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La cultura de masas como sujeto reconfigurador del hecho teatral

Verzero, Lorena
UBA-CONICET

“UN MANOJO DE POSTULADOS

Cinco proposiciones que servirán como los dedos

utilizados en este esfuerzo por asir toda

la realidad en unas pocas páginas.

1.      1966 a.c. Todos los Sentidos Entran en Acción.

2.      El Arte Imita a la Vida.

3.      La Vida Imita al Arte.

4.      El Hombre dio forma al Alfabeto y Éste dio Forma al Hombre.

5.      1966 d.c. Todos los Sentidos Quieren Entrar en Acción.

Esto es en Verdad Suficiente para una Sola Página”

John Culkin (1973: 64)

 En la presente oportunidad, tomaremos las primeras piezas de Oscar Viale, dramaturgo argentino, difícilmente clasificable sin reparos en una tendencia estética, y en cuyas obras la teatralidad dialoga constantemente con la cultura de masas; el realismo, con el absurdo y otras manifestaciones neovanguardistas; y lo “culto”, con lo “popular”.

Nos abocaremos particularmente al estudio de Viale estrenadas entre 1967 y 1973. Este recorte temporal corresponde a un período con características propias dentro de lo que Claudia Gilman (2003: 31-33) denomina la “época” de los ’60-’70,  definida a partir de la existencia de un sistema de creencias compartido, una circulación y distribución específica de discursos e intervenciones, y la constitución de parámetros de legitimación diferenciados. “El bloque temporal sesenta/setenta –concluye Gilman (2003: 33)- constituye una época que se caracterizó por la percepción compartida de la transformación inevitable y deseada del universo de las instituciones, la subjetividad, el arte y la cultura, percepción bajo la que se interpretaron acontecimientos verdaderamente inaugurales, como la Revolución Cubana, no sólo para América Latina sino para el mundo entero.”

En estos años, los acontecimientos no se presentan ni se programan, estallan. Susana Cella lo define en términos de “irrupción”. Explica que este concepto porta un dinamismo que “está referido a un período de aceleración histórica en el cual se producen innovaciones en todos los órdenes, desde las formas de sociabilidad, la vida cotidiana, la moral, las costumbres, instituciones, formas artísticas, prácticas políticas, imágenes y medios de expresión y comunicación hasta el sentido de la vida y las relaciones de poder; irrupción connota entonces el impulso y contundencia típicos de estas expresiones cuestionadoras, críticas”. (1999: 7) “Irrupción”, entonces, implica ruptura con la tradición, cuestionamiento y posicionamiento crítico frente a lo dado. “Irrupción” implica transformación, renovación y revalorización. Y éste es el espíritu cubrió todas las esferas sociales durante los ‘60.

Como sabemos, el cambio y la acelerada modernización caracterizaron a la primera etapa de esta época. Y, la esfera teatral no estuvo exenta de innovaciones: Pellettieri (1997) destaca la trascendencia del microsistema teatral del ’60 en tanto “segunda modernización” del sistema teatral argentino. En estos primeros años, surgen dos tendencias emergentes: el denominado por Pellettieri “realismo reflexivo” y la neovanguardia. Siendo entelequias diversas en sus orígenes, la primera se reconocía heredera del teatro independiente[1], superaba las concepciones ingenuas del realismo anterior, defendía la función social del arte y proponía un teatro de ideas; mientras que la neovanguardia cultivaba la experimentación, la exploración formal y la búsqueda de posibilidades alternativas. Con el correr de la década y, en sintonía con la complejización de los procesos sociales, esta oposición casi escolástica se difumina, ambas poéticas se aproximan estética e ideológicamente, y el sistema teatral se organiza en torno a lo que Pellettieri (1997) denomina “la fase de intercambio de procedimientos”.

Durante los pocos años sobre los que nos proponemos reflexionar, el complejo desarrollo del plano socio-político repercute en los campos intelectual y artístico, que se ven notablemente modificados hacia el final del período. Como describe Oscar Terán (1991: 15): “Las condiciones de la producción intelectual destinada a dar cuenta de la realidad nacional fueron altamente sensibles a los acontecimientos políticos [...] Si esta periodización cultural enfatiza el peso de los fenómenos políticos por sobre el de otras series de la realidad, no hace con ello más que traducir lo que fue una convicción creciente pero problemática del período: que la política se tornaba en la región dadora de sentido de las diversas prácticas.”

Pasada la mitad de la década se verifica la concreción de un cambio al interior de la esfera teatral, que Pellettieri (1997: 90) sitúa en 1967, y aparece como el modo en que desde el teatro se asumen y se canalizan las alteraciones de orden socio-político, cuyo punto de inicio puede establecerse en la toma del poder por parte de la Revolución Argentina en 1966, cuyo epicentro tendrá lugar en 1969 con el Cordobazo y la pérdida de la presidencia de Onganía, para luego continuar el descenso de la curva de descomposición, hasta concretarse la negociación política para el regreso de Perón y el llamado a elecciones con apertura a todos los partidos políticos en 1973.

El año ’67, entonces, constituye para el sistema teatral una bisagra entre dos sub-fases dentro de la segunda modernización: de ruptura y polémica (1960-1967) y de intercambio de procedimientos entre el realismo reflexivo y la neovanguardia (1967-1976).[2]

Ya en 1967 el gobierno mesiánico y paternalista de Onganía tuvo que aceptar la división del poder al interior de las Fuerzas Armadas y hacer concesiones: la fracción paternalista impondría el orden, guiaría a la nación, llevaría adelante los cambios, pero estos serían de tendencia liberal. El sector liberal se encargaría de la política económica y social. Así, “las medidas de carácter económico, político y social, obedecen directa y claramente a la restitución del capitalismo liberal y legalizan todo aquello que sea necesario para obtenerlo.” (Proaño-Gómez, 2002: 35) La estrecha vinculación de los sectores liberales con los poderes transnacionales impone una internalización de la economía que multiplica los beneficios de su clase, enfatiza la dependencia nacional y margina a los sectores más desprotegidos de la sociedad. Como principales fuerzas partidarias antagónicas aparecen la voz de Perón desde el exilio, que promocionaba la soberanía popular y nacional; y los sectores de izquierda, cuya mecha –encendida y consonante con los sucesos latinoamericanos iniciados con la Revolución Cubana- acrecentaba su llama. El deterioro que experimentaba el gobierno de Onganía empezaba a ser notorio.

Es en este contexto, Oscar Viale estrena su primera obra teatral, El grito pelado, el 8 de septiembre de 1967, en el Teatro del Bajo. Este autor forma parte de los nuevos teatristas que se incorporan en esta etapa al campo teatral por el polo cercano al realismo. Si bien la obra de Viale se inserta en los circuitos de teatro “culto”, contiene múltiples juegos que la vinculan con lo popular, y esto guarda estrecha relación con la procedencia de su autor: aunque se había iniciado en el antiguo teatro independiente, Viale ingresa al campo teatral con un habitus que lo distingue de la mayoría de los dramaturgos “cultos” de la época, proviene de la televisión. Es actor cómico y libretista. Y, durante toda su carrera ha buscado la legitimación por parte del campo intelectual, que siempre ha sido renuente a aceptar productos que se corrieran de las formas canónicas.

A pesar de los esfuerzos realizados por la Revolución Argentina por modernizar la economía y la sociedad, el fracaso de su proyecto político era inminente. Como consecuencia, la búsqueda de un camino para la posible apertura política se establecía como la única alternativa de la línea de Onganía para perpetuarse en el poder.

Los sectores de artistas de izquierda, que consideran el arte como una herramienta para el cambio social, comienzan a profundizar sus intertextos políticos, al tiempo que las experiencias de vanguardia tienden a asumir un compromiso político. En distintos campos estéticos se hace evidente la necesidad de nuevas formas ideológicas y procedimientos que les permitan, por un lado, satisfacer las demandas sociales y estéticas del campo intelectual y, por otro, renovar las relaciones con las clases populares. Con el fin de cumplir con esta última intención, se verifica una red de apropiaciones e intercambios entre la alta cultura y la cultura popular.

Al interior del campo teatral se produce un corrimiento de las líneas emergentes de los ’60, que moderan sus perfiles incorporando elementos de otras estéticas y montando espectáculos de intertexto político. “Los absurdistas comprendieron, seguramente, que la situación político-social ‘los obligaba’ a concretar un cambio en su poética, a clarificar su metáfora de la realidad, y los realistas advirtieron que debían incluir en el desarrollo dramático de sus piezas procedimientos teatralistas que les permitieran probar una tesis realista más amplia, que fuera más allá de la clase media e involucrara, en muchos casos, a la sociedad entera”. (Pellettieri, 1997: 201) Junto a Viale aparecieron autores, como Ricardo Monti o Guillermo Gentile; nuevos directores, como Jaime Kogan o Laura Yusem y nuevos actores, como Luisina Brando o Leonor Manso. (Cf. Pellettieri, 1997: 210-211)

La progresiva politización del arte como respuesta al devenir social impulsa a los miembros del campo teatral a desarrollar formas que incidan cada vez más directamente sobre el contexto. En el caso de los dramaturgos realistas de la generación del ’60, esta tendencia –ya presente en sus textos anteriores- se ve profundizada, y desemboca en la producción de textos altamente contenidistas.[3] Desde estas filas se intenta hacer una revisión de la historia con un fin didáctico.

Por otro lado, algunos sectores vanguardistas (en su mayoría provenientes de las artes visuales) ya habían comenzado a producir un arte que ponía en cuestionamiento la legitimidad de las instituciones que los habían llevado a la centralidad en el campo. Y, la efervescencia político-social imperante en esos años, tanto a nivel nacional como internacional, terminó por producir en 1968 una férrea división al interior del Di Tella: un sector radicalizado que se instauró como portador “de una misión de subversión profética, intelectual, política y estética” (Giunta, 2001: 339), decidió enfrentarse a esta institución consagrada, que se había establecido como ámbito paradigmático de la vanguardia en los ’60. Es así como se constituyó una “vanguardia política”, radicalizada y autónoma, al margen del poder oficial y de las instituciones legitimantes del campo, y regida por sus propias leyes y mecanismos internos. Estos artistas coincidían con los "realistas" en cuanto a la necesidad de un cambio social propiciado desde la esfera artística, pero se distanciaban de las formas que dichos grupos proponían por considerarlas contenidistas y didactistas. La mirada hondamente ideologizada y a-partidaria de este grupo tenía un ojo puesto en el devenir nacional y el otro, en el acontecer internacional, y se distanciaba tanto de la experimentación puramente formal, que ellos mismos solían practicar y que había quienes aún desarrollaban, como de la búsqueda de referencialidad. El compromiso social asumido por la fracción de vanguardia rupturista se manifestó en diversas obras, como las “obras de arte en acción”, y llegó a su cenit en la experiencia “Tucumán Arde”, llevada a cabo en el seno de la Confederación General del Trabajo de los Argentinos (CGTA) de la ciudad de Rosario, a comienzos de noviembre de 1968.

El punto más alto del camino que el país venía transitando en su viraje hacia la izquierda se alcanzó con el Cordobazo, en mayo de 1969. La concientización de la lucha por el cambio tomó forma en este episodio que se inscribe en “la marea revolucionaria proveniente del Tercer Mundo, de la Revolución Cubana y la vietnamita y, anteriormente, de los procesos de descolonización en África” (Gilman, 2003: 38), así como también del itinerario del “Che” Guevara a lo largo de Latinoamérica.

El 17 de mayo de 1969, Viale estrena La pucha, en la sala Casacuberta del Teatro San Martín. Acompañando la politización del arte, de la satírica y teatralista crítica social de El grito pelado; pasa al tono más melancólico y desesperanzado de La pucha; para desembocar en 1971 en una tercera obra, Chúmbale, estrenada el 7 de agosto en el teatro Margarita Xirgu, donde el mensaje que se intenta transmitir resulta obvio, se limitan los procedimientos teatralistas, se incorpora el discurso ideológico explícito, se concretan encuentros personales, la causalidad es directa y, todo esto aparece organizado en función de una tesis realista que persigue una finalidad didáctica. En las dos primeras piezas de Viale, por el contrario, los encuentros personales suelen ser transgredidos; la causalidad no siempre es lógica, explícita y directa; los personajes no son netamente referenciales, se los deforma, se los exagera, se los caricaturiza o se los satiriza.

Ahora bien, nos hemos permitido tan extensa introducción debido a que la obra de Viale difícilmente pueda encasillarse en una línea. Así lo entiende Horacio del Prado, quien en su prólogo a Chúmbale y Camino negro (1984), afirma:

Ahora bien, hay otras dos o tres ‘culpas’ que sumarle a Viale [...]: que partiendo de esas fuentes a las que hemos llamado tradicionales, rompa cualquier esquematismo viajando por el absurdo o por casi cinematográficos manejos del tiempo, con lo cual comete un pecado que sólo reparan los años:  se convierte en un autor difícil de rotular. Y así como Piazzolla empeñó buena parte de su carrera en discutir si lo suyo era o no clasificable como tango, Viale plantea dudas intolerables: ¿qué sello le ponemos?; ¿sainetero?; ¿grotesco discepoliano?; ¿guionista de cine?; ¿libretista de TV? ¿O abrimos una nueva cuenta, inventamos algo así como ‘neorrealismo cómico, pero también trágico, aunque,  en fin, es de ahora, pero vaya a saber’?

 

En principio, como hemos dicho, estas primeras piezas encontrarían un espacio entre las obras de cuño realista, en tanto persiguen la probación de una tesis con asiento en lo real. Sin embargo, no faltan procedimientos teatralistas, ni aquellos propios de los medios de comunicación de masas. En este sentido, y puesto que la inclusión de elementos populares es uno de los rasgos fundamentales de su obra, ésta resulta doblemente productiva, puesto que contiene elementos provenientes tanto del teatro popular del pasado como de la cultura de masas que le es contemporánea.

Si bien las producciones más cercanas a las tendencias de vanguardia resultan más permeables a la penetración de los medios de comunicación de masas[4], observamos que existe en Viale una sensibilidad semejante. No se trata solamente de la incorporación de procedimientos o lenguajes, sino de un modo de concebir la realidad que se pone de manifiesto en las producciones escénicas. Vemos, por ejemplo, que la siguiente frase, que Masotta postula en cuanto al arte pop y los medios de comunicación, puede sin esfuerzo pensarse en relación a la obra de Viale: “El objeto estético nuevo lleva en sí mismo no tanto –o bien tanto- la intención de constituir un mensaje original y nuevo como que permite la inspección de las condiciones que rigen la constitución de todo mensaje.” (2004: 221) De hecho, el medio, es decir, la forma de estas piezas de Viale resulta más renovadora que su mensaje (al hablar de “mensaje”, participamos tanto de los códigos de lectura del realismo como de los de las teorías de la comunicación, y pensamos en ambos sentidos).

En este punto, recurriremos a algunas ideas de Marshall McLuhan que nos resultan iluminadoras. Este controvertido pensador se encontraba desarrollando sus tesis en el mismo momento que en nuestro país y en toda Latinoamérica el arte se politizaba. Sin embargo, consideramos que politización y massmediatización no se oponen y, en este sentido, la obra de Viale se erigiría como un caso ejemplar. Para McLuhan, el modo de percibir la realidad está determinado por mediaciones que, como prolongación del hombre, le permiten acceder al mundo. Así, bosqueja un arco que se extiende entre la invención de la imprenta, hito que marca el inicio del modo de interpretación sintagmático del mundo, regido por parámetros de sucesión; y su contemporaneidad, considerada la primera generación de la era electrónica, donde el medio televisivo modifica la percepción, forjando individuos que, a la manera de las sociedades prealfabetizadas, aprehenden la realidad a partir de simultaneidades. Tom Wolfe (1973: 43), leyendo a McLuhan, lo define de la siguiente manera: “Las nuevas tecnologías, entre ellas la TV, han originado un contorno diferente, un cambio radical en el uso que hacemos de nuestros sentidos, en nuestra reacción ante las cosas y, en consecuencia, en nuestras vidas y en la sociedad entera”.

En nuestro país, el auge de la televisión en los ’60 como objeto paradigmático de la cultura de masas es blanco de cuestionamiento por parte del campo intelectual. La televisión se inaugura oficialmente en la Argentina durante el segundo gobierno de Perón, en 1951, y en una fecha representativa: el 17 de octubre. El único canal en el aire es el 7, y es de carácter estatal. A partir del 4 de noviembre del mismo año se incorpora la publicidad a la TV. Una década después y, merced a las políticas desarrollistas de los gobiernos radicales (Frondizi, 1958-1962; Illia, 1963-1966), que favorecieron a la clase media, a la industria cultural y a las nuevas propuestas artísticas, el acceso a la televisión se vio facilitado. A mediados de la década del ’60, el teleteatro como género consumido por un público masivo y los programas dedicados a la juventud (que, gracias a prácticas de este tipo, continuaba afianzando su legitimación como nuevo estamento social) estaban consolidados. Asimismo, la figura del productor televisivo ya era un elemento medular. Y, los festivales internacionales y la medición del rating se habían convertido en instituciones fuertemente legitimantes. Es decir, la industria cultural –y con ella la sociedad de masas- había alcanzado un lugar preponderante.

Los comentarios de la crítica a las participaciones actorales de Viale en TV son favorables, pero no se distinguía como un gran actor cómico. Era un excelente partenaire. Su labor televisiva, en realidad, ha sido enormemente exitosa por la escritura de guiones de series como “Los Campanelli” (1967), “La tuerca” (1967) o “Mi cuñado” (1976), entre otras[5]. Sin embargo, y de acuerdo a la lógica de producción y recepción televisivas, a pesar del gran éxito obtenido por algunas de estas producciones, el nombre de su autor no ha repercutido entre el gran público.

Ahora bien, veremos cómo sus textos dramáticos se ven impregnados de elementos propios del lenguaje televisivo en el que Viale se movía con soltura. En principio, observamos la estructura en sketchs de El grito pelado y La pucha. La crítica a los estrenos de estas piezas, sin embargo, ha establecido una correspondencia directa entre esta articulación y aquélla propia de géneros populares como el vodevil o el teatro de revista:

En el caso de El grito pelado, absolutamente todas las críticas observan esta vinculación con la revista porteña en la estructura en sketchs de la pieza y elogian el espectáculo. La Prensa (12-9-67), por ejemplo, analiza: “Tomados aisladamente, más de uno de los sketches podrían ser adecuados para teatro de revistas de jerarquía, pues están elaborados dentro de un ritmo rápido y con más de un monólogo de eficacia presencia”.

La pucha, sin embargo, no ha corrido la misma suerte.[6] La crítica de Clarín (19-5-69) a su estreno considera que “Viale demostró en El grito pelado que sabe manejar lo popular porteño y que domina la difícil técnica del sketch. En La pucha repite su fórmula pero con bastante menos fortuna. [...] se escuchan chistes de neta –y antigua- extracción revisteril.”. La crítica de La Nación (24-5-69) también subraya las “condiciones” que el autor ha desplegado en la estructuración de El grito pelado, mientras que todos los sketchs de La pucha, salvo el último, “podrían ser otros tantos cuatros de una revista”. La Prensa (21-5-69) también enjuicia su aspecto revisteril. La nota de este periódico sobre La pucha se cierra sentenciando: “Es hora, entonces, que deje de lado sus esquicios a menos que se dedique a la revista y que nos de algo digno de un talento que brilló en primera instancia, pero auque luego se ha empañado un tanto”. La crítica “Con aire fresco” (s/r) vincula esta obra con la comedia y el varieté, sin emitir juicios de valor; y la revista Panorama (20-5-69) se pronuncia: “Junto al escenario, cuatro músicos ilustran textos, ‘sketchs’ y parodias al cine mudo, todo con aire de ‘varieté’ musical”. A la hora de leer comentarios, es imposible soslayar que La pucha se dio en el Teatro San Martín, lo cual engendra diversas implicancias: por un lado, tiene que ver con la búsqueda de legitimación de su autor; por otro, es denotativo de las políticas culturales del teatro oficial[7] y, desde el punto de vista de la recepción, la condena por parte de la crítica especializada se enmarca en un sistema de creencias que deposita expectativas en el teatro oficial y, el hecho de desaprobar la obra, también puede significar un gesto político.

Por otro lado, la relación formal con géneros cultivados por un público popular y largamente cultivados en la historia del teatro argentino, resulta evidente para los críticos de las más diversas tendencias. Ahora bien, ninguno de ellos ha advertido que la procedencia del autor podría ser índice de que la organización de estas piezas responde más a un formato televisivo que revisteril. De hecho, las obras carecen de elementos fundamentales en la construcción de la revista.[8] Si la correspondencia con este género sólo se basa en la estructura en sketchs de las obras, resulta ligera a nuestro horizonte de expectativas y denota que los géneros televisivos aún no formaban parte del universo de la crítica de fines de los ’60.

Susana Anaine (www.teatrodelpueblo.org.ar) vincula El grito pelado, La pucha y Chúmbale con el cine, en tanto “las categorías temporales del arte moderno han nacido de la forma cinematográfica”. En este sentido, no debemos olvidar que la televisión también debe su existencia tanto a la tecnología como a las concepciones espacio-temporales gestadas y difundidas por la industria cinematográfica. Es cierto que el ritmo de estas piezas puede responder al manejo propio de la televisión: escenas cortas, con situaciones planteadas y resueltas en un lapso breve, diálogos rápidos, fluida sucesión temática, discursos cotidianos simples, con frases cortas (propios de los personajes altamente referenciales, aunque en muchos casos, paródicos del estereotipo).

El remate del sketch “La pieza del fondo”, de El grito pelado, por ejemplo, es característico del humor televisivo: un largo discurrir discursivo cuya funcionalidad radica en la definición de los modelos de género (la mujer de clase media, complicada, preocupada por “el qué dirán” de los vecinos y un poco chismosa; y el hombre, de pocas vueltas, claro y sin dobleces) y que finaliza con una intervención que produce risa en la medida en que desbarata las martingalas de Carola. Lo mismo ocurre con “La pareja”: se recurre a una situación de orden social que se simplifica en proposiciones de alto valor semántico con un remate final.

Las escenas de “Volatineros”, también de El grito pelado, remiten exactamente a la pareja de humoristas, comediantes o payasos que, de frente a la cámara o interactuando entre ellos, cuentan una saga de chistes vinculados temáticamente y donde la risa se genera por repetición del tópico.

En “Reportaje” directamente se recrea paródicamente la situación de panel de especialistas televisivo, aprovechándose para parodiar a las figuras del poeta y del novelista. En un claro posicionamiento político, el mismo recurso se aplica a la elite intelectual[9] y al realismo[10].

En La pucha se mantiene el ritmo sostenido al que hacíamos referencia, pero algunos de los sketchs son algo más extensos. Este rasgo fue mencionado por la crítica como una debilidad del texto. Por otra parte, tanto en “La cosa viene mal barajada” como en “Buen hombre” se introduce el recurso de las diapositivas: símbolos de nacionalidad en el primer caso[11] e íconos del hogar burgués en el segundo[12]. En este último sketch se retoma la historieta, género popular y masivo, a partir de la proyección de imágenes de Mafalda, en un gesto que sintetiza algunos de los rasgos que nos proponemos destacar: el estrecho vínculo entre la tecnología y la creación escénica, la cual se manifiesta permeable a la transposición de lenguajes provenientes de otras esferas, particularmente aquellos propios de la cultura de masas y de índole nacional. Esta combinación de elementos y lenguajes forma parte de la estructura de sentimiento de la época; en términos de McLuhan, de la “era electrónica” y la nueva percepción engendrada por ella.

Según él, con la “era electrónica” –en cuyo centro en los ‘60 se encontraba la TV y que hoy podemos ampliar a los productos de la tecnología posterior- se recuperan modos de experiencia propios de las sociedades tribales: la voz, el cuerpo en acción, el sentido de lo colectivo, lo ritual, etc. La nueva sensibilidad creada bajo la égida de los medios electrónicos es -para él- el origen de la retribalización. Esto no resulta demasiado inverosímil si pensamos en el arte experimental, en los happenings, performances, y demás experiencias teatrales no convencionales, que explotaron en los primeros años de los ’60. Pero, tampoco lo es si pensamos en las producciones colectivas populares, que proliferaron en la etapa consecutiva inmediata. Las retribalización tampoco está ausente en la obra de Viale. Esto es subrayado en sentido negativo por la crítica a Chúmbale de la revista Análisis (“Pintar o no pintar”, 19-7-71): “Hay demasiados apuntes fotográficos al comienzo, demasiadas alusiones al televisor y a los hábitos tribales de esta familia de la periferia porteña [...]”. Es decir, aun en esta pieza, más puramente realista y contenidista que las anteriores del autor, se filtra el tono por el que la época ha sido definida.

“Sin duda –nos aporta Jack Behar (1973: 299)- nuestra sociedad anhela una vida sensorial más ricamente orquestada, experiencias y contactos audio-orales y fraternales entre los hombres y una especie de revuelta ultrapopular contra el papel pasivo del mero consumidor.” En las estéticas de vanguardia mencionadas se demanda el rol activo del “consumidor cultural”, pero esto también ocurre en el teatro de Viale. Como sucede en “el mundo electrónico” -y nos permitimos agregar, en el teatro del absurdo, como expresión teatral neovanguardista privilegiada-, las imágenes del teatro de Viale “son continuas y simultáneas, no clasificadas” (John M. Johansen, 1973: 313). La diferencia fundamental que radica entre estas estéticas es que las primeras son no-codificadas, mientras que Viale juega con el estereotipo: lo parodia, lo invierte, pero no éste deja de ocupar un lugar central en su teatro.

Por otro lado, el “observador del mundo electrónico [...] participa del sistema o proceso y ha de aportar las conexiones” (John M. Johansen, 1973: 314), y lo mismo ocurre tanto con el espectador de las formas teatrales neovanguardistas como con el teatro de Viale, a diferencia de lo que se espera del espectador en las piezas realistas.

Desde una óptica mcluhiana, consideramos que todas estas contaminaciones no se deben a una primera etapa en la reorganización de lenguajes, prácticas y sentidos, signada por la confusión; sino al cambio en la sensibilidad, producto de las nuevas tecnologías que, atravesando todas las prácticas artísticas y sociales, se impregnan de sus lenguajes y los transponen de un espacio a otro.

 

 

Bibliografía consultada:

 

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[1] “Creo, concretamente, que somos todos hijos del teatro independiente. (...) El teatro independiente significó para nosotros, los jóvenes de entonces, la posibilidad de acercarnos a grandes textos que el mal teatro comercial no nos proporcionaba. Porque con los años aprendí que hay un buen teatro comercial, o quizá mal llamado comercial, y hay un teatro comercial rotundamente malo. El teatro independiente empezó a cultivar esos textos.” (Ernesto Shóo, en Pellettieri comp., 1989: 27)

 

[2] Cfr. Pellettieri, 1997.

[3] Entre ellas, El avión negro, del Grupo de Autores (Roberto Cossa, Carlos Somigliana, Ricardo Talesnik y Germán Rozenmacher, 1970); Historia tendenciosa de la clase media argentina..., de Ricardo Monti (1971); La gran histeria nacional, de Patricio Esteve (1972).

 

[4] Tal es el caso, por ejemplo, del pop-art en general, o –para citar un caso concreto- de las obras llevadas a cabo por el grupo “Arte de los Medios de Comunicación”. (Cfr. Ana Longoni, “Vanguardia y revolución en los sesenta”, en Oscar Masotta, 2004: 9-105.) Asimismo, la apropiación de elementos provenientes de los medios de masas constituye el eje procedimental de la muestra “Tucumán Arde”, cumbre de la vanguardia politizada.

[5] También, aunque con menor éxito, ha escrito: “Los compinches” (1967), “Así o asá” (1984), “Sexo opuesto” (1985).

[6] Aunque obtuvo duras críticas por parte de la prensa, La pucha permaneció en cartel hasta el 30 de septiembre, superando las cien funciones, con más de 23.000 espectadores. (Cfr. “Teatro”, Confirmado, 17-9-69; “La pucha”, El sol, septiembre, 1969; “La pucha: últimas en el San Martín”, Clarín, 14-9-69; “Últimas funciones de La pucha”, Cronista comercial, 17-9-69; Siete días, 15-9-69).

[7] Osvaldo Bonet había sido designado director del teatro a principios de 1969, y con esta obra se inauguró la temporada oficial.

[8] Como la presencia de la vedette, del monologuista político, del cuerpo de baile, etc.

[9] “NOVELISTA: [...] Mire, una vez hubo una reunión de ilustres en casa. Estaban todos. Ahí los tuve: ¡ah! Fue una sensación horrorosa. Imagínese: los peronistas hablaban con los conservadores. ¡Qué impresión!” (Viale, 1994: 69) Incluso, la descripción de la genealogía del Poeta puede pensarse como una directa alusión a Borges, en la frase “mi bisabuelo que era liberal”. (Id.: 70)

[10] PERIODISTA: Usted, como poeta, ¿se siente comprometido con las circunstancias sociales que lo rodean?

POETA: (Después de meditar un instante.)

No es ninguna molestia / explicarle qué pienso / del infinito / el infinito es / sencillamente / un agrio viento frío / que eriza las mucosas / la piel / y las metáforas / le pone a uno en los ojos / lágrimas de rutina / y en la garganta un nudo / de sortilegio / seguramente usted ya se dio cuenta / en el fondo no creo / que exista el infinito.” (Id.: 68-69)

[11] “Se proyectan diapositivas de los edificios del Concejo Deliberante, la CGT y la Casa de Gobierno.” (Viale, 1970: 11); “Se proyecta una diapositiva del obelisco.” (Id.: 13)

[12] “Se proyecta una diapositiva de un chalet muy mono.” (Id.: 54); “TRES: El bahut es de nogal chileno. (Diapositiva del bahut.) La araña está trabajada a mano en cristal de bacará. (Diapositiva de la araña.) Y todo así. (Hay una sucesión de diapositivas de los más caros objetos de un hogar burgués.”) (Id.: 55); “Se oye la grabación de Pedro Vargas de ‘La última noche’. Se proyecta una foto de Pedro Vargas actual.” (Id.: 57); “Se proyectan dibujos de la tira de Mafalda doblada por voces.” (Id.: 57)

 

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