NO HAY EFECTO SIN CAUSA

  (Adan) "�Quis enim indicavit tibi quod nudus esses,
nisi quod ex ligno de quo praeceperam
  tibi ne comederes, comedisti?"
Gen. 3, 11.

(Adan) "�Qui�n te dijo que estabas desnudo,
a no ser que hubieras comido del �rbol
 
del cual te mand� que no comieras?

  .
   Es una ley absoluta, una constante de todas las ciencias, de la misma naturaleza de las cosas, de la m�s elemental filosof�a y hasta del pensamiento m�s rudimentario.

   Hasta Freud dentro de su morbosa psiquiatr�a buscar�a afanoso las causas ocultas y remotas de las conductas anormales de sus pacientes. El cient�fico m�s descre�do encuentra f�cil admitir que de una explosi�n original y primigenia apareci� sobre la tierra y  en el �mbito inmenso del universo el orden, la armon�a y la belleza que a todos nos cautivan. No le importa la desproporci�n de su tesis, no le aflige que el efecto hermos�simo y ordenad�simo sea el  resultado de una explosi�n desordenada y espantosa; es il�gico, pero a�n as� reconoce que es m�s il�gico que haya efecto sin causa.

    A�n  en la vida diaria no hay efecto sin causa. Jam�s deja de cumplirse. �Qui�n rob�?

   �Qui�n mat�? �Qui�n lo hizo? �Qui�n pint� este cuadro? �De qui�n es este hijo? No hace falta ser fil�sofo ni para preguntarlo ni para responderlo porque es una ley del pensamiento y todos pensamos.

   Ahora bien, hasta aquellos que piensan poco o casi no reflexionan se dan cuenta que el mundo est� convulsionado, que la paz est� ausente, que las naciones tienen cada vez m�s problemas, que el mundo est� loco. Los que piensan un poco m�s ven que las cosas que suceden en el mundo son muy graves y que no alcanza un an�lisis superficial para explicarlas.

   En el 68�  los movimientos estudiantiles se produjeron "espont�neamente" en todo el mundo. En los 70' toda latinoam�rica sufri� "espont�neamente" la guerrilla de izquierda.

   Algunos siglos atr�s la Revoluci�n Francesa despert�, sin prensa, sin globalizaci�n, sin tel�grafo y sin televisi�n, una marea revolucionaria que fue echando por tierra, a�o tras a�o, todas las monarqu�as y toda autoridad civil  que se opusiera a sus principios.

   Naturalmente permanecieron estables aquellas monarqu�as que supieron unirse a la revoluci�n, que defendieron sus principios destructivos, que compartieron sus ideas, que fueron revolucionarias, o que estuvieron presentes en los or�genes de la misma revoluci�n. Las mismas guerras mundiales encontraron siempre qui�n las pague y por qu� las pague, modificando los l�mites territoriales en favor de los intereses ajenos a los pueblos implicados. Un siglo antes de las guerras mundiales Italia perdi� sus monarqu�as, a�n las de aquellos que ayudaron a la revoluci�n; el Papa perdi� sus Estados Pontificios; el sur pag� cara su oposici�n a la revoluci�n. Un siglo despu�s Medio Oriente arde en llamas y en odios, en guerras y en destrucci�n. �Qui�n busca estas guerras? �Qui�n se beneficia? �De qui�n son ahora el petr�leo iraqu�, los oleoductos afganos o sus plant�os de opio de la mejor calidad? Quiz�s las respuestas coincidan con las causas de todo esto.

   La Santa Iglesia no es ajena a las  revoluciones, tambi�n Ella las padece, antes desde fuera, ahora desde  dentro, desde la muerte del augusto Pont�fice P�o XII. La Revoluci�n ya no encuentra en la Iglesia visible un muro inexpugnable que le haga oposici�n, la Fe sobrenatural se halla colapsada entre sus fieles y ministros, la Misa destruida y convertida en un encuentro festivo, los Sacramentos cambiados y muchos ineficaces por los cambios sufridos; la doctrina modernista de los te�logos de avanzada : Congar, Scheelebeck, Rahner, Kung, Bea es la nueva teolog�a que ha reemplazado a la tradicional; el mismo Santo Oficio est� en manos de un Cardenal jesuita, Joseph Ratzinger, quien profesa una fe que no es la cat�lica y que es presentado mundialmente como el guardi�n de la ortodoxia doctrinal.

   Esos Cardenales de hoy, esos Obispos imbuidos de modernismo, de libertad religiosa, de falso ecumenismo, llevan adelante la marcha de la Revoluci�n en la Iglesia con la pompa y la ceremonia necesaria para que el com�n de los hombres no sospeche la destrucci�n.

   Como los obispos arrianos que ment�an y ocultaban sus herej�as; como el Obispo Crammer que manten�a las ceremonias pero no la Fe, haciendo anglicanos a los cat�licos ingleses, as� hoy guardan la apariencia necesaria para que los hombres no desconf�en.

   �C�mo sucede eso? Por el peso de la autoridad, por la bendici�n de Roma. Roma emite los documentos, Roma introduce los cambios, Roma designa a los Obispos, Roma canoniza a buenos y malos para que los malos parezcan buenos. Roma permite a veces la Misa latina tradicional como si fuera "peccata minuta", como quien abre un viejo pergamino de la Biblioteca Vaticana, e impone a la vez y desde hace 35 a�os todas Ias reformas que arruinan la Fe y la vida de la Gracia.

   Sucede as� Pero, �Por qu�?  Si los efectos son terribles �C�mo son sus causas? Si la Fe se destruye �C�mo son sus Pont�fices y sus Obispos? Si el mundo  por su culpa va dejando de ser cat�lico �lo ser�n en Roma? Todo indica que no.

   La Iglesia ya no est� en manos de cat�licos verdaderos por eso su inter�s absoluto en defender lo m�s posible la autoridad de los �ltimos Papas y de las Conferencias Episcopales, porque son ellos los que van realizando los prop�sitos de la Revoluci�n.

   Una Revoluci�n "por la mitra y por el b�culo" como dijeran los Carbonarios del siglo XIX, y hoy tambi�n  por la Tiara.

   Esa realidad irrefutable, esta evidencia ya innegable plantea la conclusi�n de toda buena teolog�a: Estas jerarqu�as que nos gobiernan contra la Fe han perdido, al contrariar la Fe, el fundamento mismo de su  autoridad. En lo que de hombres se trata la Iglesia va a la deriva, peor aun, va hacia el naufragio y conducida hacia �1.

   S�lo Jesucristo desde su eternidad bienaventurada y desde el coraz�n mismo de su Esposa inmaculada que es la Iglesia, no la ha dejado ni la dejar�  nunca, aunque no sepamos nosotros de cu�les medios se valdr� para salvarla.

   Jesucristo no ha abdicado sus prerrogativas supremas sobre la Iglesia y sobre las Almas. A El  nuestra oraci�n.

 

                                                                                Padre Andr�s Morello.  

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