LA VERDAD SOBRE EL ECUMENISMO*
Don José Andrés Segura (1)

Invocado por muchos como palabra "talismán" que disuelve toda diferencia, el ecumenismo es una instancia muy diferente. La Santa Iglesia nos ha enseñado
mucho al respecto, aunque hoy en día no se quiera oír sus palabras de sabiduría.

LA VARIACIÓN EN EL CONCEPTO DEL ECUMENISMO.
LA INSTRUCTIO DE 1949

   Sin duda esta variación es la más significativa de las producidas en el sistema católico después del Vaticano II, y se encuentran reunidas en ella todos los motivos de la pretendida variación de fondo que solemos concretar en la fórmula de perdida de las esencias.

   La doctrina tradicional del ecumenismo está establecida en la Instructio de motione oecumenica promulgada por el Santo Oficio el 20 de diciembre de 1949 (en AAS, 31 de enero de 1950), que retoma la enseñanza de PIO XI en la encíclica Mortalium Animos. Se establece por tanto:

  • Primero: “la Iglesia Católica posee la plenitud de Cristo” y no tiene que perfeccionarla por obra de otras confesiones.  

  • Segundo: no se debe perseguir la unión por medio de una progresiva asimilación de las diversas confesiones de fe ni mediante una acomodación del dogma católico a otro dogma.  

  • Tercero: la única verdadera unidad de las Iglesias puede hacerse sólo por el retorno (per reditum) de los hermanos separados a la verdadera Iglesia de Dios.  

  • Cuarto: los separados que retornan a la Iglesia Católica no pierden nada de sustancial de cuanto pertenece a su particular profesión, sino que más bien lo reencuentran idéntico en una dimensión completa y perfecta (completum atque absolutum).

   Por consiguiente, la doctrina marcada por la Instructio supone: que la Iglesia de Roma es el fundamento y el centro de la unidad cristiana; que la vida histórica de la Iglesia que es la persona colectiva de Cristo, no se lleva acabo en torno a varios centros, las diversas confesiones cristianas, que tendrían un centro más profundo situado fuera de cada una de ell/as; y finalmente, que los separados deben moverse hacia el centro inmóvil que es la Iglesia del servicio de Pedro. La unión ecuménica encuentra su razón y su fin en algo que ya está en la historia, que no es algo futuro, y que los separados deben recuperar. Todas las cautelas adoptadas en materia ecuménica por la Iglesia romana y máxime su no participación (aún mantenida) en el Consejo Ecuménico de las Iglesias, tienen por motivo esta noción de la unidad de los cristianos y la exclusión del pluralismo paritario de las confesiones separadas. Finalmente, la posición doctrinal es una reafirmación de la trascendencia del Cristianismo, cuyo principio (Cristo) es un principio teándrico cuyo vicario histórico es el ministerio de Pedro.

LA VARIACIÓN CONCILIAR

La variación introducida por el Concilio es patente tanto a través de los signos extrínsecos como del discurso teórico. En el Decreto Unitatis Redintegratio la Instructio de 1949 no se cita nunca, ni tampoco el vocablo “retorno” (reditus). La palabra reversione ha sido sustituida por conversione. Las confesiones cristianas (incluida la católica) no deben volverse una a otra, sino todas juntas gravitar hacia el Cristo total situado fuera de ellas y hacia el cual deben converger.

   En el discurso inaugural del segundo período PABLO VI volvió a proponer la doctrina tradicional refiriéndose a los separados como a quienes “no tenemos la dicha de contar unidos con nosotros en perfecta unidad con Cristo. Unidad que sólo la Iglesia Católica les puede ofrecer” (n. 31). El triple vínculo de tal unidad está constituido por una misma creencia, por la participación en unos mismos sacramentos y por la “apta cohaerentia uncí ecclesiastici regiminis”, incluso aunque esta única dirección suponga una amplia variedad de expresiones lingüísticas, formas rituales, tradiciones históricas, prerrogativas locales, corrientes espirituales, o situaciones legítimas.

   Pero a pesar de las declaraciones papales, el decreto Unitatis Redintegratio rechaza el reditus de los separados y profesa la tesis de la conversión de todos los cristianos. La unidad no debe hacerse por el retorno de los separados a la Iglesia Católica, sino por conversión de todas las Iglesias al Cristo total, que no subsiste en ninguna de ellas, sino que es reintegrado mediante la convergencia de todas en uno. Donde los esquemas preparatorios definían que la Iglesia de Cristo es la Iglesia Católica, el Concilio concede solamente que la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia Católica, adoptando la teoría de que también en las otras Iglesias cristianas subsiste la Iglesia de Cristo y todas deben tomar conciencia de dicha subsistencia común en Cristo. Como escribe en el Observatore Romano (OR) de 14 de octubre un catedrático de la Gregoriana, el Concilio reconoce a las Iglesias separadas como “instrumentos de los cuales el Espíritu Santo se sirve para operar la salvación de sus miembros”. En esta visión paritaria de todas las Iglesias el catolicismo ya no tiene ningún carácter de preeminencia ni de exclusividad.

   Ya en el período de los trabajos preparatorios del Concilio el padre Maurice Villain (Introducción al Ecumenismo, Ed. Desclée de Brouwer, Bilbao 1962) proponía hacer caer la antinomia entre la Iglesia Católica y las confesiones protestantes, distinguiendo entre dogmas centrales y periféricos, y más aún entre las verdades de fe y las fórmulas con las que el pensamiento contingente las objetiva y las expresa, y que no son inmutables. Puesto que dichas fórmulas no son efecto de una facultad expositiva de la verdad, sino de una facultad que da categoría a un dato siempre incognoscible, la unión debe hacerse en algo más profundo que la verdad, que Villain llama el Cristo orante. Es de observar que si bien la oración de todos aquellos que se remiten a Cristo es ciertamente un medio necesario de la unión, rezar juntos por la unión no constituye la unidad (que es de fe, de sacramentos y de gobierno).

   El Card. Bea retoma una concepción análoga del ecumenismo en “Civiltá católica” (enero de 1961), así como en conferencias y entrevistas (“Corriere del Ticino”, 10 de marzo de 1971). Declaró que el movimiento no es de retorno de los separados a la Iglesia Romana, y siguiendo la sentencia común aseguro que los Protestantes no están separados del todo, ya que han recibido el carácter del Bautismo. Sin embargo, citando la Mystici Corporis de Pío XII, según la cual “están ordenados al cuerpo místico”, llegaba a asegurar que pertenecen a él, y por tanto se encuentran en una situación de salvación que no es distinta a la de los católicos (OR, 27 de abril de 1962). La causa de la unión es reconducida por él a explicitación de una unidad ya virtualmente presente, de la cual simplemente se trata de tomar conciencia. Esta unidad es solamente virtual incluso en la Iglesia Católica, la cual no debe tomar conciencia de sí misma, sino de esa más profunda realidad del Cristo total que es la síntesis de los dispersos miembros de la cristiandad. Por tanto no se trata de una reversión de unos hacia otros, sino de una conversión de todos hacia el centro que es el Cristo profundo.

 EL ECUMENISMO POSTCONCILIAR

   La sustitución por el término conversión de todos del de reversión de los separados es de gran importancia en el decreto Unitatis Redintegratio 6, donde se enseña una perpetua reforma de la Iglesia. Pero el término tiene un sentido incierto. En primer lugar sino se es indulgente con el movilismo, se debe decir que existe un status del cristiano dentro del cual se desarrolla su personal perfeccionamiento religioso y del que no debe salir para convertirse a otro estado. En segundo lugar la conversión (el continuo movimiento perfectivo del cristiano) es necesaria en sí misma incluso para la obra de la reunificación de la Iglesia; pero no constituye su esencia, siendo un momento del destino personal.

   También en una intervención en el OR del 4 de diciembre de 1963, el Card. Bea, aunque reconociendo la diferencia entre las Iglesias, afirma que “los puntos que nos dividen no se refieren verdaderamente a la doctrina, sino al modo de expresarla”, puesto que todas las confesiones suponen una idéntica verdad subyacente a todas: como si la Iglesia se hubiese engañado durante siglos y el error fuese simplemente un equívoco. La acción del pastor de las parábolas evangélicas no consistiría en reconducir (es decir en hacer volver), sino puramente en dejar abiertas las puertas del redil, que por tanto no sería ni siquiera el redil del pastor, sino otra cosa.

   En una perícopa incluida en el discurso del 23 de enero de 1969, Pablo VI parece próximo a tal opinión. A partir de la discusión teológica, dice el Papa, “puede verse cual es el patrimonio doctrinal cristiano; qué parte de él hay que enunciar auténticamente y al mismo tiempo en términos diferentes, pero sustancialmente iguales o complementarios; y como es posible, y a la postre victorioso para todos, el descubrimiento de la identidad de la fe, de la libertad en la variedad de expresiones, de la que pueda derivar felizmente la unión para ser celebrada en un solo corazón y una sola alma”. Se desprende de esta perícopa que la unidad preexiste ubique y que debe tomarse conciencia de ella ubique, y que la verdad no se encuentra abandonando el error, sino profundizando su sustancia. Idéntica es la posición de Juan Pablo II en el discurso al Sacro Colegio de 23 de diciembre de 1982, con ocasión de la VI Asamblea del Consejo Ecuménico de las Iglesias: “Celebrando la Redención vamos más allá de las incomprensiones y de las controversias contingentes para reencontrarnos en el fondo común a nuestro ser de cristianos”. En esa asamblea estaban representadas trescientas cuatro confesiones cristianas, las cuales, según OR, 25-26 de julio de 1983, “han expresado mediante el canto, la danza y la oración los diversos modos de significar una conducta de relación con Dios”.

   Es significativo el documento en lengua francesa del Secretariado para la unión en aplicación del decreto Unitatis Redintegratio (OR, 22-23 septiembre 1970). Se toma de Lumen Gentium 8 la fórmula tradicional: “Unidad de la Iglesia una y única, unidad de la cual Cristo a dotado a su Iglesia desde el origen, y que subsiste de forma inamisible, como creemos, en la Iglesia Católica y que, como esperamos, debe acrecentarse sin cesar hasta la consumación de los siglos”. De este modo la Iglesia Católica posee la unidad y la acrecienta no formalmente (es decir, haciéndose más de una) sino materialmente (añadiendo a sí las confesiones actualmente separadas): es una extensión, no una intensificación de la unidad. Sin embargo todo el documento se desarrolla después en una prospectiva de unidad que se busca, más que se comunica, en una reciprocidad de reconocimientos gracias a los cuales se persigue “la resolución de las divergencias más allá de las diferencias históricas actuales”. Esas diferencias podrían incluso ser conservadas como dogmas particulares de las Iglesias locales. De aquí la propuesta de algunos teólogos reformados de admitir el primado de Pedro como dogma de la provincia romana de la Iglesia universal. En no pocas parroquias de Francia se predica la práctica de la doble pertenencia, en virtud de la cual los cónyuges de mixta religión practican indistintamente ambos cultos (ICI, n. 556, 15 de noviembre de 1980). Se contemplan las diferencias dogmáticas como diferencias históricas que el retorno a la fe de los primeros siete concilios debe hacer caer en la irrelevancia. Se niega así implícitamente el desarrollo homogéneo del dogma después de aquellos siete concilios; se imprime a la fe un movimiento retrógrado; y se da al problema ecuménico una solución más histórica que teológica.

   Esta mentalidad por la cual la unidad debe conseguirse sintéticamente por recomposición de fragmentos axiológicamente iguales, ha trastocado ahora completamente la situación tradicional. También Pablo VI habló (en OR de 27 de enero de 1963) de la “recomposición de los cristianos separados entre sí en la única Iglesia Católica, universal, es decir, orgánica, y por tanto propiamente compuesta, pero solidaria en una y unívoca fe”. La apelación hecha en la congregación LXXXIX del Concilio por el obispo de Estrasburgo para que se “evitase toda expresión alusiva al retorno de los hermanos separados”, se ha convertido en el axioma doctrinal y la directriz práctica del movimiento ecuménico.

 CONSECUENCIAS DEL ECUMENISMO POSTCONCILIAR.
PARALIZACIÓN DE LAS CONVERSIONES

   Conviene sin embargo no dejar pasar del todo algunas consecuencias manifiestas de esta nueva empresa ecuménica, y sobre todo las que sin embargo no se suele hablar. Se abandona el principio de retorno de los separados, sustituido por el de la conversión de todos al Cristo total inmanente en todas las confesiones. El presidente del consejo conciliar holandés ha explicado así la posición de dicha iglesia: “La unidad de la Iglesia ya no significa el retorno a la Iglesia Católica tal como ésta es hoy día, sino un acercamiento de todas las Iglesias hacia lo que la Iglesia de Cristo debería ser” (ICI, 281, p. 15, 1 de febrero de 1967).

   Como profesa abiertamente el patriarca Atenágoras, “no se trata en este movimiento de una aproximación de una Iglesia hacia la otra, sino de una aproximación de todas las Iglesias hacia el Cristo común” (ICI, n. 311, p. 18, 1 de mayo de 1968).Sí ésta es la esencia del ecumenismo, la Iglesia Católica no puede ya atraer hacía sí, sino sólo concurrir con las otras confesiones en la convergencia hacia un centro que está fuera de ella y de todas las demás. Mons. Le Bourgeois, obispo de Autun, lo profesa abiertamente: “mientras que la unidad no se realice, ninguna Iglesia puede pretender ser ella sola la única autentica Iglesia de Jesucristo” (ICI, n. 585, p. 20, 15 de abril de 1983).

   El padre Charles Boyer, en OR del 29 de enero de 1975, con un artículo que choca con la tendencia del diario en cuanto a la cuestión ecuménica y quedó sin resonancia alguna, revela las causas de tal recesión de conversiones, y las reconoce en el abandono generalizado por el mundo de la visión teocéntrica, y acusa de ello explícitamente a la acción ecuménica: “Se pretende que todas las Iglesias son iguales, o casi. Se condena el proselitismo (éste es el término con el que se designa la obra de evangelización de la Iglesia Católica desarrollada en el pasado en las misiones) y para huir de él se evita la crítica de los errores y una clara exposición de la verdadera doctrina. Se aconseja a las diferentes confesiones conservar su identidad alegando una convergencia que se hará espontáneamente”. Aunque el autor atenúe su censura atribuyendo (con poca veracidad) dicha conducta especialmente a las confesiones separadas, realmente la argumentación invalida la sustancia del nuevo ecumenismo católico.

   Las conversiones a la Fe Católica no pueden no caer desmesuradamente si la conversión ya no es el paso del hombre de una cosa a otra totalmente diferente, ni un salto de vida o muerte. Si con la conversión al catolicismo nada varía esencialmente, la conversión se hace irrelevante, y quien se ha convertido puede sentirse arrepentido de haberlo hecho. En los países de mixta religión, se tiene la oportunidad de recoger los sentimientos de protestantes convertidos, que se arrepienten hoy de su decisión como de cosa superficial y errada. El gran escritor francés Julien Green declara con amarga franqueza que hoy ya no se convertiría: ¿para qué dejar una religión por otra, cuando no se distinguen más que por el nombre? (“Itinéraries”, n. 244, p. 41.)Hay casos de judíos convertidos que después de las claudicaciones y rectificaciones del Vaticano II volvieron a la Sinagoga originaria. Por otra parte tampoco es posible hoy desconvertirse, porque el acto de la reconversión al protestantismo sería nulo por equivalencia, como fue nulo el de la conversión al catolicismo. El obispo de Coira declaró a la Dra. Melitta Brügger que en el decenio 1954-1964 hubo en su diócesis (ciento cincuenta mil almas) novecientas treinta y tres conversiones de protestantes, y en el siguiente decenio sólo trescientas dieciocho. El obispo de Lugano, citando tal disminución, declaró no querer decidir si el fenómeno era positivo o negativo (17 de enero de 1975). En los Estados Unidos antes del Concilio se contaban anualmente cerca de setenta mil conversiones: ahora, pocos centenares.

EL ECUMENISMO PARA LOS NO CRISTIANOS

   El titular del Secretariado para las religiones no cristianas, en dos extensos artículos de OR, reduce las misiones a diálogo “no para convertir, sino para profundizar en la verdad”. En el OR del 25 de enero de 1975 se lee que “la Iglesia tiene necesidad, para crecer según el designio de Dios, de los valores contenidos en las religiones no cristianas”. La tesis no es nueva, e identifica el orden de la civilización con el de la religión, que conviene sin embargo distinguir. Tal afirmación implica que en el seno de las religiones no cristianas late el Cristianismo, y que basta profundizar en el Logos natural para encontrar el Logos sobrenatural del hombre-Dios y de la gracia. El Islamismo, por ejemplo, sería un germen de Cristianismo que debe ser hecho germinar y crecer. (El obispo Capucci, vicario del Patriarca latino de Jerusalén, en una entrevista en la Televisión de la Suiza italiana el 11 de septiembre de 1982, declaró que todos los hombres son hijos de la Iglesia, y que el Papa no hace ninguna diferencia entre mahometanos y cristianos). Al igual que en el ecumenismo para los cristianos separados, aquí tampoco se procede por acceso a la verdad cristiana, sino por explicitación y maduración de una verdad inmanente a todas las religiones. El decreto Ad Gentes enseñaba que “todos los elementos de la verdad y de gracia que es posible hallar entre los infieles por una cierta presencia secreta de Dios, una vez purgados de las escorias del mal, son restituidos a su autor, Cristo. Por lo cual todo el bien que se encuentra diseminado en el corazón y en la mente de los hombres o en las civilizaciones o religiones propias de ellos, no sólo no desaparece, sino que es sanado, elevado y llevado a su completitud”.

   La opinión de Mons. Rossano pone en cuestión un punto de eclesiología  y otro de teología. En cuanto al primero, parece ofender el carácter autosuficiente de la Iglesia en orden a la salvación de los hombres, considerándola defectuosa y corta y necesitada de las otras religiones, En esto se confunde la religión con la civilización: si bien las civilizaciones, en cuanto construcciones del obrar humano siempre parcial, están conectadas y son mutuamente tributarias (surgiendo todas ellas de su base común: la naturaleza humana), no puede decirse lo mismo de las religiones, ya que la religión católica no es consecuencia del pensamiento natural de las naciones, sino un efecto sobrenatural que no puede obtenerse de la naturaleza humana profundizando en ella. Hay por tanto un sofisma que intercambia religión y civilización y elude la trascendencia del Cristianismo. La Iglesia, sociedad perfecta que tiene en sí misma todos los medios necesarios para su fin, sería entonces una sociedad imperfecta, que como dice Rossano necesitaría de las luces y los valores de otras religiones. Además, una civilización no es una religión, y una civilización universal es algo diferente a una religión universal.

   La opinión de Mons. Rossano ataca también la nota de catolicidad de la Iglesia, ya que una Iglesia que debe ser integrada no sólo extensivamente, sino también intensivamente, no es ciertamente universal. En una conferencia en Civiltá católica el padre Spiazzi enseña que “ninguna Iglesia se identifica perfectamente con Cristo. De ahí la necesidad de que cada Iglesia acepte este movimiento centrípeto hacia el Redentor” (OR, 27 de enero de 1982).

   La defectividad es proclamada también por Mons. Sartori, profesor de dogmática en la Facultad teológica de Milán: “el catolicismo ha descubierto su parcialidad, que es una contracción dentro de la universalidad, y ha reencontrado el Todo dentro del cual se encuentra la misma parcialidad cristiana” (“vita e pensiero”, septiembre-diciembre 1977, pp. 74-77). El Cristianismo es así reconocido como una de las infinitas posibles formas históricas en las cuales se manifiesta la universal religión natural, siendo lo sobrenatural absorbido y naturalizado.

TEORÍA DE LOS CRISTIANOS IMPLÍCITOS
EN EL NUEVO ECUMENISMO

   La declaración conciliar Nostra Aetate n. 2 cita el célebre texto de San Juan Evangelista “luz que alumbra a todo hombre”, que constituiría el fondo de toda religión. Pero el Concilio no menciona lo que según Juan Pablo II es un misterio paralelo al de la Encarnación: esa luz ha sido rechazada por los hombres. Por tanto es imposible que constituya el fondo de todas las religiones (OR, 26-27 de diciembre de 1981). El Papa dice que la Navidad, además del misterio (en el cual se cree) del nacimiento del hombre-Dios, incluye también el misterio no resuelto de no haber sido acogido por el mundo y por los suyos. El Concilio no habla de luz sobrenatural, sino de “plenitud de luz”. El naturalismo que caracteriza los dos documentos,  Ad Gentes y Nostra Aetate, es patente incluso en la terminología, al no aparecer jamás el vocablo “sobrenatural”.

   La descripción de las religiones no cristianas, contempladas en tal perspectiva, no podía no teñir lo que siendo universal e inespecífico y propio del sentido religioso del género humano es común al Islamismo y Cristianismo. Del Islamismo, por ejemplo, el Concilio señala la creencia en un Dios providente y omnipotente y la expectativa de un juicio final; pero olvida el rechazo de la  Stma.Trinidad y de la divinidad de Cristo, es decir, de las dos Verdades principales del Cristianismo, cuyo conocimiento se juzga necesario para la salvación.

   El problema oculto en el nuevo ecumenismo es la antigua cuestión de la salvación de los infieles, que atormentó a la teología desde los primeros tiempos y se confunde con el número de los predestinados (que si fuese pequeño parecería producir escándalo). El Verbo Divino encarnado, Jesucristo, se encuentra en el principio de todos los valores de la Creación; y por tanto seguir al Verbo, en el orden natural o en el sobrenatural, es seguir el mismo principio; por lo cual Campanella, que puso el fundamento de toda su filosofía en Cristo como racionalidad universal, encontraba en él el motivo para las misiones: “Cristo no es sectario, como los jefes de las otras naciones, sino que es la sabiduría de Dios, y el verbo y la razón de Dios y por tanto Dios, y asumió la humanidad como instrumento de nuestra renovación y redención; y todos los hombres siendo racionales por Cristo (Razón Primera), son  cristianos implícitamente, y sin embargo deben reconocerlo en la religión cristiana explícitamente, única en que se vuelve a Dios” (Romano Amerio,“Rivista di filosofia neoescolastica”, 1939, pp. 378 y ss.).

   La idea campanelliana de los infieles como cristianos implícitos es retomada por la nueva teología, que ignorando a Campanella ha elaborado el concepto de cristianos anónimos. Estos se adherirían a Cristo por un deseo inconsciente, y gracias a tal deseo serían salvados en la vida eterna (por ejemplo, la escuela de KARL RAHNER, Das Christentum und nicht-christichen Religionen, en Schriften zur Theologie, Colonia 1972).

 INSIGNIFICANCIA DE LAS MISIONES

   La principal característica que se descubre en el sistema es su tendencia pelagiana. Pelagio no dejaba a salvo la trascendencia del Cristianismo, pues según él lo que salva no es la gracia (es decir: la especial comunicación que Dios hace de su propia realidad en la historia), sino la universal comunicación que Dios hace de sí mismo a las mentes mediante la luz de la racionalidad en la naturaleza. Por tanto se confunde el orden ideal con el orden real, la intuición de la idea con la presencia de lo real. La ordenación a los valores naturales, la raíz de la civilización, es distinta de la ordenación a los valores sobrenaturales, raíz del Cristianismo; y no se puede ocultar el saltus de una a otra haciendo del Cristianismo algo inmanente a la religiosidad del género humano. Es imposible con la luz natural encontrar lo sobrenatural, que aunque injertado por Dios con un acto histórico especial en el fondo del espíritu, no proviene de dicho fondo.

   Es temerario y erróneo afirmar, como hace el OR de 11 de enero de 1972, que “el Concilio ha cancelado de una vez para siempre el prejuicio de que sólo los católicos poseen la verdad”, porque iguala la gracia especifica de Cristo con la naturaleza universal de los valores humanos. Por consiguiente, negar que la Iglesia es un monolito es negar que tenga una única piedra en lo visible y en lo invisible.

   El nuevo ecumenismo destruye además las misiones. Si las naciones poseen en el seno de su propia religiosidad la verdad que salva, su anuncio por el Cristianismo se convierte en algo superfluo o vano. Parecerá incluso que intenta sujetar a los espíritus a sí misma, en vez de a la verdad que ellos ya poseen. Por el contrario, la realidad es que no sólo a la Iglesia, sino ni tan siquiera Cristo predica su propia doctrina al predicar el Evangelio: “Jesús les respondió: Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado”  (Jn 7, 16). En el nuevo ecumenismo el Cristianismo no integra (como rectamente sostenía Gioberti) a las otras religiones, sino que está integrado en ellas. Mons. Rossano habla expresamente de “perpetua problematicidad del tema cristiano”, fórmula que elimina la certeza de la fe.

   En el sistema católico la civilización (en concreto la promoción de la civilización técnica) debe ceder ante la predicación del Evangelio, y Pablo VI (OR, 25 de octubre de 1971) consideró un error dar prioridad a la promoción y a la llamada liberación humana.

   Pero tal prioridad se despliega ampliamente en toda la acción postconciliar. Si, como escribe en “Renovatio” 1971, p. 229 el padre Basetti Sani, el Corán es un libro divinamente inspirado; y si, como declara Mons. Yves Plumey, “más allá de las diferencias de dogma y moral, el Cristianismo e Islamismo predican las mismas verdades y tienden al mismo fin” (“Ami du clergé”, 1964, p. 414); y si, como escribe el OR del 28 de julio de 1977 reseñando una obra de Raimundo Panikkar, “el Hinduismo está ya orientado hacia Cristo y de hecho ya contiene el símbolo de la realidad cristiana”, entonces la acción misionera de la Iglesia no podrá ser más que de alfabetización, hidráulica, agronómica o sanitaria: es decir de civilización y no de religión. Tal idea de una  misión no misionera se ha convertido en la clave del Día mundial de las misiones (Domund), que en 1974 difundía cientos de miles de ejemplares de una octavilla de este tenor: “¿Que significa (la jornada de misiones)? Colaborar a eliminar del mundo odios, guerras, hambre, miseria. Cooperar a la redención espiritual, humana, social de los pueblos a la luz del mensaje cristiano. ¿Qué pide? Guarderías, asilos, escuelas, hospitales, ambulatorios, hospicios, casas para ancianos, leproserías, centros para tuberculosos. Los misioneros esperan un acto de solidaridad generosa”. No hay en toda la apelación sombra alguna de religión católica, sino pura filantropía antropocéntrica.

   Tuve la oportunidad de comprobar “in situ” ésta lamentable realidad, en el curso de un ciclo de conferencias en mí parroquia (1999), en una de las cuales intervino un  exmisionero que dio su “testimonio” completamente antropocentrista. Al preguntarle directamente, en que se diferenciaba la labor de un misionero católico de la de un colaborador de una ONG humanitaria, me respondió secamente: “En el tiempo de dedicación, que en el misionero es mayor y más comprometido”; en cuanto a la evangelización propiamente dicha, respondió: “Con nuestro ejemplo humanitario evangelizamos”.

Ni Evangelio, ni Cristo, ni verdadera misión; nada de nada.

   Así pues, ese fondo común a todos los movimientos religiosos del género humano no es el Cristo hombre-Dios de la Revelación, sino el Cristo hombre-ideal-de-perfección del humanitarismo naturalista.

   No sorprende que los misioneros se desencanten de una misión dirigida primordialmente a una renovación totalmente terrenal; ni sorprenderá que ese ecumenismo unido a una caridad meramente natural haya tenido en Marsella, por obra de Mons. Etchégaray, su panteón: El intento de transformar en un Centro monoteísta una capilla de Notre-Dame de la Garde quitando imágenes de santos para colocar frases del Corán y de la Torah despertó una viva manifestación popular, que en parte lo hizo fracasar (“Itinéraries”, 205, pp. 113 y 167). Tampoco sorprenderá finalmente que en el seminario islamo-cristiano de Trípoli, en 1976, el Card, Pignedoli haya aceptado en el punto XVII la condena de toda misión que se proponga la conversión, al considerar a todos los fundadores de religiones como mensajeros de Dios (OR, 13 de febrero de 1976). La conversión del concepto de misión en el de proselitismo se ha hecho hoy común entre los católicos, que han adoptado totalmente sobre este punto la doctrina del Consejo Ecuménico de las Iglesias.

   Según el pastor Potter, secretario de ese Consejo, en el discurso a la asamblea ecuménica de Vancouver en julio de 1983, el fruto que ha madurado en el mundo cristiano gracias a ese movimiento es el siguiente: “De la desconfianza, del rechazo al reconocimiento mutuo de ser Iglesias, del proselitismo, de una confesión apologética de la propia fe particular, se ha pasado a desalentar el proselitismo para hacer más fiel y más convincente el testimonio común de Cristo” (OR, 28 de julio de 1983, que no hace reserva alguna y parece reconocer que ésta es también la posición de al Iglesia Católica). No sorprende que en tal circunstancia de teocracia haya sido erigido como un símbolo en el campo de las reuniones un enorme tótem de una tribu india (OR, 31 de julio de 1983, que pone la noticia bajo el titular Culturas diversas convergentes en la única fe).

   En la única reunión ecuménica a la que he asistido, en el curso de la “Semana por la oración para la unión de los cristianos”( Alcorcón, diciembre de 1999), durante una conferencia a cargo de un pastor protestante para un auditorio pluriconfesional, oí con estupefacción que: “Nosotros (Los protestantes evangélicos) creemos en la presencia real de Cristo en la Eucaristía, pero nos estorba eso de la Transubstanciación” o también “nosotros honramos a la Virgen María, y eso no debe ser problema entre nosotros”. Digo que oí con estupefacción, no porque esas afirmaciones fuesen verdades a medias, que lo eran (mintió descaradamente al negar el dogma de la Transubstanciación, por no hablar de que niega como buen “hermano separado” todos los dogmas Marianos), sino porque estando como estaban presentes un párroco, el arcipreste de la ciudad y el mismísimo Vicario, brazo derecho del obispo de mí diócesis (Getafe), ninguno le replicó, como debiera hacer un “buen pastor que da su vida por las ovejas”, pero lejos de eso aplaudieron al final del acto con toda la concurrencia. Creo que fui el único que por coherencia católica no lo hizo, por no comentar con detalle algunas preguntas que hice en el turno de preguntas.

 REFLEXIONES FINALES

   Uno de los reproches más habituales a la apologética católica es el de la “soberbia espiritual”. Pero yo pregunto: ¿un pájaro alardea de volar?; ¿el sol se engríe de dar luz y calor?; ¿la roca  se ufana de ser dura y no padecer? Entonces, ¿cómo puede ser “soberbia espiritual” el confesar abiertamente que la Santa Fe Católica es la única verdadera, porque es la única Revelada por Dios, y no ninguna otra?

   La Verdad no puede hallarse en una proposición y su contraria. La Verdad es Una, objetiva e intrínseca; el error es múltiple y subjetivo.

   No existe la caridad sin la Verdad, aunque se pueda y se deba moralmente usar la caridad para exponer la Verdad.

   SAN AGUSTÍN  expresaba: “In necesariis unitas, in dubiis libertas, in ómnibus cáritas”, en lo necesario unidad; en lo dudoso libertad; y en todo caridad.

 EPÍLOGO

   Antes de dejar la última palabra al respecto del Ecumenismo a los Santos Padres, Mártires, Papas y Escritores Eclesiásticos, me permito hacer una consideración final, y es que si hay algo en la Iglesia que no nos guste, esforcémonos nosotros cada día en ser mejores, para conocerla mejor y amarla más.

   Es tiempo (ahora, como ayer y siempre) de movilización de los “Satanases” y los “San Atanasios”. En nuestra mano está el decidir que partido tomar: con Dios o contra Él, no hay más caminos.

   SAN IGNACIO DE ANTIOQUIA (siglo I): “Si los que obran estas cosas según la carne merecen la muerte, cuanto más el que corrompe la fe en Dios con mala doctrina, por la que fue crucificado Jesucristo; el tal impuro irá al fuego inextinguible e igualmente el que lo escucha.” (Carta a los efesios 16, 1-2)

   SAN IRENEO DE LYÓN (siglo II): “En cuanto a todos los demás que se separan de la sucesión original (apostólica) y se reúnen en cualquier parte, hay que tenerlos por sospechosos, estos son: los herejes de falso espíritu, o cismáticos llenos de orgullo, o incluso los hipócritas que obran por el lucro y la gloria vana. Todos estos se apartan de la verdad: los herejes aportando un fuego extraño al altar de Dios, esto es doctrinas extrañas, serán consumidos por el fuego del cielo, como Nadab y Abiud.” (Adversus haereses IV 26, 2)

   ORÍGENES (siglo III): “ La Iglesia, dice, es la única que está en posesión de la recta y verdadera fe. Ella sola garantiza el canon de las Sagradas Escrituras. La fórmula de la fe legítima es la que se halla en el símbolo bautismal... Los herejes llevan el nombre de cristianos pero, en realidad, son ladrones y adúlteros porque mancillan los castos dogmas de la Iglesia...” (De Principiis)

   SAN ANTONIO ABAD (siglo III): “Evitad el veneno de los herejes y cismáticos e imitad mi odio hacia ellos porque son enemigos de Dios” (San Atanasio,“Vita Antonii” 58)

   SAN ATANASIO (siglo IV): “Todo el que quiera salvarse, ante todo es menester que mantenga la fe católica; y el que no la guardare íntegra e inviolable, sin duda perecerá para siempre.”

   SAN MARTÍN I, Papa (siglo VII): “Por la intercesión de San Pedro, establezca (Dios) los corazones de los hombres en la fe ortodoxa, y les haga firmes contra todo hereje y enemigo de la Iglesia. De fuerza al pastor que gobierna ahora. De tal suerte que, sin ceder en ningún punto, ni siquiera mínimo, y sin someterse en parte secundaria alguna, conserven íntegra la fe profesada ante Dios y ante los ángeles santos”.

Terminado de redactar el 25 de junio de 2000,
SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI

Non nobis, Domine, non nobis, sed tuo nomini da gloriam”
(No a nosotros, Señor, no a nosotros, a tu Nombre da la gloria)
A. M. D. G.  

BIBLIOGRAFÍA:

  • “Sí Sí No No”, revista católica antimodernista; Nº 93, marzo de 2000.  

  • “La ignorancia religiosa”; Benjamín Martín Sánchez.  

  • “Roca Viva”; noviembre 1998.  

  • “El cristianismo, orígenes”; Jesús Simón S. J. 1958.  

  • “Stat Veritas”; Romano Amerio, 1997.  

  • “Iota Unum”; Romano Amerio, 1994.  

  • “El Magisterio de la Iglesia”; E. Denzinger, 1958.  

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