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NOVELA, CRÓNICA Y CIUDAD

Rodríguez Juliá, Edgardo


         La pregunta sería: ¿Cómo caracterizar la ciudad?  ¿Se procede con la descripción de la ciudad de la misma manera que se caracteriza un personaje? De primera instancia la ciudad resulta —lo mismo para el cronista que para el novelista— lo casi indescriptible.  La ciudad vendría a ser, por decirlo de alguna manera, el sujeto inaprensible por excelencia.

         Tal parece que el novelista llevaría la ventaja en este asunto.  La ciudad se describiría mediante sucesivas visitas a los distintos personajes.  El detective privado, el “private eye”, Marlowe, por ejemplo, visita los distintos personajes que ocupan la trama y al describir sus ambientes nos describe la ciudad.  Casi siempre el detective es un desclasado semi ocioso que recorre la ciudad en auto.  Es un flâneur motorizado, cuyo paseo ya no es a pie sino en ese automóvil que definió la ciudad emblemática de la novela negra, y me refiero a Los Ángeles. De todos modos, en esta perspectiva es la calle, sus vecindarios, quienes nos entregan la ciudad, ésta como agregación de sitios y clases sociales.

         Podríamos decir que la anterior perspectiva es lineal.  Ahí está implícito un punto en fuga que no sería el horizonte sino cierto tipo de laberinto, cierta metáfora del extravío.  El detective se pierde en la ciudad porque busca quién cometió el crimen.  El criminal se esconde en esa multitud que Engels reconoció como característica de Londres y que Benjamin luego utilizó para señalar el paseo del flâneur Baudelaire por los bulevares de París.  La multitud es anónima; es sitio de coincidencia para todas las clases sociales, que en las sucesivas visitas del detective están demarcadas por ese territorio social que es el vecindario.  El detective es un flâneur perdido en la ciudad.  Su paso hacia el vecindario transcurre en la multitud, en la calle, en los bulevares, modernamente en las avenidas y en esa invención, también de Los Ángeles, que es el viaducto.  El hilo de Ariadna, que invocó Benjamin durante su arrebato con hachís en Marsella, sería el mejor emblema para esta perspectiva.

         Otra perspectiva posible sería la panorámica, o aérea.  Si en la perspectiva anterior nuestra visión estaría marcada por el ruido de la calle, el estruendo de la avenida o el zumbido de los autos en el viaducto, esta mirada está marcada por el silencio.  Contemplamos la ciudad desde lo alto, desde un monte, o colina.  La ciudad está a nuestros pies y su signo es un extraño silencio.  El flâneur visita la montaña.  La ciudad se transforma en su soledad, aquélla nos entrega su silencio.

         Nos dice Felipe Alfau en su magnifica visión de Toledo: Aparece en su novela Locos; la traducción del inglés es mía: “Toledo vuelve a la vida todas las noches.  Es una ciudad del silencio, pero no una ciudad de paz”…  Es como si El Greco, que pintó esa misma panorámica de la ciudad, equivocándose en la localización de la Catedral respecto del Alcázar, nos estuviese describiendo la misma mediante la escritura.  Fotográficamente esta caracterización estaría hecha en “wide angle”, en ángulo abierto.

         En una litografía de la colección Stokes, San Juan aparece hacia el 1860 justo en este “wide angle” panorámico.  La ciudad luce silenciosa y yacente.  Contemplamos sus azoteas desiertas, alguna actividad en sus calles, igual de escasa que en el cuadro de El Greco.  A la distancia oteamos la bahía y allende los mogotes de la vega norteña, algunos barcos.  En el primer plano visitamos los emblemáticos vecindarios de las clases sociales: a la izquierda el estamento militar, unos soldados en ejercicios; al centro los burgueses, vestidos a sombrero y bastón, pasean una ciudad que ya contiene la ambición europea y madrileña de los grandes bulevares.  A la derecha observan unos mozalbetes que bien representarían el proletariado vigilante, husmeador, quizás resentido.

         Rosario Ferré nos hace esta descripción del ficticio Alamares en su novela La casa de la laguna: “Alamares ocupaba una estrecha lengüeta de tierra, atravesada de extremo a extremo por la Avenida Ponce de León, y tenía, como quien dice, dos caras.  Una de ellas, la más pública, daba por el norte al océano Atlántico y a una hermosa playa de arena blanca; la más privada y tranquila daba hacia el sur, hacia la laguna de Alamares, y no tenía playa.  Por el lado de la laguna, la avenida colindaba con un enorme manglar, del que sólo se adivinaba el comienzo.”  La perspectiva aquí también es desde lo alto.  Es como si contempláramos este sector de San Juan, el antiguo Miraflores, hoy puente y laguna del Condado, desde lo alto del Monte Olimpo, o Miramar.  Estamos encumbrados y contemplamos este paraje en panorámica, según la ancha perspectiva aérea.

         De esa misma novela es la siguiente descripción de Ponce.  Aquí la panorámica remata en una metáfora, en un intento de caracterización.  Debemos notar que la perspectiva es todavía más aérea, como si se tratara de una vista desde el aire, desde un aeroplano, o un globo: “De lejos, la ciudad entera parecía un enorme bizcocho de boda, puesto a secar al sol.”  ¿Habrá algo más burgués que un bizcocho de boda?  Ponce es la  ciudad mercantil, recinto de cierta burguesía con aspiraciones separatistas.  La cuna de nuestro autonomismo alcanza su exacta metáfora en ese bizcocho de boda que representaría el poder económico según la complicidad sanguínea.

         Arecibo es la ciudad de la novela El vuelo del cisne, de la misma autora. Notemos la semejanza descriptiva respecto de Alamares, aunque ahora desde una perspectiva más a ras del horizonte: “La estación de Arecibo estaba en una lengüeta de tierra recubierta de matas de jacinto, en la ribera del Río de la Plata. El pueblo era largo y estrecho, y seguía el contorno de la costa. Las casas del lado del mar daban todas a la calle, y le volvían la espalda al agua.”

         En su poema Al vuelo, Juan Antonio Corretjer nos describe este mismo paisaje, esta vez desde un auto.  Es una panorámica de Arecibo, el auto se acerca por la llamada carretera militar: “Irás, el auto volando. / Por las veras del camino / cañas, pastos y piñales. / A lo lejos, Arecibo. / Más allá el mar. / Bajo el auto / cruzan los caños y el Río.”  Escribí este comentario en mi ensayo Francisco Javier Blanco y el Patrimonio Puertorriqueño: “Mientras tanto, del paisaje de Al vuelo sólo queda victorioso el automóvil.  Cañas, piñas, pastos, el mar a lo lejos, han desaparecido, ubi sunt, ¿dónde están?: Si hoy seguimos el Expreso De Diego hacia Arecibo apenas vemos, desde la vega norteña, aquella majestuosa entrada sobre el puente, la Central Cambalache a la izquierda, ese paisaje íntimo y recóndito que nos revela Corretjer ensanchándose en el mar casi a ras del llano que remata en cocoteros.  Corretjer entendía como novedad aquella sensación eufórica del automóvil que cruza el paisaje.  Era una nueva forma de captación del paisaje.  Ahora se ha convertido en maldición.”

         En estas últimas perspectivas —lo mismo que en las más aéreas—  siempre está implícito el horizonte, insinuada la horizontalidad de la ciudad.  Nos dice el poeta Luis Vázquez en su hermosa meditación sobre la pintura de Carmelo Sobrino: “Cada vez que observamos un horizonte, involuntariamente nos desdoblamos y tenemos la sensación, de ser observador y observados.  Estamos al lado de acá, imaginando, como se vería este paisaje desde allá, desde arriba o desde otra perspectiva.”  Si la observación desde las calles está envuelta en el clamor y el ruido, ese territorio del flâneur, la contemplación desde lo alto, el silencio reconocido en el horizonte, es la mirada del profeta, su quietud antes de la ira.

         Idealmente, entre la observación y la contemplación que antecede la ira, deberíamos caracterizar la ciudad, convertir su paisaje urbano en emblema, en metáfora.  Pero la ciudad permanece inaprensible.  Entonces se nos propone otra perspectiva.  Podríamos llamarla perspectiva “de caballera”.  Consiste en un  intento por aprehender la ciudad desde el aire, desde un aeroplano, o helicóptero, globo o satélite.  Si una visión desde el recién inaugurado tren urbano es un ejemplo de esa perspectiva donde siempre estaría implícito el perfil bajo, el horizonte de la ciudad, es decir, una perspectiva casi aérea, pero no del todo, la perspectiva de caballera rebasaría los alcances de cualquier vehículo terrestre.  En esta perspectiva está implícita la ciudad como plano.  Decía Benjamin en su Diario de Moscú.  Se refiere a la Catedral de San Basilio: “La regularidad de su plano generó una construcción cuya simetría no puede ser visualmente captada desde ninguna dirección.  Este edificio siempre se retrae, siempre oculta algo, y sólo podría ser capturado por el ojo desde la altura de un aeroplano, que los edificadores no tomaron en cuenta.”  Esto fue escrito en 1927, a veinte y cuatro años del vuelo de los hermanos Wright.

         Lo que Benjamin extraña en esa visión de la Catedral de San Basilio, y que sólo podría vislumbrar desde la perspectiva de caballera de un aeroplano, es la fachada de San Basilio. ¿Cómo dotar con fachada a la ciudad?  Volvamos a la panorámica, esta vez a la perspectiva aérea que tiene como límite el auto estacionado en lo alto de un monte que mira sobre la ciudad.  En High Window  Marlowe contempla la ciudad desde esta perspectiva.  En vez de asumir esa ironía hiriente que siempre está a dos pasos de la ira del profeta, nuestro cínico detective privado aprecia la ciudad con algo más que cariño. Es como un súbito arrebato de amor incitado por la vista, la noche de luna llena, el viento.  El flâneur sube a la montaña, está sentado frente a la consola cromiada de un automóvil, contempla la ciudad desde lo alto: “El viento se aquietaba acá por lo alto y la luz de la luna sobre el valle se marcaba tanto que las sombras negras parecían cortadas a gurbia, con algún instrumento de grabador…  A la vuelta de la curva todo el valle se desplegaba ante mí.  Mil casas blancas construidas sobre las laderas de las colinas, diez mil ventanas iluminadas y las estrellas que cuelgan sobre ellas delicadamente, apenas acercándose”…

         Es notable aquí el aprecio, el amor hacia su ciudad.  Se trata de un Marlowe suavizado por la perspectiva aérea.  Vamos camino al encuentro con esa fachada, con esa caracterización anhelada: La montaña y lo aéreo, la perspectiva de caballera desde el aeroplano, lo máximo sería la visión espacial de Neil Armstrong cuando contempló la tierra desde la luna.  Cada visión tiene esa semilla especial de la emoción ante una totalidad, ante una imagen, un emblema, la metáfora.

         La metáfora sería la más afortunada perspectiva de caballera.  Intentamos volver simétrico lo inaprensible, como imaginaría Benjamín ante la Catedral de San Basilio.  En Diario de Moscú, la crónica de su visita a esa ciudad durante el período postleninista, Benjamin intenta esa operación definitoria, llamando a Moscú la ciudad con exceso de cielo.  Benjamin se lo atribuía al bajo perfil de la ciudad: “En esta ciudad siempre sentimos el vasto horizonte de la estepa rusa.”  En otras ocasiones nos señala de cómo el Moscú que conoció, aquí y allá tropezaba con ambientes rurales insospechados, de cómo la ciudad nunca estaba lejos del campo, algo, por otra parte, característico de algunos sectores de San Juan.  Así podríamos señalar esas instancias que son como una búsqueda de la metáfora definitoria, la caracterización.  Lo importante aquí es que la ciudad pretende ser aprehendida mediante un “golpe de vista” retórico.  Es como si la ciudad buscara, a través del escritor, la profecía sobre ella misma.

         Nos señala Salvador Novo en su Nueva Grandeza mexicana, su crónica sobre Ciudad México, cómo se seduce la ciudad, cómo ella entrega su promesa, esa secreta profecía sobre ella misma: “¿No es esta confusión, este romántico “fausticismo”  una de las formas cautivadoras y legítimas en que la ciudad escatima su rendición a los extraños, y sólo al precio de conquistarla poco a poco, de cortejarla, de amarla mucho, entrega al fin su rico secreto —recatado y difícil—  a quienes la adoramos tal como es?”

         También accedemos a la ciudad a través de su silencio.  A veces su historicidad es tal que toda ella se vuelve imagen, metáfora.  Escuchemos esta descripción que hace Alfau de Toledo.  Ya no se trata de una vista, de una particular perspectiva.  Aquí estamos ante una síntesis, esa metáfora que hasta ahora nos ha resultado esquiva: “El silencio, este sentimiento de estar solo y compartir una ciudad con los muertos, de repente le reveló una idea a Fulano: Toledo, como él también añoraba ser, era un mito.  Toledo no existía.  Ahí se levantaba todas las noches sobre su significación histórica y estética, abandonada en la soledad de la Castilla estéril.”

         En San Juan, ciudad soñada, mi crónica en aprecio de nuestra ciudad, hago este señalamiento camino a esas metáforas que son un intento de darle fachada a la ciudad: “O entonces podrías subir hacia The Reef y no comerte esa alcapurria cómplice para curarte los munchies.  Y pensarías que en realidad hay dos caminos Mulholland, dos Mulholland Drives, en San Juan: quizás no han sido pintados por David Hockney, pero las dos son vistas casi aéreas desde el promontorio o el monte, y la ciudad queda abajo tan pasiva, tan protagonista, al fin sacada del trajín cotidiano y convertida en personaje.”  Más adelante el profeta va alzando su vara iracunda: “El otro sitio al que sólo es posible llegar en auto, y que subes por carretera tortuosa, es el sector La Lomita, en Los Filtros, Guaynabo City.  Pero ahí no viven los desesperados, tú lo sabes, sino los ricos.  Cuando sacan a pasear sus Rodweilers y German Sheperds en el atardecer, abajo está la ciudad como espacio de su dominio, de su ambición.  De día la miran y parece que trabaja para ellos; de noche la contemplan y parece que ellos la iluminan.  La Lomita es el sitio donde vive la bien sonante filantropía y el “crack” nunca llega porque hay guardias privados.”

         Pero la ciudad, nos ha dicho Salvador Novo, sólo se entrega cariciosamente.  Se resiste a que la seduzcan mediante la mal sonante misantropía, quiere engalanarse con su metáfora, o la añoranza de ella.  Nos dice Tomás Eloy Martínez en lo que supongo una de las más definitorias metáforas de cualquier ciudad latinoamericana.  Desde la perspectiva aérea del Hotel Británico el protagonista de El cantor de tango proclama: “El globo del sol, descomunal e invasor, se alzaba sobre la avenida, y sus lenguas de oro lamían los parques y los suntuosos edificios.  Dudo que haya existido otra ciudad de tan suprema belleza como la Buenos Aires de aquel instante.”  Y más adelante le coloca fachada a la ciudad, cumple con la perspectiva de caballera, le otorga su metáfora: “Sólo una ciudad que ha renegado tanto de la belleza puede tener, aun en la adversidad, una belleza tan sobrecogedora.”

         Cito este pasaje culminante de mi libro San Juan, ciudad soñada.  Entre las invectivas cascarrabias del profeta que ha bajado del monte, y Manolo que guía su Malibú 71 sobre el Puente Moscoso, me atrevo a una definición, la metáfora ausente cumple precariamente con la búsqueda: “Manolo sabe todo eso, y también sabe que esa ciudad de edificios que parecen brotar del mangle es tan joven que ha olvidado su reciente pasado con vista al mar o al caño pestilente.  Fue una ciudad de pronto habitada por jíbaros montunos, que soñaban ciudades más al norte, allende los mares, embarcados como fueron en el Marine Tiger o los Clippers de la Pan American.  Era gente de campo, desarraigada, sin gusto por una ciudad acuática, lacustre… El caño y las lagunas eran la pobreza, y tener la vista al mar fue privilegio que se le cedió en usufructo a los ricos, ergo, la ciudad se quedó sin sus metáforas: Ahí permanece irresoluta en su estadía provisional, sin narcisismo posible, por lo tanto con su belleza espontánea, natural, de mujer que por bella luce bien a las seis de la mañana, que por chula se echa los rolos y todavía luce apetecible, que poniéndose el “dubi-dubi” todavía provoca una mirada tierna.”

         “Si no hay metáfora, no hay narcisismo, y si no hay narcisismo no hay espejo, porque toda ciudad bella tiene una metáfora donde se mira, ya sea el río o la playa, el monte o el lago, el desierto como espejismo o las aguas de la laguna que reflejan…  El regodeo en ella misma se cultiva mediante esa metáfora; ahí reside su contemplación.”

         La metáfora de la ciudad sólo logra que ésta comience a volverse, cada vez más, invisible, nuevamente inaprensible. Por un momento la vimos, y ya no está. Ahora se ha transformado en una ciudad imaginaria, a la manera de las “ciudades invisibles” de Italo Calvino. Según éste Venecia es la ciudad que contiene todas las otras. Dice Marco Polo: “Cada vez que describo una ciudad digo algo sobre Venecia”, que es como decir que contiene todas las metáforas posibles de la ciudad.

         En esta región podríamos asentar la ciudad de El inmortal, de Borges. Pero también esos espacios convertidos en metáfora por voluntarismo literario, la Alejandría de Cavafis señalada por E.M. Forster en su Historia y guía de Alejandría, La Habana de Lezama Lima estrenada por el entusiasmo de Cortázar, esa Alejandría de Durrell, que es parte crónica del desarraigo bohemio europeo y testimonio de una complejidad sentimental apenas entendida, o el Quauhnahuac de Malcom Lowry, la Cuernavaca situada según sus coordenadas en el globo y descrita según los afanes del infierno tercermundista. La ciudad vuelta metáfora insinúa tanto un voluntarismo literario como una definición esculpida por la Historia. Entonces preguntamos por Timbuctú, y nos daríamos cuenta que los nombres de ciudades, esa sonoridad cargada de lejanía, a veces queda como la última ruina, el residuo de alguna metáfora perdida en el tiempo.

         En mi novela juvenil La noche oscura del Niño Avilés se gesticuló la metáfora de una “ciudad trashumante”, que transcurre a través de las calles de la ciudad histórica. Es como si la metáfora de la ciudad que se ha vuelto disutopía comenzara a ser transitada, transida propiamente, por el carnaval, esa ciudad efímera que también es metáfora de la ciudad discontinua, ello a causa de la lucha de clases.

         En 1985 intenté escribir una crónica sobre el Desfile Puertorriqueño en Nueva York, una especie de reportaje extenso o ensayo sobre el significado de ese desfile anual en que una de las comunidades caribeñas más antiguas en las ordalías de la emigración celebra su presencia en el Big Apple. Me fascinaba, sobre todo, la idea de describir cómo es que esa comunidad antillana, de las más asoladas por la pobreza, las drogas, la deserción escolar y la vivienda miserable, un día al año se dispone a transitar por la Quinta Avenida de Tiffany’s  y el Museo Guggenheim. No pude escribir la crónica; en parte no pude —o no quise— porque se trataba de un espectáculo demasiado doloroso, o deprimente. Es difícil tragarse el sapo, el espectáculo de ver una carroza engalanada con nuestro kitsch antillano a la vez que un adicto se “cura”, se inyecta en la acera, a la vista de todos.

         Como ya tenía el compromiso de escribir “algo” sobre el Desfile Puertorriqueño, me alejé de la perspectiva lineal, también de la aérea y remonté la de caballera hacia la pretendida metáfora. Escribí el texto “I have a dream”, que aparece en mi libro Caribeños, y que es la metáfora de la ciudad miserable que ocupa la otra ciudad, y que transcurre a través de la ciudad del lujo.

         En la reciente novela de César Aira Yo era una chica moderna primeramente reconocemos una perspectiva aérea, de signo bastante contrario al de El cantor de tango. Escuchemos esta descripción de Buenos Aires vista desde una terraza: “Rato después estábamos cómodamente instaladas las dos en un rincón de la terraza. Desde allí teníamos un vasto panorama de la ciudad dormida, o que se aprestaba a dormir. Los círculos de edificios que nos rodeaban se extendían hasta el horizonte, como ondas en un lago oscuro. Por una brecha en los círculos alcanzábamos a ver los arcos moriscos del puente Alsina, gigantescos. Era un puente que también era un palacio, y allí se terminaba Buenos Aires, al otro lado empezaba la Provincia. Parecía mentira que se viera desde donde estábamos, porque era lo más lejano que podíamos imaginarnos; y sin embargo parecía cerca. Era hermoso, exótico.” Más adelante se nos revela la semilla de cierta perturbación: “Lo que teníamos ante nosotros, la ciudad desmesurada y dormida, igual y distinta, era nuestra vida. Y la vida estaba tan fragmentada como la ciudad.”

         Luego, en esta misma novela, esa profecía de la ciudad fragmentada, conflictiva, se cumple en este pasaje visionario: “Por ese motivo la habíamos encontrado tan transitada. En sentido contrario, los afectados por la Fiebre Amarilla abandonaban el viejo casco colonial del sur, insalubre por la promiscuidad de sus callejas atestadas  y sus conventillos multirraciales, y emprendían el éxodo hacia el norte ventilado y palaciego. Familias enteras transportaban en carritos tirados a mano sus pobres pertenencias, entre las cuales dormían bebés y ancianos, rumbo a un destino inmobiliariamente incierto. Elegían las horas turbias de la madrugada con la esperanza de no ser vistos y colarse inadvertidos en las fortalezas del privilegio”.

         De nuevo nos encontramos con la pobreza que transcurre a través del lujo. Toda metáfora de la ciudad, en realidad, es un lujo, porque ya tan pronto nos encontramos con el paraíso de la descripción, de la definición, queda la pregunta que insiste en los conflictos de clases: ¿De qué ciudad está hablando este fulano?... ¿La de Florida o la de Boedo, la de Tiffany’s o la del South Bronx?

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