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SOBRE EL PORVENIR DE NUESTRAS INSTITUCIONES EDUCATIVAS

Friedrich Nietzsche

Quinta conferencia
Pronunciada el 23 de marzo
Traducci�n de Carlos Manzano publicada por Tusquets, Barcelona, septiembre de 2000, pp. 141-167.

 

Si lo que os he contado, ilustres oyentes, sobre los discursos de nuestro fil�sofo, pronunciados en la quietud nocturna y agitados por diversas causas, lo hab�is recibido con simpat�a, entonces su triste decisi�n, que hemos referido al final, deber� de haberos impresionado como nos impresion� entonces a nosotros. Efectivamente, nos hab�a anunciado de improviso que quer�a marcharse: ante el plant�n que le hab�a dado su amigo, y el poco consuelo que le hab�a proporcionado lo que nosotros y su acompa�ante hab�amos sabido aducir en aquella soledad, parec�a ya querer interrumpir apresuradamente aquella estancia in�tilmente prolongada en el monte. La jornada deb�a de parecerle perdida, y, al apartar de s� su recuerdo, indudablemente habr�a deseado hacer un haz con dicho recuerdo y el de habernos conocido. As�, pues, estaba incit�ndonos, enfadado, a marcharnos, cuando un nuevo fen�meno lo oblig� a detenerse, y, despu�s de haberse puesto ya en marcha, tuvo que detenerla de nuevo vacilante.

Un esplendor de luces variopintas y un ruido crepitante, apagado al instante, hacia la regi�n del Rin, atrajo nuestra atenci�n; e inmediatamente despu�s subi� hasta nosotros desde aquella distancia una lenta frase mel�dica, cantada al un�sono y reforzada por numerosas voces juveniles. ��sa es su se�al�, exclam� el fil�sofo, �de nuevo llega mi amigo, y no he esperado en vano. Volveremos a vernos a medianoche: �c�mo podemos anunciarle que a�n estoy aqu�? �Ah!, vosotros, tiradores de pistola, �mostrad una vez m�s vuestras armas! �O�s el ritmo riguroso de esa melod�a que nos saluda? Fijaos en ese ritmo y repetidlo en una serie sucesiva de disparos.�

Aquella tarea era conforme a nuestro gusto y a nuestra capacidad; cargamos con la mayor rapidez posible, y, despu�s de habernos puesto de acuerdo brevemente, levantamos nuestras pistolas hacia la luminosa b�veda estrellada, mientras aquella penetrante progresi�n de sonidos, despu�s de una corta repetici�n, se extingu�a en lo profundo. El primero, el segundo y el tercer disparo resonaron n�tidamente en la noche. Entonces el fil�sofo grit�: ��Hab�is desafinado!�. Efectivamente, de repente hab�amos dejado de realizar nuestra tarea r�tmica: inmediatamente despu�s del tercer disparo, hab�a aparecido, r�pida como una flecha, una estrella fugaz, y casi sin quererlo disparamos el cuarto y el quinto disparo simult�neamente en la direcci�n de su ca�da.

��Hab�is desafinado!�, grit� el fil�sofo ��qui�n os ha dicho que mir�is a las estrellas fugaces? Ya explotan por s� solas, sin vuestra intervenci�n; cuando se usan las armas, hay que saber lo que se quiere.�

En aquel momento se dej� o�r nuevamente, procedente del Rin, aquella melod�a, entonada entonces por voces m�s numerosas y m�s altas. �Pero nos han entendido�, exclam� riendo mi amigo, �ay, por lo dem�s, �qui�n puede resistirse, cuando se pone precisamente a tiro semejante fantasma luminoso?� ��Silencio!�, le interrumpi� el acompa�ante, ��qu� cuadrilla ser� la que nos canta esa se�al? Calculo de veinte a cuarenta voces, potentes voces masculinas, �y de d�nde proviene su saludo? Parece que no han abandonado todav�a la orilla opuesta del Rin. Pero podemos cerciorarnos, regresando al lugar donde est�bamos sentados. Venid r�pido all� abajo.�

En el lugar donde hasta entonces hab�amos estado caminando para delante y para atr�s, es decir, en las cercan�as de aquel imponente tronco de �rbol, el denso, oscuro y alto follaje imped�a ver el Rin. En cambio, ya he contado que desde aquel lugar de quietud, un poco m�s abajo del llano sin �rboles en la cima del monte, se gozaba de una vista a trav�s de las copas de los �rboles, y que precisamente en el centro de aquella perspectiva circular se pod�a ver el Rin abrazando la isla de Nonnenw�rth. Corrimos apresuradamente, a�n preocup�ndonos del viejo fil�sofo, hacia aquel lugar de quietud: en el bosque hab�a una densa oscuridad, y, al guiar al fil�sofo a derecha e izquierda, m�s que ver con claridad, lo que hac�amos era adivinar el camino recorrido.

Apenas llegamos al banco, una luz de fuego, t�rbida, vasta e inquieta, que evidentemente proced�a de la otra orilla del Rin, hiri� nuestros ojos. �Son antorchas�, exclam�, �no hay duda alguna, all� abajo est�n mis compa�eros de Bonn, y vuestro amigo debe ir entre ellos. Ellos eran los que cantaban, y ellos le escoltar�n. �Mirad!, �o�d! Ahora est�n subiendo al barco: dentro de poco m�s de media hora el desfile de antorchas habr� llegado hasta aqu� arriba.�

El fil�sofo dio un brinco hacia atr�s. ��Qu� dec�s?�, replic�, ��vuestros compa�eros de Bonn, es decir, estudiantes? �As� que mi amigo viene con estudiantes?�

Aquella pregunta hecha casi con rabia nos indign�. ��Qu� tiene usted contra los estudiantes?�, replicamos, sin obtener respuesta. Hasta despu�s de un rato no comenz� el fil�sofo a hablar lentamente, en tono quejoso, y casi dirigido a quien todav�a estaba lejos: �As� que, amigo m�o, incluso a medianoche, incluso en lo alto de un monte solitario, no estaremos solos, y eres t� mismo quien trae hasta m� una cuadrilla de estudiantes bulliciosos, a pesar de que sabes que evito prudentemente ese genus omne. En eso no te entiendo, amigo lejano: y, sin embargo, es algo importante volver a encontrarse y verse de nuevo despu�s de una larga separaci�n, y escoger para ello semejante rinc�n remoto y semejante hora ins�lita. �Para qu� necesit�bamos un coro de testigos? Y, adem�s, �menudos testigos! Lo que nos invita al encuentro de hoy no es en absoluto una necesidad sentimental, propia de corazones tiernos: efectivamente, los dos hemos aprendido desde hace tiempo a vivir solos, en un aislamiento lleno de dignidad. Hemos decidido volver a vernos aqu�, no, desde luego, por nosotros, por cultivar, por ejemplo, sentimientos delicados, o por recitar pat�ticamente una escena de amistad. Antes bien, aqu� fue donde un d�a te encontr�, en una hora memorable de solemne soledad, como si fu�ramos caballeros de un nuevo tribunal secreto. Acepto que nos escuche quien pueda comprendernos, pero, �por qu� traes contigo una turba que indudablemente no nos comprende? En eso no te reconozco, amigo lejano�.

No consideramos conveniente interrumpirle en sus tristes lamentaciones, y, cuando enmudeci� melanc�licamente, no nos atrevimos a decirle cu�nto nos hab�a disgustado aquel rechazo lleno de desconfianza hacia los estudiantes.

Al final el acompa�ante se dirigi� al fil�sofo y dijo: �Me recuerda usted, maestro, que en otro tiempo, antes de que yo lo conociera, tambi�n usted vivi� en varias universidades, y que desde entonces circulan rumores sobre sus relaciones con los estudiantes y sobre su m�todo de ense�anza. Por el tono de resignaci�n con que ha hablado de los estudiantes, muchos podr�an suponer que ha tenido experiencias particularmente decepcionantes; pero yo creo, m�s que nada, que usted ha experimentado y ha visto lo que cualquiera puede experimentar y ver en esos lugares, y que, aun as�, ha juzgado todo eso m�s severa y correctamente que ning�n otro. En efecto, por la intimidad que tuve con usted aprend� que las experiencias m�s notables, m�s instructivas, m�s decisivas y m�s �ntimas son las cotidianas, pero que muy pocos son los que entienden como enigma lo que ante todos se presenta como tal, y que a los pocos fil�sofos aut�nticos existentes es a quienes van destinados esos problemas -ignorados, abandonados en el camino y casi pisoteados por la multitud-, para que los recojan con cuidado y desde ese momento resplandezcan como piedras preciosas del conocimiento. En el corto intervalo de que disponemos todav�a hasta la llegada de su amigo, quiz� debiera usted decirnos algunas cosas m�s sobre sus conocimientos y experiencias en la esfera de la humanidad, con lo que completar�a la serie de consideraciones a que, sin quererlo, nos vemos obligados en relaci�n con nuestras instituciones de cultura. Adem�s de eso, perm�tasenos recordarle que en un momento anterior de la discusi�n me ha hecho usted incluso una promesa. Al referirse al bachillerato, ha afirmado usted su extraordinaria importancia: a su objetivo cultural, una vez establecido, deber�an adecuarse todas las dem�s instituciones, y las desviaciones de sus tendencias afectar�an de alg�n modo a dichas instituciones. A semejante importancia de centro motor no podr�a ahora aspirar ni siquiera la universidad, que en su forma actual debe considerarse, por lo menos en su aspecto esencial, como una simple continuaci�n de la tendencia del bachillerato. En ese punto me ha prometido usted una aclaraci�n ulterior: tal vez puedan atestiguarlo tambi�n nuestros amigos estudiantes, que pueden haber o�do nuestro coloquio�.

�Lo atestiguamos�, intervine yo. El fil�sofo se volvi� hacia nosotros y respondi�: �Entonces, si realmente hab�is o�do, podr�is describirme, de acuerdo con lo que hemos dicho, lo que entend�is por tendencia actual del bachillerato. Por otro lado, todav�a est�is bastante pr�ximos a ese ambiente como para poder establecer una comparaci�n entre mis pensamientos y vuestras experiencias y vuestros sentimientos�.

Mi amigo respondi� pronta y r�pidamente, como corresponde a su car�cter, poco m�s o menos lo siguiente: �Hasta ahora siempre hab�amos cre�do que el �nico fin del bachillerato es el de preparar para la universidad. Sin embargo, esa preparaci�n debe hacernos lo suficientemente independientes, en armon�a con la posici�n extraordinariamente libre de un universitario. En efecto, me parece que en ning�n campo de la vida actual le est� permitido al individuo disponer y decidir con respecto a tantas cosas como en el dominio de la vida estudiantil. Debe guiarse a s� mismo durante varios a�os por un terreno vasto y en el que se le deja libertad completa: por eso, el bachillerato ser� el que deber� intentar hacer que sea independiente�. Yo continu� el discurso de mi compa�ero. �M�s a�n: me parece�, dije, �que todo lo que a usted le parece criticable en el bachillerato, con raz�n indudablemente, no es sino un instrumento necesario para producir, en una edad tan temprana, una especie de autonom�a, o, por lo menos, de fe en ella. La instrucci�n alemana debe servir con vistas a esa autonom�a: el individuo debe congratularse de sus opiniones y de sus fines, para poder caminar por s� solo, sin ayuda de muletas. Por eso, muy pronto se le invita a ofrecer una producci�n original, y, m�s pronto a�n, un juicio y una cr�tica precisos. Y, aunque los estudios latinos y griegos no est�n en condiciones de provocar en el escolar entusiasmo hacia la lejana antig�edad, aun as�, gracias al m�todo con que se llevan a cabo se despiertan el sentido cient�fico, el gusto por la causalidad rigurosa del conocimiento, el deseo de encontrar y descubrir. Y muchos son los que, al descubrir una nueva variante textual -encontrada durante el bachillerato y captada por un olfato juvenil- quedan seducidos para siempre por los halagos de la ciencia. El estudiante de bachillerato debe aprender y recoger muchas cosas: de ese modo es posible que se despierte lentamente un impulso que posteriormente lo guiar� a aprender y a recoger de forma semejante, y aut�noma, en la universidad. En resumen, creemos que la tendencia del bachillerato consiste en preparar y habituar al disc�pulo para que despu�s pueda seguir viviendo y aprendiendo aut�nomamente, de igual modo que ha tenido que aprender y vivir bajo la constricci�n del reglamento del bachillerato.�

Ante aquellas palabras el fil�sofo se ech� a re�r, pero no con benevolencia precisamente, y replic�: �Acab�is de darme una prueba perfecta de esa autonom�a. Y es justamente esa autonom�a lo que me espanta tanto y lo que hace que me resulte tan deprimente la proximidad de los estudiantes actuales. S�, queridos amigos, vosotros ya est�is formados, hab�is acabado de crecer, la naturaleza ha roto ya vuestro molde, y vuestros maestros pueden ya deleitarse con vosotros. �Qu� libertad, precisi�n y falta de prejuicios a la hora de juzgar! �Qu� originalidad y agudeza a la hora de comprender! Os erig�s en jueces, y todas las civilizaciones de todos los tiempos escapan corriendo. El sentido cient�fico se ha inflamado y brota de vosotros como una llama: todos deben estar en guardia para no quemarse al contacto con vosotros. Si considero tambi�n a vuestros profesores, vuelvo a encontrar una vez m�s la misma autonom�a, con una vigorosa y arrogante intensificaci�n: nunca ha habido una �poca tan rica en las m�s hermosas autonom�as, y nunca se ha odiado tan intensamente cualquier clase de esclavitud, entre ellas indudablemente tambi�n la esclavitud de la educaci�n y de la cultura.

�No obstante, permitidme valorar esa autonom�a vuestra con el criterio de esta cultura y considerar vuestra universidad simplemente como instituci�n de cultura. Cuando un extranjero quiere conocer la vida de nuestras universidades, pregunta ante todo con insistencia: ��De qu� modo entran en relaci�n vuestros estudiantes con la universidad?�. Nosotros respondemos: �A trav�s del o�do, como oyentes�. El extranjero se asombra. �S�lo a trav�s del o�do?�, vuelve a preguntar. �S�lo a trav�s del o�do�, volvemos a responder. El estudiante escucha. Cuando habla, cuando mira, cuando camina, cuando est� en sociedad, cuando se ocupa de arte, en resumen, cuando vive, es aut�nomo, o sea, independiente de la instituci�n de cultura. Con bastante frecuencia el estudiante escribe tambi�n, mientras escucha. �sos son los momentos en que est� unido al cord�n umbilical de la universidad. Puede escoger lo que desea escuchar, no necesita creer en lo que escucha, puede taparse los o�dos, cuando no desea escuchar. Ese es el m�todo �acroam�tico� de ense�anza.

�Por su parte, el profesor habla a esos estudiantes que escuchan. Lo que piensa y hace en otros momentos est� separado por un inmenso abismo de la percepci�n del estudiante. Muchas veces el profesor lee mientras habla. En general, quiere tener el mayor n�mero posible de oyentes de esa clase; en caso de necesidad, se contenta con pocos, y casi nunca se dirige a uno solo. Una sola boca que habla y much�simos o�dos, con un n�mero menor de manos que escriben: tal es el aparato acad�mico exterior, tal es la m�quina cultural universitaria, puesta en funcionamiento. Por lo dem�s, aquel a quien pertenece esa boca est� separado y es independiente de aquellos a quienes pertenecen los numerosos o�dos: y a esa doble autonom�a se la elogia entusi�sticamente como �libertad acad�mica�. Por otro lado, el profesor -para aumentar todav�a m�s esa libertad- puede decir pr�cticamente lo que quiere, y el estudiante puede escuchar pr�cticamente lo que quiere: s�lo que, detr�s de esos dos grupos, a respetuosa distancia y con cierta actitud anhelosa de espectador, est� el Estado, para recordar de vez en cuando que �l es el objetivo, el fin y la suma de ese extra�o procedimiento consistente en hablar y en escuchar.

�Por eso, nosotros, a quienes debe permit�rsenos considerar ese fen�meno sorprendente s�lo como una instituci�n cultural, contamos al estudioso extranjero que todo lo que es cultura en nuestras universidades pasa de la boca al o�do y que cualquier educaci�n para la cultura es, como hemos dicho, exclusivamente �acroam�tica�. Pero, como incluso el hecho de escuchar y la elecci�n de lo que se debe escuchar se dejan a la decisi�n aut�noma del estudiante acad�micamente carente de prejuicios y como, por otro lado, puede negar la autenticidad y la autoridad de todo lo que escucha, en ese caso toda la educaci�n para la cultura compete, en sentido estricto, a �l solo, y entonces la autonom�a buscada a trav�s del bachillerato se revela, con el m�ximo orgullo, como �autoeducaci�n acad�mica para la cultura�, y se adorna con sus plumas m�s brillantes.

���poca feliz, en que los j�venes son lo bastante sagaces y cultos como para poder guiarse a s� mismos! �Insuperables institutos de bachillerato, que consiguen implantar la autonom�a, mientras que otras �pocas cre�an deber implantar y trasplantar la dependencia, la disciplina, la sumisi�n, la obediencia, y deber rechazar cualquier clase de presunci�n de autonom�a! �Veis ahora claro, queridos amigos, por qu�, desde el punto de vista de la cultura, me gusta a m� considerar la universidad actual como una continuaci�n de la tendencia del bachillerato? La cultura conseguida a trav�s del bachillerato se presenta como un todo completo, y con pretensiones de libertad de opci�n, a las puertas de la universidad: exige, dicta leyes, juzga. As�, pues, no os enga��is con respecto al estudiante culto: �ste, precisamente porque cree haber recibido la consagraci�n de la cultura, sigue siendo todav�a el bachiller formado por las manos de sus profesores. En cuanto tal, despu�s de haber acabado el bachillerato y de haber entrado en el aislamiento acad�mico, queda privado completamente de cualquier formaci�n y gu�a ulterior, para vivir de ese modo con sus propias fuerzas exclusivamente y ser libre.

��Libre! Examinad esa libertad, vosotros, conocedores de los hombres. Por estar construida sobre la base arcillosa de la cultura de bachillerato actual, es decir, sobre sus cimientos disgregados, su edificio se alza inclinado e inseguro frente al soplo de vientos turbulentos. Mirad al estudiante libre, al heraldo de la cultura aut�noma, adivinad sus instintos, interpretadlo en funci�n de sus necesidades. Decidme qu� pens�is de su formaci�n, cuando la hay�is valorado en relaci�n con una triple escala graduada, juzg�ndola ante todo con relaci�n a su necesidad de filosof�a, en segundo lugar con relaci�n a su instinto para el arte, y, por �ltimo, con relaci�n a la antig�edad griega y romana, que es el imperativo categ�rico concreto de cualquier cultura.

�El hombre se ve tan asediado por los problemas m�s serios y m�s dif�ciles, que, si se le gu�a correctamente hasta ellos, caer� pronto en ese asombro filos�fico duradero que es en lo �nico en que, como sobre una base fecunda, puede fundamentarse y acrecentarse una cultura m�s profunda y m�s noble. Sus propias experiencias lo conducen con la mayor frecuencia a esos problemas, y sobre todo en el tumultuoso periodo de la juventud casi todos los acontecimientos personales se reflejan con doble luz, como ejemplificaciones de una realidad cotidiana y, al mismo tiempo, como ejemplines de un problema eterno, sorprendente y digno de explicaci�n. En esa edad, que ve sus experiencias envueltas, por decirlo as�, en un arco iris metaf�sico, el hombre siente la necesidad suprema de una mano que lo gu�e, ya que se ha convencido repentina y casi instintivamente de la ambig�edad de la existencia y ha perdido el terreno s�lido de las opiniones tradicionales sostenidas hasta entonces.

�Como es f�cil de comprender, ese estado natural de extrema indigencia, est� considerado como el peor enemigo de la tan deseada autonom�a a que debe ser guiado el joven culto de la �poca presente. Por eso, todos los partidarios de la ��poca actual� -refugiados en la �evidencia�- se esfuerzan activamente por reprimir y paralizar ese estado natural, por desviarlo o sofocarlo: y el medio preferido consiste en paralizar mediante la llamada �cultura hist�rica� ese impulso filos�fico conforme con la naturaleza. Un sistema que hasta hace poco tiempo gozaba de una escandalosa celebridad mundial ha descubierto la f�rmula de esa autodestrucci�n de la filosof�a: y hoy, seg�n la consideraci�n hist�rica de las cosas, se revela por doquier tal ingenua falta de escr�pulos a la hora de transformar lo que es irracional al m�ximo en la �raz�n� y de presentar como blanco lo que es negro al m�ximo, que muchas veces podr�amos preguntar, parodiando el principio de Hegel: ��Es real esa irracionalidad?�. Desgraciadamente, hasta lo irracional parece hoy la �nica cosa �real� precisamente, es decir, la �nica cosa operante, y justamente el hecho de reservar esa especie de realidad para explicar la historia es lo que se considera como �cultura hist�rica� propiamente dicha. En esta �ltima el impulso filos�fico de nuestra juventud se ha transformado como en una cris�lida; y hoy los extra�os fil�sofos de las universidades parecen haber conspirado para reforzar la confianza del joven universitario en esa cultura hist�rica.

�As�, en lugar de una interpretaci�n profunda de los problemas eternamente iguales, ha intervenido lentamente una valoraci�n hist�rica o incluso una investigaci�n filol�gica: ahora se trata de establecer qu� ha pensado o no pensado tal o cual fil�sofo, de ver si tal o cual escrito puede atribu�rsele con raz�n, o bien si hay que preferir tal o cual variante. En los seminarios filos�ficos de nuestras universidades, se estimula hoy a nuestros estudiantes a sentir semejante inter�s neutral por la filosof�a; por eso, hace mucho tiempo que me acostumbr� a considerar esa ciencia como una rama de la filolog�a, y a valorar a sus representantes seg�n sean buenos o malos fil�logos. Por eso ahora la filosof�a como tal est� desterrada de la universidad: con eso hemos dado una respuesta a la primera pregunta, que se refer�a al valor cultural de las universidades.

�No podemos evitar la verg�enza al confesar qu� relaci�n guarda con el arte esa misma universidad: no guarda ninguna relaci�n. En la universidad no se pueden encontrar ni siquiera indicios de comparaci�n, de aspiraci�n, de estudio ni de pensamiento en cuestiones art�sticas y nadie podr� hablar en serio de un deseo de la universidad de favorecer los m�s importantes proyectos art�sticos nacionales. En este sentido, no tiene la menor importancia que un profesor concreto se sienta por casualidad inclinado m�s �ntimamente hacia el arte, o que se cree una c�tedra para historiadores estetizantes de la literatura: pero en el hecho de que la universidad en su conjunto no est� en condiciones de someter al joven estudiante a una rigurosa disciplina art�stica y en el hecho de que en ese campo carezca totalmente de voluntad va impl�cita ya una cr�tica acerba a su arrogante pretensi�n de representar la suprema instituci�n de cultura.

�Nuestros universitarios �independientes� viven sin filosof�a y sin arte: por eso, �c�mo van a poder sentir la necesidad de ocuparse de los griegos y de los romanos, dado que nadie tiene ya raz�n para simular una propensi�n hacia ellos, y dado que, adem�s, los antiguos reinan en un alejamiento majestuoso y en una soledad casi inaccesible? Por eso, las universidades actuales -con coherencia, por lo dem�s- no se preocupan en absoluto de tales tendencias culturales totalmente extintas, y crean sus c�tedras filol�gicas exclusivamente para la educaci�n de nuevas generaciones de fil�logos, a quienes incumbir� la preparaci�n filol�gica de los bachilleres: ciclo vital este que no va a favor ni de los fil�logos ni de los institutos de bachillerato, sino que sobre todo culpa por tercera vez a la universidad de no ser aquello por lo que le gustar�a hacerse pasar ostentosamente, o sea, una instituci�n de cultura. Efectivamente, si elimin�is a los griegos, con su filosof�a y su arte, �por qu� escala pretender�is todav�a subir hacia la culturas En realidad, en el intento de trepar por la escala sin esa ayuda, podr�a ocurrir que vuestra erudici�n -deb�is tolerar que se os diga esto-, en lugar de poneros alas y elevaros hacia lo alto, presionar�, en cambio, sobre vuestros hombros como un peso molesto.

�As�, pues, si bien vosotros, personas respetables, hab�is seguido teniendo una actitud honrada con respecto a esos tres grados de comprensi�n y si bien hab�is reconocido que el estudiante actual no es apto ni est� preparado para la filosof�a, que carece de instinto para el arte aut�ntico y que, frente a los griegos, es un b�rbaro que se cree libre, no por ello deb�is huir horrorizados delante de �l, aun cuando tal vez quisierais evitar un contacto demasiado inmediato. De hecho, tal como es, es inocente; tal como lo hab�is conocido, es una acusaci�n callada pero terrible contra los culpables.

�Deber�ais entender el lenguaje secreto con que ese inocente vuelto culpable habla a s� mismo: en ese caso comprender�ais tambi�n la esencia �ntima de esa autonom�a exhibida de tan buen grado. Ninguno de los j�venes m�s noblemente dotados ha permanecido ajeno a esa necesidad incesante, debilitante, turbadora y enervante de cultura: en la �poca en que es aparentemente la �nica persona libre en una realidad de empleados y de servidores, paga esa grandiosa ilusi�n de la libertad con tormentos y dudas que se renuevan continuamente. Siente que no puede guiarse a s� mismo, que no puede ayudarse a s� mismo: se asoma entonces sin esperanzas al mundo cotidiano y al trabajo cotidiano. Lo rodea el ajetreo m�s trivial y sus miembros se aflojan desmayadamente. Pero de repente se yergue nuevamente: siente todav�a intacta la fuerza que hab�a sabido mantenerlo a flote. Orgullosas y nobles decisiones se forman y se intensifican en �l. Le aterroriza la idea de caer tan pronto en una especializaci�n estrecha y mezquina, e intenta entonces aferrarse a columnas y a puntos de apoyo para no verse arrastrado por ese camino. En vano. Esos apoyos ceden, ya que sus asideros eran falsos, y se hab�an aferrado a fr�giles soportes. Con �nimo vac�o y desconsolado, ve esfumarse sus planes. Su situaci�n es espantosa e indigna: oscila entre una actividad fren�tica y una lasitud melanc�lica. En este �ltimo caso est� cansado, siente pereza, temor al trabajo, espanto ante todo lo que es grande, se nota lleno de odio hacia s� mismo. Analiza sus capacidades y cree percibir espacios vac�os o ca�ticamente llenos. A continuaci�n, desde la altura de un conocimiento imaginario de s� mismo se precipita de nuevo en un escepticismo ir�nico. No atribuye la menor importancia a sus luchas internas y se siente dispuesto para cualquier utilidad real, aunque sea �nfima. Entonces intenta consolarse con una acci�n incesante y apresurada, para esconderse, as�, de s� mismo. De ese modo su perplejidad y la falta de un gu�a hacia la cultura lo impulsan de una forma de existencia a otra: dudas, �mpetus, necesidades de la vida, esperanzas, desesperaciones, todo eso lo impulsa en una direcci�n y en otra, lo que significa que por encima de �l se han apagado todas las estrellas, bajo cuya gu�a podr�a tripular su nave.

�Tal es la imagen de esa famosa autonom�a, de esa libertad acad�mica, reflejada en las almas mejores y verdaderamente necesitadas de cultura: frente a ellas carecen de la m�s m�nima importancia esas naturalezas m�s groseras y sin prejuicios, que se congratulan de modo b�rbaro con su libertad. Efectivamente, estas �ltimas, con un mezquino bienestar y con su estrechez oportunista, id�nea para un campo reducido, demuestran que precisamente ese elemento es el que les conviene: no tenemos nada que decir en contra. No obstante, su bienestar no constituye una compensaci�n, frente al dolor de un solo joven que se siente inclinado hacia la cultura, que necesite un gu�a, y que finalmente deje caer las riendas desanimado y comience a despreciarse a s� mismo. Tal es el inocente sin culpa: efectivamente, �qui�n le ha impuesto la carga insostenible de permanecer solo? �Qui�n lo ha instigado a la autonom�a a una edad en que las necesidades naturales e inmediatas consisten por lo general en dejarse llevar por grandes gu�as y en seguir con entusiasmo el camino del maestro?

�Verdaderamente, resulta inquietante reflexionar sobre los efectos a que puede conducir la represi�n violenta de necesidades tan nobles. Quien examine de cerca y con mirada penetrante a los partidarios y amigos m�s peligrosos de esa pseudocultura del presente, tan odiada por m�, encontrar� tambi�n con demasiada frecuencia, entre ellos precisamente, esos hombres de cultura degenerados y descarriados, impulsados por una desesperaci�n �ntima a una furia hostil hacia la cultura, cuyo acceso nadie hab�a querido mostrarle. No son los peores ni los m�s decadentes los que encontramos entonces, despu�s de la metamorfosis de la desesperaci�n, haciendo de periodistas o de gacetilleros; al contrario, el esp�ritu de ciertos g�neros literarios, hoy muy cultivados, se podr�a caracterizar incluso como un estado de �nimo estudiantil desesperado. �C�mo podr�a entenderse, si no, esa �joven Alemania� -tan conocida en otro tiempo- con todos sus ep�gonos reproducidos hasta hoy? En eso descubrimos una necesidad de cultura que ha llegado a ser, por decirlo as�, salvaje, y que al final se enardece hasta gritar: �yo soy la cultura! All� abajo, ante las puertas de los institutos y de las universidades se pasea la cultura de esos grupos, que han abandonado el bachillerato y ahora se comportan de modo soberbio, a pesar de carecer, desde luego, de la erudici�n del bachillerato y de la universidad. As�, por ejemplo, la mejor forma de caracterizar al novelista Gutzkow ser�a la de considerarlo como la imagen del bachiller moderno, ya convertido en literato.

�Un hombre de cultura degenerado es un problema serio, y nos sentimos profundamente perturbados, cuando observamos que todos nuestros hombres p�blicos, estudiosos y periodistas, llevan encima las se�ales de esa degeneraci�n. �C�mo puede juzgarse correctamente a nuestros estudiosos -al verlos contemplar sin fastidio alguno, o incluso prestar su ayuda a la labor de seducci�n period�stica del pueblo- si no con la hip�tesis de que para ellos la erudici�n puede resultar algo semejante a lo que para los otros es escribir novelas, o sea, una huida ante s� mismos, una mortificaci�n asc�tica de su impulso cultural, una desesperada aniquilaci�n del individuo? De nuestro degenerado arte literario, como de la man�a de escribir libros -que aumenta hasta el absurdo-� de nuestros estudiosos surge un mismo suspiro: �ah, si pudi�ramos olvidarnos de nosotros mismos! No lo consiguen: el recuerdo, no apagado por monta�as enteras de papel impreso que se le han echado encima, sigue repitiendo de vez en cuando: �T� eres un hombre de cultura degenerado, has nacido para la cultura y te han educado para la no cultura, t�, impotente b�rbaro, esclavo del d�a, ligado a la cadena del instante, �y hambriento, eternamente hambriento!�.

��Miserables inocentes vueltos culpables! Efectivamente, les faltaba algo que deb�a llegar de fuera, una aut�ntica instituci�n de cultura que pudiera proporcionarles objetivos, maestros, m�todos, modelos, compa�eros, y de cuyo interior pudiera verterse sobre ellos el soplo fortificante y exaltante del esp�ritu alem�n aut�ntico. Se consumen as� en el desierto, degenerando como enemigos del esp�ritu que en el fondo les es �ntimamente af�n; acumulan culpa sobre culpa, delitos m�s graves que los cometidos por cualquier otra generaci�n, mancillando lo puro, profanando lo sagrado, preconizando lo falso e inaut�ntico. A partir de su ejemplo pod�is tomar conciencia de la fuerza cultural de nuestras universidades y pod�is formularos con toda seriedad la pregunta: �qu� intent�is favorecer en ellas? La erudici�n alemana, la inventiva alemana, el honrado impulso alem�n hacia el conocimiento, el celo alem�n capaz de sacrificio, o sea, cosas bellas y espl�ndidas, por las que las otras naciones os envidiar�n, o, mejor, las cosas m�s bellas y espl�ndidas del mundo, con tal de que sobre ellas se desplegara, como una nube oscura, centelleante, fecundante y bendecidora, ese esp�ritu alem�n aut�ntico. Pero vosotros tem�is a ese esp�ritu, y, por esa raz�n, otra nebulosidad, bochornosa y pesada, se ha acumulado por encima de vuestras universidades, y por debajo de ellas vuestros j�venes m�s nobles respiran fatigados y oprimidos, mientras los mejores de todos perecen.

�En este siglo ha habido un intento tr�gicamente serio, e instructivo como ninguno, de dispersar esa niebla y abrir una amplia perspectiva hacia la alta nube -que avanza- del esp�ritu alem�n. La historia de la universidad no registra ning�n otro intento semejante, y quien quiera demostrar incisivamente lo que es urgente hacer en ese terreno no podr� encontrar nunca un ejemplo m�s claro. Se trata del fen�meno de la antigua y originaria �corporaci�n de estudiantes�.

�Con la guerra, el joven hab�a llevado a casa el premio m�s digno e inesperado de la lucha, es decir, la libertad de la patria: adornado con aquella corona, pens� en cosas m�s nobles. De regreso a la universidad, sinti�, respirando dificultosamente, aquel soplo bochornoso e infecto, que gravitaba sobre las sedes de la cultura universitaria. De improviso vio, con ojos desencajados por el terror, la barbarie no alemana, disimulada artificiosamente bajo cualquier clase de erudici�n, y de repente advirti� que sus propios compa�eros, carentes de gu�a, estaban abandonados a un desagradable frenes� juvenil. Y se enoj�. Se rebel� con la misma actitud de indignaci�n m�s orgullosa con que en otro tiempo su Friedrich Schiller pod�a haber recitado ante los compa�eros Los bandidos: as� como Schiller hab�a atribuido a su drama la imagen de un le�n y el subt�tulo in tyrannos, as� tambi�n su disc�pulo fue, a su vez, aquel le�n listo para saltar. Y realmente temblaron todos los �tiranos�. Indudablemente, aquellos j�venes indignados, de mirada despavorida y superficial, no parec�an muy diferentes de los bandidos de Schiller: sus discursos causaban una impresi�n terrible al oyente miedoso, como si en comparaci�n con ellos Esparta y Roma fueran equiparables a conventos de monjas. El terror provocado por aquellos j�venes furiosos hab�a llegado a ser universal verdaderamente, y ni siquiera aquellos bandidos hab�an provocado en el ambiente de las cortes un terror comparable a �se. Y, sin embargo, un pr�ncipe alem�n hab�a dicho, seg�n Goethe, refiri�ndose a �stos: �Si yo fuera Dios, y hubiese previsto la aparici�n de Los bandidos, no habr�a creado el mundo�.

��De d�nde proced�a la fuerza incomprensible de aquel terror? En realidad, aquellos j�venes indignados eran los m�s valientes, los m�s dotados y los m�s puros de entre sus compa�eros. Sus gestos y sus trajes se caracterizaban por una magn�nima falta de prejuicios y una noble sencillez de costumbres; los preceptos m�s nobles los un�an mutuamente, impuls�ndoles a una bondad rigurosa y fervorosa: �qu� se pod�a temer de ellos? Nunca podr� aclararse hasta qu� punto se enga�aba, o fing�a, la gente o bien reconoc�a la verdad: no obstante, un instinto arraigado se expresaba a trav�s de aquel temor y a trav�s de aquella vergonzosa y absurda persecuci�n. Dicho instinto odiaba tenazmente dos cosas en la corporaci�n estudiantil: ante todo, su organizaci�n, como primer intento de una instituci�n cultural aut�ntica, y, en segundo lugar, el esp�ritu de dicha instituci�n cultural, es decir, aquel esp�ritu alem�n viril, serio, melanc�lico, duro y audaz, aquel esp�ritu que se hab�a conservado sano y salvo desde la �poca de la Reforma, de Lutero, hijo de minero.

�Pensad ahora en el destino de la corporaci�n estudiantil. Efectivamente, yo me pregunto: �acaso comprendi� la universidad alemana aquel esp�ritu, en una �poca en que incluso los pr�ncipes alemanes, con su odio, demostraban haberlo comprendido? �Acaso ech� los brazos al cuello de sus hijos m�s nobles, de modo decidido y valiente, con las palabras: �antes de matar a �stos, tendr�is que matarme a m�? Ya conozco vuestra respuesta, y a partir de ella deb�is juzgar si la universidad alemana es una instituci�n alemana de cultura.

�En aquella �poca el estudiante tuvo el presentimiento de la profundidad en que debe echar ra�ces una instituci�n cultural aut�ntica: dichas ra�ces consisten en una renovaci�n interior y en un est�mulo de las fuerzas morales m�s puras. Y todo eso deber� contarse perpetuamente, para mayor gloria del estudiante. En los campos de batalla pudo haber aprendido lo que no ten�a la m�s m�nima posibilidad de aprender en la esfera de la �libertad acad�mica�, es decir, que se necesitan grandes gu�as y que cualquier cultura comienza con la obediencia. En pleno j�bilo de la victoria y con el pensamiento dirigido a su patria liberada, �se hab�a prometido a s� mismo solemnemente seguir siendo alem�n! Entonces aprendi� a comprender a T�cito, entonces entendi� el imperativo categ�rico de Kant, entonces le entusiasm� la l�rica guerrera de Karl Maria von Weber. Las puertas de la filosof�a, del arte e incluso de la antig�edad se abrieron de par en par ante �l, y con uno de los hechos sangrientos m�s memorables, con el asesinato de Kotzebue, veng� -con profundo instinto y con imprevisi�n exaltada- a su incomparable Schiller, prematuramente consumido por la resistencia del mundo obtuso, Schiller, que habr�a podido ser para �l un gu�a, un maestro, un organizador, y cuya falta sent�a entonces con un resentimiento tan profundo.

�En efecto, tal fue la suerte de aquellos estudiantes llenos de presagios: no encontraron los gu�as que necesitaban. Poco a poco se volvieron inseguros mutuamente, desunidos, descontentos: torpezas desdichadas revelaron muy pronto que entre ellos faltaba el genio capaz de eclipsar todo; aquel misterioso hecho sangriento revel� tambi�n, junto a una fuerza pavorosa, la peligrosidad de aquella falta. Estaban sin gu�a, y, por esa raz�n, se perdieron.

�As�, que os repito, amigos m�os: cualquier clase de cultura se inicia con lo contrario de todo lo que hoy se elogia como libertad acad�mica, es decir, se inicia con la obediencia, con la subordinaci�n, con la disciplina, con la sujeci�n. Y as� como los grandes gu�as necesitan a quienes deben ser guiados, as� tambi�n quienes deben ser guiados necesitan a los gu�as: con respecto a esto, en el orden espiritual domina una predisposici�n rec�proca, o, mejor, una especie de armon�a preestablecida. Contra ese orden eterno, al que las cosas tender�n siempre con una fuerza de gravedad conforme con la naturaleza, obra precisamente esa cultura que hoy est� sentada en el trono del presente. �sta quiere humillar a los gu�as, someti�ndoles a servidumbre, o bien quiere acabar con ellos: esp�a a quienes deben ser guiados, en el momento en que est�n buscando su gu�a predestinado, y aturde con medios embriagadores su instinto de b�squeda. Pero si, a pesar de eso, quienes est�n destinados el uno para el otro se encuentran juntos en la lucha, heridos, surge entonces una sensaci�n de delicia y de profunda conmoci�n, como si la provocaran los acordes eternos de una lira, una sensaci�n que s�lo mediante una imagen podr�a intentar haceros adivinar.

��No hab�is tenido nunca ocasi�n, durante un ensayo musical, de considerar con cierta participaci�n la extra�a especie de humanidad arrugada y bondadosa que suele componer la orquesta alemana? �Qu� im�genes alternas, por obra de la caprichosa diosa �forma�! �Qu� narices y qu� orejas, qu� movimientos desma�ados, dignos de esqueletos! Imaginad que fuerais sordos, que no hubieseis supuesto lo m�s m�nimo la existencia del sonido y de la m�sica, y que gozarais �nicamente, como artistas pl�sticos, con el espect�culo de las evoluciones orquestales: en tal caso no os cansar�ais nunca de mirar -sin que os molestara la acci�n idealizadora del sonido- ese espect�culo c�mico que recuerda las toscas incisiones medievales en madera, esa parodia inocente del homo sapiens.

�Imaginad ahora que regrese de nuevo vuestro sentido de la m�sica, que vuestros o�dos se abran y que se presente a guiar la orquesta un respetable director en la funci�n que le compete: en tal caso dejar� de existir para vosotros el espect�culo c�mico de esas figuraciones y escuchar�is, pero en ese caso os parecer� que el esp�ritu del aburrimiento pasa de ese venerable director a sus compa�eros. S�lo ver�is la desgana y la flojedad, s�lo oir�is la imprecisi�n r�tmica, la vulgaridad mel�dica y la trivialidad de los sentimientos. La orquesta se convertir� para vosotros en una masa indiferente y aburrida, o incluso desagradable.

�Y, por �ltimo, introducid en esa masa, con vuestra desenfrenada fantas�a, un genio, un verdadero genio: entonces notar�is al instante algo incre�ble. Parecer� como si por una fulminante transmigraci�n de las almas dicho genio hubiera entrado en todos los cuerpos semianimales y como si ya todos ellos miraran a trav�s de un �nico ojo dem�nico. As�, pues, escuchad y mirad: �nunca ser�is capaces de escuchar bastante! Si entonces consider�is nuevamente la orquesta sublimemente tumultuosa o �ntimamente lastimera, si en cada uno de sus m�sculos adivin�is una tensi�n �gil y en cada uno de sus gestos una necesidad r�tmica, sentir�is entonces tambi�n vosotros lo que es una armon�a preestablecida entre quien gu�a y quienes son guiados, y comprender�is que en el orden espiritual todo tiende a construir semejante organizaci�n. Por otra parte, a partir de mi comparaci�n, interpretad ahora lo que entiendo por instituci�n de cultura aut�ntica y comprended las razones por las que en la universidad no reconozco ni siquiera de lejos semejante instituci�n�.

Friedrich Nietzsche

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