Trafalgar
Benito Pérez Galdós
- XV -
«Hemos
salido de Guatemala para entrar en Guatepeor -dijo Marcial cuando le pusieron
sobre cubierta-. Pero donde manda capitán no manda marinero. A este condenado
le pusieron Rayo por mal nombre. Él dice que entrará en Cádiz antes de
media noche, y yo digo que no entra. Veremos a ver.
-¿Qué
dice usted, Marcial, que no llegaremos? -pregunté con mucho afán.
-Usted,
Sr. Gabrielito, no entiende de esto.
-Es
que cuando mi señor D. Alonso y los oficiales del Santa Ana creen que el
Rayo entrará esta noche, por fuerza tiene que entrar. Ellos que lo
dicen, bien sabido se lo tendrán.
-Y tú
no sabes, sardiniya, que esos señores de popa se candilean (se
equivocan) más fácilmente que nosotros los marinos de combés. Si no, ahí
tienes al jefe de toda la escuadra, Mr. Corneta, que cargue el diablo con
él. Ya ves como no ha tenido ni tanto así de idea para mandar la acción.
¿Piensas tú que si
Mr. Corneta hubiera hecho lo que yo decía se hubiera perdido la batalla?
-¿Y
usted cree que no llegaremos a Cádiz?
-Digo
que este navío es más pesado que el mismo plomo, y además traicionero. Tiene
mala andadura, gobierna mal y parece que está cojo, tuerto y manco como yo,
pues si le echan la caña para aquí, él va para allí».
En
efecto: el Rayo, según opinión general, era un barco de malísimas
condiciones marineras. Pero a pesar de esto y de su avanzada edad, que frisaba
en los cincuenta y seis años, como se hallaba en buen estado, no parecía
correr peligro alguno, pues si el vendaval era cada vez mayor, también el
puerto estaba cerca. De todos modos, ¿no era lógico suponer que mayor peligro
corría el Santa Ana, desarbolado, sin timón, y obligado a marchar a
remolque de una fragata?
Marcial
fue puesto en el sollado, y Malespina en la cámara. Cuando le dejamos allí con
los demás oficiales heridos, escuché una voz que reconocí, aunque al punto no
pude darme cuenta de la persona a quien pertenecía. Acerqueme al grupo de donde
salía aquella charla retumbante, que dominaba las demás voces, y quedé
asombrado, reconociendo al mismo D. José María Malespina en persona.
Corrí a él para decirle que estaba su hijo, y el buen padre suspendió la
sarta de mentiras que estaba contando para acudir al lado del joven herido.
Grande fue su alegría encontrándole vivo, pues había salido de Cádiz porque
la impaciencia le devoraba, y quería saber su paradero a todo trance.
«Eso
que tienes no es nada -dijo abrazando a su hijo-: un simple rasguño. Tú no estás
acostumbrado a sentir heridas; eres una dama, Rafael. ¡Oh!, si cuando la guerra
del Rosellón hubieras estado en edad de ir allá conmigo, habrías visto lo
bueno. Aquéllas sí eran heridas. Ya sabes que una bala me entró por el
antebrazo, subió hacia el hombro, dio la vuelta por toda la espalda, y vino a
salir por la cintura. ¡Oh, qué herida tan singular!, pero a los tres días
estaba sano, mandando la artillería en el ataque de Bellegarde».
Después
explicó el motivo de su presencia a bordo del Rayo, de este modo:
«El
21 por la noche supimos en Cádiz el éxito del combate. Lo dicho, señores: no
se quiso hacer caso de mí cuando hablé de las reformas de la artillería, y
aquí tienen los resultados. Pues bien: en cuanto lo supe y me enteré de que
había llegado en retirada Gravina con unos cuantos navíos, fui a ver si entre
ellos venía el
San Juan, donde estabas tú; pero me dijeron que había sido apresado. No
puedo pintar a ustedes mi ansiedad: casi no me quedaba duda de tu muerte,
mayormente desde que supe el gran número de bajas ocurridas en tu navío. Pero
yo soy hombre que llevo las cosas hasta el fin, y sabiendo que se había
dispuesto la salida de algunos navíos con objeto de recoger los desmantelados y
rescatar los prisioneros, determiné salir pronto de dudas, embarcándome en uno
de ellos. Expuse mi pretensión a Solano, y después al mayor general de la
escuadra, mi antiguo amigo Escaño, y no sin escrúpulo me dejaron venir. A
bordo del Rayo, donde me embarqué esta mañana, pregunté por ti, por el
San Juan; mas nada consolador me dijeron, sino, por el contrario, que
Churruca había muerto, y que su navío, después de batirse con gloria, había
caído en poder de los enemigos. ¡Figúrate cuál sería mi ansiedad! ¡Qué
lejos estaba hoy, cuando rescatamos al Santa Ana, de que tú te hallabas
en él! A saberlo con certeza, hubiera redoblado mis esfuerzos en las
disposiciones que di con permiso de estos señores, y el navío de Álava habría
quedado libre en dos minutos».
Los
oficiales que le rodeaban mirábanle con sorna oyendo el último jactancioso
concepto
de D. José María. Por sus risas y cuchicheos comprendí que durante todo el día
se habían divertido con los embustes de aquel buen señor, quien no ponía
freno a su voluble lengua, ni aun en las circunstancias más críticas y
dolorosas.
El
cirujano dijo que convenía dejar reposar al herido, y no sostener en su
presencia conversación alguna, sobre todo si ésta se refería al pasado
desastre. D. José María, que tal oyó, aseguró que, por el contrario, convenía
reanimar el espíritu del enfermo con la conversación.
«En
la guerra del Rosellón, los heridos graves (y yo lo estuve varias veces) mandábamos
a los soldados
que bailasen y tocasen la guitarra en la enfermería, y seguro estoy de que este
tratamiento nos curó más pronto que todos los emplastos y botiquines.
-Pues
en las guerras de la República francesa -dijo un oficial andaluz que quería
confundir a D. José María-, se estableció que en las ambulancias de los
heridos fuese un cuerpo de baile completo y una compañía de ópera, y con esto
se ahorraron los médicos y boticarios, pues con un par de arias y dos docenas
de trenzados en sexta se quedaban todos como nuevos.
-¡Alto
ahí! -exclamó Malespina-. Esa es grilla, caballerito. ¿Cómo puede ser que
con música y baile se curen las heridas?
-Usted lo ha dicho.
-Sí;
pero eso no ha pasado más que una vez, ni es fácil que vuelva a pasar. ¿Es
acaso probable que vuelva a haber una guerra como la del Rosellón, la más
sangrienta, la más hábil, la más estratégica que ha visto el mundo desde
Epaminondas? Claro es que no; pues allí todo fue extraordinario, y puedo dar fe
de ello, que la presencié desde el Introito hasta el Ite misa est.
A aquella guerra debo mi conocimiento de la artillería; ¿usted no ha oído
hablar de mí? Estoy seguro de que me conocerá de nombre. Pues sepa usted que
aquí traigo en la cabeza un proyecto grandioso, y tal que si algún día llega
a ser realidad, no volverán a ocurrir desastres como éste del 21. Sí, señores
-añadió mirando con gravedad y suficienciia a los tres o cuatro oficiales que
le oían-: es preciso hacer algo por la patria; urge inventar algo sorprendente,
que en un periquete nos devuelva todo lo perdido y asegure a nuestra marina la
victoria por siempre jamás amén.
-A
ver, Sr. D. José María -dijo un oficial-; explíquenos usted cuál es su
invento.
-Pues
ahora me ocupo del modo de construir cañones de a 300.
-¡Hombre,
de a 300! -exclamaron los oficiales con aspavientos de risa y burla-. Los
mayores que tenemos a bordo son de 36.
-Esos
son juguetes de chicos. Figúrese usted el destrozo que harían esas piezas de
300 disparando sobre la escuadra enemiga -dijo Malespina-. Pero ¿qué demonios
es esto? -añadió agarrándose para no rodar por el suelo, pues los balanceos
del Rayo eran tales que muy difícilmente podía uno tenerse derecho.
-El
vendaval arrecia y me parece que esta noche no entramos en Cádiz», dijo un
oficial retirándose.
Quedaron
sólo dos, y el mentiroso continuó su perorata en estos términos:
«Lo
primero que habría que hacer era construir barcos de 95 a 100 varas de largo.
-¡Caracoles!
¿Sabe usted que la lanchita sería regular? -indicó un oficial-. ¡Cien varas!
El Trinidad, que santa gloria haya, tenía setenta, y a todos parecía
demasiado largo. Ya sabe usted que viraba mal, y que todas las maniobras se hacían
en él muy difícilmente.
-Veo
que usted se asusta por poca cosa, caballerito -prosiguió Malespina-. ¿Qué
son 100 varas? Aún podrían construirse barcos mucho mayores. Y he de advertir a
ustedes que yo los construiría de hierro.
-¡De
hierro! -exclamaron los dos oyentes sin poder contener la risa.
-De
hierro, sí. ¿Por ventura no conoce usted la ciencia de la hidrostática? Con
arreglo a ella, yo construiría un barco de hierro de 7.000 toneladas.
-¡Y
el Trinidad no tenía más que 4.000! -indicó un oficial-, lo cual parecía
excesivo. ¿Pero no comprende usted que para mover esa mole sería preciso un
aparejo tan colosal, que no habría fuerzas humanas capaces de maniobrar en él?
-¡Bicoca!...
¡Oh!, señor marino, ¿y quién le dice a usted que yo sería tan torpe que
moviera ese buque por medio del viento? Usted no me conoce. Si supiera usted que
tengo aquí una idea... Pero no quiero explicársela a ustedes, porque no me
entenderían».
Al
llegar a este punto de su charla, D. José María dio tal tumbo que se quedó en
cuatro pies. Pero ni por esas cerró el pico. Marchóse otro de los oficiales, y
quedó sólo uno, el cual tuvo que seguir sosteniendo la conversación.
«¡Qué
vaivenes! -continuó diciendo el viejo-. No parece sino que nos vamos a estrellar
contra la costa... Pues bien: como dije, yo movería esa gran mole de mi invención
por medio del... ¿A que no lo adivina usted?... Por medio del vapor de agua.
Para esto se construiría una máquina singular, donde el vapor, comprimido y
dilatado alternativamente dentro de dos cilindros, pusiera en movimiento unas
ruedas... pues...».
El
oficial no quiso oír más; y aunque no tenía puesto en el buque, ni estaba de
servicio, por ser de los recogidos, fue a ayudar a sus compañeros, bastante
atareados con el creciente temporal. Malespina se quedó solo conmigo, y
entonces creí que iba a callar por no juzgarme persona a propósito para
sostener la conversación. Pero mi desgracia quiso que él me tuviera en más de
lo que yo valía, y la emprendió conmigo en los siguientes términos:
«¿Usted
comprende bien lo que quiero decir? Siete mil toneladas, el vapor, dos ruedas...
pues.
-Sí,
señor, comprendo perfectamente -contesté a ver si se callaba, pues ni tenía
humor de oírle, ni los violentos balances del buque, anunciando un gran
peligro, disponían el ánimo a disertar sobre el engrandecimiento de la marina.
-Veo
que usted me conoce y se hace cargo
de mis invenciones -continuó él-. Ya comprenderá que el buque que imagino sería
invencible, lo mismo atacando que defendiendo. Él solo habría derrotado con
cuatro o cinco tiros los treinta navíos ingleses.
-¿Pero
los cañones de éstos no le harían daño también? -manifesté con timidez,
arguyéndole más bien por cortesía que porque el asunto me interesase.
-¡Oh!
La observación de usted, caballerito, es atinadísima, y prueba que comprende y
aprecia las grandes invenciones. Para evitar el efecto de la artillería
enemiga, yo forraría mi barco con gruesas planchas de acero; es decir, le pondría
una coraza, como las que usaban los antiguos guerreros. Con este medio, podría
atacar, sin que los proyectiles enemigos hicieran en sus costados más efecto
que el que haría una andanada de bolitas de pan, lanzadas por la mano de un niño.
Es una idea maravillosa la que yo he tenido. Figúrese usted que nuestra nación
tuviera dos o tres barcos de esos. ¿Dónde iría a parar la escuadra inglesa
con todos sus Nelsones y Collingwoodes?
-Pero
en caso de que se pudieran hacer aquí esos barcos -dije yo con viveza,
conociendo la fuerza de mi argumento-, los ingleses los harían también, y
entonces las proporciones de la lucha serían las mismas».
D.
José María se quedó como alelado con esta razón, y por un instante estuvo
perplejo, sin saber qué decir; mas su vena inagotable no tardó en sugerirle
nuevas ideas, y contestó con mal humor:
«¿Y
quién le ha dicho a usted, mozalbete atrevido, que yo sería capaz de divulgar
mi secreto? Los buques se fabricarían con el mayor sigilo y sin decir palotada
a nadie. Supongamos que ocurría una nueva guerra. Nos provocaban los ingleses,
y les decíamos: «Sí, señor, pronto estamos; nos batiremos». Salían al mar
los navíos ordinarios, empezaba la pelea, y a lo mejor cátate que aparecen en
las aguas del combate dos o tres de esos monstruos de hierro, vomitando humo y
marchando acá o allá sin hacer caso del viento; se meten por donde quieren,
hacen astillas con el empuje de su afilada proa a los barcos contrarios, y con
un par de cañonazos... figúrese usted, todo se acababa en un cuarto de hora».
No
quise hacer más objeciones, porque la idea de que corríamos un gran peligro me
impedía ocupar la mente con pensamientos contrarios a los propios de tan crítica
situación. No volví a acordarme más del formidable buque imaginario, hasta
que treinta años más
tarde supe la aplicación del vapor a la navegación, y más aún, cuando al
cabo de medio siglo vi en nuestra gloriosa fragata Numancia la acabada
realización de los estrafalarios proyectos del mentiroso de Trafalgar.
Medio
siglo después me acordé de D. José María Malespina, y dije: «Parece mentira
que las extravagancias ideadas por un loco o un embustero lleguen a ser
realidades maravillosas con el transcurso del tiempo».
Desde
que observé esta coincidencia, no condeno en absoluto ninguna utopía, y todos
los mentirosos me parecen hombres de genio.
Dejé
a D. José María para ver lo que pasaba, y en cuanto puse los pies fuera de la
cámara, me enteré de la comprometida situación en que se encontraba el Rayo.
El vendaval, no sólo le impedía la entrada en Cádiz, sino que le impulsaba
hacia la costa, donde encallaría de seguro, estrellándose contra las rocas.
Por mala que fuera la suerte del Santa Ana, que habíamos abandonado, no
podía ser peor que la nuestra. Yo observé con afán los rostros de oficiales y
marineros, por ver si encontraba alguno que indicase esperanza; pero, por mi
desgracia, en todos vi señales de gran desaliento. Consulté el cielo, y lo vi
pavorosamente feo; consulté la mar, y la encontré muy sañuda: no
era posible volverse más que a Dios, ¡y Éste estaba tan poco propicio con
nosotros desde el 21!...
El Rayo
corría hacia el Norte. Según las indicaciones que iban haciendo los marineros,
junto a quienes estaba yo, pasábamos frente al banco de Marrajotes, de Hazte
Afuera, de Juan Bola, frente al Torregorda, y, por último, frente al castillo
de Cádiz. En vano se ejecutaron todas las maniobras necesarias para poner la
proa hacia el interior de la bahía. El viejo navío, como un corcel espantado,
se negaba a obedecer; el viento y el mar, que corrían con impetuosa furia de
Sur a Norte, lo arrastraban, sin que la ciencia náutica pudiese nada para
impedirlo.
No
tardamos en rebasar de la bahía. A nuestra derecha quedó bien pronto Rota,
Punta Candor, Punta de Meca, Regla y Chipiona. No quedaba duda de que el Rayo
iba derecho a estrellarse inevitablemente en la costa cercana a la embocadura
del Guadalquivir. No necesito decir que las velas habían sido cargadas, y que
no bastando este recurso contra tan fuerte temporal, se bajaron también los
masteleros. Por último, también se creyó necesario picar los palos, para
evitar que el navío se precipitara bajo las olas. En las grandes tempestades
el barco necesita achicarse, de alta encina quiere convertirse en humilde
hierba, y como sus mástiles no pueden plegarse cual las ramas de un árbol, se
ve en la dolorosa precisión de amputarlos, quedándose sin miembros por salvar
la vida.
La pérdida
del buque era ya inevitable. Picados los palos mayor y de mesana, se le abandonó,
y la única esperanza consistía en poderlo fondear cerca de la costa, para lo
cual se prepararon las áncoras, reforzando las amarras. Disparó dos cañonazos
para pedir auxilio a la playa ya cercana, y como se distinguieran claramente
algunas hogueras en la costa, nos alegramos, creyendo que no faltaría quien nos
diera auxilio. Muchos opinaron que algún navío español o inglés había
encallado allí, y que las hogueras que veíamos eran encendidas por la
tripulación náufraga. Nuestra ansiedad crecía por momentos; y respecto a mí,
debo decir que me creí cercano a un fin desastroso. Ni ponía atención a lo
que a bordo pasaba, ni en la turbación de mi espíritu podía ocuparme más que
de la muerte, que juzgaba inevitable. Si el buque se estrellaba, ¿quién podía
salvar el espacio de agua que le separaría de la tierra? El lugar más terrible
de una tempestad es aquel en que las olas se revuelven contra la tierra, y parece
que están cavando en ella para llevarse pedazos de playa al
profundo abismo. El empuje de la ola al avanzar y la violencia con que se
arrastra al retirarse son tales, que ninguna fuerza humana puede vencerlos.
Por
último, después de algunas horas de mortal angustia, la quilla del Rayo
tocó en un banco de arena y se paró. El casco todo y los restos de su
arboladura retemblaron un instante: parecía que intentaban vencer el obstáculo
interpuesto en su camino; pero éste fue mayor, y el buque, inclinándose
sucesivamente de uno y otro costado, hundió su popa, y después de un espantoso
crujido, quedó sin movimiento.
Todo
había concluido, y ya no era posible ocuparse más que de salvar la vida,
atravesando el espacio de mar que de la costa nos separaba. Esto pareció casi
imposible de realizar en las embarcaciones que a bordo teníamos; mas había
esperanzas de que nos enviaran auxilio de tierra, pues era evidente que la
tripulación de un buque recién naufragado vivaqueaba en ella, y no podía
estar lejos alguna de las balandras de guerra cuya salida para tales casos debía
haber dispuesto la autoridad naval de Cádiz... El Rayo hizo nuevos
disparos, y esperamos socorros con la mayor impaciencia, porque, de no venir pronto,
pereceríamos todos con el navío. Este
infeliz inválido, cuyo fondo se había abierto al encallar, amenazaba
despedazarse por sus propias convulsiones, y no podía tardar el momento en que,
desquiciada la clavazón de algunas de sus cuadernas, quedaríamos a merced de
las olas, sin más apoyo que el que nos dieran los desordenados restos del
buque.
Los
de tierra no podían darnos auxilio; pero Dios quiso que oyera los cañonazos de
alarma una balandra que se había hecho a la mar desde Chipiona, y se nos acercó
por la proa, manteniéndose a buena distancia. Desde que avistamos su gran vela
mayor vimos segura nuestra salvación, y el comandante del Rayo dio las
órdenes para que el trasbordo se verificara sin atropello en tan peligrosos
momentos.
Mi
primera intención, cuando vi que se trataba de trasbordar, fue correr al lado
de las dos personas que allí me interesaban: el señorito Malespina y Marcial,
ambos heridos, aunque el segundo no lo estaba de gravedad. Encontré al oficial
de artillería en bastante mal estado, y decía a los que le rodeaban:
«No me muevan; déjenme morir aquí».
Marcial
había sido llevado sobre cubierta, y yacía en el suelo con tal postración y
abatimiento,
que me inspiró verdadero miedo su semblante. Alzó la vista cuando me acerqué
a él, y tomándome la mano, dijo con voz conmovida:
«Gabrielillo, no me abandones.
-¡A
tierra! ¡Todos vamos a tierra!», exclamé yo procurando reanimarle; pero él,
moviendo la cabeza con triste ademán, parecía presagiar alguna desgracia.
Traté
de ayudarle para que se levantara; pero después del primer esfuerzo, su cuerpo
volvió a caer exánime, y al fin dijo: «No puedo».
Las
vendas de su herida se habían caído, y en el desorden de aquella apurada
situación no encontró quien se las aplicara de nuevo. Yo le curé como pude,
consolándole con palabras de esperanza; y hasta procuré reír ridiculizando su
facha, para ver si de este modo le reanimaba. Pero el pobre viejo no desplegó
sus labios; antes bien inclinaba la cabeza con gesto sombrío, insensible a mis
bromas lo mismo que a mis consuelos.
Ocupado
en esto, no advertí que había comenzado el embarque en las lanchas. Casi de
los primeros que a ellas bajaron fueron D. José María Malespina y su hijo. Mi
primer impulso fue ir tras ellos siguiendo las órdenes de mi amo; pero la imagen
del marinero herido y abandonado me contuvo. Malespina no
necesitaba de mí, mientras que Marcial, casi considerado como muerto,
estrechaba con su helada mano la mía, diciéndome: «Gabriel, no me abandones».
Las
lanchas atracaban difícilmente; pero a pesar de esto, una vez trasbordados los
heridos, el embarco fue fácil, porque los marineros se precipitaban en ellas
deslizándose por una cuerda, o arrojándose de un salto. Muchos se echaban al
agua para alcanzarlas a nado. Por mi imaginación cruzó como un problema
terrible la idea de cuál de aquellos dos procedimientos emplearía para
salvarme. No había tiempo que perder, porque el Rayo se desbarataba:
casi toda la popa estaba hundida, y los estallidos de los baos y de las
cuadernas medio podridas anunciaban que bien pronto aquella mole iba a dejar de
ser un barco. Todos corrían con presteza hacia las lanchas, y la balandra, que
se mantenía a cierta distancia, maniobrando con habilidad para resistir la mar,
les recogía. Las embarcaciones volvían vacías al poco tiempo, pero no
tardaban en llenarse de nuevo.
Yo
observé el abandono en que estaba Medio-hombre, y me dirigí sofocado y
llorando a
algunos marineros, rogándoles que cargaran a Marcial para salvarle. Pero harto
hacían ellos con salvarse a sí propios. En un momento de desesperación traté
yo mismo de echármele a cuestas; pero mis escasas fuerzas apenas lograron alzar
del suelo sus brazos desmayados. Corrí por toda la cubierta buscando un alma
caritativa, y algunos estuvieron a punto de ceder a mis ruegos; mas el peligro
les distrajo de tan buen pensamiento. Para comprender esta inhumana crueldad, es
preciso haberse encontrado en trances tan terribles: el sentimiento y la caridad
desaparecen ante el instinto de conservación que domina el ser por completo,
asimilándole a veces a una fiera.
«¡Oh,
esos malvados no quieren salvarte, Marcial! -exclamé con vivo dolor.
-Déjales
-me contestó-. Lo mismo da a bordo que enn tierra. Márchate tú; corre,
chiquillo, que te dejan aquí».
No sé
qué idea mortificó más mi mente: si la de quedarme a bordo, donde perecería
sin remedio, o la de salir dejando solo a aquel desgraciado. Por último, más
pudo la voz de la naturaleza que otra fuerza alguna, y di unos cuantos pasos
hacia la borda. Retrocedí para abrazar al pobre viejo, y corrí luego
velozmente hacia el punto en que se embarcaban
los últimos marineros. Eran cuatro: cuando llegué, vi que los cuatro se habían
lanzado al mar y se acercaban nadando a la embarcación, que estaba como a unas
diez o doce varas de distancia.
«¿Y
yo? -exclamé con angustia, viendo que me dejaban-. ¡Yo voy también, yo también!».
Grité
con todas mis fuerzas; pero no me oyeron o no quisieron hacerme caso. A pesar de
la obscuridad, vi la lancha; les vi subir a ella, aunque esta operación apenas
podía apreciarse por la vista. Me dispuse a arrojarme al agua para seguir la
misma suerte; pero en el instante mismo en que se determinó en mi voluntad esta
resolución, mis ojos dejaron de ver lancha y marineros, y ante mí no había más
que la horrenda obscuridad del agua.
Todo
medio de salvación había desaparecido. Volví los ojos a todos lados, y no vi
más que las olas que sacudían los restos del barco; en el cielo ni una
estrella, en la costa ni una luz. La balandra había desaparecido también. Bajo
mis pies, que pataleaban con ira, el casco del Rayo se quebraba en
pedazos, y sólo se conservaba unida y entera la parte de proa, con la cubierta
llena de despojos. Me encontraba sobre una balsa informe que amenazaba
desbaratarse por momentos.
Al verme en tal situación, corrí hacia Marcial diciendo:
«¡Me han dejado, nos han dejado!».
El anciano
se incorporó con muchísimo trabajo, apoyado en su mano; levantó la
cabeza y recorrió con su turbada vista el lóbrego espacio que nos rodeaba.
«¡Nada!
-exclamó-; no se ve nada. Ni lanchas, ni tierra, ni luces, ni costa. No volverán».
Al
decir esto, un terrible chasquido sonó bajo nuestros pies en lo profundo del
sollado de proa, ya enteramente anegado. El alcázar se inclinó violentamente
de un lado, y fue preciso que nos agarráramos fuertemente a la base de un
molinete para no caer al agua. El piso nos faltaba; el último resto del Rayo
iba a ser tragado por las olas. Mas como la esperanza no abandona nunca, yo aún
creí posible que aquella situación se prolongase hasta el amanecer sin
empeorarse, y me consoló ver que el palo del trinquete aún estaba en pie. Con
el propósito firme de subirme a él cuando el casco acabara de hundirse, miré
aquel árbol orgulloso en que flotaban trozos de cabos y harapos de velas, y que
resistía, coloso desgreñado por la desesperación, pidiendo al cielo
misericordia.
Marcial
se dejó caer en la cubierta, y luego dijo:
«Ya
no hay esperanza, Gabrielillo. Ni ellos querrán volver, ni la mar les dejaría
si lo intentaran. Puesto que Dios lo quiere, aquí hemos de morir los dos. Por mí
nada me importa: soy un viejo y no sirvo para maldita la cosa... Pero tú... tú
eres un niño, y...»
Al
decir esto su voz se hizo ininteligible por la emoción y la ronquera. Poco
después le oí claramente estas palabras:
«Tú
no tienes pecados, porque eres un niño. Pero yo... Bien que cuando uno se muere
así... vamos al decir... así, al modo de perro o gato, no necesita de que un
cura venga y le dé la solución, sino que basta y sobra con que uno
mismo se entienda con Dios. ¿No has oído tú eso?».
Yo
no sé lo que contesté; creo que no dije nada, y me puse a llorar sin consuelo.
«Ánimo,
Gabrielillo -prosiguió-. El hombre debe ser hombre, y ahora es cuando se conoce
quién tiene alma y quién no la tiene. Tú no tienes pecados; pero yo sí.
Dicen que cuando uno se muere y no halla cura con quien confesarse, debe decir
lo que tiene en la conciencia al primero que encuentre. Pues yo te digo,
Gabrielillo, que me confieso contigo,
y que te voy a decir mis pecados, y cuenta con que Dios me está oyendo detrás
de ti, y que me va a perdonar».
Mudo
por el espanto y por las solemnes palabras que acababa de oír, me abracé al
anciano, que continuó de este modo:
«Pues
digo que siempre he sido cristiano católico, postólico, romano, y que
siempre he sido y soy devoto de la Virgen del Carmen, a quien llamo en mi ayuda
en este momento; y digo también que, si hace veinte años que no he confesado
ni comulgado, no fue por mí, sino por mor del maldito servicio, y porque
siempre lo va uno dejando para el domingo que viene. Pero ahora me pesa de no
haberlo hecho, y digo, y declaro, y perjuro, que quiero a Dios y a la Virgen y a
todos los santos; y que por todo lo que les haya ofendido me castiguen, pues si
no me confesé y comulgué este año fue por aquél de los malditos casacones,
que me hicieron salir al mar cuando tenía el proeto de cumplir con la
Iglesia. Jamás he robado ni la punta de un alfiler, ni he dicho más mentiras
que alguna que otra para bromear. De los palos que le daba a mi mujer hace
treinta años, me arrepiento, aunque creo que bien dados estuvieron, porque era
más mala que las churras, y con un genio más picón que un alacrán. No he
faltado ni tanto así a lo que manda la Ordenanza;
no aborrezco a nadie más que a los casacones, a quienes hubiera querido
ver hechos picadillo; pero pues dicen que todos somos hijos de Dios, yo les
perdono, y así mismamente perdono a los franceses, que nos han traído
esta guerra. Y no digo más, porque me parece que me voy a toda vela. Yo amo a
Dios y estoy tranquilo. Gabrielillo, abrázate conmigo, y apriétate bien contra
mí. Tú no tienes pecados, y vas a andar finiqueleando con los ángeles
divinos. Más vale morirse a tu edad que vivir en este emperrado mundo...
Con que ánimo, chiquillo, que esto se acaba. El agua sube, y el Rayo se
acabó para siempre. La muerte del que se ahoga es muy buena: no te asustes...
abrázate conmigo. Dentro de un ratito estaremos libres de pesadumbres, yo dando
cuenta a Dios de mis pecadillos, y tú contento como unas pascuas danzando por
el Cielo, que está alfombrado con estrellas, y allí parece que la felicidad no
se acaba nunca, porque es eterna, que es como dijo el otro, mañana y mañana y
mañana, y al otro y siempre...»
No
pudo hablar más. Yo me agarré fuertemente al cuerpo de Medio-hombre. Un
violento golpe de mar sacudió la proa del navío, y
sentí el azote del agua sobre mi espalda. Cerré los ojos y pensé en Dios. En
el mismo instante perdí toda sensación, y no supe lo que ocurrió.