Trafalgar
Benito Pérez Galdós
- VIII -
No
puedo describir el entusiasmo que despertó en mi alma la vuelta a Cádiz.
En cuanto pude disponer de un rato de libertad, después que mi amo quedó
instalado en casa de su prima, salí a las calles y corrí por ellas sin dirección
fija, embriagado con la atmósfera de mi ciudad querida.
Después
de ausencia tan larga, lo que había visto tantas veces embelesaba mi atención
como cosa nueva y extremadamente hermosa. En cuantas personas encontraba al paso
veía un rostro amigo, y todo era para mí simpático y risueño: los hombres,
las mujeres, los viejos, los niños, los perros, hasta las casas, pues mi
imaginación juvenil observaba en ello no sé qué de personal y animado, se me
representaban como seres sensibles; parecíame que participaban del general
contento por mi llegada, remedando en sus balcones y ventanas las facciones de
un semblante alborozado. Mi espíritu veía reflejar en todo lo exterior su
propia alegría.
Corría
por las calles con gran ansiedad, como si en un minuto quisiera verlas todas. En
la plaza de San Juan de Dios compré algunas golosinas, más que por el gusto de
comerlas, por la satisfacción de presentarme regenerado ante las vendedoras, a
quienes me dirigí como antiguo amigo, reconociendo a algunas como favorecedoras
en mi anterior miseria, y a otras como víctimas, aún no aplacadas, de mi
inocente afición al merodeo. Las más no se acordaban de mí; pero algunas me
recibieron con injurias, recordando las proezas de mi niñez y haciendo
comentarios tan chistosos sobre mi nuevo empaque y la gravedad de mi persona,
que tuve que alejarme a toda prisa, no sin que lastimaran mi decoro algunas cáscaras
de frutas lanzadas por experta mano contra mi traje nuevo. Como tenía la
conciencia de mi formalidad, estas burlas más bien me causaron orgullo que
pena.
Recorrí
luego la muralla y conté todos los barcos fondeados a la vista. Hablé con
cuantos marineros hallé al paso, diciéndoles que yo también iba a la
escuadra, y preguntándoles con tono muy enfático si había recalado la
escuadra de Nelson. Después les dije que Mr. Corneta era un cobarde, y
que la próxima función sería buena.
Llegué
por fin a la Caleta, y allí mi alegría no tuvo límites. Bajé a la playa,
y quitándome los zapatos, salté de peñasco en peñasco; busqué a mis
antiguos amigos de ambos sexos, mas no encontré sino muy pocos: unos eran ya
hombres y habían abrazado mejor carrera; otros habían sido embarcados por la
leva, y los que quedaban apenas me reconocieron. La movible superficie del agua
despertaba en mi pecho sensaciones voluptuosas. Sin poder resistir la tentación,
y compelido por la misteriosa atracción del mar, cuyo elocuente rumor me ha
parecido siempre, no sé por qué, una voz que solicita dulcemente en la
bonanza, o llama con imperiosa cólera en la tempestad, me desnudé a toda prisa
y me lancé en él como quien se arroja en los brazos de una persona querida.
Nadé
más de una hora, experimentando un placer indecible, y vistiéndome luego, seguí
mi paseo hacia el barrio de la Viña, en cuyas edificantes tabernas encontré
algunos de los más célebres perdidos de mi glorioso tiempo. Hablando con
ellos, yo me las echaba de hombre de pro, y como tal gasté en obsequiarles los
pocos cuartos que tenía. Preguntéles por mi tío, mas no me dieron noticia
alguna de su señoría; y luego que hubimos charlado un poco,
me hicieron beber una copa de aguardiente que al punto dio con mi pobre cuerpo
en tierra.
Durante
el periodo más fuerte de mi embriaguez, creo que aquellos tunantes se rieron de
mí cuanto les dio la gana; pero una vez que me serené un poco, salí
avergonzadísimo de la taberna. Aunque andaba muy difícilmente, quise pasar por
mi antigua casa, y vi en la puerta a una mujer andrajosa que freía sangre y
tripas. Conmovido en presencia de mi morada natal, no pude contener el llanto,
lo cual, visto por aquella mujer sin entrañas, se le figuró burla o
estratagema para robarle sus frituras. Tuve, por tanto, que librarme de sus
manos con la ligereza de mis pies, dejando para mejor ocasión el desahogo de
mis sentimientos.
Quise
ver después la catedral vieja, a la cual se refería uno de los más tiernos
recuerdos de mi niñez, y entré en ella: su recinto me pareció encantador, y
jamás he recorrido las naves de templo alguno con tan religiosa veneración.
Creo que me dieron fuertes ganas de rezar, y que lo hice en efecto, arrodillándome
en el altar donde mi madre había puesto un ex-voto por mi salvación. El
personaje de cera que yo creía mi perfecto retrato estaba allí colgado,
y ocupaba su puesto con la gravedad de las cosas santas; pero se me parecía
como un huevo a una castaña. Aquel muñequito, que simbolizaba la piedad y el
amor materno, me infundía, sin embargo, el respeto más vivo. Recé un rato de
rodillas acordándome de los padecimientos y de la muerte de mi buena madre, que
ya gozaba de Dios en el Cielo; pero como mi cabeza no estaba buena, a causa de
los vapores del maldito aguardiente, al levantarme me caí, y un sacristán
empedernido me puso bonitamente en la calle. En pocas zancadas me trasladé a la
del Fideo, donde residíamos, y mi amo, al verme entrar, me reprendió por mi
larga ausencia. Si aquella falta hubiera sido cometida ante Doña Francisca, no
me habría librado de una fuerte paliza; pero mi amo era tolerante, y no me
castigaba nunca, quizás porque tenía la conciencia de ser tan niño como yo.
Habíamos
ido a residir en casa de la prima de mi amo, la cual era una señora, a quien el
lector me permitirá describir con alguna prolijidad, por ser tipo que lo
merece. Doña
Flora de Cisniega era una vieja que se empeñaba en permanecer joven:
tenía más de cincuenta años; pero ponía en práctica todos los artificios
imaginables para engañar al mundo, aparentando
la mitad de aquella cifra aterradora. Decir cuánto inventaba la ciencia y el
arte en armónico consorcio para conseguir tal objeto, no es empresa que
corresponde a mis escasas fuerzas. Enumerar los rizos, moñas, lazos, trapos,
adobos, bermellones, aguas y demás extraños cuerpos que concurrían a la
grande obra de su monumental restauración, fatigaría la más diestra fantasía:
quédese esto, pues, para las plumas de los novelistas, si es que la historia,
buscadora de las grandes cosas, no se apropia tan hermoso asunto. Respecto a su
físico, lo más presente que tengo es el conjunto de su rostro, en que parecían
haber puesto su rosicler todos los pinceles de las Academias presentes y pretéritas.
También recuerdo que al hablar hacía con los labios un mohín, un repliegue,
un mimo, cuyo objeto era, o achicar con gracia la descomunal boca, o tapar el
estrago de la dentadura, de cuyas filas desertaban todos los años un par de
dientes; pero aquella supina estratagema de la presunción era tan poco
afortunada, que antes la afeaba que la embellecía.
Vestía
con lujo, y en su peinado se gastaban los polvos por almudes, y como no tenía
malas carnes, a juzgar por lo que pregonaba el ancho escote y por lo que dejaban
transparentar
las gasas, todo su empeño consistía en lucir aquellas partes menos sensibles a
la injuriosa acción del tiempo, para cuyo objeto tenía un arte maravilloso.
Era
Doña Flora persona muy prendada de las cosas antiguas; muy devota, aunque no
con la santa piedad de mi Doña Francisca, y grandemente se diferenciaba de mi
ama, pues así como ésta aborrecía las glorias navales, aquélla era
entusiasta por todos los hombres de guerra en general y por los marinos en
particular. Inflamada en amor patriótico, ya que en la madurez de su existencia
no podía aspirar al calorcillo de otro amor, y orgullosa en extremo como mujer
y como dama española, el sentimiento nacional se asociaba en su espíritu al
estampido de los cañones, y creía que la grandeza de los pueblos se medía por
libras de pólvora. Como no tenía hijos, ocupaban su vida los chismes de
vecinos, traídos y llevados en pequeño círculo por dos o tres cotorrones como
ella, y se distraía también con su sistemática afición a hablar de las cosas
públicas. Entonces no había periódicos, y las ideas políticas, así como las
noticias, circulaban de viva voz, desfigurándose entonces más que ahora,
porque siempre fue la palabra más mentirosa que la imprenta.
En
todas las ciudades populosas, y especialmente en Cádiz, que era entonces la más
culta, había muchas personas desocupadas que eran depositarias de las noticias
de Madrid y París, y las llevaban y traían diligentes vehículos, enorgulleciéndose
con una misión que les daba gran importancia. Algunos de éstos, a modo de
vivientes periódicos, concurrían a casa de aquella señora por las tardes, y
esto, además del buen chocolate y mejores bollos, atraía a otros ansiosos de
saber lo que pasaba. Doña Flora, ya que no podía inspirar una pasión formal,
ni quitarse de encima la gravosa pesadumbre de sus cincuenta años, no hubiera
trocado aquel papel por otro alguno, pues el centro general de las noticias casi
equivalía en aquel tiempo a la majestad de un trono.
Doña
Flora y Doña Francisca se aborrecían cordialmente, como comprenderá quien
considere el exaltado militarismo de la una y el pacífico apocamiento de la
otra. Por esto, hablando con su primo en el día de nuestra llegada, le decía
la vieja:
«Si
tú hubieras hecho caso siempre de tu mujer, todavía serías guardia marina. ¡Qué
carácter! Si yo fuera hombre y casado con mujer semejante, reventaría como una
bomba. Has hecho bien en no seguir su consejo y en venir a
la escuadra. Todavía eres joven, Alonsito; todavía puedes alcanzar el grado de
brigadier, que tendrías ya de seguro si Paca no te hubiese echado una calza
como a los pollos para que no salgan del corral».
Después,
como mi amo, impulsado por su gran curiosidad, le pidiese noticias, ella le
dijo:
«Lo
principal es que todos los marinos de aquí están muy descontentos del
almirante francés, que ha probado su ineptitud en el viaje a la Martinica y en
el combate de Finisterre. Tal es su timidez, y el miedo que tiene a los
ingleses, que al entrar aquí la escuadra combinada en Agosto último no se
atrevió a apresar el crucero inglés mandado por Collingwood, y que sólo
constaba de tres navíos. Toda nuestra oficialidad está muy mal por verse
obligada a servir a las órdenes de semejante hombre. Fue Gravina a Madrid a decírselo
a Godoy, previendo grandes desaires si no ponía al frente de la escuadra un
hombre más apto; pero el Ministro le contestó cualquier cosa, porque no se
atreve a resolver nada; y como Bonaparte anda metido con los austriacos,
mientras él no decida... Dicen que éste también está muy descontento de
Villeneuve y que ha determinado destituirle; pero entre tanto... ¡Ah! Napoleón debiera
confiar el mando de la escuadra a algún español, a ti por ejemplo, Alonsito, dándote
tres o cuatro grados de mogollón, que a fe bien merecidos los tienes...
-¡Oh!,
yo no soy para eso -dijo mi amo con su habitual modestia.
-O a Gravina o a Churruca,
que dicen que es tan buen marino. Si no, me temo que esto acabará mal. Aquí no
pueden ver a los franceses. Figúrate que cuando llegaron los barcos de
Villeneuve carecían de víveres y municiones, y en el arsenal no se las
quisieron dar. Acudieron en queja a Madrid; y como Godoy no hace más que lo que
quiere el embajador francés, Mr. de Bernouville, dio orden para que se
entregara a nuestros aliados cuanto necesitasen. Mas ni por esas. El intendente
de marina y el comandante de artillería dicen que no darán nada mientras
Villeneuve no lo pague en moneda contante y sonante. Así, así: me parece que
está muy bien parlado. ¡Pues no falta más sino que esos señores con sus
manos lavadas se fueran a llevar lo poco que tenemos! ¡Bonitos están los
tiempos! Ahora cuesta todo un ojo de la cara; la fiebre amarilla por un lado y
los malos tiempos por otro han puesto a Andalucía en tal estado, que toda ella
no vale una aljofifa; y luego añada usted
a esto los desastres de la guerra. Verdad es que el honor nacional es lo
primero, y es preciso seguir adelante para vengar los agravios recibidos. No me
quiero acordar de lo del cabo de Finisterre, donde por la cobardía de nuestros
aliados perdimos el Firme y el Rafael, dos navíos como dos soles,
ni de la voladura del Real Carlos, que fue una traición tal, que ni
entre moros berberiscos pasaría igual, ni del robo de las cuatro fragatas, ni
del combate del cabo de...
-Lo
que es eso -dijo mi amo interrumpiéndola vivamente...-. Es preciso que cada
cual quede en su lugar. Si el almirante Córdova hubiera mandado virar por...
-Sí,
sí, ya sé -dijo Doña Flora, que había oído muchas veces lo mismo en boca de
mi amo-. Habrá que darles la gran paliza, y se la daréis. Me parece que vas a
cubrirte de gloria. Así haremos rabiar a Paca.
-Yo
no sirvo para el combate -dijo mi amo con tristeza-. Vengo tan sólo a
presenciarlo, por pura afición y por el entusiasmo que me inspiran nuestras
queridas banderas».
Al día
siguiente de nuestra llegada recibió mi amo la visita de un brigadier de
marina, amigo antiguo, cuya fisonomía no olvidaré jamás, a pesar de no
haberle visto más que en
aquella ocasión. Era un hombre como de cuarenta y cinco años, de semblante
hermoso y afable, con tal expresión de tristeza, que era imposible verle sin
sentir irresistible inclinación a amarle. No usaba peluca, y sus abundantes
cabellos rubios, no martirizados por las tenazas del peluquero para tomar la
forma de ala de pichón, se recogían con cierto abandono en una gran coleta, y
estaban inundados de polvos con menos arte del que la presunción propia de la
época exigía. Eran grandes y azules sus ojos; su nariz muy fina, de perfecta
forma y un poco larga, sin que esto le afeara, antes bien, parecía ennoblecer
su expresivo semblante. Su barba, afeitada con esmero, era algo puntiaguda,
aumentando así el conjunto melancólico de su rostro oval, que indicaba más
bien delicadeza que energía. Este noble continente era realzado por una
urbanidad en los modales, por una grave cortesanía de que ustedes no pueden
formar idea por la estirada fatuidad de los señores del día, ni por la movible
elegancia de nuestra dorada juventud. Tenía el cuerpo pequeño, delgado y como
enfermizo. Más que guerrero, aparentaba ser hombre de estudio, y su frente, que
sin duda encerraba altos y delicados pensamientos, no parecía la más propia
para arrostrar los horrores de una batalla. Su endeble constitución, que sin duda contenía un
espíritu privilegiado, parecía destinada a sucumbir conmovida al primer
choque. Y, sin embargo, según después supe, aquel hombre tenía tanto corazón
como inteligencia. Era Churruca.
El
uniforme del héroe demostraba, sin ser viejo ni raído, algunos años de
honroso servicio. Después, cuando le oí decir, por cierto sin tono de queja,
que el Gobierno le debía nueve pagas, me expliqué aquel deterioro. Mi amo le
preguntó por su mujer, y de su contestación deduje que se había casado poco
antes, por cuya razón le compadecí, pareciéndome muy atroz que se le mandara
al combate en tan felices días. Habló luego de su barco, el San Juan
Nepomuceno, al que mostró igual cariño que a su joven esposa, pues según
dijo, él lo había compuesto y arreglado a su gusto, por privilegio especial,
haciendo de él uno de los primeros barcos de la armada española.
Hablaron
luego del tema ordinario en aquellos días, de si salía o no salía la
escuadra, y el marino se expresó largamente con estas palabras, cuya substancia
guardo en la memoria, y que después con datos y noticias históricas
he podido restablecer con la posible exactitud:
«El
almirante francés -dijo Churruca-, no sabiendo qué resolución tomar, y
deseando hacer algo que ponga en olvido sus errores, se ha mostrado, desde que
estamos aquí, partidario de salir en busca de los ingleses. El 8 de octubre
escribió a Gravina, diciéndole que deseaba celebrar a bordo del Bucentauro
un consejo de guerra para acordar lo que fuera más conveniente. En efecto,
Gravina acudió al consejo, llevando al teniente general Álava, a los jefes de
escuadra Escaño y Cisneros, al brigadier Gallano y a mí. De la escuadra
francesa estaban los almirantes Dumanoir y Magon, y los capitanes de navío
Cosmao, Maistral, Villiegris y Prigny.
»Habiendo
mostrado Villeneuve el deseo de salir, nos opusimos todos los españoles. La
discusión fue muy viva y acalorada, y Alcalá Galiano cruzó con el almirante
Magon palabras bastante duras, que ocasionarán un lance de honor si antes no
les ponemos en paz. Mucho disgustó a Villeneuve nuestra oposición, y también
en el calor de la discusión dijo frases descompuestas, a que contestó Gravina
del modo más enérgico... Es curioso el empeño de esos señores de hacerse a
la mar en busca de un enemigo poderoso, cuando en el combate de Finisterre nos
abandonaron, quitándonos la ocasión de vencer si nos auxiliaran a tiempo. Además
hay otras razones, que yo expuse en el consejo, y son que la estación avanza;
que la posición más ventajosa para nosotros es permanecer en la bahía, obligándoles
a un bloqueo que no podrán resistir, mayormente si bloquean también a Tolón y
a Cartagena. Es preciso que confesemos con dolor la superioridad de la marina
inglesa, por la perfección del armamento, por la excelente dotación de sus
buques y, sobre todo, por la unidad con que operan sus escuadras. Nosotros, con
gente en gran parte menos diestra, con armamento imperfecto y mandados por un
jefe que descontenta a todos, podríamos, sin embargo, hacer la guerra a la
defensiva dentro de la bahía. Pero será preciso obedecer, conforme a la ciega
sumisión de la Corte de Madrid, y poner barcos y marinos a merced de los planes
de Bonaparte, que no nos ha dado en cambio de esta esclavitud un jefe digno de
tantos sacrificios. Saldremos, si se empeña Villeneuve; pero si los resultados
son desastrosos, quedará consignada para descargo nuestro la oposición que
hemos hecho al insensato proyecto del jefe de la escuadra combinada.
Villeneuve se ha entregado a la desesperación; su amo le ha dicho cosas muy
duras, y la noticia de que va a ser relevado le induce a cometer las mayores
locuras, esperando reconquistar en un día su perdida reputación por la
victoria o por la muerte».
Así
se expresó el amigo de mi amo. Sus palabras hicieron en mí grande impresión,
pues con ser niño, yo prestaba gran interés a aquellos sucesos, y después,
leyendo en la historia lo mismo de que fui testigo, he auxiliado mi memoria con
datos auténticos, y puedo narrar con bastante exactitud.
Cuando
Churruca se marchó, Doña Flora y mi amo hicieron de él grandes elogios,
encomiando sobre todo su expedición a la América Meridional, para hacer el
mapa de aquellos mares. Según les oí decir, los méritos de Churruca como
sabio y como marino eran tantos, que el mismo Napoleón le hizo un precioso
regalo y le colmó de atenciones. Pero dejemos al marino y volvamos a Doña
Flora.
A
los dos días de estar allí noté un fenómeno que me disgustó sobremanera, y
fue que la prima de mi amo comenzó a prendarse de mí, es decir, que me encontró
pintiparado para ser su paje. No cesaba de hacerme toda clase de caricias, y al
saber que yo también iba a la
escuadra, se lamentó de ello, jurando que sería una lástima que perdiese un
brazo, pierna o alguna otra parte no menos importante de mi persona, si no perdía
la vida. Aquella antipatriótica compasión me indignó, y aun creo que dije
algunas palabras para expresar que estaba inflamado en guerrero ardor. Mis
baladronadas hicieron gracia a la vieja, y me dio mil golosinas para quitarme el
mal humor.
Al día siguiente me obligó a limpiar la jaula de
su loro; discreto animal, que hablaba como un teólogo y nos
despertaba a todos por la mañana, gritando: perro inglés, perro inglés.
Luego me llevó consigo a misa, haciéndome cargar la banqueta, y en la iglesia
no cesaba de volver la cabeza para ver si estaba por allí. Después me hizo
asistir a su tocador, ante cuya operación me quedé espantado, viendo el
catafalco de rizos y moños que el peluquero armó en su cabeza. Advirtiendo el
indiscreto estupor con que yo contemplaba la habilidad del maestro, verdadero
arquitecto de las cabezas, Doña Flora se rió mucho, y me dijo que en vez de
pensar en ir a la escuadra, debía quedarme con ella para ser su paje; añadió
que debía aprender a peinarla, y que con el oficio de maestro peluquero podía
ganarme la vida y ser un verdadero personaje.
No me sedujeron tales proposiciones, y le dije con cierta rudeza que más quería
ser soldado que peluquero. Esto le agradó; y como le daba el peine por las
cosas patrióticas y militares, redobló su afecto hacia mí. A pesar de que allí
se me trataba con mimo, confieso que me cargaba a más no poder la tal Doña
Flora, y que a sus almibaradas finezas prefería los rudos pescozones de mi
iracunda Doña Francisca.
Era natural: su
intempestivo cariño, sus dengues, la insistencia con que solicitaba mi compañía,
diciendo que le encantaba mi conversación y persona, me impedían seguir a mi
amo en sus visitas a bordo. Le acompañaba en tan dulce ocupación un criado de
su prima, y en tanto yo, sin libertad para correr por Cádiz, como hubiera
deseado, me aburría en la casa, en compañía del loro de Doña Flora y de los
señores que iban allá por las tardes a decir si saldría o no la escuadra, y
otras cosas menos manoseadas, si bien más frívolas.
Mi disgusto llegó a la desesperación cuando vi
que Marcial venía a casa y que
con él iba mi amo a bordo, aunque no para embarcarse definitivamente; y cuando
esto ocurría, y cuando mi alma atribulada acariciaba aún la débil esperanza de formar
parte de aquella expedición, Doña Flora se empeñó en
llevarme a pasear a la alameda, y también al Carmen a rezar vísperas.
Esto
me era insoportable, tanto más cuanto que yo soñaba con poner en ejecución
cierto atrevido proyectillo, que consistía en ir a visitar por cuenta propia
uno de los navíos, llevado por algún marinero conocido, que esperaba encontrar
en el muelle. Salí con la vieja, y al pasar por la muralla deteníame para ver
los barcos; mas no me era posible entregarme a las delicias de aquel espectáculo,
por tener que contestar a las mil preguntas de Doña Flora, que ya me tenía
mareado. Durante el paseo se le unieron algunos jóvenes y señores
mayores. Parecían muy encopetados, y eran las personas a la moda en
Cádiz, todos muy discretos y elegantes. Alguno de ellos era poeta, o, mejor
dicho, todos hacían versos, aunque malos, y me parece que les oí hablar de
cierta Academia en que se reunían para tirotearse con sus estrofas,
entretenimiento que no hacía daño a nadie.
Como
yo observaba todo, me fijé en la extraña figura de aquellos hombres, en sus
afeminados gestos y, sobre todo, en sus trajes, que me parecieron extravagantísimos.
No eran
muchas las personas que vestían de aquella manera en Cádiz, y pensando después
en la diferencia que había entre aquellos arreos y los ordinarios de la gente
que yo había visto siempre, comprendí que consistía en que éstos vestían a
la española, y los amigos de Doña Flora conforme a la moda de Madrid y de París.
Lo que primero atrajo mis miradas fue la extrañeza de sus bastones, que eran
unos garrotes retorcidos y con gruesísimos nudos. No se les veía la barba,
porque la tapaba la corbata, especie de chal, que dando varias vueltas alrededor
del cuello y prolongándose ante los labios, formaba una especie de cesta, una
bandeja, o más bien bacía en que descansaba la cara. El peinado consistía en
un artificioso desorden, y más que con peine, parecía que se lo habían
aderezado con una escoba; las puntas del sombrero les tocaban los hombros; las
casacas, altísimas de talle, casi barrían el suelo con sus faldones; las botas
terminaban en punta; de los bolsillos de su chaleco pendían multitud de dijes y
sellos; sus calzones listados se atacaban a la rodilla con un enorme lazo, y
para que tales figuras fueran completos mamarrachos, todos llevaban un lente,
que durante la conversación acercaban repetidas veces al ojo derecho, cerrando
el siniestro, aunque en entrambos tuvieran muy buena vista.
La
conversación de aquellos personajes versó sobre la salida de la escuadra,
alternando con este asunto la relación de no sé qué baile o fiesta que
ponderaron mucho, siendo uno de ellos objeto de grandes alabanzas por lo bien
que hacía trenzas con sus ligeras piernas bailando la gavota.
Después
de haber charlado mucho, entraron con Doña Flora en la iglesia del Carmen, y
allí, sacando cada cual su rosario, rezaron que se las pelaban un buen espacio
de tiempo, y alguno de ellos me aplicó lindamente un coscorrón en la
coronilla, porque en vez de orar tan devotamente como ellos, prestaba demasiada
atención a dos moscas que revoloteaban alrededor del rizo culminante del
peinado de Doña Flora. Salimos, después de haber oído un enojoso sermón, que
ellos celebraron como obra maestra; paseamos de nuevo; continuó la charla más
vivamente, porque se nos unieron unas damas vestidas por el mismo estilo, y
entre todos se armó tan ruidosa algazara de galanterías, frases y sutilezas,
mezcladas con algún verso insulso, que no puedo recordarlas.
¡Y
en tanto Marcial y mi querido amo trataban de fijar día y hora para trasladarse
definitivamente
a bordo! ¡Y yo estaba expuesto a quedarme en tierra, sujeto a los antojos de
aquella vieja que me empalagaba con su insulso cariño! ¿Creerán ustedes que
aquella noche insistió en que debía quedarme para siempre a su servicio? ¿Creerán
ustedes que aseguró que me quería mucho, y me dio como prueba algunos
afectuosos abrazos y besos, ordenándome que no lo dijera a nadie? ¡Horribles
contradicciones de la vida!, pensaba yo al considerar cuán feliz habría sido
si mi amita me hubiera tratado de aquella manera. Yo, turbado hasta lo sumo, le
dije que quería ir a la escuadra, y que cuando volviese me podría querer a su
antojo; pero que si no me dejaba realizar mi deseo, la aborrecería tanto así,
y extendí los brazos para expresar una cantidad muy grande de aborrecimiento.
Luego,
como entrase inesperadamente mi amo, yo, juzgando llegada la ocasión de lograr
mi objeto por medio de un arranque oratorio, que había cuidado de preparar, me
arrodillé delante de él, diciéndole en el tono más patético que si no me
llevaba a bordo, me arrojaría desesperado al mar.
Mi
amo se rió de la ocurrencia; su prima, haciendo mimos con la boca, fingió
cierta hilaridad que le afeaba el rostro amojamado, y
consintió al fin. Diome mil golosinas para que comiese a bordo; me encargó que
huyese de los sitios de peligro, y no dijo una palabra más contraria a mi
embarque, que se verificó a la mañana siguiente muy temprano.