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En el desastre

Quintana, Isabel
UBA-CONICET


El desastre arruina todo mientras deja todo intacto.... El desastre no se alcanza. Fuera de su alcance está aquél a quien amenaza, sea de lejos o de cerca, es imposible decirlo: la infinitud de la amenaza ha roto todo límite. Nos encontramos al borde del desastre sin ser capaces de situarlo en el futuro: él es más bien     amenaza, formulaciones todas que implicarían el futuro—lo que está por venir—si el desastre no fuera lo que no llega, lo que ha puesto un freno a todo arribo

Maurice Blanchot

                             

                                                                             

¿Es posible seguir creando fantasías que nos permitan lidiar con la realidad cuando toda expectativa de futuro se desvaneció? ¿Cómo es posible apostar a alguna experiencia posible después del quiebre de todo horizonte de sentido? Estas preguntas recorren un conjunto de films argentinos: Mundo Grúa (1999) y El Bonaerense (2002) de Pablo Trapero, y La ciénaga (2002) y La niña santa (2004), de Lucrecia Martel. En ellas se observa la lucha de los protagonistas por construirse otro orden de lo real que los aparte y, al mismo tiempo, los ayude a sostenerse en un mundo percibido como en irremediable decadencia. Sobre los bordes, las ruinas o los restos de lugares, en otras épocas privilegiados económicamente, transitan los personajes rearticulando restos de sentido. Más que desesperados se encuentran, en verdad, en un estado de suspensión que posterga el colapso definitivo de sus pulsiones. Y esa deriva durará mientras puedan sostener sus fantasías. En el momento en que los datos de la realidad se impongan, colapsará el sistema de representación en el que están inmersos. En ese punto, precisamente, concluyen las historias, sin posibilidad aparente de que se reconfigure un nuevo vínculo con la realidad. Surgirá entonces la interrogación por cuál es el sentido después del Sentido.

 

Desiertos de la modernidad

Mundo Grúa escenifica el intento denodado de El Rulo por sostener el mito del trabajo hasta el final. Se trata de una fantasía especialmente inclusiva que integra al individuo dentro del universo laboral a pesar de su irremediable degradación. En este mundo poscapitalista proliferan los restos de lo que alguna vez fueran símbolos de la modernidad y rasgos de un país próspero: máquinas, grúas, demoledoras descompuestas, autos antiguos a  los que El Rulo y sus amigos se empecinan en arreglar o reciclar (Rulo es además un inventor) para utilizarlos como herramientas de trabajo.[1] De un empleo a otro van pasando los días del protagonista mientras su cuerpo va mostrando también los síntomas de la degradación. Mantener una rutina –que supone entre otros rituales tomar mate a la mañana y cumplir estrictamente con un horario laboral– en una manera de seguir manteniendo la apariencia de una normalidad que, desde el comienzo de la película, se ve amenazada cuando llega el despido. Mientras tanto, ha conocido a una mujer a quien incorpora inmediatamente a su vida, como parte de su fantasía de hombre con empleo.  Incluso aprende un nuevo oficio (conductor de grúas) y se convierte en mano de obra calificada, pero pronto será nuevamente despedido cuando descubran que está enfermo.

A partir de esos vaivenes, la película va mostrando imágenes imponentes de las máquinas, de reminiscencias einsenstenianas. Una suerte de poética de la grandeza laboral que se quiebra ante la falta de posibilidades para El Rulo. Más tarde, llega el viaje a Comodoro Rivadavia, último escalón en la pendiente final de su vida, en donde trabajará como conductor de grúas. Allí, se mezclan las imágenes de desolación del paisaje provinciano con la de las pobres vidas de los obreros; referencias claras al vaciamiento industrial sufrido en el sur del país durante la era menemista. Otra vez aparecen los primeros planos de las imágenes imponentes de la máquinas que contrastan con los pequeños cuerpos de los trabajadores en los pozos. Cuerpos que por la noche se aglomeran en los cuartos hacinados como una masa amorfa sin identidad. La aridez y escasez creciente del paisaje y del trabajo llegan a un punto máximo de condensación cuando los obreros discuten en una asamblea qué hacer ante el incumplimiento de los salarios. El final de la película nos enfrenta a una escena repetida: otra vez El Rulo se encuentra desempleado y, entonces, emprende, el regreso. En la pantalla observamos la oscuridad de la noche sureña que devora, de alguna manera, la imagen del desocupado en las rutas provincianas, ya de regreso a la ciudad. La mitad de su rostro es la última figura que se deja ver en el film; en tal fragmentación se exhibe la clausura de la fantasía laboral del protagonista. Cara a cara a la realidad, sin posibilidad de rearmar  ya (o, al menos, por el momento) un nuevo simulacro en torno al trabajo en tanto que ámbito de producción de sentido. Sometido así a la espesura del mundo, El Rulo pierde su facultad de simbolizar (se quiebra la fantasía inclusiva que suponía la pertenencia a una determinada comunidad) hundiéndose en la crudeza de lo real. El desastre (el no-morir), en el sentido de Blanchot, irrumpe como dimensión de la experiencia: la agonía del universo obrero que no termina nunca de extinguirse, que queda como vestigio de antiguas formas laborales, que no cesa de acontecer en su forma espectral.

 

Monstruos de las provincias

         A diferencia de la fantasía inclusiva de Mundo Grúa, en La ciénaga, como veremos, todo nexo con la realidad llegará de manera muy mediada confirmando a los personajes en su pura individualidad. Ya desde el comienzo, los cuadros de agua estancada de la pileta de la casa de Mecha y de los charcos de lodo en donde juegan los niños van creando un clima de asfixia que envuelve a las protagonistas de esta historia en una suerte de letanía (Mecha y Talia) o los condena a vivir en un estado semisalvaje (los niños jugando y cazando animales en el pantano).

La primera entrada a la película nos coloca frente a un primer plano hecho de pedazos de cuerpos y sillas que al ser arrastradas producen un murmullo constante y monótono. Cuando la cámara se aleja nos devuelve una imagen más integral de los cuerpos en el momento en que Mecha, protagonizada por Graciela Borges, cae borracha justo al lado de la pileta  sufriendo heridas en el pecho con el corte de un vaso. La estética de la película plantea una mostración meticulosa y casi fijista del quiebre y del estado de postración como condensación del desorden y, al mismo tiempo, la necesidad de establecer marcos para la fe y la comunicación en un mundo apartado ya no sólo de los Dioses sino especialmente de los hombres. A lo largo del film, Mecha exhibirá las vendas y luego las heridas mirándose obsesivamente en los espejos de la casa, condenada, aparentemente por su exclusiva elección, a pasar largo tiempo en su cama y a no salir de su casa (una de sus hijas le recuerda que la abuela también terminó encerrada). Su esposo, quien en su juventud mantuvo relaciones amorosas con otra mujer que es ahora la pareja de su hijo, se ha convertido también en una suerte de espectro que vaga por la casa sin que nadie prácticamente repare en él. La figura del padre aparece de manera fantasmática, como una sombra degrada.  Pero son sobretodo  los hijos de estas mujeres semiautómatas  (Mecha y su prima Talia que vive con su familia en el centro de la ciudad) las que encarnan en sus cuerpos la degradación de las familias (y el deseo que no pueden decir): uno de los hijos de Mecha ha perdido un ojo y el hijo menor de Talia  posee un diente de más (Talia, en verdad, tiene una familia aparentemente diferente, un marido que trabaja y representa la voz del sentido común, pero de alguna forma admira a su prima, a quien visita en su casa constantemente). Esta proliferación de monstruosidades muestra el estado de decadencia final de la aristocracia provinciana (sus propios deseos, el ejercicio de su sexualidad). La anomalía familiar se convierte en un dispositivo de encierro para sus miembros. Mientras Mecha alterna su estado de desidia con los de brotes neuróticos, sola o rodeada de una multitud de hijos que la visitan en su cama, Talia intenta mantener cierta cordura y pulcritud en su casa, aunque cada vez se encuentra más agobiada. A la escena del comienzo de la película –Mecha cayendo borracha–  le sucede la de Talia llevando a su hijo menor al hospital en donde se entera de que está internada su prima. Las dos familias padecen de sucesivas alteraciones que la intervención médica no podrá, finalmente, sanar. Los hijos varones, especialmente, sufren continuos accidentes (el hijo mayor de Mecha recibe una golpiza en un baile por molestar a la empleada de su familia), mientras las niñas presentan una densidad psicológica que resulta perturbadora. La hija mayor de Talia es quien lleva, en verdad, el control de los otros niños mientras su madre debe consultarla permanentemente ante el continuado olvido de las cosas. Por su lado, las hijas de Mecha exhiben una voluptuosidad sexual temprana que, en una, lleva a la endogamia –o incesto– (mantiene juegos corporales con su hermano mayor) y, en otra, a una fascinación lesbiana por la empleada (quien, como no podría ser de otra manera, abandona la casa cuando queda embarazada de su novio ante las exclamaciones xenofóbicas de Mecha: “chinita carnavalera”). Fuera del control de sus padres, los hijos han conformado una suerte de horda primitiva en la que no existen las diferencias de clase (juegan con los otros niños o muchachos pobres del pueblo), ni el tabú del incesto, ni un orden heterosexual predominante. Constantemente se reúnen en torno a una actividad (por demás simbólica) que los define como grupo  y actúa como un factor de cohesión: la cacería (de animales, de parejas). Apartados de lo social, empantanados en sus delirios lúdicos, los niños inventan modos de relacionarse y de construirse sus propias fantasías en medio de un universo en donde los adultos parecen haberlos abandonados y ya no es posible la comunicación.

         Por su lado, Mecha y Talia se sienten conmovidas ante la noticia de la aparición de la virgen. Constantemente se exhiben en la televisión (a la que Mecha mira incansablemente) reportajes a los testigos del milagro. En ningún momento se pone en duda la veracidad del hecho; por el contrario, ellas lo aceptan naturalmente. De alguna manera, esas ráfagas de exterioridad (la aparición obedece al orden de lo real) que le llegan a Mecha por la pantalla se convierten en un anclaje a la realidad: la pantalla es el marco que le permite crear ese vínculo. Es decir, le otorga la posibilidad de crear una instancia de simbolización para distanciarse de su condición actual y evitar, así, la locura. Estas mujeres saben que sin fantasía estarían definitivamente condenadas a una parálisis total. Pero esta fantasía, como decíamos al comienzo de esta sección, no supone una integración dentro del universo social; por el contrario, mantiene la postración interminable de Mecha (como si la aristocracia provinciana no pudiera nunca terminar de morir y aquí, tal vez, podría establecerse un vínculo con el final de Mundo Grúa en donde lo que no termina de morir es el mundo obrero). Así, Mecha, recluida en el ámbito doméstico, ha establecido un último nexo con el exterior desde el lecho de su cama.

Finalmente, después del fracaso de un viaje a Bolivia planeado por ambas mujeres (el marido de Talia es el que de alguna manera lo impide) las dos regresan a sus respectivas rutinas. Pero, mientras Mecha sigue mirando la imágenes televisivas (si hubiera salido de la casa habría dejado de ser Mecha), en Talia se han comenzado a agudizar los síntomas de una desazón que la coloca  por fuera de su propia familia puesto que ya prácticamente no interviene en ella.

El cierre de la película es de una contundencia brutal. Ahora el cuadro se vacía y prácticamente se inmoviliza. La cámara se concentra en el patio de la casa de Talia en el que ella ha dejado una escalera apoyada contra la pared. A ese lugar acude su hijo menor que sube a la escalera y al caer se mata. Todo sucede de manera rápida e inesperada. Con esa escena del niño muerto en el patio y el llamado telefónico del hijo mayor de Mecha intentando comunicarse con su familia se elimina el ámbito para la fantasía.

Sin embargo, sugestivamente, en la casa de Mecha quedan las dos niñas de Mecha, a las que se ve al borde de la pileta repitiendo casi la misma escena del comienzo del film (en ropa de baño arrastrando las sillas), pero ahora sin la presencia de los mayores. Una de ellas, que acaba de regresar del pueblo le comunica a la otra que no ha podido ver a la virgen (también las chicas han intentado otro vínculo con lo real). Sin creencias externas en las que sostenerse y en el universo contaminado y abandonado por sus padres quedan, entonces, estas dos pequeñas mujeres expuestas a su propio delirio.

 

El regreso de la religión

En La niña santa (2004), nuevamente se sostiene la necesidad imperiosa de la fantasía, en medio de un mundo desacralizado y anónimo. Pero aquí emerge la fantasía ligada al deseo sexual y a la pulsión de vida. En un paisaje encarnado en la arquitectura del hotel (el hotel probablemente fuera en otra época de lujo, y el deterioro se expresa especialmente en la pileta de natación despintada y rodeada de escombros),  Helena y su hija se aferran a sus deshechos. Los personajes se encuentran vaciados de palabras que puedan sostener al universo (otorgarle una densidad) y se recluyen, entonces, en el fluir de sus propias percepciones. Este vacío se expresa en el film por medio de una composición de planos chatos, casi sin profundidad de campo en donde los personajes construyen sus perspectivas por medio de sus miradas y murmullos. La sonora (aparece de manera insólita un instrumento electroacústico, un Teremín, que emite un sonido primitivo al cual los personajes escuchan azorados), la táctil, son instancias de exploración y de acercamiento al mundo, como formas de depuración frente a la decadencia actual.[2] La pileta es justamente (como en La ciénaga pero, a su vez, de manera diferente) uno de los lugares preferidos de las mujeres en donde también se juega cierta voluptuosidad de los cuerpos ante la mirada de las hombres.

De alguna manera, cada personaje se encuentra enmarcado en  su propia fantasía (perturbadoras, en algunos casos, para los espectadores) y la trama de la película se entreteje en esa tensión que se agudiza a partir de la intervención de otros personajes (mujeres también: la madre de la amiga que descubre el secreto de las chicas y la administradora del hotel que censura la actuación de Helena). Helena, por su lado, cuya sordera la ubica en otro nivel de relación con el mundo, configura su propia fantasía con Jano, el médico (en este caso, existen varios obstáculos que son los que, a su vez, alimentan la relación entre Jano y Helena: la hija, el matrimonio). A su vez, su perturbación auditiva no le permite comunicarse y, sobre todo, comprender a su propia hija en su delirio religioso. Helena emerge en ambientes enrarecidos plásticamente,  cargados de una extrema sensualidad, por momentos confusos y perturbadores (la escena de los niños –mestizos, casi la única marca de lo local- en su cama), o al borde del incesto (con su hermano y su hija en la cama) 

Es que justamente en La niña santa se plantea de manera brutal la cuestión del deseo en un mundo degradado. De alguna manera, la pregunta que surge a partir de actuación de Jano con la niña es hasta dónde se está dispuesto a confrontar el propio deseo; es decir, qué sucede cuando se obtiene directamente lo que se desea.  Hasta aquí hemos visto en las películas analizadas cómo surgía la necesidad de una mediación entre el sujeto y el mundo para no colapsar en un puro real que no permitiría una instancia de simbolización. Si en La ciénaga  se planteaba la imposibilidad de la comunicación ante el abandono de todo lazo solidario y, en última instancia, sólo podía establecerse un débil vínculo con el exterior, aquí el planteamiento es otro. También en esta película aparece un mundo secular en donde la religión emerge como un discurso degradado al que se encuentran obligadas a escuchar las niñas. Pero es justamente esta religión en un universo definitivamente sin dioses que aparece como el marco para el deseo de la niña (el deseo en La ciénaga estaba amenazado por la imposibilidad de la simbolización: la retirada del padre). Ya que no puede desear directamente lo que en verdad desea, las fábulas religiosas (que, a su vez, producen relatos que confrontan la versión oficial tornándola aún más superflua) se convierten en instrumentos para obtenerlo. En su reinterpretación del llamado de Dios la niña lleva hasta las últimas consecuencias su mandato (salvando a la oveja perdida). De allí que en el caso del médico se produce una brutal perturbación cuando la niña intenta entregarle lo que de alguna manera ella interpreta que le ha solicitado. Por eso es que él no puede sostener su mirada. Pero lo que sucede es que no existe coincidencia entre ambos deseos, y el médico debe evitar constantemente el deseo de ella en defensa del suyo propio. A la presión ejercida sobre el médico por parte de la niña se le sumará, a su vez, el develamiento de su secreto por parte de una suerte de defensora de los valores sagrados de la familia. Pero la desarticulación de las diferentes estrategias que sobre su propio deseo tienen los personajes ocurrirá en un momento posterior al término de la película. El film se cierra inmediatamente antes, cuando la ansiedad comienza a eliminar el deseo y la brecha que separa al objeto del objeto causa desaparece.[3]

 

Coda: el infierno es la imposibilidad de la fantasía   

Para terminar, nos interesa aquí comparar La niña santa con El bonaerense (2002) de Pablo Trapero. Su protagonista, Mendoza, que comienza su caída a causa de un hecho delictivo menor para luego convertirse en policía (en donde conoce todo tipo de humillación y de accionar mafioso por parte de sus superiores), se caracteriza por su incapacidad para expresarse verbalmente. En contraposición a los personajes centrales de La niña santa, Mendoza no puede sublimar sus emociones viviendo en la pura materialidad de los acontecimientos. Incluso las relaciones amorosas que sostiene con una mujer policía se van tornando cada vez más violentas a causa de la ausencia de toda fantasía (no hay nada más terrible, afirma Slavoj Zizek en un análisis del film The piano teacher, que hacer el amor y pensar en ello; para no enloquecer es necesario fijar la mente en otra cosa).[4] Viviendo la crudeza de la violencia que los otros ejercen en él (por ser el más subalterno, el último en la cadena de mandos), terminará, obviamente, ejerciendo luego la misma violencia sobre sus futuras víctimas. Hasta el final de la película, y ya de regreso a Suipacha, el pueblo de donde salió para regenerarse, Mendoza es incapaz de establecer alguna lengua que lo ayude a comunicar y a expresar sus emociones. Esa suerte de perturbación es la causa, a su vez, de perturbación en los espectadores.

Mientras que en los otros films se ponía en escena una disputa por la apropiación de lo simbólico, aquí prospera un mundo unificado que imposibilita tal disputa expresado, especialmente, en el registro dialectal uniformado donde el lazo social se configura sólo a partir de la traición (si en las otras películas estaba colapsado aquí su construcción es más terrible).[5] De la fantasía inclusiva de Mundo Grúa que suponía una concepción solidaria del mundo, pasando por la configuración y clausura de sentido –luego del ejercicio de la fantasía– en las películas de Martel, llegamos, así, a la parálisis representativa con El Bonaerense. Desde una perspectiva distanciada y de rasgos naturalistas (el director está por fuera del mundo que narra, no así en el caso de Martel), aquello que aparece –el mundo marginal de la ilegalidad y del delito– se presenta, en definitiva, como inaprensible.[6] La última escena en la que se ve a Mendoza de uniforme, rengo, después de recibir un tiro en la pierna (tras el intento fallido de hacerse de un botín ya que su superior lo traiciona), caminando por los campos para llegar a su nueva unidad policial, no puede ser más siniestra. La sombra de este hombre traicionado (así comienza su historia ) y vuelto a traicionar (así parece terminar), saturado de rencor, se levanta sobre una aparente tarde tranquila de la provincia.



[1]Fancine Masiello en su ensayo Tiempos difíciles realiza una lectura sugestiva de Mundo Grúa que me ha inspirado y guiado en la escritura de este trabajo. Masiello subraya, entre otros conceptos, que la pasión del protragonista por poner en marcha los artefactos en ruina demuestran un “talento bricolaje” que, como “el trabajo artesanal”, no tiene  “ningún valor en la cultura” (Revista de Crítica Cultural (Chile) 28 (junio 2004): 22-29.

[2]Al respecto veáse: Verónica Chiarandini, http://www.7sentido.com.ar/ressources/files/martel.doc, "La niña santa”. Gritos y susurros: Lucrecia Martel se sumerge en la equivocidad de un llamado.

[3]El tema de la prohibición con relación al deseo es analizado por Slavoj Žižek en su lectura de Chesterton y el cristianismo (veáse  El títere y el enano. El núcleo perverso del cristianismo. Buenos Aires: Paidós, 2005).

 

[4]“Cine, una pasión de lo Real”, conferencia dictada en Malba (Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires) en mayo 2004.

[5]La estética elegida por Trapero se mueve dentro de cierta concepción heredada del naturalismo que le sirve para narrar la desaparición del trabajo en Mundo Grúa, y la eliminación del entretejido social en El Bonaerense. En este punto sigo las ideas de Diego Bebtivegna, “Realismo, naturalismo, verdad”,Otro Campo.com (1999-2002), http:// www.elbonaerensefilm.com.

[6] Veáse Emiliano Jelicié,“Un policía en la frontera”, Op.  cit..

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