EL PAPA 
Dr. D. Niceto Alonso Perujo, Doctoral de Valencia
Diccionario de Ciencias Eclesiásticas. 


   El Obispo de Roma, primado de toda la Iglesia y su jefe, sucesor de San Pedro y vicario de Jesucristo, se llama Papa o Romano Pontífice. Él es la cabeza de la Iglesia, centro de la unidad católica, y se llama romano porque tiene su Silla en Roma, la cual, por esto mismo, es llamada Ecclesia principalis.

   La etimología de este nombre no es del todo clara según los autores; la más acertada e ingeniosa nos parece la del alemán Burio, en su Onomasticon. Según este, Papa es lo mismo que Pater Patrum o Pastor Pastorum, como palabra compuesta de la raíz o primera sílaba de las dos dichas. Dice también que la palabra Papa es una especie de abreviatura de la dignidad pontificia. P. Petri, A. Apostoli, P. Potestatem, A Accipiens, como si dijera el que recibió todo el poder dado por Cristo al Apóstol San Pedro, y por consiguiente toda su autoridad, prerrogativas, honores y derechos.

   No siempre este nombre fue exclusivo del Romano Pontífice. Antiguamente se daba a todos los Obispos, como todavía se les da entre los griegos. Dice Tomasino que no empezó a darse privativamente al Romano Pontífice hasta el siglo X, según unos a San Gregorio Vll en el Concilio de Roma de 1073 o según otros a Urbano II en el Concilio de Clermont de 1095. Sin embargo, no fue por orgullo como dicen algunos cismáticos e incrédulos, porque los Papas nunca han querido llamarse Pastor pastorum, o Episcopus episcoporum, sino que dejando todos sus títulos honoríficos, no toman otro, a lo menos desde San Gregorio VII, que Servus servorum Dei.

   Puede considerarse al Papa bajo diversos aspectos, como cabeza de la Iglesia universal, como Patriarca de Occidente y Obispo particular de Roma, y como soberano temporal de sus Estados. En cuanto a esto último tratamos del Papa en el artículo inmediato, demostrando la necesidad y conveniencia de su principado civil: aquí pues debemos hablar únicamente de él como cabeza de la Iglesia.

   Es cierto que Jesucristo dio a San Pedro un primado de honor y jurisdicción sobre toda la Iglesia, Fieles y Obispos, como era necesario para perpetuar los frutos de su venida a la tierra. La Iglesia, sociedad de hombres, ha de ser gobernada visiblemente, y el mismo Jesucristo se sirve de un hombre, vicario suyo, es decir que hace sus veces. Sobre él como una piedra firme, fue fundada la Iglesia, y Pedro recibió un triple poder con el primado, a saber, la autoridad suprema espiritual, la enseñanza suprema y el gobierno supremo. Se demostrará con más extensión en el artículo Primado.

   Si se hubieran de desarrollar todos estos puntos con la extensión que merecen, no sería posible encerrarlo en un breve artículo del Diccionario. El Papa, al ser instituido por Cristo, recibió las llaves del reino de los cielos, la fe indefectible, el poder de confirmar a sus hermanos, y los atributos de la autoridad suprema, como son las llaves. Habiendo de dirigir a sus hermanos como pastor universal. (Pasce agnos meos, Pasce oves meas, Joan XXXI, 15), recibió todo lo necesario para cumplir este cargo importante, a fin de que no haya sino un solo rebaño y un sólo pastor. De esta manera el poder de Pedro y de sus legítimos sucesores no solamente se extiende a tal o cual pueblo o Estado, sino a todos los cristianos sin distinción, laicos y clérigos, príncipes y Obispos. Es cierto que hay un episcopado que posee en particular las mismas atribuciones y derechos que el Papa en sus respectivas diócesis, pero claro es que todos los Obispos le están subordinados a fin de conservar la unidad que, como hemos dicho, es el fundamento de la Iglesia. Por lo tanto no puede haber más que un solo jefe, único y visible, pues de lo contrario la Iglesia se convertiría en un conjunto incoherente de miembros disgregados.

   Los Apóstoles, aunque testigos inmediatos de la vida de Jesucristo y mensajeros infalibles de su doctrina y primeros Obispos de la cristiandad, debieron por consiguiente hallarse subordinados a Pedro como primero de los Papas, porque el apostolado había comenzado en Pedro, según dice Inocencio II, como el episcopado comenzó por Cristo. En unión con Pedro, todos los Apóstoles gozaban la plenitud del poder apostólico, pero esto en virtud de la unidad de la cual Pedro era el centro. A la verdad, Jesucristo dio a Pedro un privilegio propio y personal que no dio a todos los demás Apóstoles. Mas como Pedro había de morir algún día, no podía entrar en el plan divino de la institución de la Iglesia que aquella autoridad de primado fuese dada a una persona mortal, sino que debió tener sucesores. Era pues preciso que continuase la sucesión del primado.

   Esta sucesión, como sucede en todos los poderes de la tierra, no era dependiente de la arbitrariedad, o del acaso, sino que debía obedecer a las reglas fijas de toda la sucesión de poderes, pues solo así la Iglesia, reino de Cristo, podría alcanzar una organización firme e invariable. En el mismo sentido que la sucesión apostólica se perpetua en los Obispos, del mismo modo la sucesión del primado debe perpetuarse en el Romano Pontífice. Y así como Pedro fue superior a los Apóstoles, de la misma manera el Papa es superior a todos los Obispos.

   Estas ideas bien meditadas sirven para resolver todas las cuestiones acerca de la autoridad del Papa. La Silla de Roma es la que tiene el primado por derecho divino, porque el Obispo de Roma es el legítimo sucesor de Pedro. Este es un hecho histórico que no admite duda alguna. De suerte que la superioridad del Papa sobre los Obispos es también de derecho divino, no sólo en particular, de lo cual nadie duda, sino también colectivamente sobre todos ellos, aun reunidos en Concilio ecuménico. El primado sin duda ninguna se refiere al gobierno general de la sociedad cristiana, y la autoridad de su jefe es sobre todos los llamados a ayudarle en el cargo de apacentar, regir y gobernar a todos los fieles. El Concilio ecuménico es una manifestación de la vida de la Iglesia, de la perpetuidad de su doctrina y de la indefectibilidad de su enseñanza. Ningún Obispo recibió autoridad sobre otro, sino solo Pedro, sobre el cual está edificada la Iglesia para que las puertas del infierno no prevalezcan contra ella. Por esto es claro que el primado no es solo de honor, sino de verdadera jurisdicción para confirmar y dirigir a todos los pastores que están bajo de él; por consiguiente su autoridad no cambia, porque los Obispos reunidos en Concilio no son más que pastores particulares.

   Jamás habrá Concilio ecuménico si no es convocado, presidido y confirmado por el Romano Pontífice, porque su autoridad sobre toda la Iglesia es mayor que la de cada Obispo en su diócesis. Así, pues, la cuestión de la superioridad del Concilio sobre el Papa o del Papa sobre el Concilio nunca ha debido suscitarse. El Papa siempre será la cabeza del cuerpo moral llamado Iglesia, y Papa y Concilio forman un solo cuerpo místico de Jesucristo. Es verdad que toda la Iglesia es un cuerpo jerárquico, cuyos miembros están orgánicamente subordinados los unos a los otros, pero de modo que no pueden considerarse como separados de su cabeza. Mas, si por un imposible se admitiese la hipótesis de la separación, el Concilio se sería acéfalo y no representarla a la verdadera Iglesia de Cristo. Por lo tanto, no tendría autoridad alguna como Concilio, mientras que el Romano Pontífice no podría ser privado de su autoridad sobre todos los Obispos; tanto si singillatim como collective. A propósito decía muy bien Gerson: Si Papatus per imaginationem præscindatur a reliquis potestatibus inferioribus, id quod superest non dicitur Ecclesia… proinde sequitur, quod si generale concilium repræsentet Ecclesiam universalem sufficienter et integre, necesse est ut includat auctoritatem papalem. Fundada la Iglesia sobre Pedro, es claro que su poder había de trasmitirse a sus sucesores. Éstos son como aquél, dueños de las llaves del reino de los cielos, con poder para abrir y cerrar, para atar y desatar, y por lo tanto son consiguientes al primado el poder supremo de dirigir la Iglesia, de presidirla siempre, de enseñar en la misma y ser su centro único y común para que toda ella sea un todo compacto y unido. El Señor no negó a la Iglesia lo que exige la esencia de la misma.

   El primado concedido a San Pedro tiene por atributo necesario la duración y perpetuidad a través de todos los siglos. Como discurre el eminente teólogo Hettinger, si el primado de Pedro es el fundamento de la Iglesia, debe durar tanto como la misma Iglesia. Pedro es el depositario del poder de las llaves, y este poder necesariamente dura la Iglesia mientras la Iglesia viva. Pedro es pastor de todo el rebaño de Cristo, y por consiguiente su ministerio pastoral debe extenderse a todos los tiempos y a todos los lugares. Por la institución del episcopado las Iglesias particulares se hallaban dotadas de un poderoso principio de unidad, y la Iglesia universal necesitaba también un Obispo de los Obispos que impidiese el fraccionamiento de la misma: por otra parte, la Iglesia de los tiempos posteriores no podía carecer de una ventaja que había sido dada a la Iglesia de los tiempos apostólicos.

   Un protestante, Lechler, confiesa que la institución del Papado nada tiene de caprichosa ni de personal, sino que descansa sobre una ley vital del reino de Dios, porque toda comunidad necesita ser dirigida por una sola persona. Desde el momento en que se admite a la misma como una sociedad real y una totalidad viviente, es preciso que sea numéricamente una y que posea un órgano de su unidad.

   Nada puede dar mejor idea de las atribuciones del Papa que decir con el Concilio de Letrán que tiene potestad ordinaria sobre todas las Iglesias, a la manera que el Obispo la tiene sobre todos los clérigos y fieles de su diócesis. Esta potestad plena robustece la autoridad episcopal como sabiamente enseñó el Concilio Vaticano: Tantum autem abest, ut hæ Summi Pontificis potestas officiat ordisariæ ac immediate illi episcopalis jurisdictionis potestati, qua Episcopi, qui positi a Spiritu Sancto in Apostolorum locum successerunt, tamquam veri pastores assignatos sibi greges, singuli singulos, pascunt et regunt, ut eadem a supremo et universali Pastore asseratur, roboretur ac vindicetur, secundum illud sancti Gregorii Magni: Meus honor est honor universalis Ecclesiæ. Meus honor est fratrum meorum solidus vigor. Tum ego vere honoratus sum cum singulis quibusque honor debitus non negatur. En virtud de esta autoridad, es juez supremo de todas las controversias, tanto en materia de doctrina como de disciplina y tribunal supremo y último en todas las causas eclesiásticas, sin que su sentencia sea apelable a ningún poder, como si fuera autoridad superior, ni aún al futuro Concilio ecuménico.

   El Papa es juez supremo de la doctrina y de las costumbres porque está dotado de infalibilidad, cuando define ex cátedra, es decir, cuando habla u obra públicamente coma cabeza de la Iglesia y doctor universal de la misma, proponiendo alguna doctrina perteneciente a la fe o a la moral, y mandando aceptarla bajo pena de anatema. Entonces se dice que es infalible, o lo que es lo mismo, que no puede errar en su juicio. Así debe entenderse la doctrina del santo Concilio Vaticano. Aquel Concilio manifiesta los fundamentos de aquella creencia que son la Tradición, Santos Padres, práctica constante de la Iglesia y de autores católicos, y define: Romanum Pontificem, cum ex Cathedra loquitur, id est, cum omnium Christianorum Pastoris el Doctoris munere fungens, pro suprema sua Apostolica auctoritate doctrinam de fide vel moribus ab universa Ecclesia tenendam definit, per assistentiam divinam, ipsi in beato Petro promissam, ea infallibilitate pollere, qua divinus Redemptor Ecclesiam suam in definiendo doctrina de fide vel moribus instructam esse voluit; ideoque ejus modi Romani Pontificis definitiones ex sese, non autem ex consensu Ecclesiæ irreformabiles esse.

   Efectivamente, la infalibilidad del Papa en el sentido expuesto, es una consecuencia natural y lógica de su primado. Nadie la había puesto en duda hasta la famosa declaración del clero galicano en 1682. Ella es una de sus más excelentes dotes porque la Iglesia edificada sobre Pedro, como sobre un fundamento sólido, no puede estar expuesta a daño ni menoscabo. Luego ella recibe del Papa la solidez de su doctrina y de su fe, pues es claro que Cristo no debió elegir un fundamento frágil e inepto, sino a propósito para sostener aquel edificio que había de ser eterno. Si el Papa pudiera ser reformado en sus juicios por la iglesia, no sería él quien le diera su firmeza, sino por el contrario la misma Iglesia la daría a Pedro.

   Pero el don de la infalibilidad en la enseñanza religiosa es necesario para su buen gobierno y para el cumplimiento de los fines que Jesucristo se propuso al instituirla. No se perderá insensiblemente con el transcurso del tiempo, aquel depósito de la revelación divina que él mismo dio para la salvación de los fieles. Tres fines indica el Apóstol de la institución de la Iglesia: el primero santificar a todos los hombres; segundo edificar el cuerpo místico de Cristo, haciéndolo crecer en el conocimiento del Hijo de Dios; y tercero evitar que los fieles sean como niños fluctuantes que se dejen llevar por todos los vientos de doctrina (Efes. IV, 14). Por todo esto, la infalibilidad es necesaria en el ministerio de Pedro, según lo indican las palabras del mismo Jesucristo: Super hanc petram ædificabo Ecclesiam et el portæ inferi non prævalebunt adversus eam. Por falta de la infalibilidad las sectas protestantes se hallan convertidas en un caos de confusiones. El protestantismo es un hormiguero inmenso de errores que brotan sin cesar, engendrados los unos de los otros, apareciendo sucesivamente en la escena de este mundo con la rapidez del relámpago para desaparecer del mismo modo.

   Hay otro testimonio del Evangelio, en donde Jesucristo asegura a Pedro que ha rogado por él con una oración especial para que no falte su fe. Simon, Simon, ecce Satanas expetivit vos ut cribaret sicut triticum: ego autem rogavi pro te ut non deficiat fides tua et tu aliquando conversus confirma fratres tuos duc., xxii, 31). Claramente indican estas palabras que la Iglesia entera deberá ser confirmada en la fe con arreglo a la fe de Pedro; que esta fe no puede faltar jamás; que esta firmeza de la fe de Pedro es con el objeto de poder confirmar a sus hermanos vacilantes en la misma. Todos los cristianos, por consiguiente, poseen la seguridad de no poder errar en la fe confiados en la promesa de Jesucristo, pues desde el instante que pudieran abrigar este temor, la misma obra de la institución de la Iglesia quedaría destruida y vacilante. La religión, que tiene por objeto proporcionar a los hombres los medios seguros de conseguir la salvación, que es el negocio más importante, sin duda alguna está basada sobre principios ciertísimos e inconcusos enseñados por los mismos Apóstoles. Luego, la enseñanza no puede variar, ni mudarse la doctrina. Esta seguridad es la posesión de un derecho de que no puede ser privada.

   Efectivamente, Jesucristo cumplió sus promesas, y su oración fue eficaz, proveyendo así a su iglesia de una regla segura para creer. El Papa, pastor supremo de todo el rebaño, fieles y Obispos, no lo llevará sin duda a pastos envenenados o corrompidos. El Salvador le dio igualmente este encargo después de haberle exigido una y otra vez el testimonio de su amor: Pasce agnos meos..., pasce oves meas (Juan XXI, 15ss). Absurda es la interpretación de los que suponen que estas palabras se refieren a la administración de los Sacramentos, pues bien se ve que principalmente se trata en ellas del ministerio de la enseñanza. En lenguaje bíblico, el cargo de apacentar significa lo mismo que enseñar una doctrina sana. Es el principal oficio del magisterio católico.

   Por último, así como el Papa por confesión de los adversarios tiene un poder supremo e inapelable en cuanto a la jurisdicción, con mayor motivo debe tenerlo en cuanto a la enseñanza de las creencias y de la moral. Jamás podría ser reconocido como ordenador supremo de las acciones, sin serlo al mismo tiempo como juez supremo de las creencias. Ahora bien; para poder obligar a prestar asentimiento pleno y firme a alguna enseñanza, que supone aquiescencia de entendimiento y de corazón, se necesita una autoridad infalible.

   Terminaremos recordando que esta verdad está constantemente acreditada por la historia y por la experiencia. El juicio del Papa siempre ha sido considerado como decisivo en la confirmación de todos los Concilios, aún ecuménicos, que nunca han tenido fuerza sin esta condición, y en la condenación de todas las herejías. Apenas nacía algún error, era denunciado al Papa, que lo condenaba sin apelación, y todos los cristianos quedaban conformes con su juicio. Bien conocido es el antiguo adagio: Roma locuta est, causa finita est.

   No hablaremos de los testimonios de los Santos Padres y de muchos hechos de los primeros siglos, porque son bien conocidos. En todos los tiempos los fieles todos han creído que el supremo magisterio católico residía en la cátedra de Pedro como centro de unidad. En el artículo Romano Pontífice, se tratará de nuevo del Papa, bajo el punto de vista canónico.

Contenido del Sitio
1