Trafalgar
Benito Pérez Galdós
- V -
Para
oponerse a la insensata determinación de su marido, Doña Francisca no se
fundaba sólo en las razones anteriormente expuestas; tenía, además de aquéllas,
otra poderosísima, que no indicó en el diálogo anterior, quizá por demasiado
sabida.
Pero
el lector no la sabe y voy a decírsela. Creo haber escrito que mis amos tenían
una hija. Pues bien: esta hija se llamaba Rosita, de edad poco mayor que la mía,
pues apenas pasaba de los quince años, y ya estaba concertado su matrimonio con
un joven oficial de Artillería llamado Malespina, de una familia de
Medinasidonia, lejanamente emparentada con la de mi ama. Habíase fijado la boda
para fin de Octubre, y ya se comprende que la ausencia del padre de la novia
habría sido inconveniente en tan solemnes días.
Voy
a decir algo de mi señorita, de su novio, de sus amores, de su proyectado
enlace y... ¡ay!, aquí mis recuerdos toman un tinte melancólico, evocando en
mi fantasía imágenes importunas
y exóticas como si vinieran de otro mundo, despertando en mi cansado pecho
sensaciones que, a decir verdad, ignoro si traen a mi espíritu alegría o
tristeza. Estas ardientes memorias, que parecen agostarse hoy en mi cerebro,
como flores tropicales trasplantadas al Norte helado, me hacen a veces reír, y
a veces me hacen pensar... Pero contemos, que el lector se cansa de reflexiones
enojosas sobre lo que a un solo mortal interesa.
Rosita
era lindísima. Recuerdo perfectamente su hermosura, aunque me sería muy difícil
describir sus facciones. Parece que la veo sonreír delante de mí. La singular
expresión de su rostro, a la de ningún otro parecida, es para mí, por la
claridad con que se ofrece a mi entendimiento, como una de esas nociones
primitivas, que parece hemos traído de otro mundo, o nos han sido infundidas
por misterioso poder desde la cuna. Y sin embargo, no respondo de poderlo
pintar, porque lo que fue real ha quedado como una idea indeterminada en mi
cabeza, y nada nos fascina tanto, así como nada se escapa tan sutilmente a toda
apreciación descriptiva, como un ideal querido.
Al
entrar en la casa, creí que Rosita pertenecía a un orden de criaturas
superior. Explicaré mis pensamientos para que se admiren ustedes de mi simpleza. Cuando somos niños,
y un nuevo ser viene al mundo en nuestra casa, las personas mayores nos dicen
que le han traído de Francia, de París o de Inglaterra. Engañado yo como
todos acerca de tan singular modo de perpetuar la especie, creía que los niños
venían por encargo, empaquetados en un cajoncito, como un fardo de quincalla.
Pues bien: contemplando por primera vez a la hija de mis amos, discurrí que tan
bella persona no podía haber venido de la fábrica de donde venimos todos, es
decir, de París o de Inglaterra, y me persuadí de la existencia de alguna región
encantadora, donde artífices divinos sabían labrar tan hermosos ejemplares de
la persona humana.
Como
niños ambos, aunque de distinta condición, pronto nos tratamos con la
confianza propia de la edad, y mi mayor dicha consistía en jugar con ella,
sufriendo todas sus impertinencias, que eran muchas, pues en nuestros juegos
nunca se confundían las clases: ella era siempre señorita, y yo siempre
criado; así es que yo llevaba la peor parte, y si había golpes, no es preciso
indicar aquí quién los recibía.
Ir a
buscarla al salir de la escuela para
acompañarla a casa, era mi sueno de oro; y cuando por alguna ocupación
imprevista se encargaba a otra persona tan dulce comisión, mi pena era tan
profunda, que yo la equiparaba a las mayores penas que pueden pasarse en la
vida, siendo hombre, y decía: «Es imposible que cuando yo sea grande
experimente desgracia mayor». Subir por orden suya al naranjo del patio para
coger los azahares de las más altas ramas, era para mí la mayor de las
delicias, posición o preeminencia superior a la del mejor rey de la tierra
subido en su trono de oro; y no recuerdo alborozo comparable al que me causaba
obligándome a correr tras ella en ese divino e inmortal juego que llaman escondite.
Si ella corría como una gacela, yo volaba como un pájaro para cogerla más
pronto, asiéndola por la parte de su cuerpo que encontraba más a mano. Cuando
se trocaban los papeles, cuando ella era la perseguidora y a mí me correspondía
el ser cogido, se duplicaban las inocentes y puras delicias de aquel juego
sublime, y el paraje más obscuro y feo, donde yo, encogido y palpitante,
esperaba la impresión de sus brazos ansiosos de estrecharme, era para mí un
verdadero paraíso. Añadiré que jamás, durante aquellas escenas, tuve un
pensamiento, una sensación,
que no emanara del más refinado idealismo.
¿Y
qué diré de su canto? Desde muy niña acostumbraba a cantar el olé y
las cañas, con la maestría de los ruiseñores, que lo saben todo en
materia de música sin haber aprendido nada. Todos le alababan aquella
habilidad, y formaban corro para oírla; pero a mí me ofendían los aplausos de
sus admiradores, y hubiera deseado que enmudeciera para los demás. Era aquel
canto un gorjeo melancólico, aun modulado por su voz infantil. La nota, que
repercutía sobre sí misma, enredándose y desenredándose, como un hilo
sonoro, se perdía subiendo y se desvanecía alejándose para volver
descendiendo con timbre grave. Parecía emitida por un avecilla, que se
remontara primero al Cielo, y que después cantara en nuestro propio oído. El
alma, si se me permite emplear un símil vulgar, parecía que se alargaba
siguiendo el sonido, y se contraía después retrocediendo ante él, pero
siempre pendiente de la melodía y asociando la música a la hermosa cantora.
Tan singular era el efecto, que para mí el oírla cantar, sobre todo en
presencia de otras personas, era casi una mortificación.
Teníamos
la misma edad, poco más o menos, como he dicho, pues sólo excedía la suya
a la mía en unos ocho o nueve meses. Pero yo era pequeñuelo y raquítico,
mientras ella se desarrollaba con mucha lozanía, y así, al cumplirse los tres
años de mi residencia en la casa, ella parecía de mucha más edad que yo.
Estos tres años se pasaron sin sospechar nosotros que íbamos creciendo, y
nuestros juegos no se interrumpían, pues ella era más traviesa que yo, y su
madre la reñía, procurando sujetarla y hacerla trabajar.
Al
cabo de lo tres años advertí que las formas de mi idolatrada señorita se
ensanchaban y redondeaban, completando la hermosura de su cuerpo: su rostro se
puso más encendido, más lleno, más tibio; sus grandes ojos más vivos, si
bien con la mirada menos errátil y voluble; su andar más reposado; sus
movimientos no sé si más o menos ligeros, pero ciertamente distintos, aunque
no podía entonces ni puedo ahora apreciar en qué consistía la diferencia.
Pero ninguno de estos accidentes me confundió tanto como la transformación de
su voz, que adquirió cierta sonora gravedad bien distinta de aquel travieso y
alegre chillido con que me llamaba antes, trastornándome el juicio, y obligándome
a olvidar mis quehaceres, para acudir al juego. El capullo se convertía en rosa
y la crisálida en mariposa.
Un día
mil veces funesto, mil veces lúgubre, mi amita se presentó ante mí con traje
bajo. Aquella transfiguración produjo en mí tal impresión, que en todo el día
no hablé una palabra. Estaba serio como un hombre que ha sido vilmente engañado,
y mi enojo contra ella era tan grande, que en mis soliloquios probaba con
fuertes razones que el rápido crecimiento de mi amita era una felonía. Se
despertó en mí la fiebre del raciocinar, y sobre aquel tema controvertía
apasionadamente conmigo mismo en el silencio de mis insomnios. Lo que más me
aturdía era ver que con unas cuantas varas de tela había variado por completo
su carácter. Aquel día, mil veces desgraciado, me habló en tono ceremonioso,
ordenándome con gravedad y hasta con displicencia las faenas que menos me
gustaban; y ella, que tantas veces fue cómplice y encubridora de mi holgazanería,
me reprendía entonces por perezoso. ¡Y a todas éstas, ni una sonrisa, ni un
salto, ni una monada, ni una veloz carrera, ni un poco de olé, ni
esconderse de mí para que la buscara, ni fingirse enfadada para reírse después,
ni una disputilla, ni siquiera un pescozón con su blanda manecita! ¡Terribles
crisis de la existencia! ¡Ella se había convertido en mujer, y yo continuaba
siendo niño!
No
necesito decir que se acabaron los retozos y los juegos; ya no volví a subir al
naranjo, cuyos azahares crecieron tranquilos, libres de mi enamorada rapacidad,
desarrollando con lozanía sus hojas y con todo lujo su provocativa fragancia;
ya no corrimos más por el patio, ni hice más viajes a la escuela, para traerla
a casa, tan orgulloso de mi comisión que la hubiera defendido contra un ejército,
si éste hubiera intentado quitármela. Desde entonces Rosita andaba con la
mayor circunspección y gravedad; varias veces noté que al subir una escalera
delante de mí, cuidaba de no mostrar ni una línea ni una pulgada más arriba
de su hermoso tobillo, y este sistema de fraudulenta ocultación era una ofensa
a la dignidad de aquel cuyos ojos habían visto algo más arriba. Ahora me río
considerando cómo se me partía el corazón con aquellas cosas.
Pero
aún habían de ocurrir más terribles desventuras. Al año de su transformación,
la tía Martina, Rosario la cocinera, Marcial y otros personajes de la
servidumbre, se ocupaban un día de cierto grave asunto. Aplicando mi diligente
oído, luego me enteré de que corrían rumores alarmantes: la señorita se iba
a casar. La cosa era inaudita, porque yo no le conocía ningún novio. Pero entonces
lo arreglaban todo los padres, y lo raro
es que a veces no salía del todo mal.
Pues
un joven de gran familia pidió su mano, y mis amos se la concedieron. Este
joven vino a casa acompañado de sus padres, que eran una especie de condes o
marqueses, con un título retumbante. El pretendiente traía su uniforme de
Marina, en cuyo honroso Cuerpo servía; pero a pesar de tan elegante jaez, su
facha era muy poco agradable. Así debió parecerle a mi amita, pues desde un
principio mostró repugnancia hacia aquella boda. Su madre trataba de
convencerla, pero inútilmente, y le hacía la más acabada pintura de las
buenas prendas del novio, de su alto linaje y grandes riquezas. La niña no se
convencía, y a estas razones oponía otras muy cuerdas.
Pero
la pícara se callaba lo principal, y lo principal era que tenía otro novio, a
quien de veras amaba. Este otro era un oficial de Artillería, llamado D.
Rafael Malespina, de muy buena presencia y gentil figura. Mi amita le
había conocido en la iglesia, y el pérfido amor se apoderó de ella, mientras
rezaba; pues siempre fue el templo lugar muy a propósito, por su poético y
misterioso recinto, para abrir de par en par al amor las puertas del alma.
Malespina rondaba la casa, lo cual observé yo varias veces; y tanto se habló en Vejer de
estos amores, que el otro lo supo, y se desafiaron. Mis amos supieron todo
cuando llegó a casa la noticia de que Malespina había herido mortalmente a su
rival.
El
escándalo fue grande. La religiosidad de mis amos se escandalizó tanto con
aquel hecho, que no pudieron disimular su enojo, y Rosita fue la víctima
principal. Pero pasaron meses y más meses; el herido curó, y como Malespina
fuese también persona bien nacida y rica, se notaron en la atmósfera política
de la casa barruntos de que el joven D. Rafael iba a entrar en ella. Renunciaron
al enlace los padres del herido, y en cambio el del vencedor se presentó en
casa a pedir para su hijo la mano de mi querida amita. Después de algunas
dilaciones, se la concedieron.
Me
acuerdo de cuando fue allí el viejo Malespina. Era un señor muy seco y estirado, con chupa de
treinta colores, muchos colgajos en el reloj, gran coleto, y una nariz muy larga
y afilada, con la cual parecía olfatear a las personas que le sostenían la
conversación. Hablaba por los codos y no dejaba meter baza a los demás: él se
lo decía todo, y no se podía elogiar cosa alguna, porque al punto salía
diciendo que tenía otra mejor. Desde entonces le taché por hombre vanidoso y
mentirosísimo, como tuve ocasión de ver claramente más tarde. Mis amos le
recibieron con agasajo, lo mismo que a su hijo, que con él venía. Desde
entonces, el novio siguió yendo a casa todos los días, sólo o en compañía
de su padre.
Nueva
transformación de mi amita. Su indiferencia hacia mí era tan marcada, que
tocaba los límites del menosprecio. Entonces eché de ver claramente por
primera vez, maldiciéndola, la humildad de mi condición; trataba de explicarme
el derecho que tenían a la superioridad los que realmente eran superiores, y me
preguntaba, lleno de angustia, si era justo que otros fueran nobles y ricos y
sabios, mientras yo tenía por abolengo la Caleta, por única fortuna mi
persona, y apenas sabía leer. Viendo la recompensa que tenía mi ardiente cariño,
comprendí que a nada podría aspirar en el mundo, y sólo más tarde adquirí
la firme convicción de que un grande y constante esfuerzo mío me daría quizás
todo aquello que no poseía.
En
vista del despego con que ella me trataba, perdí la confianza; no me atrevía a
desplegar los labios en su presencia, y me infundía mucho más respeto que sus
padres. Entre
tanto, yo observaba con atención los indicios del amor que la dominaba. Cuando
él tardaba, yo la veía impaciente y triste; al menor rumor que indicase la
aproximación de alguno, se encendía su hermoso semblante, y sus negros ojos
brillaban con ansiedad y esperanza. Si él entraba al fin, le era imposible a
ella disimular su alegría, y luego se estaban charlando horas y más horas,
siempre en presencia de Doña Francisca, pues a mi señorita no se le consentían
coloquios a solas ni por las rejas.
También había
correspondencia larga, y lo peor del caso es que yo era el correo de los dos
amantes. ¡Aquello me daba una rabia...! Según la consigna, yo salía a la
plaza, y allí encontraba, más puntual que un reloj, al señorito Malespina, el
cual me daba una esquela para entregarla a mi señorita. Cumplía mi encargo, y
ella me daba otra para llevarla a él. ¡Cuántas veces sentía tentaciones de
quemar aquellas cartas, no llevándolas a su destino! Pero por mi suerte, tuve
serenidad para dominar tan feo propósito.
No
necesito decir que yo odiaba a Malespina. Desde que le veía entrar sentía mi
sangre enardecida, y siempre que me ordenaba algo, hacíalo con los peores modos
posibles, deseoso
de significarle mi alto enojo. Este despego que a ellos les parecía mala
crianza y a mí un arranque de entereza, propio de elevados corazones, me
proporcionó algunas reprimendas y, sobre todo, dio origen a una frase de mi señorita,
que se me clavó en el corazón como una dolorosa espina. En cierta ocasión le
oí decir:
«Este
chico está tan echado a perder, que será preciso mandarle fuera de casa».
Al
fin se fijó el día para la boda, y unos cuantos antes del señalado ocurrió
lo que ya conté y el proyecto de mi amo. Por esto se comprenderá que Doña
Francisca tenía razones poderosas, además de la poca salud de su marido, para
impedirle ir a la escuadra.