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Colección de intimidades: Lispector/Molloy

Torre, María Elena
Universidad Nacional del Sur

 

Encontramos a Clarice Lispector y a Silvia Molloy en una escena de lectura compartida en la que asoma con su maquinaria secreta, una sesgada e irresistible autobiografía. Ambas leen a Katherine Mansfield en la adolescencia y lo cuentan en respuesta a la pregunta acerca del laboratorio privado del escritor. Lispector evoca emocionada el orgullo con que entró a una librería a los 15 años con el primer dinero ganado en su trabajo y luego de hojear varios libros compró uno que se quedó leyendo “capturada “, luego supo que era de K. Mansfield y pensó “¡pero este libro soy yo!”(323); por su parte Silvia Molloy recuerda (en un artículo más extenso), que como premio por haber salido primera en un examen del último año de colegio, tenía libertad de elegir un libro: “Pensé en Katherine Mansfield, de quien acababa de leer, transportada, “En la bahía”” y agrega que su elección no cayó bien a las autoridades “se me hizo notar que habitualmente se elegía a un autor más importante, más ‘clásico’”. Sin embargo añade, que en su atracción por la marginalidad, siguió empecinada en leer aquellos libros que tenían por protagonistas a una adolescente distinta de las demás y luego se lamenta de no haber seguido leyendo más mujeres escritoras. Sobre el final agrega “queda para mí la tarea de descubrirlas, de establecer lazos ignorados [...] Inventarme, sí, precursoras: las que hubiera querido que me marcaran y no escuché con atención; fabularme un linaje, descubrirme hermanas. Hacer que aquellas lecturas aisladas se organicen, irradien y toquen mi texto”. A esta necesidad de reconocerse en una tradición, con la que cierra su artículo “Sentido de Ausencias”(2002:787), la ve como una tarea doble por tratarse de un contexto hispanoamericano, donde hasta hace poco, la literatura femenina gozaba de una recepción dudosa.[i] La escena de lectura nos permite entonces, tender lazos entre estas dos escritoras, no sólo porque en su lectura reconocemos representaciones que ponen en crisis modelos de género convencionales, al modo de K. Mansfield, sino porque transitando espacios y tiempos diferentes ponen en tensión y producen una desterritorialización del lenguaje narrativo diseñando otro espacio de representación para la narrativa latinoamericana.

 Así, en la fragmentariedad de la crónica o en los intersticios de la novela, unas líneas de fuga atraviesan el relato de Revelación de un mundo de Clarice Lispector y de El común olvido de Silvia Molloy y, en su devenir, abren una dimensión narrativa que se presenta a nuestra lectura como una práctica de escritura que bordea el nivel intimista, excediendo los límites del género. El juego de la memoria va delineando trayectos narrativos nuevos, desvíos en los que se complace el relato, al modo de una colección de recuerdos en la búsqueda de la propia subjetividad, de la identidad, donde se produce el encuentro entre la literatura y la vida.

 

 

En nombre propio

 

 Cuando Rodriguez Monegal (1984:232) recuerda la ocasión en la que conoció a Clarice Lispector en los años 70, se refiere al misterio de sus ojos como un universo que no era del todo accesible (luego dirá ”como sus libros”) y lo vincula con la definición del hecho estético que nos da Borges: “la inminencia de una revelación que no se produce”. Me interesa esta observación porque paradójicamente el libro que recopila las crónicas- sui generis, como aclara en el prólogo su traductora Amalia Sato, lleva por título Revelación de un mundo [1] . Podríamos interrogar ese título en el texto del mismo nombre fechado el 6 de julio de 1968 para abrir el recorrido de esta lectura: “Lo que quiero contar es tan delicado como la propia vida. Y yo querría poder emplear la delicadeza que también guardo en mí, al lado de la grosería de campesina que me salva”(94). Este comienzo anuncia la “atmósfera íntima” y nos ubica en la singularidad de estas crónicas, un género transformado con absoluta libertad en plena expresión de su subjetividad que abunda en afirmaciones paradójicas: “Quiero ser anónima e íntima. Quiero hablar sin hablar de ser posible.”(40) El relato, que correspondería a lo que he llamado la serie de la infancia, recuerda su ignorancia, pasados los trece años, respecto de “la relación profunda de un hombre y una mujer de la que nacen los hijos”. La “revelación” hecha por una amiga le produce un choque traumático por un tiempo, pero añade sobre el final: “incluso después de saberlo todo, el misterio permaneció intacto”. En “A favor del miedo” el relato de un encuentro con un hombre que la invita a dar un paseíto se convierte en una larga reflexión sobre todo lo que evoca y convoca esa palabra “paseíto” que “tuvo la terrible amenaza de una caricia”  y confiesa “la ilogicidad de mis miedos me encanta, me da un aura que hasta me avergüenza” (30) (Imposible no volver la mirada hacia el cuento de Mansfield “En la Bahía” donde Beryl una de las adolescentes distintas, imagina una historia en la que le proponen dar un paseíto que termina en un temeroso forcejeo). Seguidamente en una nota de una sola línea titulada “Mi propio misterio” escribe: “Soy tan misteriosa que no me entiendo”. Este aura con el que Lispector se rodeó y que emerge en algunos personajes conflictuados de sus cuentos, en su mayoría mujeres [ii] , permite en estas crónicas otro camino de lectura. Entre los artículos de viajes, fútbol, conversaciones con músicos y taxistas y su propio oficio de cronista, descubrimos trayectos narrativos que bordean la intimidad. La escritura del yo (Rosa, 2004:30) con ese efecto de rememoración en el que confluyen historia y sujeto va abriendo en el texto una línea de indeterminación (de incertidumbre), entre la verdad de lo que se relata y la verdad de lo acontecido e inscribe el lugar de enunciación en una ficción autobiográfica, de la que encontramos una muestra en “Pertenecer” de 1969:
 

Casi logro visualizarme en la cuna, casi logro reproducir en mí la vaga y no obstante apremiante sensación de necesitar pertenecer. Por motivos que ni mi madre ni mi padre podían controlar, yo nací y resulté tan sólo: nacida.

Sin embargo, fui preparada para ser dada a luz de un modo muy bonito. Mi madre ya estaba enferma, y por una superstición muy difundida, se creía que tener un hijo curaba a una mujer de su enfermedad. Entonces fui deliberadamente creada: con amor y esperanza. Sólo que no curé a mi madre. Y siento hasta el día de hoy esta carga de culpa: me hicieron para una misión determinada y fallé. Como si contasen conmigo en las trincheras de una guerra y yo hubiera desertado.[...] Yo no podía confiar a nadie esta especie de soledad de no pertenecer porque como desertor, tenía el secreto de la fuga que por vergüenza no podía conocerse.”(91) (la cursiva es del texto)

 

La imagen del desamparo de “estar vivo” retorna en “Angina Pectoris del alma” o aparece en “La protección punzante” (147) cuando el padre, inocente, “olvidaba que iba a morir” y la convertía a ella una niña, en la Pietà, la madre del hombre; y se transforma en distintas variantes de una infancia infeliz matizada con otras más placenteras como en “Baños de mar” (144) o “Restos del carnaval” (61), escenas primarias que fundan el acto autobiográfico, siempre acompañadas del gesto autorreflexivo de la escritura “...se me está siendo difícil escribir. Porque siento que se me oscurece el corazón al constatar...que un casi nada me hacía una niña feliz”. Este cruce entre autobiografía y escritura que se podría leer como metáfora en ese “secreto de la fuga” de la cita anterior, vuelve en la contundencia de una de las últimas notas de 1970: “Aclaraciones-explicación de una vez por todas” (247), en la que responde a las cartas de lectores que construyen un mito de su origen y relata su propia versión. El nacimiento en una pequeña aldea de Ucrania durante el traslado con destino incierto de sus padres, “pararon en Tchechelnik para que yo naciera, y siguieron viaje”, su llegada con dos meses a Brasil donde

hice de la lengua portuguesa mi vida interior y mi pensamiento más íntimo, la usé para palabras de amor. Empecé a escribir pequeños cuentos apenas me alfabetizaron, y los escribí en portugués. Me crié en Recife, y creo que vivir en el Nordeste o Norte de Brasil es vivir más intensamente la verdadera vida brasileña [...] Mis creencias las aprendí en Pernambuco, las comidas que más me gustan son pernambucanas. Y con las empleadas aprendí el folklore de allí.

 

 Texto que parece contradecirse con un fragmento de “Recuerdo del hijo pequeño”:

 

 mi cara ha de tener un aire tozudo, con ojo de extranjera que no habla la lengua del país... No me comunico con nadie [...] Soy una inmigrante que se arraigó en tierra nueva. Mi ojo es vacío, áspero, ve bien (123).

 

Entre la explicación y el recuerdo se abre una grieta, una fisura que remite a la extrañeza del sujeto que deviene otro yo en el relato de su propia vida, como “la súbita revelación de un sujeto fraccionado y múltiple” (Bourdieu, 1997:79) que trata de encontrar su propia fórmula de vida: “nací para amar a los otros, para escribir y para criar a mis hijos” (80). La cuestión de la identidad reaparece cuando los lectores le piden “sea usted misma” y surgen las “preguntas grandes” (título de la nota) “Quién soy? Cómo soy?” y “yo soy?”(149) y se activa con el ejercicio de la memoria como en “Lo que querría haber sido”: “Recuerdo[...] cómo me prometía que un día ésa sería mi tarea: defender los derechos de los otros.”  (130)

Y en esta  intimidad cómplice o confidente se hacen presentes las “otras” ya nombradas en su relato: las empleadas domésticas que componen también una serie. Describir el valor de sus saberes y reivindicar su condición de mujeres hace de lo femenino un objeto de representación y un espacio de resistencia que da otro giro a la trama de estas crónicas.

Lispector construye pequeños retratos en los que se destaca el silencio de Aninha la callada “con voz apagada de ultratumba” (36), la fuerza de Jandira la vidente (35), la argentina María del Carmen “que parecía tener ojos de muñeca rígida” y aquella de la que “no puedo dar el nombre por una cuestión de secreto profesional” que hacía análisis con una Doctora conocida suya. Y junto a un texto como “La cocinera feliz” a quien ella le leía sus cartas de amor (306) nos encontramos con una reflexión filosófica como “De la Naturaleza de un impulso o entre los números uno y la computadora”, en el que describe “la infinitesimal rebelión” (193) de una mujer con la escoba en una mano mientras usa la otra para arreglarse el cabello. En “La italiana” (221) la historia de vida de Rosa, a quien el médico califica como de una “inocencia peligrosa” a consecuencia de una fiebre alta que le provoca la lectura, ejerce una atracción para Lispector que, en su relato, le hace decir: “no sé por qué me gusta más el otoño que las otras estaciones, creo que es porque las cosas mueren más fácilmente”. El enigma del lenguaje se proyecta y destaca en aquella “vestida con uniforme a rayas pero [que] hablaba como una patrona” (151). “Me explicó, tan luego a mí, que la depresión enseña mucho. Y –lo juro- agregó lo siguiente: La vida debe tener un aguijón, si no la persona no vive. Y ella usó la palabra aguijón que me gusta”. El lenguaje de las otras silenciadas le hace crear una fantasía en “La merienda”: “Sería un té –domingo, Rua do Lavradio, que yo ofrecería a todas las empleadas que tuve en la vida” (218). “Mudas- hasta el momento en que cada una abriera la boca y, rediviva, muerta-viva, recitara lo que yo recuerdo. Casi un té de señoras, sólo que en este no se hablaría de criadas”. Con un tono de ternura e ironía el relato va hilvanando frases, entre otras: “Se me llenan los ojos de lágrimas cuando hablo con usted, debe ser espiritismo” o “Era un chiquillo tan bonito que me daba ganas de hacerle mal” o “La señora es toda lujo. Esta llena de deseos, quiere esto, no quiere aquello. La señora rica es blanca”. Escena que podemos vincular con otro fragmento donde Lispector al confesar que “respecto de ellas siempre me sentí culpable y explotadora” vuelve la mirada a Las criadas de Jean Genet donde había descubierto que “el odio toma la forma de una devoción y humildad especiales” (37).

 Una marcada inquietud encontramos en el relato “Como una corza”, la historia de Eremita cuyo cuerpo tenía cierta belleza y un rostro “donde una dulzura ansiosa de mayores dulzuras era la señal de la vida”. (50) El relato trata de ahondar en la ausencia en la que se perdía su rostro,

los ojos se detenían vacíos [...]la persona que estuviera a su lado sufría y nada podía hacer. Sólo esperar. [...] Hasta que en un movimiento sin prisa, casi un suspiro, ella despertaba...Había retornado de su reposo en la tristeza.[...] ella había descubierto un atajo hacia la floresta. Ciertamente en sus ausencias era allí adonde iba. Regresando con los ojos llenos de blandura e ignorancia, ojos completos. Ignorancia tan vasta que en ella cabría y se perdería toda la sabiduría del mundo (51). (la cursiva es mía)

 

La lectura de este párrafo nos acerca a lo que Lispector describe como una visión- “refugio” (título de la crónica) (311) a la que recurre habitualmente

  es la visión de una floresta, y en la floresta veo un claro verde, un poco oscuro, rodeado de árboles altos, y en medio de esta buena oscuridad hay muchas mariposas, un león amarillo sentado, y yo sentada en el suelo bordando. [...] Sólo hay una amenaza: es saber con aprensión que fuera de allí estoy perdida. ...Dejo la aprensión de lado, suspiro  para rehacerme, y me quedo disfrutando de mi intimidad.

 

El texto sugiere dos sentidos posibles. Por un lado esta visión nos habla de la necesidad de rescatar cierta imagen de mujer campesina (como Lispector se nombra) con algo cercano al “deseo y ficción domésticas”[iii]. Pero también quizás sea posible ver en esa imagen del claro del bosque aquella que Heidegger (1997:44-45) propuso para la obra de arte, que surgía del movimiento entre el desvelamiento y el encubrimiento, y entrever en lo que se muestra y a la vez se oculta, el riesgo y el misterio que tanto inquietaba a Lispector en su propia escritura.

 

Lazos de la memoria

 

 Una narración podría estructurarse mediante una simple yuxtaposición de recuerdos. Harían falta para eso lectores sin ilusión. Lectores que, de tanto leer narraciones realistas que les cuentan una historia del principio al fin como si sus autores poseyeran las leyes del recuerdo y de la existencia, aspirasen a un poco más de realidad. La nueva narración hecha de puros recuerdos, no tendría principio ni fin. Se trataría más bien de una narración circular y la posición del narrador sería semejante a la del niño que, sobre el caballo de la calesita, trata de agarrar a cada vuelta los aros de acero de la sortija. Hacen falta suerte, pericia, continuas correcciones de posición, y todo eso no asegura, sin embargo, que no se vuelva la mayor parte de las veces con las manos vacías.

 

La cita es de “Recuerdos” uno de los argumentos de La Mayor de Juan José Saer y es posible leerla a modo de una pequeña teoría para El común olvido[2], ya que si bien podríamos aventurarnos a la ilusión de buscar en la novela una verdad autobiográfica, encontramos a cada paso las dificultades del narrador que “nada contra la corriente de la inasible memoria” (Pichón Riviere, 1998:2), mientras nos aproxima al poder de la ficción de volver sensible aspectos desconocidos de la realidad. Como el niño de la sortija podríamos imaginarnos a Daniel, antes de partir, sentado en su “banquito de música” tratando de “agarrar” imágenes en las que se mezclan anécdotas, personajes,  acontecimientos, para dejar atrás lo que no tiene nombre, esa “falta intangible” (350), que captura nuestra atención para volver sobre los detalles suspendidos, el suspenso que traza en el relato la línea del secreto. En este sentido el recuerdo de infancia sobreviene como revelación. Así, el inventar ceremonias con los títeres en los juegos de infancia se transforma más tarde en el ritual de la masturbación frente al espejo donde el sexo quedaba “fuera del marco”(270) escena que se desplaza hacia otra que ya conocimos en el relato: la percepción que tenía la madre de pintar “fuera de la tela”(168) a causa de su enfermedad y que ahora en el recuerdo se condensan en la imagen del “cuadro del secreto” (de Vermeer) llamado así por Daniel porque parte de la escena que se representa: una mujer leyendo una carta, queda escondida tras de un cortinado ( 270). “Ese espacio más allá del marco era fuente de mi fantasía, escenario de un juego variable, reinventable, sin adjudicación fija de sexo”(270), goce erótico en Daniel y dolor en la madre, se anudan ahora en el recuerdo, esa escena conocida y ahora re-encontrada, marca en el texto el acontecimiento que se revela como el dispositivo secreto del deseo de la escritura. Espacio que reenvía al espacio literario que Foucault había referido a las categorías de la transgresión y de la muerte (en las figuras de Edipo y Orfeo) (Foucault, 1996:71). La escritura como espacio de desdoblamiento, el espacio del espejo, en que la obra dice lo que cuenta y también dice lo que es la literatura donde la cuestión del género articula y traduce la movilidad de ese espacio (sexualidad y escritura) y su desplazamiento. La identidad sexual recorre como una interrogación todo el relato y se va articulando con esta otra categoría de género (literario) que traza una fisura en el discurso de la novela, al construirse de fragmentos “sin contenido narrativo aparente” (Saer, 1982:137).

 Sin embargo, las “correcciones de posición” han permitido que podamos leer lo que sí se puede nombrar. Paralelamente al recorrido por la ciudad que se transforma en una deriva de calles, lugares y nombres“ (donde aparece el recuerdo de un personaje, una mujer vieja, de K. Mansfield que deambula por las calles de Londres[iv]), y se desplaza “inventándose un nuevo centro” (41), el relato  rizomático toma la escritura itinerante del yo descentrado en las voces de Ana, Beatriz, Samuel , Charlotte y el diario de su madre, registros todos que actúan como indicios de la pesquisa de Daniel, mientras conversa a la distancia con Simón. Así, el secreto tomará distintas formas en su desplazamiento convirtiéndose en una línea cambiante que bordea la intimidad. Y en un movimiento de vaivén entre el presente y el pasado se va armando la colección[v]. Coleccionar nacionalidades o almacenar comentarios de maestros y compañeros del colegio remiten a esa costumbre de almacenar frases hechas o coleccionar animales salvajes de su madre “con ese secreto sentido del orden que aplicaba tanto a su arte como a su vida” (112). Pero también fotos, cartas y anécdotas[vi] en las que Daniel llega a descubrir la intención de su madre de “Reescribir el pasado dándose otro lugar en la historia” (58), fórmula que sostiene en parte la novela de Molloy. La pregunta por ese lugar, que se repite en la interrogación de Daniel ¿quién seré? (106) mientras conversa con su tía, nos lleva hacia otra frase en inglés, trunca en la dedicatoria, que focaliza nuestra atención: “Look in my face...” porque en ella destella un sentido que podemos seguir en el texto. En realidad, se trata de una frase que Samuel, el amigo de su madre, le dedicó a ella y es: “Look in muy face; my name is- Migth-have-been” (214) y que ella a su vez dedicó a su amante Charlotte. Y entre esta extraña circulación de citas y préstamos para expresar “la imposibilidad de decir el amor” (328), lo que “podría haber sido” (intraducible) se cruza con “un ojalá no fuera” cita de Borges. El espacio de la biblioteca se abre para darnos entrada en esa otra colección, los recuerdos literarios que pueblan la novela. Y es inevitable no ver el guiño que Molloy nos hace desde otro de sus libros, Las letras de Borges, que teje parte de su biografía como crítica, donde escribe:

 El voyeurismo de Borges, a pesar de su aparente entusiasmo expansivo –ensanchar el yo a muchedumbre-, incorpora una duda que pone en tela de juicio no sólo “las variedades del yo “ sino al “yo” (Borges; nosotros: lectores de Hudson) que lee el texto: “el otro es un yo también [...] yo para él soy un otro y quizás un ojalá no fuera.[vii]

 

Y ese “ojalá no fuera” con el que Samuel interpela a Daniel (traductor y bibliotecario) se abre en círculos concéntricos de citas literarias para trazar un itinerario que no centra sino descentra la novela y nos orienta en la traducción, la lectura de Molloy. Porque entre lo que “podría haber sido” y el “ojalá no fuera” traza su grieta el “acaso no es” (o “acaso sueño” 313) que pone en duda a través de ese “yo” fragmentado e inasible, “el ilusorio eje de la narración literaria” (Molloy,1999:27) que, a través del mundo de los sueños, remite paradójicamente a la figura de Clarice Lispector. Daniel despierta de un sueño escuchando una voz andrógina en la que se superponen las figuras de Charlotte, su madre y Clarice Lispector y menciona su libro Lazos de familia (228). Del cuento que lleva ese nombre recordamos esta cita: “En qué momento la madre, apretando a su criatura, le daba esta prisión de amor que se abatiría para siempre sobre el futuro hombre [...] Quién sabría jamás en qué momento la madre transferiría al hijo la herencia” (90). Y algo de este misterio es el que Daniel no puede descifrar mientras empaqueta los recuerdos (85) porque vuelve a soñar con su madre[viii] como una chiquita de meses que llora desconsoladamente en sus brazos y cuando despierta ve el cuadro del niño que es él con los ojos en blanco como los de un ciego (331).



[1] Revelación de un mundo, Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2004. Serie de crónicas escritas para el Jornal do Brasil entre 1967 y 1973. Los números entre paréntesis corresponden a esta edición.

[2] Las citas corresponden a la edición de Grupo Editorial Norma, 2002.



Notas:

 

[i] En intervenciones críticas posteriores Molloy ha profundizado su perspectiva insistiendo en la necesidad de articular cruces y relaciones que fisuren los textos establecidos “sin aislar la categoría excluida en un contrarrelato – por ejemplo, la ‘literatura escrita por mujeres’- que se autoabastece”, en Revista de Crítica Cultural, Nº 21, noviembre de 2000, pp.54-55.

[ii]  Lazos de familia, Barcelona, Montesinos, 1988 es una recopilación de cuentos publicado en 1960 que le valió a Clarice Lispector un calificado  reconocimiento en la literatura de lengua portuguesa.

[iii] Este es el título del libro de Nancy Amstrong, en el que sostiene su hipótesis de que el  modelo de mujer doméstica “reina del hogar” fue un proyecto político de la cultura burguesa en formación. Valencia, Ediciones Cátedra, 1991.

[iv] Posiblemente se refiera a “El cansancio de Rosabel” quien además viaja en omnibus por las calles neblinosas hasta llegar a su casa y refugiarse en su cuarto para repasar el día de trabajo en la tienda e imaginarse “otra” (no la auténtica Rosabel) viviendo una historia de amor. Cf. Fiesta en el jardín y otras narraciones, Barcelona, Ed. Juventud, 1957, pp.168-174.

[v] La colección se amplía en  periódicos para seguir el caso de Oscar Wilde (88), libros, objetos y papeles de su madre (85)o billetes viejos que le roba el taxista (111). Daniel establece con la colección una relación enigmática, de un valor no funcional ligado a su destino. En cada uno de ellos como en el billete de un peso donde había anotado Lloyd George, encuentra  un “gesto perdido” de su madre. En este sentido, Benjamin ha señalado que “el fenómeno de la colección pierde su sentido cuando pierde su sujeto”. Cf. “Desembalo mi biblioteca. Un discurso sobre el arte de coleccionar” en Cuadros de un pensamiento, Buenos Aires, Ediciones  Imago Mundi, pp.105-116.

[vi]Al respecto, se ha visto en la novela una recreación de una ciudad y de una época, con personalidades del mundo cultural, el grupo Sur, de Buenos Aires entre los años 40 a los 60 .Cf. Hugo Beccacece ” Claves secretas de un álbum familiar”  en Cultura, La Nación, 1 de septiembre de 2002, pág. 8.

[vii] Molloy se refiere a un ensayo de Borges sobre La tierra cárdena de William Hudson. (Cf. 1999: 27).

[viii] En este sentido, parece buscar como Barthes  en la foto del Invernadero, “una imagen justa”  de su madre, una niña débil como durante su enfermedad “identificándose para mí con la criatura esencial que era en su primera foto” (pág. 128). Y se lamenta de haber perdido no una Figura (la Madre) sino un ser; y tampoco un ser, sino una cualidad (un alma). “A la Madre como Bien, ella había añadido la gracia de ser un alma particular (134)”. La cámara lúcida, Barcelona, Paidós, 1997.

 

Bibliografía:

Bourdieu, Pierre, (1997) “La ilusión biográfica” en Razones prácticas, Barcelona, Anagrama.

Foucault, Michel, (1996) “Lenguaje y literatura” en De lenguaje y literatura, Barcelona, Paidós.

Heidegger, Martin, (1997) “El origen de la obra de arte” en Caminos de bosque, Madrid, Alianza Editorial.

Molloy, Silvia, (1999)  Las letras de Borges, Rosario, Beatriz Viterbo.

.........................(2202) “Sentido de ausencias” (1985) en Revista Iberoamericana, Antología Conmemorativa,  Vol. LXVIII, 200-201, julio-septiembre , pp.785-789.

Pichon Riviere, Marcelo, (1998) “Desventuras y peligros de los escritos íntimos” en Cultura y Nación, Clarín, 7 de mayo de 1998, pág.2.

Rodriguez Monegal, Emir (1984) “Clarice Lispector en sus libros y en mi recuerdo” en Revista Iberoamericana, Vol. L,  Nº126, Enero- Marzo.

Rosa, Nicolás (2004) El arte del olvido y tres ensayos sobre mujeres, Rosario,  Beatriz Viterbo.

Saer, Juan José , (1982) La mayor, Buenos Aires, Centro Editor De América Latina.

 

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