El silencio del Rey de la Habana
y el neorrealismo cubano
[1]
Salto,
Graciela Nélida |
En
los últimos años, la literatura cubana ha atravesado un proceso de
reconfiguración de sus temas, tramas y estrategias en relación con los cambios
socioculturales producidos en la isla[2],
pero también con los avatares de un mercado editorial particularmente
interesado en su excepcionalidad.
Las novelas escritas por cubanos y cubanas ocupan
un lugar preponderante en los catálogos de las librerías y sus reseñas o comentarios
se reproducen en los periódicos europeos de mayor tirada en una estrategia de
múltiples implicaciones: búsqueda de visibilidad y legitimación externa por
parte de escritores en la diáspora, también de otros que residen en la isla;
intentos de recuperación de un espacio relegado por las tensiones políticas y
económicas de las últimas décadas; denuncia de las vicisitudes impuestas a la
sociedad revolucionaria y, al mismo tiempo, testimonio de los límites y
márgenes de la cultura local y nacional en un contexto de creciente
transnacionalización de la llamada república de las letras[3].
Lo cierto es que, por algunas de estas u otras razones, la literatura cubana ha alcanzado en los últimos años una difusión sólo equiparable al período inmediato posterior a la instauración del gobierno revolucionario, aunque, como lo reconoce, Francisco López Sacha, Presidente de la Asociación de Escritores de la poderosa UNEAC [4] : “el nivel de tiradas [...] ya no será nunca más tan alto como lo fue en los 60, cuando el papel era muy barato y cuando había un empeño por la alfabetización cultural del público. Ahora ese empeño todavía existe pero no puede ser a la misma escala...” (2002: 6) [5] . Las razones que aduce son ante todo de índole económica ¾la consabida falta de insumos para la publicación¾, pero también sociocultural. Dice López Sacha:
Hemos perdido lectores debido a la crisis editorial
de los 90. Hemos empezado a crear públicos diversos, cosa que era muy
homogénea en la década del 60, cuando la campaña de alfabetización y el seguimiento
sumaron a miles de cubanos a la lectura. [...] la literatura contemporánea
en Cuba ha ido creando un público y [...] ya no tenemos un público homogéneo.”
(2002: 5-6)
[6]
El comentario
imbrica dos de las variables constitutivas del imaginario cultural de la revolución:
la alfabetización masiva y la utopía de la homogeneidad social. Ambas son
visualizadas ahora como resto nostálgico, como residuo, como falta ante un
proceso de creciente fragmentación y diversificación del espacio cultural.
Este proceso, por otra parte, es leído como clave explicativa de la diversidad
de posturas poéticas y literarias que irrumpen en los últimos años, junto
a los intentos de autonomización respecto de las pautas literarias vigentes
desde la década de 1960. Según reconoce el mismo López Sacha:
El período especial coincidió con la ausencia de normativas
en la literatura cubana, que ya era un fenómeno que se venía produciendo desde
la década del 80. [...] Fueron eliminándose los temas tabúes [...] Y esto
va a coincidir en su cumbre con el inicio de los 90. (2002: 4)
Es
sabido que, entre el triunfo revolucionario y las últimas décadas del siglo
veinte, podrían considerarse múltiples intersecciones entre las políticas que
desde el Estado postulaban el realismo como el estilo por antonomasia de
la revolución, la producción literaria
y meta-literaria de muchos de los intelectuales comprometidos con el gobierno y los intereses
culturales y políticos de otros escritores que comienzan a diferenciarse y
configuran un espacio alternativo. Se discute desde allí dónde anclar la lengua
de la literatura, cómo promover la innovación en el predominio de la narración
realista, cómo volver a resemantizar la experiencia literaria. En suma, la
primordial pregunta por la lengua actualizada, una vez más, tras el llamado
quinquenio gris[7] y la
emergencia de actores sociales con mayor autonomía respecto del imaginario
nacional[8].
Si bien nunca se había precisado una impronta
estilística ni tampoco lingüística para la escritura, la prédica realista logró
ocultar el legado de la vanguardia y entronizó una literatura ligada, desde la
temática hasta los lexemas, a la unidad revolucionaria[9]
de modo tal que la imagen de una comunidad político-lingüístico-cultural logró
afianzarse en las décadas posteriores a la proclamación del Estado
revolucionario.
Algunos escritores cubanos que publican a partir de
1980 proponen, en cambio, otras zonas de negociación para el imaginario
lingüístico. No
todos acuerdan en cuál debe ser la lengua de la literatura y, por esta razón, el debate en torno de ella organiza las ficciones
del período[10] y potencia
la diversificación del público lector, a la que alude López Sacha. La
literatura de los ochenta desconfía de la palabra ¾dice Damaris Calderón¾ “que no siempre puede aprehender
realidades más vastas [que la de la patria insular]” y la misma desconfianza se
traslada “hacia los símbolos y emblemas tradicionales: la palma, el paisaje, la
patria” (1994). Por una parte, la insularidad, tantas veces afirmada, aparece
ahora como un sema negativo y se multiplican las escenas narrativas en lugares
cerrados, ambientes sombríos, lúgubres, íntimos[11]
que escenifican, según Víctor Fowler, el “cansancio del sujeto”, en oposición a
la identidad fuerte, propia del sujeto revolucionario (1999, 12-3) y recuerdan
“la maldita circunstancia ¾virgiliana¾ del agua por todas partes”
(Piñera 1943).[12] Al mismo
tiempo, se advierte una “mirada tenue” que problematiza la posibilidad de la
representación y que se ha llamado poética de la negación o del vacío (Calderón
1994). Poética que se opone, en un mismo gesto renovador, al legado barroco de
José Lezama Lima y a la lengua transparente del realismo.
En este contexto, la obra de Pedro Juan Gutiérrez
(Matanzas, 1950-), conocida fuera de Cuba a partir de 1998 por las ediciones de
Anagrama, no sólo es de las más leídas en la isla[13]
sino que ha promovido una peculiar atención crítica a partir de su
actualización y discusión de la tradición realista y de las certezas literarias
y culturales sobre las cuales esta tradición se sostuvo. En esta ponencia,
abordaré sólo una de las operaciones lingüísticas que ¾a partir de esta “desconfianza hacia la palabra” o
“cansancio del sujeto”, según los distintos críticos¾ corroen y
subvierten la matriz realista cubana en El Rey de la Habana (ERH),
novela publicada por Gutiérrez en 1999.
El realismo, como es sabido, se funda en el poder
de representación de la palabra y confía en su plena posibilidad referencial.
En su versión moderna, tiende a representar la experiencia a través de la
descripción minuciosa y particularizada de ambientes, objetos y personajes
y la individualización de sujetos presentados en su singularidad (Auerbach
[1946] 1996; Bajtin 1978; Williams [1976] 2000; Gramuglio 2002). Este impulso
hacia la representación de lo real va necesariamente signado por una búsqueda
del verosímil lingüístico, con sus múltiples variantes, registros y lectos
que intentan reproducir la totalidad de la comunidad de habla. Esta matriz parecería fundar también la novela
de Gutiérrez:
El Rey de La Habana es una novela, no es un estudio
sociológico ni antropológico ¾dice el autor¾ Pero está basada en situaciones
que yo fui observando a lo largo de años. Los dos protagonistas de la novela
son personas reales: la muchacha sigue vendiendo maní a cuatro cuadras de
aquí y el muchacho sigue viviendo aquí. [...] Es una novela basada en personajes
reales y en situaciones reales. (Juan Pedro Gutiérrez en entrevista realizada
por Clark 2003).
Desde
esta lógica ficcional, un narrador omnisciente porta la autoridad narrativa
y enlaza los cuadros realistas, según un verosímil exacerbado por los incontables
detalles de nítida genealogía naturalista.
[14]
Múltiples descripciones intercaladas proveen los consabidos
espacios de saber ¾arquitectónicos, turísticos, sexuales o geográficos¾ propios de la narrativa realista y también los cuadros
de usos y costumbres urbanas y políticas. Sin embargo, ni este repertorio
de convenciones ni las evidentes relaciones intertextuales de la novela con
la tradición picaresca configuran un horizonte de lecturas posibles.
Por el contrario, el lector asiste ¾con más escozor que asombro¾ a las peripecias sexuales del protagonista por la
sordidez, el hambre, la miseria y la suciedad de una ciudad (y una sociedad)
en ruinas en una trama paródica de las novelas de “educación sentimental”.
[15]
Es sabido que, en los últimos años, el realismo sucio ha
desplazado al realismo del lugar preeminente que ocupaba y ha ensanchado las
posibilidades ficcionales de lo bajo y lo escatológico, exhibiendo diversas
intensidades, giros simbólicos y filiaciones estéticas o ideológicas (Melgar
Bao 2003). Sadismo, bestialismo, travestismo, prostitución, necrofilia son
algunas de los elementos de este realismo que jalonan las aventuras del Rey
de la Habana sin que éste pueda articular palabra alguna. Pero el realismo
sucio de esta novela y del resto de la producción narrativa de Gutiérrez (1998;
2000ª; 2000b), parece no compartir más que las características
generales del dirty realism en su versión estadounidense: un tipo de
ficción dedicada al detalle local, al matiz, a las pequeñas distorsiones en
el lenguaje y el gesto; que presenta gente perdida en un mundo marcado
por la opresión del consumismo actual (Birkenmaier 2004; Buford 1983). Reynaldo
¾el protagonista quien habrá de apodarse el Rey de
la Habana por sus destrezas sexuales¾ no está oprimido por la sociedad
de consumo sino por el hambre, por la violencia y la carencia de proyecto
vital alguno en una sociedad que le ha quitado la posibilidad misma de la
palabra.
[16]
Desde niño había sido “silencioso”, tal la descripción
del narrador en la página inicial y, desde los trece años, ya no articulará
más que algún que otro balbuceo. En ese momento iniciático, su madre “siempre
vociferante”, “gritándoles siempre”, humillando a los dos hijos a puro grito,
muere ensartada con un acero del gallinero contra el cual la arrojó su hijo
mayor, mientras ella los reprendía por estar masturbándose en la azotea. Aterrado,
también el hijo muere arrojándose a la calle y la abuela, que presenciaba
la escena y había permanecido en silencio por años, tampoco pudo seguir viviendo.
Cuando llegó la policía, Rey ya no pudo contestar (ERH 11-16). De allí
en más, el silencio y el balbuceo serán sus estrategias de supervivencia,
ya que sólo la “fetidez repelente del basurero le recordará que no está solo
en el mundo” (213). Tres generaciones de gritos y de silencios confluyen en
esta estética del derrumbe y del hundimiento. La de la abuela, silenciada
por la dictadura de Fulgencio Batista; la de la madre, vociferante pero enajenada
por la locura revolucionaria; la de Reynaldo, resistiendo desde el silencio
del basural. El epígrafe de Edmundo Desnoes lo confirma: “El subdesarrollo
es la incapacidad de acumular experiencia”. En consecuencia, la precariedad
del lenguaje signa todas las relaciones del Rey de la Habana:
No hablaba con nadie. Se acordaba de su abuela silenciosa
y se decía: ‘Eso es lo mejor. No hablar con nadie. Que no me jodan.’ (ERH
20)
Sus
intervenciones dialógicas se reducen a interjecciones ¾ahhh, uhmm¾, monosílabos negativos, muletillas
que acentúan el desvalor de la palabra ¾me da igual¾, silencios.
[17]
Algunos llegan a creerlo sordomudo. Sin embargo,
no desconoce los límites y riesgos de no compartir la norma lingüística del
Estado. Cuando es interrogado por un instructor de menores, el Rey distingue
cuál es el único de los pocos vocablos de su enunciación que merece ser corregido:
¾Ese negro me quería coger el culo.
¾Exprésese correctamente. Aquí nadie es negro ni
blanco ni mulato. Todos son internos.
¾Bueno..., lo mismo..., cambie negro por interno.
[18]
Es evidente
que, cuando la lengua literaria se comparte con el poder político y ha sido
pautada con fuerza por éste, como es el caso cubano, escritores como Gutiérrez
se ven obligados a crear una “nueva” lengua, como un medio de diferenciación
respecto de la norma estatal. Permanecen en el uso de la lengua del Estado,
pero exagerando las propias diferencias (Casanova ([1999] 2001: 365-6), ya
que encuentran
en el lenguaje heredado un obstáculo para la representación del absurdo y sinsentido contemporáneo, con la excepción
de la “lengua de lavandera” de Virgilio Piñera.
[19]
De hecho,
Alberto Garrandés detectó, hace ya unos años, este correlato entre oposición
al lenguaje oficial y el
consecuente estallido ontológico de la oralidad en los narradores de los años
ochenta y noventa:
La Habana real es la de su lengua –que se ejerce,
por supuesto, en la literatura¾, o si se prefiere, la de las normas orales del castellano
entre nosotros, normas que, si atendemos a sus rasgos pertinentes, vendrían
a ser la ceniza de los procesos metastásicos [que sufre la ciudad]. (1999:
27).
La
oralidad y la coloquialidad local, cubana, “las normas orales del castellano
entre nosotros” aparecen, en la cita de Garrandés, como el anclaje último de la
literatura de sus contemporáneos. Este anclaje en el habla y el decir comunes
decreta la enfermedad terminal del lenguaje realista estatal y encuentra en la
desintegración pero también proteica dispersión de las cenizas la posibilidad
de rearticular un programa poético que parta del silencio.
Como advierte Anke Birkenmaier en un artículo
reciente (2004), “las narrativas del realismo sucio tienen generalmente un
punto de partida tajante que aparece bajo diferentes formas, pero
fundamentalmente repite una misma estructura. Se podría describir como el
silencio después de la catástrofe...“[20]
En estos sucios textos realistas, el “cansancio del
sujeto” del que habla Fowler (1999, 12-3) parece ser más que cansancio, un
impulso a la deconstrucción del imaginario lingüístico y literario vigente y a
la subversión de sus principios homogeneizadores. La lengua de El Rey de la
Habana es la de la calle, la suciedad, la exclusión, la marginalidad: los
intersticios del lenguaje estatal. Pero el Rey de la Habana va más allá. Calla,
no encuentra las palabras ni las quiere encontrar para que “no me jodan”. En su
silencio, el realismo sucio denuncia el cierre de un ciclo de excesos
discursivos y permite leer la resemantización de las voces omniscientes de la
narrativa picaresca, del testimonio y de la retórica barroca[21]
a partir de las fisuras de la lengua estatal nacional y su relación con los
cambios culturales producidos en Cuba en las últimas décadas del siglo veinte.
En su exitoso silencio editorial se pone en evidencia, también, la disímil y
heterogénea configuración de los nuevos públicos lectores en un espacio
cultural en proceso de creciente autonomización, como advierte preocupado López
Sacha. Por último, el silencio del Rey
de la Habana ubica, una vez más, al realismo, ahora realismo sucio, en
el centro de los debates sobre su potencialidad crítica en momentos de cambio
cultural.[22]
Obras
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[1] Esta ponencia recupera y profundiza algunas
hipótesis iniciales sobre las actitudes ante la lengua literaria presentadas en
la ponencia “Debates glotopolíticos en la literatura cubana” leída en el II
Congreso Internacional Celehis de Literatura Argentina/ Latinoamericana/
Española, Mar del Plata, 25 al 27 de noviembre de 2004.
[2] Cfr., entre otras, la opinión de Alberto
Garrandés (2004): “El campo cultural cubano ha tenido en la insularidad una
condición muy influyente. Insularidad como compendio de aislamiento y
paradoja de apertura, desde es misma soledad, a las sensaciones del
orbe; insularidad como recreación del mundo y como imagen peligrosa (por
su comunicable grado de confusión) de lo real. Insularidad como constructo
suficiente o insuficiente para un escritor. Insularidad como condensación de
imágenes y como sistema”.
[3] Cfr. Pascale Casanova: “...no hay que
confundir el espacio literario nacional con el territorio nacional. Tener
presentes, como elementos de una totalidad coherente, a cada una de las
posiciones que caracterizan un espacio literario, incluidos los escritores
exiliados, contribuye, por un lado, a resolver los falsos problemas que se
plantean ritualmente a propósito de las pequeñas literaturas entre las
posiciones más nacionales, vinculadas con las instancias políticas, y la
emergencia de posiciones autónomas, necesariamente internacionales, que ocupan
escritores a menudo condenados a una especie de exilio interior...” (2001: 270).
[4] Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Sobre su
organización y funciones simbólicas, véase Quintero Herencia (2002).
[5] El énfasis no está en el original.
[6] El énfasis no está en el original.
[7] “Quinquenio gris” es una expresión divulgada por
Ambrosio Fornet para referirse al período de “sovietización” de la cultura
cubana en la década de 1970 (Calderón 1999, Bobes 2000, entre otras fuentes que
utilizan la misma terminología).
[8] Sobre las modificaciones producidas en el imaginario
social cubano de las últimas décadas, véase Bobes (2000).
[9] Cfr. “Se atacó in toto a la nueva
narrativa latinoamericana. Era natural que la emergencia de un discurso teórico
[...] que en rasgos muy someros afirmaba que en literatura lo único importante
era el lenguaje, resultara [...] particularmente irritante para la fracción
‘revolucionaria’ del campo intelectual.” (Gilman 2003, 332-3).
[10] Cfr. el comentario de Víctor Fowler: “Los
años 80 fueron una década de gran complejidad en la cultura cubana: habrá que
analizar algún día el impacto que tuvieron en los que entonces teníamos poco
más de veinte años las reediciones de autores como José Lezama Lima o Virgilio
Piñera, de los cuales [...] sólo en susurros habíamos escuchado hablar. (1999:
12)
[11] Entre otros, cfr. “Mi prima Amanda” de Miguel
Meijides, “Final de día” de Eduardo
Heras León, “En familia” de María Elena Llana, “Imperfecciones” de Aida Bahr
(López Sacha 1996) o “El carcelero” de Ronaldo Menéndez (1997).
[12] Rebeca Murga (2002) distingue las siguientes
características lingüística de la nueva narrativa: “a) predominio del lenguaje
irreverente y descarnado en un discurso donde la crítica social y cultural
forman el escenario que arroja luces a la interioridad más privada y evasiva
del ser humano; 2) asociación de imágenes impactantes y en ocasiones repulsivas, que provocan una auténtica lectura,
siempre entre líneas; 3) búsqueda insaciable de una lógica interna creada en el
discurso, donde el respeto por las reglas básicas de la escritura se quiebra
para alcanzar la total emancipación de la mente, con elegantes acrobacias de la
puntuación; 4) el empleo de giros lingüísticos coloquiales a partir de una
estilización lingüística basada en la oralidad en su vertiente escrita,, con
amplia difusión del imperativo; rechazo, generalmente implícito, al estatismo
social mediante el refugio en la interioridad humana y la explosión de una marginal
diversidad de hablas en los personajes corrompidos, míseros, muertos de alma y
fatigados de cuerpo ante la prolongada necesidad de subsistencia.”
[13] López Sacha comenta que: “Pedro Juan Gutiérrez se
lee mucho entre los jóvenes, a pesar de que sus libros no están publicados en
Cuba, o por lo menos tres de ellos” (2002: 6).
También Pedro Juan Gutiérrez reconoce su éxito de público en la isla:
“Yo calculo que en estos momentos debe de haber unos 300 o 400 ejemplares de
mis dos últimos libros circulando aquí en Cuba. Es increíble, la gente me dice:
‘Sí, yo me lo leí’. A veces me encuentro con un español que me dice: ‘Oiga,
usted me va a tener que pagar una comisión porque he traído ya siete ejemplares
de Trilogía y El Rey de La Habana porque mis amigos me los
piden.” (Clark 2003).
[14] Cfr. “Vivía del mismo modo que lo hace el agua estancada en un charco,
inmovilizada, contaminada, evaporándose en medio de una pudrición asqueante. Y
desapareciendo.” (El Rey de la Habana 160-1).
[15] Cfr. el comentario de Esther Whitfield a propósito de Trilogía sucia
de la Habana: “It is not a intellectual trajectory but a narrative o
physical and sexual abandon, punctuated only by periods of post-coital
respite.” (2002: 329).
[16] Cfr.
“ Su vida siempre transcurría lenta. Horas esperando, sin hacer nada. Días,
semanas, meses. El tiempo pasando poco a poco. Por suerte, él no pensaba mucho.
No pensaba casi nada. (EHR 29); “No tenía nada en que pensar. Nunca
tenía necesidad de pensar, de tomar decisiones, de proyectarse hacia acá o
hacia allá” (ERH 153).
[17] Cfr. “... pensó, pero se guardó la lengua” (ER
H: 65)
[18] El énfasis no está en el original.
[19] “[Guillermo] Cabrera Infante, cuando solía criticar
abiertamente a Virgilio Piñera, hecho después olvidado, llamó su producción
‘literatura de lavandera’”. (Cristofani Barreto 1995, 26).
[20] El énfasis no está en el original.
[21] Es necesario destacar que el silencio del Rey de la
Habana va también más allá del realismo y alcanza a todas las genealogías
fundantes de la tradición cubana. En una entrevista concedida
a las revista Miradas, Gutiérrez comenta: “Me molesta muchísimo el uso
barroco, excesivo, que se hace del idioma castellano; hay escritores
contemporáneos que dan la idea de estar viviendo en el Siglo de Oro, pues
manejan un lenguaje que pareciera sacado de Góngora.” (Redacción de Miradas
2003). Este anti-barroquismo no es un gesto original, sino compartido por la
mayoría de los escritores de su generación.
[22] Cabría quizá reconsiderar, en el caso cubano, la
falta de vigencia de la polémica realista que María Teresa Gramuglio advierte
con lucidez en el espacio cultural argentino: “Los creadores auténticos del
realismo, desde Gustave Courbet hasta Bertolt Brecht, se caracterizaron por
experimentar nuevos procedimientos para lograr representaciones de lo real que,
por su misma novedad, produjeran conocimiento e indujeran al cambio: Por esa
razón, las polémicas sobre el realismo tuvieron, en momentos en que esas
transformaciones de la sociedad se consideraban necesarias e inminentes, un
alto voltaje político que hoy se ha extinguido.” (2002: 23).