La Iglesia y el Liberalismo
Revista "ROMA", Nº 63-64

III - La colaboración de ambos poderes

   Por lo dicho se ve cómo Dios ha dividido el gobierno de todo el linaje humano entre dos potestades: la eclesiástica y la civil; ésta, que cuida directamente de los intereses humanos; aquélla de los divinos. Ambas son supremas, cada una en su esfera; cada una tiene sus límites fijos en que se mueve, exactamente definidos por su naturaleza y su fin, de donde resulta un como círculo dentro del cual cada uno desarrolla su acción con plena soberanía. Pero por cuanto ambas ejercen su imperio sobre las mismas personas, dado que pudiese suceder, que el mismo asunto, aunque a título diferente, pero con todo, el mismo que pertenece a la incumbencia y jurisdicción de ambos, debe Dios en su infinita Providencia, quien ha constituido a las dos, haber trazado a cada uno su camino recta y ordenadamente. Pues las (potestades) que sois, por Dios fueron ordenadas (Rom. 13, 1). Si así no fuese, con frecuencia nacerían motivos de litigios funestos y de lamentables conflictos, y no pocas veces, el hombre, llena el alma de ansiedad, como ante una encrucijada, debía encontrarse perplejo, sin saber qué partido, de hecho, tomar, por cuanto cada uno de los dos poderes, cuya autoridad sin pecado no podía rechazar, mandaba lo contrario del otro. Pero esto repugna en sumo grado pensarlo de la sabiduría y bondad de Dios, tanto más cuanto que hasta en el mundo físico, aunque de un orden muy inferior, ha concertado las fuerzas y causas naturales con tan razonable moderación y armonía maravillosa que ninguna obstaculiza a las otras y que todas juntas tienden, de un modo conveniente y aptísimo hacia la general finalidad del mundo.

   Es, pues, necesario que haya entre las dos potestades cierta trabazón ordenada; coordinación que no sin razón se compara a la del alma con el cuerpo en el hombre. Pero cuán estrecha y cuál sea aquella unión, no se puede precisar sino atendiendo a la naturaleza de cada una de las dos soberanías, relacionadas así como dijimos y teniendo en cuenta la excelencia y nobleza de sus respectivos fines, pues que la una tiene por fin próximo y principal el cuidar de los bienes perecederos, y la otra el de procurar los bienes celestiales y eternos.

   Así que todo cuanto en las cosas humanas, de cualquier modo que sea, tenga razón de sagrado, todo lo que se relacione con la salvación de las almas y al culto de Dios, sea por su propia naturaleza o bien se entienda ser así por el fin a que se refiere, todo ello cae bajo el dominio y arbitrio de la Iglesia; pero lo demás que el régimen civil y político abarca justo es que esté sujeto a la autoridad civil puesto que Jesucristo mandó expresamente que se dé al Cesar lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (Luc. 20. 25). No obstante, a veces acontece que por necesidad de los tiempos pueda convenir otro modo de concordia que asegure la paz y libertad, por ejemplo, cuando los gobiernos y el Pontífice Romano se avengan sobre alguna cosa particular. En estos casos, hartas pruebas tiene dadas la Iglesia de su bondad maternal, llevada tan lejos como le ha sido posible la indulgencia y la facilidad de acomodación.

   La que dejamos trazada sumariamente es la forma cristiana de la sociedad civil; no inventada temerariamente y por capricho, sino sacada de grandes y muy verdaderos principios que la misma razón natural confirman.

IV - Ventajas y frutos.

   Tal organización del Estado, empero, no contiene nada que pueda parecer menos digno o menos honroso para la grandeza de los príncipes. Muy lejos de menoscabar los derechos de su majestad, antes al contrario los hace más estables y augustos. Aún más, si bien se mira, aquella constitución tiene cierta perfección grandiosa de que carecen los demás regímenes estatales, pues ella reportaría ventajas varias y muy excelentes, con tal que cada parte se mantuviera en su grado y cumpliera íntegramente el oficio y cargo que se le ha señalado.

Para el individuo

   En efecto, en la sociedad constituida, según dijimos, lo humano y lo divino está convenientemente repartido, los derechos de los ciudadanos permanecen intactos y además defendidos por el amparo de las leyes divinas, naturales y humanas, los deberes de cada uno están sabiamente señalados y su observancia estará oportunamente sancionada. Todos los hombres, en esta peregrinación incierta y laboriosa hacia aquella eterna patria saben que tienen a mano guías a quienes en el camino con toda tranquilidad podrán seguir y hombres que les ayudarán a llegar; igualmente comprenderán que cuentan con otros hombres que les procuran o conservan la seguridad, la propiedad y demás bienes de que consta esta vida social.

La familia

   La sociedad doméstica logra toda la necesaria firmeza por la santidad del matrimonio, uno e indisoluble. Los derechos y los deberes entre los cónyuges están regulados con sabia justicia y equidad; el honor y el respeto debidos a la mujer se guardan decorosamente; la autoridad del varón calca el modelo de la autoridad de Dios; la patria potestad se adapta convenientemente a la dignidad de la esposa y de los hijos, y finalmente, se asegura en forma óptima la protección, el mantenimiento y la educación de la prole.

   En lo civil y político las leyes se enderezan al bien común, y se dictan no por la pasión y el criterio falaz de las muchedumbres, sino por la verdad y la justicia; la autoridad de los gobernantes reviste cierto carácter sagrado y más que humano, y se le pone coto para que ni se aparte de la justicia ni cometa excesos de poder; la obediencia de los ciudadanos va acompañada de honor y dignidad porque no constituye una servidumbre que sujeta a un hombre a otro hombre sino que es la sumisión a la voluntad de Dios quien por medio de los hombres ejerce su imperio. Una vez conocidos y aceptados estos principios, se comprenderá que es un deber de justicia, el reverenciar la majestad de los soberanos, el someterse constante y fielmente a los poderes públicos, no colaborar a las sediciones, y observar religiosamente las leyes del Estado

   Entre los deberes figura también la caridad mutua, la bondad, la liberalidad, siendo el ciudadano como es el mismo cristiano, no se separa en partes contrarias mediante preceptos que se contradicen mutuamente, y finalmente los magníficos bienes de que espontáneamente colma la religión cristiana la misma vida mortal de los hombres, todos ellos se aseguran para la comunidad y sociedad civil; así aparecen certísimas aquellas palabras: La suerte de la República depende de la Religión con que se rinde culto a Dios; y entre ambos hay múltiples lazos de parentesco y familia(1).

   En muchos pasajes de sus obras SAN AGUSTÍN ha trazado, con su manera maravillosa acostumbrada, la extensión e influencia de esos bienes, particularmente, empero, donde habla de la Iglesia en estos términos: Tú ejercitas e instruyes con sencillez a los niños, con fuerza a los jóvenes, con calma a los ancianos, no sólo como corresponde a la edad del cuerpo sino también conforme al desarrollo del espíritu. Tú sometes con casta y fiel obediencia la mujer al marido no para que él busque la satisfacción de su pasión, sino la procreación de la prole y la formación de la comunidad familiar. Tú das al marido autoridad sobre la mujer no para hacer burla del sexo más débil sino para que cultive las leyes del amor sincero. Tú sujetas con cierta servidumbre de libertad los hijos a los padres y haces a los padres mandar a los hijos con autoridad reverente... Tú unes a los ciudadanos con los ciudadanos, los pueblos con los pueblos, en una palabra, Tú unes a los hombres no sólo por el recuerdo de los primeros padres y en sociedad sino también en cierta hermandad. Tú enseñas a los reyes a mirar por el bien de los pueblos, a los pueblos a prestar acatamiento a los reyes. Tú muestras cuidadosamente a quién se debe reverencia, a quién temor, a quién el consuelo, a quién el aviso, a quién la exhortación, a quién la suave palabra de la corrección, a quién la dura de la increpación, a quién el suplicio; y manifiestas también de qué manera, puesto que es verdad que no todo se debe a todos, se debe, no obstante, a todos caridad y a nadie injusticia(2).

   En otro lugar, el Santo, reprendiendo el error de ciertos filósofos que presumían de sabios y entendidos en la política, añade: Los que afirman que la doctrina de Cristo es nociva a la república; que nos muestren un ejército de soldados tales como la doctrina de Cristo los exige; que nos den asimismo regidores, gobernadores, cónyuges, padres, hijos, amos, siervos, reyes, jueces, tributarios, en fin, y cobradores del fisco, tales como la enseñanza de Cristo los requiere y forma; y una vez que los hayan dado, atrévanse a mentir que semejante doctrina se opone al interés común lo que no dirán; antes bien, habrán de reconocer que su observancia es la gran salvación de la república(3).

El testimonio de la historia

Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba a los Estados; entonces aquella energía propia de la sabiduría de Cristo y su divina virtud, habían compenetrado las leyes, las instituciones y las costumbres de los pueblos, impregnando todas las capas sociales y todas las manifestaciones de la vida de las naciones, tiempo en que la Religión fundada por Jesucristo, firmemente colocada en el sitial de dignidad que le correspondía, florecía en todas partes, gracias al favor de los príncipes y la legítima protección de los magistrados; tiempo en que al sacerdocio y al poder civil unían auspiciosamente la concordia y la amigable correspondencia de mutuos deberes.

   Organizada de este modo la sociedad, produjo un bienestar muy superior a toda imaginación. Aun se conserva la memoria de ello y ella perdurará grabada en un sinnúmero de monumentos de aquellas gestas, que ningún artificio de los adversarios podrá jamás destruir u obscurecer.

La fecunda misión civilizadora de la Iglesia

   Si la Europa cristiana civilizó a las naciones bárbaras e hizo cambiar la ferocidad por la mansedumbre, la superstición por la verdad; si rechazó victoriosa las invasiones de los mahometanos; si conservó el cetro de la civilización, y si se ha acostumbrado a ser guía del mundo hacia la dignidad de la cultura humana, y maestra de los demás; si ha agraciado a los pueblos con la verdadera libertad en sus varias formas; si muy sabiamente ha creado numerosas obras para aliviar las desgracias de los hombres, ese gran beneficio se debe, sin discusión posible a la Religión la cual auspició la iniciación de tamañas empresas y coadyuvó a llevarlas a cabo.

Daños de la discordia entre ellas

   Habrían perdurado, ciertamente, aun hasta ahora esos mismos beneficios si ambas potestades hubiesen mantenido la concordia; y, con razón mayores, se podrían esperar si se acogiesen la autoridad, el magisterio y las orientaciones de la Iglesia con mayor lealtad y constancia. Las palabras que escribió IVO DE CHARTRES al Romano Pontífice PASCUAL II debían respetarse como una norma perpetua: Cuando el poder civil y el sacerdocio viven en buena armonía, el mundo está bien gobernado, y la Iglesia florece y prospera; pero cuando están en discordia no sólo no prosperan las cosas pequeñas sino que también las mismas cosas grandes decaen miserablemente(4).

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