (68),
dictaminó uno de los médicos. Otro señaló que Hanako “no comprende un orden
líneal en el tiempo, no conecta los efectos con sus causas, no puede comprender
ni componer una sintaxis” (116). Los diagnósticos recogidos a lo largo del tiempo resumen para Aimée un conjunto de
dudas porque ella comprueba una y otra vez que su madre la entiende, la protege
y mantiene con ella una comunicación extraña pero más poderosa que la que se
puede dar por medio de palabras y que reconoce como la felicidad. Aimée sabe que Hanako piensa. No como lo
definen los médicos pero hay un proceso que sí lleva a cabo:
“se
concentra en un solo elemento que será central –dos calas gemelas, una rama de
naranjo, flores de cerezo- y lo contempla desde una quietud alerta, como si
buscara algo, casi como en una comunicación que prescindiera de lenguaje y de
señas, que escapara a la percepción de los individuos comunes (como son, por
ejemplo, los médicos). Luego, en algún momento, empieza el movimiento, y es un
intercambio: Hanako da a las flores forma, altura y aire, definición; y recibe
de ellas color y calidez o frialdad, la curva o el ángulo severo, y de esa
sociedad a la larga lo que emerge es una expresión, la sugerencia (casi más
completa de lo que podría hacerse por medio de las palabras) de un sentimiento,
una postura o actitud.
Para Aimée
es obvio que hay pensamiento...” (116)
Aimée se siente afortunada de compartirlo:
“En su casa
Hanako tiene aquel don, o suerte, de poder eclipsar ese mundo exterior. No se
trata de armar una fantasía; más bien se inmuniza contra aquello que la amenaza
y que sabe que está ahí, a un paso, del otro lado de la pared, visible con solo
asomarse a la ventana. Dentro está la felicidad que le sirve de barrera. Y vive
sin duda alguna. Mucho más consistente que un edificio, su felicidad tiene la
cualidad de un continente, de un planeta.” (51)
La madre
muda construye por sí misma un universo protector, un refugio al margen de
peligros y amenazas. Un receptáculo -tal vez una khora- sólido, pleno, duro,
casi un edificio, un continente o que pueda tener la magnitud de un “planeta”.
Un espacio materno, un habitat, un dominio donde una madre y una hija no son,
simplemente están y donde se constituye una totalidad.[6]
Un orden mudo donde los sujetos construyen sus propios territorios de
experiencia.
Hay otro
motivo fundamental que puede explicar la mudez de Hanoko. La niña es
prácticamente testigo del asesinato de su padre en el Japón de la ocupación. El
que ejecutó el disparo mortal fue Henri Levrier a quien la culpa lo invade y,
en consecuencia, decide adoptarla. La niña se aferra a los asesinos de su padre
con “devoción”. La mudez como secuela permanente del trauma, como marca
insoslayable de la supervivencia parece
una opción de vida y una posibilidad de no dar cuenta de ese relato
intransmisible, el de la tragedia y la muerte. Hanako, casi una huérfana de
guerra, convertida en hija adoptiva de extranjeros invasores, no habla y ofrece
su mudez como un don para la conformación de otra historia. En su biografía hay
un padre asesinado, una madre completamente borrada, una crianza temporaria con
un grupo de prostitutas. Pero hay también un hombre al que amó y una hija. Para
ella parece reconstruir el otro espacio que la novela exhibe. Un orden donde la
madre muda lee signos sin pronunciarlos, escribe sus marcas a través de los
arreglos florales, disemina pistas para que Aimée las lea. Es decir, Hanako
crea un mundo de signos. Un mundo que no podría caracterizarse como pre-verbal
sino como no verbal, atributos que determinarán un pasaje teórico desde la
posición de Kristeva a la de Muraro.
Flores de un solo día
restituye este orden, pacta con él. Así como toda madre trae al mundo el mundo,
la novela coloca a esta madre en el centro de un orden simbólico narrativo que
la hace objeto de una contratación diferente. Kazumi Stahl construye un mundo
novelesco que guarda orden, cálculo y medida, un mundo que apunta a representar
una totalidad y donde cada línea sigue una dirección progresiva que finalmente
cierra. Un “planeta” de buenos y malos, de fuerzas masculinas y femeninas que
traducen esquemas hegemónicos y, por momentos extremadamente dicotómicos, de
inteligibilidad, aunque puedan reconocerse algunas fisuras y desvíos en las representaciones.
Podría incluso hablarse de una apuesta tradicional, con un narrador típico de
las novelas del siglo XIX, que expresa una confianza absoluta en el poder de la
trama, avanza a través de anécdotas y de la disposición de enigmas poderosos y
personajes deslumbrantes con los que entabla relaciones de identificación
mientras reniega de fragmentaciones y rupturas.
En este espacio de dudas acerca de los valores y la eficacia
literaria que la novela instala se
inscribe su fuerza. Una fuerza que redefine los términos de la experiencia
actual de lectura, llamémosla moderna o
posmoderna, pero también los modos de escritura generados desde esta zona
austral del planeta. En este sentido, la novela de Ana Kazumi Stahl es una
propuesta diferente que entabla un diálogo singular con la literatura que aquí
se escribe. Una propuesta “extranjera” y un diálogo que por ahora dejamos para
otro momento.
[1] Kazumi Stahl, Anna. Flores de un solo día. Madrid, Seix Barral, 2002
[2] Muraro, Luisa. El orden simbólico de la madre. España, Horas y Horas, 1994
[3] Ver Barthes, R. El placer del texto. México, Siglo Veintiuno Editores, 1978.
[4] Ver Derrida, J. Dar la muerte. Barcelona, Paidós, 2000
[5] Esto no quiere decir que no haya blancos: nunca se menciona a la madre de Hanako, nunca se habla de una posible o futura o deseada maternidad de Aimée.
[6] Sigo a González Cobreros, Francisco. “La construcción de lo primordial. El espacio materno.” Conferencia. Biblioteca Nacional, 18 de octubre, 2002.