Trafalgar
Benito Pérez Galdós
- II -
En uno de los primeros días
de Octubre de aquel año funesto (1805), mi noble amo me llamó a su cuarto, y
mirándome con su habitual severidad (cualidad tan sólo aparente, pues su carácter
era sumamente blando), me dijo:
«Gabriel, ¿eres tú hombre de valor?»
No
supe al principio qué contestar, porque, a decir verdad, en mis catorce años
de vida no se me había presentado aún ocasión de asombrar al mundo con ningún
hecho heroico; pero el oírme llamar hombre me llenó de orgullo, y
pareciéndome al mismo tiempo indecoroso negar mi valor ante persona que lo tenía
en tan alto grado, contesté con pueril arrogancia:
«Sí, mi amo: soy hombre de valor».
Entonces
aquel insigne varón, que había derramado su sangre en cien combates gloriosos,
sin que por esto se desdeñara de tratar confiadamente a su leal criado, sonrió
ante mí, hízome seña de que me sentara, y ya iba a poner en mi conocimiento alguna
importante resolución, cuando su esposa y mi ama Doña Francisca entró de súbito
en el despacho para dar mayor interés a la conferencia, y comenzó a hablar
destempladamente en estos términos:
-No, no irás... te aseguro
que no irás a la escuadra. ¡Pues no faltaba más!... ¡A tus años y cuando te
has retirado del servicio por viejo!... ¡Ay, Alonsito, has llegado a los
setenta y ya no estás para fiestas!
Me parece que aún estoy
viendo a aquella respetable cuanto iracunda señora con su gran papalina, su
saya de organdí, sus rizos blancos y su lunar peludo a un lado de la barba.
Cito estos cuatro detalles heterogéneos, porque sin ellos no puede representársela
mi memoria. Era una mujer hermosa en la vejez, como la Santa Ana de Murillo; y
su belleza respetable habría sido perfecta, y la comparación con la madre de
la Virgen exacta, si mi ama hubiera sido muda como una pintura.
D.
Alonso, algo acobardado, como de costumbre, siempre que la oía, le contestó:
«Necesito
ir, Paquita. Según la carta que acabo de recibir de ese buen Churruca, la
escuadra combinada debe, o salir de Cádiz provocando el combate con los
ingleses, o esperarles
en la bahía, si se atreven a entrar. De todos modos, la cosa va a ser sonada».
-Bueno, me alegro -repuso
Doña Francisca-. Ahí están Gravina, Valdés, Cisneros, Churruca, Alcalá
Galiano y Álava. Que machaquen duro sobre esos perros ingleses. Pero tú estás
hecho un trasto viejo, que no sirves para maldita de Dios la cosa. Todavía no
puedes mover el brazo izquierdo que te dislocaron en el cabo de San Vicente.
Mi amo movió el brazo
izquierdo con un gesto académico y guerrero, para probar que lo tenía
expedito. Pero Doña Francisca, no convencida con tan endeble argumento, continuó
chillando en estos términos:
«No,
no irás a la escuadra, porque allí no hacen falta estantiguas como tú. Si
tuvieras cuarenta años, como cuando fuiste a la tierra del Fuego y me trajiste
aquellos collares verdes de los indios... Pero ahora... Ya sé yo que ese
calzonazos de Marcial te ha calentado los cascos anoche y esta mañana, hablándote
de batallas. Me parece que el Sr. Marcial y yo tenemos que reñir... Vuélvase
él a los barcos si quiere, para que le quiten la pierna que le queda... ¡Oh,
San José bendito! Si en mis quince hubiera sabido yo lo que era la gente de
mar... ¡Qué tormento! ¡Ni un día de reposo!
Se casa una para vivir con su marido, y a lo mejor viene un despacho de Madrid
que en dos palotadas me lo manda qué sé yo a dónde, a la Patagonia, al Japón
o al mismo infierno. Está una diez o doce meses sin verle, y al fin, si no se
le comen los señores salvajes, vuelve hecho una miseria, tan enfermo y amarillo
que no sabe una qué hacer para volverle a su color natural... Pero pájaro
viejo no entra en jaula, y de repente viene otro despachito de Madrid... Vaya
usted a Tolón, a Brest, a Nápoles, acá o acullá, donde le da la gana al
bribonazo del Primer Cónsul... ¡Ah!, si todos hicieran lo que yo digo, ¡qué
pronto las pagaría todas juntas ese caballerito que trae tan revuelto al mundo!»
Mi
amo miró sonriendo una mala estampa clavada en la pared, y que, torpemente
iluminada por ignoto artista, representaba al Emperador Napoleón, caballero en
un corcel verde, con el célebre redingote embadurnado de bermellón. Sin duda
la impresión que dejó en mí aquella obra de arte, que contemplé durante
cuatro años, fue causa de que modificara mis ideas respecto al traje de
contrabandista del grande hombre, y en lo sucesivo me lo representé vestido de
cardenal y montado en un caballo verde.
«Esto
no es vivir -continuó Doña Francisca agitando los brazos-. Dios me perdone;
pero aborrezco el mar, aunque dicen que es una de sus mejores obras. ¡No sé
para qué sirve la Santa Inquisición si no convierte en cenizas esos
endiablados barcos de guerra! Pero vengan acá y díganme: ¿Para qué es eso de
estarse arrojando balas y más balas, sin más ni más, puestos sobre cuatro
tablas que, si se quiebran, arrojan al mar centenares de infelices? ¿No es esto
tentar a Dios? ¡Y estos hombres se vuelven locos cuando oyen un cañonazo! ¡Bonita
gracia! A mí se me estremecen las carnes cuando los oigo, y si todos pensaran
como yo, no habría más guerras en el mar... y todos los cañones se convertirían
en campanas. Mira, Alonso -añadió deteniéndose ante su marido-, me parece que
ya os han derrotado bastantes veces. ¿Queréis otra? Tú y esos otros tan locos
como tú, ¿no estáis satisfechos después de la del 14?.
D.
Alonso apretó los puños al oír aquel triste recuerdo, y no profirió un
juramento de marino por respeto a su esposa.
«La
culpa de tu obstinación en ir a la escuadra
-añadió la dama cada vez más furiosa-, laa tiene el picarón de Marcial, ese
endiablado marinero, que debió ahogarse cien veces, y cien veces se ha salvado
para tormento mío. Si él quiere volver a embarcarse con su pierna de palo, su
brazo roto, su ojo de menos y sus cincuenta heridas, que vaya en buen hora, y
Dios quiera que no vuelva a parecer por aquí...; pero tú no irás, Alonso, tú
no irás, porque estás enfermo y porque has servido bastante al Rey, quien por
cierto te ha recompensado muy mal; y yo que tú, le tiraría a la cara al señor
Generalísimo de mar y tierra los galones de capitán de navío que tienes desde
hace diez años... A fe que debían haberte hecho almirante cuando menos, que
harto lo merecías cuando fuiste a la expedición de África y me trajiste
aquellas cuentas azules que, con los collares de los indios, me sirvieron para
adornar la urna de la Virgen del Carmen.
-Sea o no almirante, yo
debo ir a la escuadra, Paquita -dijo mi amo-. Yo no puedo faltar a ese combate.
Tengo que cobrar a los ingleses cierta cuenta atrasada.
-Bueno
estás tú para cobrar estas cuentas -contestó mi ama-: un hombre enfermo y
medio baldado...
-Gabriel
irá conmigo -añadió D. Alonso, mirándome de un modo que infundía valor.
Yo hice un gesto que
indicaba mi conformidad con tan heroico proyecto; pero cuidé de que no me viera
Doña Francisca, la cual me habría hecho notar el irresistible peso de su mano
si observara mis disposiciones belicosas.
Ésta, al ver que su esposo
parecía resuelto, se enfureció más; juró que si volviera a nacer, no se
casaría con ningún marino; dijo mil pestes del Emperador, de nuestro amado
Rey, del Príncipe de la Paz, de todos los signatarios del tratado de subsidios,
y terminó asegurando al valiente marino que Dios le castigaría por su
insensata temeridad.
Durante
el diálogo que he referido, sin responder de su exactitud, pues sólo me fundo
en vagos recuerdos, una tos recia y perruna, resonando en la habitación
inmediata, anunciaba que Marcial, el mareante viejo, oía desde muy cerca la
ardiente declamación de mi ama, que le había citado bastantes veces con
comentarios poco benévolos. Deseoso de tomar parte en la conversación, para lo
cual le autorizaba la confianza que tenía en la casa, abrió la puerta y se
presentó en el cuarto de mi amo.
Antes
de pasar adelante, quiero dar de éste algunas noticias, así como de su hidalga
consorte, para mejor conocimiento de lo que va a pasar.