Trafalgar
Benito Pérez Galdós
- IV -
«Señor
Marcial -dijo ésta con redoblado furor: -si quiere usted ir a la escuadra a que
le den la última mano, puede embarcar cuando quiera; pero lo que es este no irá.
-Bueno
-contestó el marinero, que se había sentaddo en el borde de una silla, ocupando
sólo el espacio necesario para sostenerse-: iré yo solo. El demonio me lleve,
si me quedo sin echar el catalejo a la fiesta.»
Después añadió con expresión de júbilo:
«Tenemos
quince navíos, y los francesitos veinticinco barcos. Si todos fueran nuestros,
no era preciso tanto... ¡Cuarenta buques y mucho corazón embarcado!»
Como se comunica el fuego
de una mecha a otra que está cercana, así el entusiasmo que irradió del ojo
de Marcial encendió los dos, ya por la edad amortiguados, de mi buen amo.
«Pero
el Señorito -continuó Medio-hombre-, traerá muchos también. Así
me gustan a mí las funciones: mucha madera donde mandar balas, y mucho jumo de
pólvora que caliente el aire cuando hace frío.»
Se
me había olvidado decir que Marcial, como casi todos los marinos, usaba un
vocabulario formado por los más peregrinos terminachos, pues es costumbre en la
gente de mar de todos los países desfigurar la lengua patria hasta convertirla
en caricatura. Observando la mayor parte de las voces usadas por los navegantes,
se ve que son simplemente corruptelas de las palabras más comunes, adaptadas a
su temperamento arrebatado y enérgico, siempre propenso a abreviar todas las
funciones de la vida, y especialmente el lenguaje. Oyéndoles hablar, me ha
parecido a veces que la lengua es un órgano que les estorba.
Marcial,
como digo, convertía los nombres en verbos, y éstos en nombres, sin consultar
con la Academia. Asimismo aplicaba el vocabulario de la navegación a todos los
actos de la vida, asimilando el navío con el hombre, en virtud de una forzada
analogía entre las partes de aquél y los miembros de éste. Por ejemplo,
hablando de la pérdida de su ojo, decía que había cerrado el portalón
de estribor; y para expresar la rotura del brazo, decía que se había
quedado sin la serviola de babor. Para él el corazón, residencia
del valor y del heroísmo,
era el pañol de la pólvora, así como el estómago el pañol del
viscocho. Al menos estas frases las entendían los marineros; pero había
otras, hijas de su propia inventiva filológica, de él sólo conocidas y en
todo su valor apreciadas. ¿Quién podría comprender lo que significaban patigurbiar,
chingurria y otros feroces nombres del mismo jaez? Yo creo, aunque no
lo aseguro, que con el primero significaba dudar, y con el segundo tristeza. La
acción de embriagarse la denominaba de mil maneras distintas, y entre éstas la
más común era ponerse la casaca, idiotismo cuyo sentido no hallarán
mis lectores, si no les explico que, habiéndole merecido los marinos ingleses
el dictado de casacones, sin duda a causa de su uniforme, al decir ponerse
la casaca por emborracharse, quería significar Marcial una acción común y
corriente entre sus enemigos. A los almirantes extranjeros los llamaba
con estrafalarios nombres, ya creados por él, ya traducidos a su manera, fijándose
en semejanzas de sonido. A Nelson le llamaba el Señorito, voz que
indicaba cierta consideración o respeto; a Collingwood el tío Calambre,
frase que a él le parecía exacta traducción del inglés; a Jerwis le nombraba
como los mismos ingleses, esto es, viejo zorro; a Calder el tío
Perol, porque encontraba mucha relación
entre las dos voces; y siguiendo un sistema lingüístico enteramente opuesto,
designaba a Villeneuve, jefe de la escuadra combinada, con el apodo de Monsieur
Corneta, nombre tomado de un sainete a cuya representación asistió Marcial
en Cádiz. En fin, tales eran los disparates que salían de su boca, que me veré
obligado, para evitar explicaciones enojosas, a sustituir sus frases con las
usuales, cuando refiera las conversaciones que de él recuerdo.
Sigamos
ahora. Doña Francisca, haciéndose cruces, dijo así:
«¡Cuarenta
navíos! Eso es tentar a la Divina Providencia. ¡Jesús!, y lo menos tendrán
cuarenta mil cañones, para que estos enemigos se maten unos a otros.
-Lo
que es como Mr. Corneta tenga bien provistos los pañoles de la pólvora
-contestó Marcial señalando al corazón-, yya se van a reír esos señores
casacones. No será ésta como la del cabo de San Vicente.
-Hay
que tener en cuenta -dijo mi amo con placer, viendo mencionado su tema
favorito-, que si el almirante Córdova hubiera mandado virar a babor a los navíos
San José y Mejicano, el Sr. de Jerwis no se habría llamado Lord
Conde de San Vicente. De eso estoy
bien seguro, y tengo datos para asegurar que con la maniobra a babor, hubiéramos
salido victoriosos.
-¡Victoriosos!
-exclamó con desdén Doña Francisca-. Si puueden ellos más... Estos bravucones
parece que se quieren comer el mundo, y en cuanto salen al mar parece que no
tienen bastantes costillas para recibir los porrazos de los ingleses.
-¡No!
-dijo Medio-hombre enérgicamente y cerranddo el puño
con gesto amenazador-. ¡Si no fuera por sus muchas astucias y picardías!...
Nosotros vamos siempre contra ellos con el alma a un largo, pues, con nobleza,
bandera izada y manos limpias. El inglés no se larguea, y siempre ataca
por sorpresa, buscando las aguas malas y las horas de cerrazón. Así fue la del
Estrecho, que nos tienen que pagar. Nosotros navegábamos confiados, porque ni
de perros herejes moros se teme la traición, cuantimás de un inglés
que es civil y al modo de cristiano. Pero no: el que ataca a traición no
es cristiano, sino un salteador de caminos. Figúrese usted, señora -añadió
dirigiéndose a Doña Francisca para obtener su benevolencia-, que salimos de Cádiz
para auxiliar a la escuadra francesa que se había refugiado en Algeciras,
perseguida por los ingleses.
Hace de esto cuatro años, y entavía tengo tal coraje que la sangre se
me emborbota cuando lo recuerdo. Yo iba en el Real Carlos, de 112 cañones,
que mandaba Ezguerra, y además llevábamos el San Hermenegildo, de 112
también; el San Fernando, el Argonauta, el San Agustín
y la fragata Sabina. Unidos con la escuadra francesa, que tenía
cuatro navíos, tres fragatas y un bergantín, salimos de Algeciras para Cádiz
a las doce del día, y como el tiempo era flojo, nos anocheció más acá de
punta Carnero. La noche estaba más negra que un barril de chapapote; pero como
el tiempo era bueno, no nos importaba navegar a obscuras. Casi toda la tripulación
dormía: me acuerdo que estaba yo en el castillo de proa hablando con mi primo
Pepe Débora, que me contaba las perradas de su suegra, y desde allí vi las
luces del San Hermenegildo, que navegaba a estribor como a tiro de cañón.
Los demás barcos iban delante. Pusque lo que menos creíamos era que los
casacones habían salido de Gibraltar tras de nosotros y nos daban caza. ¿Ni cómo
los habíamos de ver, si tenían apagadas las luces y se nos acercaban sin que
nos percatáramos de ello? De repente, y anque la noche estaba muy
obscura, me pareció ver... yo siempre he tenido un farol como un
lince...
me pareció que un barco pasaba entre nosotros y el San Hermenegildo. «José
Débora -dije a mi compañero-; o yo estoy viendo pantasmas, o tenemos un
barco inglés por estribor».
José Débora miró y me dijo:
«Que
el palo mayor se caiga por la fogonadura y me parta, si hay por estribor más
barco que el San Hermenegildo.
-Pues
por sí o por no -dije-, voy a avisarle al oficial que está de cuarto».
No
había acabado de decirlo, cuando pataplús... sentimos el musiqueo de
toda una andanada que nos soplaron por el costado. En un minuto la tripulación
se levantó... cada uno a su puesto... ¡Qué batahola, señora Doña Francisca!
Me alegrara de que usted lo hubiera visto para que supiera cómo son estas
cosas. Todos jurábamos como demonios y pedíamos a Dios que nos pusiera un cañón
en cada dedo para contestar al ataque. Ezguerra subió al alcázar y mandó
disparar la andanada de estribor... ¡zapataplús! La andanada de
estribor disparó en seguida, y al poco rato nos contestaron... Pero en aquella
trapisonda no vimos que con el primer disparo nos habían soplado a bordo unas
endiabladas materias comestibles (combustibles quería decir), que cayeron sobre el buque
como si estuviera lloviendo fuego. Al ver que ardía nuestro navío, se nos
redobló la rabia y cargamos de nuevo la andanada, y otra, y otra. ¡Ah, señora
Doña Francisca! ¡Bonito se puso aquello!... Nuestro comandante mandó meter
sobre estribor para atacar al abordaje al buque enemigo. Aquí te quiero ver...
Yo estaba en mis glorias... En un guiñar del ojo preparamos las hachas y picas
para el abordaje... el barco enemigo se nos venía encima, lo cual me encabrilló
(me alegró) el alma, porque así nos enredaríamos más pronto... Mete, mete a
estribor... ¡qué julepe! Principiaba a amanecer: ya los penoles se besaban; ya
estaban dispuestos los grupos, cuando oímos juramentos españoles a bordo del
buque enemigo. Entonces nos quedamos todos tiesos de espanto, porque vimos que
el barco con que nos batíamos era el mismo San Hermenegildo.
-Eso
sí que estuvo bueno -dijo Doña Francisca mostrando algún interés en la
narración-. ¿Y cómo fueron tan burros que uno y otro...?
-Diré
a usted: no tuvimos tiempo de andar con palabreo. El fuego del Real Carlos
se pasó al San Hermenegildo, y entonces... ¡Virgen del Carmen, la que
se armó! ¡A las lanchas!, gritaron muchos. El fuego estaba ya ras con ras con la Santa Bárbara,
y esta señora no se anda con bromas... Nosotros jurábamos,
gritábamos insultando a Dios, a la Virgen y a todos los santos, porque así
parece que se desahoga uno cuando está lleno de coraje hasta la escotilla.
-¡Jesús,
María y José!, ¡qué horror! -exclamó mi ama-. ¿Y se salvaron?
-Nos
salvamos cuarenta en la falúa y seis o siete en el chinchorro: éstos
recogieron al segundo del San Hermenegildo. José Débora se aferró a un
pedazo de palo y arribó más muerto que vivo a las playas de Marruecos.
-¿Y los demás?
-Los
demás... la
mar es grande y en ella cabe mucha gente. Dos mil hombres apagaron
fuegos aquel día, entre ellos nuestro comandante Ezguerra, y Emparán el
del otro barco.
-Válgame
Dios -dijo Doña Francisca-. Aunque bien empleado les está, por andarse en esos
juegos. Si se estuvieran quietecitos en sus casas como Dios manda...
-Pues
la causa de este desastre -dijo Don Alonso, que gustaba de interesar a su mujer
en tan dramáticos sucesos-, fue la siguiente. Los ingleses, validos de la
obscuridad de la noche, dispusieron que el navío Soberbio, el más
ligero de los que traían, apagara sus luces y se colocara entre nuestros dos
hermosos
barcos. Así lo hizo: disparó sus dos andanadas, puso su aparejo en facha con
mucha presteza, orzando al mismo tiempo para librarse de la contestación. El Real
Carlos y el San Hermenegildo, viéndose atacados inesperadamente,
hicieron fuego; pero se estuvieron batiendo el uno contra el otro, hasta que
cerca del amanecer y estando a punto de abordarse, se reconocieron y ocurrió lo
que tan detalladamente te ha contado Marcial.
-¡Oh!,
¡y qué bien os la jugaron! -dijo la dama-. Estuvo bueno, aunque eso no es de
gente noble.
-Qué
ha de ser -añadió Medio-hombre-. Entonces yo no los quería bien; pero dende
esa noche... Si están ellos en el Cielo, no quiero ir al Cielo, manque
me condene para toda la enternidad...
-¿Pues
y la captura de las cuatro fragatas que venían del Río de la Plata? -dijo D.
Alonso animando a Marcial para que continuara sus narraciones.
-También
en esa me encontré -contestó el marino-, y allí me dejaron sin pierna. También
entonces nos cogieron desprevenidos, y como estábamos en tiempo de paz, navegábamos
muy tranquilos, contando ya las horas que nos faltaban para llegar, cuando de
pronto...
Le diré a usted cómo fue, señora Doña Francisca, para que vea las mañas de
esa gente. Después de lo del Estrecho, me embarqué en la Fama para
Montevideo, y ya hacía mucho tiempo que estábamos allí, cuando el jefe de la
escuadra recibió orden de traer a España los caudales de Lima y Buenos Aires.
El viaje fue muy bueno, y no tuvimos más percance que unas calenturillas, que
no mataron ni tanto así de hombre... Traíamos mucho dinero del Rey y de
particulares, y también lo que llamamos la caja de soldadas, que
son los ahorrillos de la tropa que sirve en las Américas. Por junto, si no me
engaño, eran cosa de cinco millones de pesos, como quien no dice nada, y además
traíamos pieles de lobo, lana de vicuña, cascarilla, barras de estaño y cobre
y maderas finas... Pues, señor, después de cincuenta días de navegación, el
5 de Octubre, vimos tierra, y ya contábamos entrar en Cádiz al día siguiente,
cuando cátate que hacia el Nordeste se nos presentan cuatro señoras fragatas. Anque
era tiempo de paz, y nuestro capitán, D. Miguel de Zapiaín, parecía no
tener maldito recelo, yo, que soy perro viejo en la mar, llamé a Débora y le
dije que el tiempo me olía a pólvora... Bueno: cuando las fragatas inglesas
estuvieron cerca,
el general mandó hacer zafarrancho; la Fama iba delante, y al poco rato
nos encontramos a tiro de pistola de una de las inglesas por barlovento.
Entonces
el capitán inglés nos habló con su bocina y nos dijo... ¡pues mire usted que
me gustó la franqueza!... nos dijo que nos pusiéramos en facha porque nos iba
a atacar. Hizo mil preguntas; pero le dijimos que no nos daba la gana de
contestar. A todo esto, las otras tres fragatas enemigas se habían acercado a
las nuestras, de tal manera que cada una de las inglesas tenía otra española
por el costado de sotavento.
-Su
posición no podía ser mejor -apuntó mi amo.
-Eso
digo yo -continuó Marcial-. El jefe de nuestra escuadra, D. José Bustamante,
anduvo poco listo, que si hubiera sido yo... Pues, señor, el comodón
(quería decir el comodoro) inglés envió a bordo de la Medea un
oficialillo de estos de cola de abadejo, el cual, sin andarse en chiquitas, dijo
que anque no estaba declarada la guerra, el comodón tenía orden
de apresarnos. Esto sí que se llama ser inglés. El combate empezó al poco
rato; nuestra fragata recibió la primera andanada por babor; se le contestó al
saludo, y cañonazo va, cañonazo
viene... lo cierto del caso es que no metimos en un puño a aquellos herejes por
mor de que el demonio fue y pegó fuego a la Santa Bárbara de la Mercedes,
que se voló en un suspiro, ¡y todos con este suceso, nos afligimos tanto,
sintiéndonos tan apocados...!, no por falta de valor, sino por aquello que
dicen... en la moral... pues... denque el mismo momento nos vimos
perdidos. Nuestra fragata tenía las velas con más agujeros que capa vieja, los
cabos rotos, cinco pies de agua en bodega, el palo de mesana tendido, tres
balazos a flor de agua y bastantes muertos y heridos. A pesar de esto, seguíamos
la cuchipanda con el inglés; pero cuando vimos que la Medea y la
Clara, no pudiendo resistir la chamusquina, arriaban bandera, forzamos de
vela y nos retiramos defendiéndonos como podíamos. La maldita fragata inglesa
nos daba caza, y como era más velera que la nuestra, no pudimos zafarnos y
tuvimos también que arriar el trapo a las tres de la tarde, cuando ya nos habían
matado mucha gente, y yo estaba medio muerto sobre el sollao porque a una bala
le dio la gana de quitarme la pierna. Aquellos condenados nos llevaron a
Inglaterra, no como presos, sino como detenidos; pero carta va, carta viene
entre Londres y Madrid, lo cierto es que se
quedaron con el dinero, y me parece que cuando a mí me nazca otra pierna,
entonces el Rey de España les verá la punta del pelo a los cinco millones de
pesos.
-¡Pobre
hombre!... ¿y entonces perdiste la pata? -le dijo compasivamente Doña
Francisca.
-Sí
señora: los ingleses, sabiendo que yo no era bailarín, creyeron que tenía
bastante con una. En la travesía me curaron bien: en un pueblo que llaman Plinmuf
(Plymouth) estuve seis meses en el pontón, con el petate liado y la patente
para el otro mundo en el bolsillo... Pero Dios quiso que no me fuera a pique tan
pronto: un físico inglés me puso esta pierna de palo, que es mejor que la
otra, porque aquélla me dolía de la condenada reúma, y ésta, a Dios gracias,
no duele aunque la echen una descarga de metralla. En cuanto a dureza, creo que
la tiene, aunque entavía no se me ha puesto delante la popa de ningún
inglés para probarla.
-Muy
bravo estás -dijo mi ama-; quiera Dios no pierdas también la otra. «El que
busca el peligro...»
Concluida
la relación de Marcial, se trabó de nuevo la disputa sobre si mi amo iría o
no a la escuadra. Persistía Doña Francisca en la
negativa, y D. Alonso, que en presencia de su digna esposa era manso como un
cordero, buscaba pretextos y alegaba toda clase de razones para convencerla.
«Iremos
sólo a ver, mujer; nada más que a ver -decía el héroe con mirada suplicante.
-Dejémonos
de fiestas -le contestaba su esposa-. Buen par de esperpentos estáis los dos.
-La
escuadra combinada -dijo Marcial-, se quedará en Cádiz, y ellos tratarán de
forzar la entrada.
-Pues
entonces -añadió mi ama-, pueden ver la función desde la muralla de Cádiz;
pero lo que es en los barquitos... Digo que no y que no, Alonso. En cuarenta años
de casados no me has visto enojada (la veía todos los días); pero ahora te
juro que si vas a bordo... haz cuenta de que Paquita no existe para ti.
-¡Mujer!
-exclamó con aflicción mi amo-. ¡Y he de mmorirme sin tener ese gusto!
-¡Bonito
gusto, hombre de Dios! ¡Ver cómo se matan esos locos! Si el Rey de las Españas
me hiciera caso, mandaría a paseo a los ingleses y les diría: «Mis vasallos
queridos no están aquí para que ustedes se diviertan con ellos. Métanse
ustedes en faena unos con otros si quieren juego». ¿Qué creen? Yo, aunque
tonta, bien sé lo que hay aquí, y es que el
Primer Cónsul, Emperador, Sultán, o lo que sea, quiere acometer a los
ingleses, y como no tiene hombres de alma para el caso, ha embaucado a nuestro
buen Rey para que le preste los suyos, y la verdad es que nos está fastidiando
con sus guerras marítimas. Díganme ustedes: ¿a España qué le va ni le viene
en esto? ¿Por qué ha de estar todos los días cañonazo y más cañonazo por
una simpleza? Antes de esas picardías que Marcial ha contado, ¿qué daño nos
habían hecho los ingleses? ¡Ah, si hicieran caso de lo que yo digo, el señor
de Bonaparte armaría la guerra solo, o si no que no la armara!
-Es
verdad -dijo mi amo-, que la alianza con Francia nos está haciendo mucho daño,
pues si algún provecho resulta es para nuestra aliada, mientras todos los
desastres son para nosotros.
-Entonces,
tontos rematados, ¿para qué se os calientan las pajarillas con esta guerra?
-El
honor de nuestra nación está empeñado -contestó D. Alonso-, y una vez
metidos en la danza, sería una mengua volver atrás. Cuando estuve el mes
pasado en Cádiz en el bautizo de la hija de mi primo, me decía Churruca: «Esta
alianza con Francia, y el maldito tratado de San Ildefonso, que por la astucia
de Bonaparte y la debilidad de Godoy se ha convertido en tratado de subsidios,
serán nuestra ruina, serán la ruina de nuestra escuadra, si Dios no lo
remedia, y, por tanto, la ruina de nuestras colonias y del comercio español en
América. Pero, a pesar de todo, es preciso seguir adelante».
-Bien
digo yo -añadió doña Francisca-, que ese Príncipe de la Paz se está
metiendo en cosas que no entiende. Ya se ve, ¡un hombre sin estudios! Mi
hermano el arcediano, que es partidario del príncipe Fernando, dice que ese señor
Godoy es un alma de cántaro, y que no ha estudiado latín ni teología, pues
todo su saber se reduce a tocar la guitarra
y a conocer los veintidós modos de bailar la gavota. Parece que por su linda
cara le han hecho, primer ministro. Así andan las cosas de España; luego,
hambre y más hambre... todo tan caro... la fiebre amarilla asolando a Andalucía...
Está esto bonito, sí, señor... Y de ello tienen ustedes la culpa -continuó
engrosando la voz y poniéndose muy encarnada-, sí señor, ustedes que ofenden
a Dios matando tanta gente; ustedes, que si en vez de meterse en esos
endiablados barcos, se fueran a la iglesia a rezar el rosario, no andaría
Patillas tan suelto por España haciendo diabluras.
-Tú
irás a Cádiz también -dijo D. Alonso ansioso de despertar el entusiasmo en el
pecho de su mujer-; irás a casa de Flora, y desde el mirador podrás ver cómodamente
el combate, el humo, los fogonazos, las banderas... Es cosa muy bonita.
-¡Gracias,
gracias! Me caería muerta de miedo. Aquí nos estaremos quietos, que el que
busca el peligro en él perece.
Así
terminó aquel diálogo, cuyos pormenores he conservado en mi memoria, a pesar
del tiempo transcurrido. Mas acontece con frecuencia que los hechos muy remotos,
correspondientes a nuestra infancia, permanecen grabados en la imaginación con
mayor fijeza que los presenciados en edad madura, y cuando predomina sobre todas
las facultades la razón.
Aquella
noche D. Alonso y Marcial siguieron conferenciando en los pocos ratos que la
recelosa Doña Francisca los dejaba solos. Cuando ésta fue a la parroquia para
asistir a la novena, según su piadosa costumbre, los dos marinos respiraron con
libertad como escolares bulliciosos que pierden de vista al maestro. Encerráronse
en el despacho, sacaron unos mapas y estuvieron examinándolos con gran atención;
luego leyeron ciertos papeles en que
había apuntados los nombres de muchos barcos ingleses con la cifra de sus cañones
y tripulantes, y durante su calurosa conferencia, en que alternaba la lectura
con los más enérgicos comentarios, noté que ideaban el plan de un combate
naval.
Marcial
imitaba con los gestos de su brazo y medio la marcha de las escuadras, la
explosión de las andanadas; con su cabeza, el balance de los barcos
combatientes; con su cuerpo, la caída de costado del buque que se va a pique;
con su mano, el subir y bajar de las banderas de señal; con un ligero silbido,
el mando del contramaestre; con los porrazos de su pie de palo contra el suelo,
el estruendo del cañón; con su lengua estropajosa, los juramentos y singulares
voces del combate; y como mi amo le secundase en esta tarea con la mayor
gravedad, quise yo también echar mi cuarto a espadas, alentado por el ejemplo,
y dando natural desahogo a esa necesidad devoradora de meter ruido que domina el
temperamento de los chicos con absoluto imperio. Sin poderme contener, viendo el
entusiasmo de los dos marinos, comencé a dar vueltas por la habitación, pues
la confianza con que por mi amo era tratado me autorizaba a ello; remedé con la
cabeza y los brazos la disposición de una nave que
ciñe el viento, y al mismo tiempo profería, ahuecando la voz, los retumbantes
monosílabos que más se parecen al ruido de un cañonazo, tales como ¡bum, bum,
bum!... Mi respetable amo, el mutilado marinero, tan niños como yo en
aquella ocasión, no pararon mientes en lo que yo hacía, pues harto les
embargaban sus propios pensamientos. ¡Cuánto me he reído después recordando
aquella escena, y cuán cierto es, por lo que respecta a mis compañeros en
aquel juego, que el entusiasmo de la ancianidad convierte a los viejos en niños,
renovando las travesuras de la cuna al borde mismo del sepulcro!
Muy enfrascados estaban
ellos en su conferencia, cuando sintieron los pasos de Doña Francisca que volvía
de la novena.
«¡Qué
viene! -exclamó Marcial con terror.
Y al
punto guardaron los planos, disimulando su excitación, y pusiéronse a hablar
de cosas indiferentes. Pero yo, bien porque la sangre juvenil no podía
aplacarse fácilmente, bien porque no observé a tiempo la entrada de mi ama,
seguí en medio del cuarto demostrando mi enajenación con frases como éstas,
pronunciadas con el mayor desparpajo: ¡la mura a estribor!... ¡orza!... ¡la
andanada de sotavento!... ¡fuego!... ¡bum, bum!... Ella se llegó a mí
furiosa, y sin previo aviso me descargó en la popa la andanada de su mano
derecha con tan buena puntería, que me hizo ver las estrellas.
«¡También
tú! -gritó vapuleándome sin compasión-. Ya ves -añadió mirando a su marido
con centelleantes ojos-: tú le enseñas a que pierda el respeto... ¿Te has creído
que estás todavía en la Caleta, pedazo de zascandil?
La
zurra continuó en la forma siguiente: yo caminando a la cocina, lloroso y
avergonzado, después de arriada la bandera de mi dignidad, y sin pensar en
defenderme contra tan superior enemigo; Doña Francisca detrás dándome caza y
poniendo a prueba mi pescuezo con los repetidos golpes de su mano. En la cocina
eché el ancla, lloroso, considerando cuán mal había concluido mi combate
naval.