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Nuevos territorios de la memoria (en la escena y en el cine de Buenos Aires)

López, Liliana
Departamento de Artes Dramáticas (IUNA)- Instituto de Artes del Espectáculo (UBA)

 

 

La autobiografía vela una desfiguración de la mente por ella misma causada.

Paul De Man  (1991)

 

A poco más de veinte años de la vuelta a la democracia, una puesta en escena y un film, al examinar los años de la dictadura, nos desafían desde la configuración de una mirada que se aparta de la memoria canónica sobre ese período. Al mismo tiempo,  producen rupturas dentro del canon de cada una de sus modalidades discursivas, ya sea el documental, el testimonio, o la autobiografía.

  Respectivamente, se trata de La Chira, basado en textos de Ana Longoni, dirigida por Ana Alvarado (2004), y Los rubios, de Albertina Carri (2003), los que leeré de manera independiente, para luego observar esta doble ruptura, que plantea una tensión en los dos sentidos señalados.

  1. La Chira ( el lugar donde conocí el miedo)[1]

La vivencia del exilio forzoso articula los materiales de La Chira, que es el nombre de una escarpada playa del Perú, donde la autora del texto, Ana Longoni[2], ha situado ese territorio al que se regresa a través del recuerdo.  La palabra poética configura ya una fuerte ruptura frente a lo que convencionalmente se suele considerar como texto dramático; en principio, quiebra la noción de fábula, ya que los materiales se organizan a partir de una lógica poética, donde no puede establecerse una “historia” con principio, medio y fin. Esta lógica organiza la puesta en escena mediante movimientos sucesivos, que podemos asimilar a los movimientos del ritornelo, en el sentido propuesto por G. Deleuze y F. Guattari (2002) y que acontecen en este orden:

El primer movimiento: situados en la oscuridad, se observan borrosas diapositivas de La Chira. El segundo movimiento, el más extenso, consiste en el regreso a la infancia en el exilio a través de los juegos y la fiesta como ritual o convite. El tercer movimiento: el pasado se abre al presente y al futuro, ensanchando el círculo.

La segunda ruptura lo es con respecto a la noción de personaje sustancialista (Abirached: 1994). Atravesada por la problemática identitaria, la voz poética se despliega en múltiples voces que atraviesan a los diversos “personajes”, presentes y ausentes. La voces de los ausentes intervienen mediante los mecanismos de la  prosopopeya [3] .  El padre y la madre, son evocados mediante resonancias generadas por el propio discurso:

 

Papá maldice por lo bajo. Su voz hace eco en el silencio oscuro de la montaña. Maldice al Perú, al ministro de obras públicas, a halloween, maldice a Videla.

 

Mamá nos tiene prohibida la cocacola porque es imperialista y es veneno que hasta corroe el óxido y sobre todo porque a ella no le gusta. Cuando salimos a comer afuera, siempre pide una jarra de agua de la canilla.

 

El hermano mayor, el Muerto –el desaparecido- adquiere una presencia “en ausencia” a través del relato “imposible” de su suicidio en tanto acto final de militancia:

 

Yo estaba guardado en una casa limpia, en Dock Sur. (...) Cuando volví al mismo teléfono, el jueves siguiente, me espera una pinza. Tuve suerte ¿sabés? Mi pastilla era de vidrio, la mordí, me corté la lengua y no pudieron sacarme. No pudieron. ¡Les gané!

 

Si la prosopopeya reinstaura una figura ausente o le devuelve su voz, el disfraz disuelve las identidades en una utilización metateatral del vestuario: en principio, los cuerpos son afectados en devenires de identidad sexual (mujer/ hombre, hombre/ mujer) y ontológica (muerto /vivo), pero también actúan como una remisión al ocultamiento de la identidad, al devenir-clandestino:

Vos, ¿tenés claro como te llamás? ¿Y a qué escuela vas? ¿y vos? ¿y vos? Nos mudamos mucho, si, señora, es que el trabajo de mi papá... Es... ingeniero agrónomo. A mí me encanta conocer nuevos lugares, sí, señora. A mí me encanta mi nombre.

 

 

Cambiarse el nombre, usar alias, mudarse, mentir sobre la ocupación del padre, son formas concretas y coyunturales de “disfrazar” una identidad que puede resultar peligrosa. Pero también, los disfraces de Papá Noel y Hallowen funcionan como festividades transplantadas a un contexto sudamericano, en el que resuenan los ritmos de la música popular y los huaynos del Perú. Lo que La Chira devela y pone en cuestión, a través de los juegos de la infancia –la botellita, los huesos, la escondida, los roles-, son las múltiples identidades y a través del recuerdo fragmentado del exilio en la infancia, traspasado por la vivencia del miedo, se intenta seguir hacia delante. Mientras las fotos de las diapositivas sólo muestran pies y zapatos, la imagen final reconstituye los cuerpos. La directora, Ana Alvarado, decía que La Chira podría enrolarse en el nuevo teatro político y latinoamericano, si este existiera.” Esta declaración intuye la des-colocación y la innovación de esta textualidad en el panorama teatral existente. 

2.Los rubios

                 El interrogante retórico que queda flotando en La Chira, desde el ritornelo a la infancia y en relación con el exilio sería: “¿Por qué se fueron?”. En Los rubios, la pregunta, también retórica, se formula explícitamente: “¿Por qué no se fueron?”. La prosopopeya permanece en suspenso, casi defraudada, ya que se tiene la certeza de que nunca se obtendrán las respuestas.

 Si desplazamos el eje desde el cual solemos mirar al cine de la postdictadura o al teatro político –y desde el cual fue leída “oficialmente” Los rubios- lectura de la cual da cuenta el comunicado del INCAA incluido en el film-, se abre la posibilidad del orden de lo autobiográfico, que incluye la fuerte huella de lo social y lo político.

     La explicación “generacional” puede ser un punto de partida: las productoras de ambos hechos estéticos pertenecen a una generación que las ubica en la niñez durante la dictadura. Para poder reconstruir la memoria de esos años, se debe realizar un despliegue inusitado para los géneros memorialistas: se sitúan en el plano de las vivencias de la infancia, y al mismo tiempo, se asumen los huecos y los fragmentos inconexos de esa memoria.

Se narra, en consecuencia, desde un lugar diferente al que ocuparon los de la generación que tuvo a su cargo, hasta ahora, los testimonios sobre esos años. Son “hijas”, con toda la carga semántica que porta el concepto, también protagonistas y testigos, hasta ahora, sin voz y la suya es una memoria “en construcción”, una operación que se traduce en la dinámica de sus textos y en la pluralidad de voces que reconstruyen una identidad a través de los fragmentos astillados y de los testimonios, muchas veces, contradictorios. Una buena imagen de esta parcelación y del intento por rearmar el pasado, son, sin duda, las piezas de los “Playmobil” que utiliza Carri. Las cuestiones identitarias también resurgen en los sombreros y el pelo intercambiables de los muñequitos, a los que con una simple permutación se los puede transformar en bombero, ama de casa o policía.

            La casa de la infancia, una imagen borrosa en las diapositivas de La Chira, en Los rubios se construye con la acumulación de piezas de plástico, que incluyen hasta el jardín, poblado de invitados. Sin embargo, la foto de la familia completa, sólo puede lograrse a través de una “puesta en escena” en la cual la directora, la actriz que la interpreta y otros integrantes del equipo de filmación, se colocan pelucas rubias y caminan por el campo hacia el horizonte, dando la espalda a cámara. 

La “Historia” –con mayúscula- aparece deconstruida  frente a las “historias” personales, pero al mismo tiempo, en esa tensión, se reconfiguran nuevas posibilidades narrativas y estéticas. La historia oficial produjo sus documentos canónicos: la lista es encabezada por el Nunca más. Informe de la Conadep, que aparece en el film cuando pasan por la puerta de la actual Comisaría de San Justo[4].

El film integra esos documentos de la Historia, integrada por un corpus documental que incluye también piezas fílmicas  -Garage Olimpo, Hijos, entre otros- pero también los testimonios de los vecinos, de los compañeros de militancia de sus padres desaparecidos, así como los slogans del Proceso. Las voces parecen desdoblarse y multiplicarse sin fin, así como el plano autobiográfico, en la medida en que la directora –que también aparece en su doble rol- es interpretada por una actriz –Analía Couceyro-, siendo esta una de las formas más fuertes de mostrar el artificio. En una de las escenas, precisamente cuando expone su descreimiento ante la  “suerte”,  sus intervenciones apuntan a corregir a la actriz que la interpreta: “No digas tanto yo” , le indica, como pretendiendo borrar la huella de la subjetividad[5]. Es un film donde se narra la propia filmación, en una permanente puesta en abismo.

 Así, el género documental se desterritorializa, ya que muestra sus mecanismos de construcción. La mirada “entre” las cosas narradas, rompe continuamente con la ilusión referencial y con los procedimientos de verosimilitud. El documental desnuda los recursos de ficcionalización en forma descarnada, poniendo en cuestión su propia especificidad.  

Como lo ha señalado Paul De Man, “la distinción entre ficción y autobiografía no es una polaridad o/o, sino que es indecidible” (1991:114). Por supuesto, esa es una experiencia incómoda, de la que el receptor intenta “salir”, en la medida en que se sienta obligado a optar[6]. En este punto, podemos afirmar, que así como en La Chira se entrecruzaban modalidades y lógicas discursivas aparentemente incompatibles, en Los rubios sucede algo similar: el documental, el testimonio, lo autobiográfico y la ficción no sólo se entretejen, sino que por momentos parecen repelerse.

Ambos textos, al desnudar impiadosamente sus propios mecanismos de construcción, sabotean algunos de los artificios altamente convencionalizados de cada modalidad  discursiva. En consecuencia, o a pesar de esto, producen una innovación en cuanto a la consideración de la memoria social y colectiva, que se pone en tensión con la memoria individual.

Muestran (o mejor “presentan”, en un sentido brechtiano), que esta memoria se constituye a partir de restos, de deshechos, de fragmentos, y anticipan que la reunión de los mismos es una tarea perdida de antemano. Por lo tanto, lo que se expone es el trabajo, el proceso y el procedimiento, y no el resultado, sobre el cual arrojan una inquietante sospecha.

La identidad se va constituyendo como “otredad”: ser extranjero en el exilio / ser rubio, como marca de la “diferencia” en el barrio.

El deseo por la identidad se desterritorializa en el hecho estético, en el texto teatral y en el film, configurando así un nuevo e inestable territorio de la memoria, despojada del artificio, de la ilusión, del ocultamiento.

Bibliografía

Abirached, Robert. 1994. La crisis del personaje en el teatro moderno. Madrid: Asociación de Directores de escena.

-Deleuze, Gilles y Guattari, Félix. 2002. Mil mesetas. Valencia: Pre-textos

-De Man, Paul. 1991. “La autobiografía como desfiguración”. En Revista Anthropos. No 29. (Barcelona)

-Gusdorf, Georges. 1991. “Condiciones y límites de la autobiografía”. En Revista Anthropos. No 29. (Barcelona)

-Marrati, Paola. Gilles Deleuze. Cine y filosofía.

 



[1] Ficha Técnica: Actores: Ezequiel Gelbaum hermano mayor/el muerto; Julián Felcman hombre-mujer/hermano del medio Natividad Martone prima/bruja; Martina Garello mujer-hombre/hermana mayor; Patricio Zanet /Papa Noel /hermano menor. Dramaturgia: Ana Longoni. Dirección: Ana Alvarado. Asistencia de Dirección: Mariela Della Vecchia. Composición musical / música original: Cecilia Candia. Vestuario: Rosana Bárcena. Escenografía: Laura Poletti. Iluminación: Ricardo Sica. Fotografía escénica y Diseño Gráfico: Mariana Felcman.

 

[2] Ana Longoni nació en La Plata en 1967. En 1976, junto a su familia, se exilió en Perú, donde terminó sus estudios primarios y secundarios. Estudió luego Letras en la UBA. Actualmente, es profesora e investigadora en las Facultades de Filosofía y Letras y Ciencias Sociales (UBA). Integra el CeDInCI (Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de la Izquierda en Argentina, desde su fundación en 1997. Su trabajo se centra en los vínculos entre arte y política en la Argentina del siglo XX. Ha publicado artículos en libros, catálogos y revistas del país y el exterior. También los libros Del Di Tella a “Tucumán Arde”. Vanguardia artística y política en el ’68 argentino (Buenos Aires, El Cielo por Asalto, 2000; en colaboración con Mariano Mestman) y De los poetas malditos al video-clip. Arte y literatura de vanguardia (Buenos Aires, Cántaro, 1998; en colaboración con Ricardo Santoni). Integra los equipos de las revistas Ramona y Políticas de la memoria.

 

[3] Seguimos a Paul De Man en su trabajo sobre la autobiografía  y la prosopopeya: “En cuanto entendemos que la función retórica de la prosopopeya consiste en dar voz o rostro por medio del lenguaje comprendemos también que de lo que estamos privados no es de vida sino de la forma y el sentido de un mundo que sólo nos es accesible a través de la vía despojadora del entendimiento. La muerte es un nombre que damos a un apuro lingüístico y la restauración de la vida mortal por medio de la autobiografía (la prosopopeya del nombre y de la voz, desposee y desfigura en la misma medida en que restaura. “ (op.cit. p. 20)

[4] En la páginas 178 a 181, bajo el título de “Sheraton” o “embudo”, aparecen testimonios sobre los padres de Albertina Carri, e incluso fragmentos de cartas de la madre a su familia.

 

[5] La lógica del deseo que fracasa, por eso “odia” a todo lo que ritualice  ese deseo.

[6] De Man (op.cit.) “Las dificultades de la definición genérica que afectan al estudio de la autobiografía repiten una estabilidad consustancial que desmorona el modelo tan pronto como éste queda establecido”

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