Trafalgar
Benito Pérez Galdós
- VII -
A la
mañana siguiente se me preparaba una gran sorpresa, y a mi ama el más fuerte
berrinche que creo tuvo en su vida. Cuando me levanté vi que D. Alonso estaba
amabilísimo, y su esposa más irritada que de costumbre. Cuando ésta se fue a
misa con Rosita, advertí que el señor se daba gran prisa por meter en una
maleta algunas camisas y otras prendas de vestir, entre las cuales iba su
uniforme. Yo le ayudé y aquello me olió a escapatoria, aunque me sorprendía
no ver a Marcial por ninguna parte. No tardé, sin embargo, en explicarme su
ausencia, pues D. Alonso, una vez arreglado su breve equipaje, se mostró muy
impaciente, hasta que al fin apareció el marinero diciendo: «Ahí está el
coche. Vámonos antes que ella venga.»
Cargué
la maleta, y en un santiamén Don Alonso, Marcial y yo salimos por la puerta del
corral para no ser vistos; nos subimos a la calesa,
y esta partió tan a escape como lo permitía la escualidez del rocín que la
arrastraba, y la procelosa configuración del camino. Este, si para caballerías era malo,
para coches perverso; pero a pesar de los fuertes tumbos y arcadas, apretamos el
paso, y hasta que no perdimos de vista el pueblo, no se alivió algún tanto el
martirio de nuestros cuerpos.
Aquel
viaje me gustaba extraordinariamente, porque a los chicos toda novedad les
trastorna el juicio. Marcial no cabía en sí de gozo, y mi amo, que al
principio manifestó su alborozo casi con menos gravedad que yo, se entristeció
bastante cuando dejó de ver el pueblo. De cuando en cuando decía:
«¡Y
ella tan ajena a esto! ¡Qué dirá cuando llegue a casa y no nos encuentre!
A mí
se me ensanchaba el pecho con la vista del paisaje, con la alegría y frescura
de la mañana y, sobre todo, con la idea de ver pronto a Cádiz y su
incomparable bahía poblada de naves; sus calles bulliciosas y alegres; su
Caleta, que simbolizaba para mí en un tiempo lo más hermoso de la vida, la
libertad; su plaza, su muelle y demás sitios para mí muy amados. No habíamos
andado tres leguas cuando alcanzamos a ver dos caballeros montados en soberbios
alazanes, que viniendo tras nosotros se nos juntaron en poco tiempo. Al punto
reconocimos a Malespina y a su padre,
aquel señor alto, estirado y muy charlatán, de quien antes hablé. Ambos se
asombraron de ver a D. Alonso, y mucho más cuando este les dijo que iba a Cádiz
para embarcarse. Recibió la noticia con pesadumbre el hijo; mas el padre, que,
según entonces comprendí, era un rematado fanfarrón, felicitó a mi amo muy
campanudamente, llamándole flor de los navegantes, espejo de los marinos y
honra de la patria.
Nos
detuvimos para comer en el parador de Conil. A los señores les dieron lo que
había, y a Marcial y a mí lo que sobraba, que no era mucho. Como yo servía la
mesa, pude oír la conversación, y entonces conocí mejor el carácter del
viejo Malespina, quien si primero pasó a mis ojos como un embustero lleno de
vanidad, después me pareció el más gracioso charlatán que he oído en mi
vida.
El
futuro suegro de mi amita, D. José María Malespina, que no tenía parentesco
con el célebre marino del mismo apellido, era coronel de Artillería retirado,
y cifraba todo su orgullo en conocer a fondo aquella terrible arma y manejarla
como nadie. Tratando de este asunto era como más lucía su imaginación y gran
desparpajo para mentir.
«Los
artilleros -decía sin suspender por un
momento la acción de engullir-, hacen mucha falta a bordo. ¿Qué es de un
barco sin artillería? Pero donde hay que ver los efectos de esta invención
admirable de la humana inteligencia es en tierra, Sr. D. Alonso. Cuando la
guerra del Rosellón... ya sabe usted que tomé parte en aquella campaña y que
todos los triunfos se debieron a mi acierto en el manejo de la Artillería... La
batalla de Masdeu, ¿por qué cree usted que se ganó? El general Ricardos me
situó en una colina con cuatro piezas, mandándome que no hiciera fuego sino
cuando él me lo ordenara. Pero yo, que veía las cosas de otra manera, me
estuve callandito hasta que una columna francesa vino a colocarse delante de mí
en tal disposición, que mis disparos podían enfilarla de un extremo a otro.
Los franceses forman la línea con gran perfección. Tomé bien la puntería con
una de las piezas, dirigiendo la mira a la cabeza del primer soldado... ¿Comprende
usted?... Como la línea era tan perfecta, disparé, y ¡zas!, la bala se llevó
ciento cuarenta y dos cabezas, y no cayeron más porque el extremo de la línea
se movió un poco. Aquello produjo gran consternación en los enemigos; pero
como éstos no comprendían mi estrategia ni podían verme en el sitio donde
estaba, enviaron otra columna
a atacar las tropas que estaban a mi derecha, y aquella columna tuvo la misma
suerte, y otra, y otra, hasta que se ganó la batalla.
-Es
maravilloso -dijo mi amo, quien, conociendo la magnitud de la bola, no quiso,
sin embargo, desmentir a su amigo.
-Pues
en la segunda campaña, al mando del Conde de la Unión, también escarmenté de
lo lindo a los republicanos. La defensa de Boulou, no nos salió bien, porque se
nos acabaron las municiones: yo, con todo hice un gran destrozo cargando una
pieza con las llaves de la iglesia; pero éstas no eran muchas, y al fin, como
un recurso de desesperación, metí en el ánima del cañón mis llaves, mi
reloj, mi dinero, cuantas baratijas encontré en los bolsillos, y, por último,
hasta mis cruces. Lo particular es que una de estas fue a estamparse en el pecho
de un general francés, donde se le quedó como pegada y sin hacerle daño. Él
la conservó, y cuando fue a París, la Convención le condenó no sé si a
muerte o a destierro por haber admitido condecoraciones de un Gobierno enemigo.
-¡Qué
diablura! -murmuró mi amo recreándose con tan chuscas invenciones.
-Cuando
estuve en Inglaterra... -continuó el viejo Malespina-, ya sabe usted que
el Gobierno inglés me mandó llamar para perfeccionar la Artillería de aquel
país... Todos los días comía con Pitt, con Burke, con Lord North, con el
general Conwallis y otros personajes importantes que me llamaban el chistoso
español. Recuerdo que una vez, estando en Palacio, me suplicaron que les
mostrase cómo era una corrida
de toros, y tuve que capear, picar y matar una silla, lo cual divirtió
mucho a toda la Corte, especialmente al Rey Jorge III, quien era muy amigote mío
y siempre me decía que le mandase a buscar a mi tierra aceitunas buenas. ¡Oh!,
tenía mucha confianza conmigo. Todo su empeño era que le enseñase palabras de
español y, sobre todo algunas de ésta nuestra graciosa Andalucía; pero nunca
pudo aprender más que otro toro y vengan esos cinco, frase con
que me saludaba todos los días cuando iba a almorzar con él pescadillas y unas
cañitas de Jerez.
-¿Eso almorzaba?
-Era
lo que le gustaba más. Yo hacía llevar de Cádiz embotellada la pescadilla:
conservábase muy bien con un específico que inventé, cuya receta tengo en
casa.
-Maravilloso.
¿Y reformó usted la Artillería inglesa? -preguntó mi amo, alentándole a
seguir, porque le divertía mucho.
-Completamente.
Allí inventé un cañón que no llegó a dispararse, porque todo Londres,
incluso la Corte y los Ministros, vinieron a suplicarme que no hiciera la prueba
por temor a que del estremecimiento cayeran al suelo muchas casas.
-¿De modo que tan gran pieza ha quedado relegada al olvido?
-Quiso comprarla el Emperador de Rusia; pero no fue posible
moverla del sitio en que estaba.
-Pues
bien podía usted sacarnos del apuro inventando un cañón que destruyera de un
disparo la escuadra inglesa.
-¡Oh!
-contestó Malespina-. En eso estoy pensanddo, y creo que podré realizar mi
pensamiento. Ya le mostraré a usted los cálculos que tengo hechos, no sólo
para aumentar hasta un extremo fabuloso el calibre de las piezas de Artillería,
sino para construir placas de resistencia que defiendan los barcos y los
castillos. Es el pensamiento de toda mi vida».
A
todas éstas habían concluido de comer. Nos zampamos en un santiamén Marcial y
yo las sobras, y seguimos el viaje, ellos a caballo, marchando al estribo, y
nosotros como antes, en nuestra derrengada calesa. La comida y los frecuentes
tragos con que la roció excitaron
más aún la vena inventora del viejo Malespina, quien por todo el camino siguió
espetándonos sus grandes paparruchas. La conversación volvió al tema por
donde había empezado: a la guerra del Rosellón; y como D. José se apresurara
a referir nuevas proezas, mi amo, cansado ya de tanto mentir, quiso desviarle de
aquella materia, y dijo:
«Guerra
desastrosa e impolítica. ¡Más nos hubiera valido no haberla emprendido!
-¡Oh!
-exclamó Malespina-. El Conde de Aranda, ccomo usted sabe, condenó desde el
principio esta funesta guerra con la República. ¡Cuánto hemos hablado de esta
cuestión!... porque somos amigos desde la infancia. Cuando yo estuve en Aragón,
pasamos siete meses juntos cazando en el Moncayo. Precisamente hice construir
para él una escopeta singular...
-Sí:
Aranda se opuso siempre -dijo mi amo, atajándole en el peligroso camino de la
balística.
-En
efecto -continuó el mentiroso-, y si aquel hombre eminente defendió con tanto
calor la paz con los republicanos, fue porque yo se lo aconsejé, convenciéndole
antes de la inoportunidad de la guerra. Mas Godoy, que ya entonces era Valido,
se obstinó en proseguirla, sólo por llevarme la contraria, según
he entendido después. Lo más gracioso es que el mismo Godoy se vio obligado a
concluir la guerra en el verano del 95, cuando comprendió su ineficacia, y
entonces se adjudicó a sí mismo el retumbante título de Príncipe de la
Paz.
-¡Qué
faltos estamos, amigo D. José María -dijo mi amo-, de un buen hombre de Estado
a la altura de las circunstancias, un hombre que no nos entrometa en guerras inútiles
y mantenga incólume la dignidad de la Corona!
-Pues
cuando yo estuve en Madrid el año último -prosiguió el embustero-, me
hicieron proposiciones para desempeñar la Secretaría de Estado. La Reina tenía
gran empeño en ello, y el Rey no dijo nada... Todos los días le acompañaba al
Pardo para tirar un par de tiros... Hasta el mismo Godoy se hubiera conformado,
conociendo mi superioridad; y si no, no me habría faltado un castillito donde
encerrarle para que no me diera que hacer. Pero yo rehusé, prefiriendo vivir
tranquilo en mi pueblo, y dejé los negocios públicos en manos de Godoy. Ahí
tiene usted un hombre cuyo padre fue mozo de mulas en la dehesa que mi suegro
tenía en Extremadura.
-No
sabía... -dijo D. Alonso-. Aunque
hombre obscuro, yo creí que el Príncipe de la Paz pertenecía a una familia de
hidalgos, de escasa fortuna, pero de buenos principios».
Así
continuó el diálogo, el Sr. Malespina soltando unas bolas como templos, y mi
amo oyéndolas con santa calma, pareciendo unas veces enfadado y otras
complacido de escuchar tanto disparate. Si mal no recuerdo, también dijo D. José
María que había aconsejado a Napoleón el atrevido hecho del 18 brumario.
Con
éstas y otras cosas nos anocheció en Chiclana, y mi amo, atrozmente
quebrantado y molido a causa del movimiento del fementido calesín, se quedó en
dicho pueblo, mientras los demás siguieron, deseosos de llegar a Cádiz en la
misma noche. Mientras cenaron, endilgó Malespina nuevas mentiras, y pude
observar que su hijo las oía con pena, como abochornado de tener por padre el más
grande embustero que crió la tierra. Despidiéronse ellos; nosotros descansamos
hasta el día siguiente por la madrugada, hora en que proseguimos nuestro
camino; y como éste era mucho más cómodo y expedito desde Chiclana a Cádiz
que en el tramo recorrido, llegamos al término de nuestro viaje a eso de las
once del día, sin novedad en la salud y con el alma alegre.