PÁRRAFO VII
LOS HOMBRES TRINOS, DÚOS Y UNOS; TODO ES TRINIDAD.

Las profundidades que entrañarían este párrafo, están ya todas dichas y hechas vado sin peligro en el capítulo “El hombre” y en todo el libro; por lo que aquí, sólo se hace este párrafo, para ver, que no sólo el hombre es trinidad en sí mismo, sino que por su desarrollo, la humanidad también constituye un desarrollo en el conjunto, dividiéndose en tres entidades, según sean hombres trinos, dúos o unos; pero que por el progreso continuado, indefinido y eterno, al final de cada humanidad, desaparecen los dúos y los unos, y todos se convierten en trinos.

Los hombres, en su principio y hasta llegar a los mundos de expiación, todos somos unos, porque nadie podría ver en el hombre más que la figura física corporal. Este estado de unos es de larguísimos siglos, hasta que logran el discernimiento y desaparecen del mundo, cuando éste llega al juicio de mayoría, en que para la armonía, son separados los unos, si los había, cosa difícil mas no imposible; pero no me ocuparé ya de los unos, pues ya sabéis lo que son y que todos lo fuimos; pero en ese estado, por la inconsciencia, no sufríamos ni gozábamos más que como los animales.

Pero el estado de dúo, (que es cuando empiezan el raciocinio y la semiconciencia) es terrible, porque nuestra satisfacción en las pasiones nos agrada y no está la razón clara para apreciar el daño que causa a los inconscientes unos, a los semiconscientes dúos, a los dúos conscientes y a los trinos sobre todo, cuando ya los hay.

Ved toda la historia que atrás queda sobre “la aparición del hombre en la tierra” hasta el día del juicio de mayoría y el estudio de los grados de progreso y os daréis perfecta cuenta de esos hechos; y no olvidéis lo dicho sobre las religiones y sus resultados; todo es la obra de los dúos y semiconscientes, y nada hay ni puede haber más terrible.

Pero por fin se llega al estado de dúo consciente, que es algo así como la proposición que hace el doctor recién graduado al presentar su tesis al jurado para que lo dé por recibido, útil y autorizado para su ejercicio el tribunal de la universidad. Es lo que pasa al dúo consciente para dar el paso de dúo a trino; es terrible ese trabajo, porque tiene que fundamentarse matemáticamente y sino, no será facultado.

Esos dúos conscientes son los hombres que mueven el progreso en los mundos, porque de la idealización abstracta a que los lleva la razón de su espíritu que ya logró hacer sentir a su alma una vida extracorpórea, han llegado al momento en que su espíritu puede recibir la vibración de otros mayores; porque la ley de las armonías y solidaridad universal baña a todos, pero, según su grado, cada uno siente más o menos la fuerza de la ley, por la sensibilidad mayor o menor; es la lucha del recién doctorado, que prepara la tesis que lo ha de facultar. Es ese estado el más grande del trabajo de la vida de los hombres; es un momento terrible porque luchan la razón y el prejuicio que aun gravita pesado sobre el ser cuerpo y alma, de tantos errores pasados; pero hacen esas tesis, de donde resultan las matemáticas que comprueban tangiblemente, lo que antes sólo era percepción, idealismo de la razón y por las matemáticas, nacen las ciencias legisladas que son hechas por esos dúos conscientes que pasaron del idealismo al hecho racional, comprobándolo por leyes materiales donde se estancan un momento indecisos y es el momento terrible, porque han de leer su tesis ante el jurado que los ha de facultar, que en lo espiritual es la convicción de que todo aquello ejecutado por el cuerpo y sentido por el alma, pero que no es concepción de ésta, sino que hay un ordenador, un dominador, un guarismo radical inequívoco que da todas las sumas y todas las restas y todas las divisiones de todas las obras realizadas: se encuentra entonces el dúo, con su espíritu que le hace razón, que le hace luz del guarismo originario y el alma se ve iluminada y bella y, se somete en voluntad porque sabe que no es vencida, sino que se eleva tanto como su primero que estaba encerrado en ella misma; y comprende el alma, el amor y la omnipotencia del espíritu que, sirviéndole ella de traje, ni siquiera había podido verlo, porque él es potente para ocultarse en justicia, hasta que su alma no sufra por sus imperfecciones, pues sufriría necesariamente si, siendo imperfecta relativamente, se le mostrara el que de ella se viste, que es luz, potencia, sabiduría y amor.

Por evitar sufrimientos mayores al alma, el espíritu opaquita su luz, para no desarmonizar; cuando ya su alma no se escandalizará de sí misma, el espíritu se descubre y requiere su reconocimiento de sus dos efectos; alma y cuerpo. Ya el hombre es trino, vive en los dos mundos, reinando las dos potencias bajo la máxima ley del espíritu; el amor, que es la única ley de Eloí su padre.

¡Momento solemne es éste de descubrirse el espíritu a su alma en la que se encerró tantos millones de siglos! Entonces, el alma, resuelve todos los problemas de la vida eterna por leyes materiales y en conocimiento matemático se eleva de efecto en efecto hasta la causa primera, que cada vez comprenderá más y mejor, según vaya progresando en justicia y ley, de la que entonces no sólo no se excusa, sino que busca la ley y la justicia para entrarse en ellas, cuando antes las huía horrorizado; porque, siendo dúo inconsciente le hacían sufrir y cuando dúo consciente estudiar y le dan gozo y gloria, siendo trino.

Mas llegado el juicio de un mundo, son sacados los dúos inconscientes y los conscientes que no quieren reconocer la justicia, quedando (en el mundo y sus espacios) los trinos, como maestros de los dúos conscientes que acaban sus tesis y todos en armonía desentrañan todos los secretos de la sabiduría, demostrándolo todo tangiblemente, por las matemáticas, para darles a los cuerpos lo que en ley les pertenece y al espíritu lo que es suyo; para lo cual se establece la comuna (régimen perfecto de los hombres trinos) porque es el régimen ordenado por la sabiduría de Eloí, en su ley de amor. Es el fin perfecto de los mundos de expiación donde todos salimos facultados porque hicimos la tesis verdad de la trinidad, en un solo principio: Eloí, que los dúos conscientes no pueden aún percibir, pero sí presentir por la razón.

Ese es su trabajo de tesis hasta comprenderse trinos; entre cuyo descubrimiento se les adelanta la luz del espiritismo que los trinos les muestran dándoles pie para las comprobaciones y, así se abre su razón (matemática pura) y acababa por ver que el espiritismo es todo matemática pura, única y radical, porque es la sabiduría que todo lo mide y lo pesa en razón del progreso de cada uno. Entonces, el hombre, llega a concebir al Creador universal, único guarismo real y lo compendia, para el mundo, en el principio matemático C.G.S. y universalmente, con el nombre de Eloí.

¿Qué luchas le costó al espíritu ascender hasta este estado de su trinidad franca y real, desde el estado de uno en que lo vimos en el primer hombrecillo de 50 centímetros? Todo lo tenéis dicho atrás, como jalones; por ellos guiaros y estudiad, teniendo presente siempre, que en todo lo que estudiéis y en todo lo que creáis, veáis y palpéis y hasta en lo impalpable hay una trinidad geométrica y matemática. Pero del hombre abajo, siempre veréis que el mayor es el magnetismo obrando como fuerza central metafísica. Ya sabéis que ese magnetismo es el mismo Creador en su vibración constante y eterna, que es su pensamiento; y que el espíritu es su voluntad y obra la metafísica de ese magnetismo y así se enlaza desde el Creador (por el espíritu) hasta el más microscópico y desvalorizado electrón, en lo intangible; y desde el hombre, el que en su constitución lleva los tres reinos de la naturaleza, se enlaza, desde la esencia pura, hasta el más rústico mineral.

¡Esas sí que han parecido profundidades insondables maestro Echegaray!... Pero el hombre llega a todo en su trinidad y, aún hasta el borde el incomprensible Eloí y las profundidades desaparecen, convirtiéndose en francas matemáticas que todo lo abordan, de Eloí abajo; pero sólo es facultad del espíritu, su hijo consubstancial.

¡Asciende, pues, hombre, intrépidamente, que nada te es vedado! En cambio, tienes mandado subir, desde el electrón al Creador. ¡Que nada te arredre ya, teniendo tu razón por matemática pura y tu espíritu por director de tu trinidad y de todas las cosas del hombre abajo; porque de ti para arriba, sólo está el guarismo real, Eloí, que lo has manejado, pero como el niño al juguete, en ese mágico problema matemático: C.G.S.!... Y como prueba de esos juegos y trabajos de los dúos en la formación de su tesis, doy cabida a un largo capítulo de “Charles Normand” que recorté de “La prensa, hoy 28 de diciembre de 1913, titulado: “La Muerte del Universo. Dice así:

LA MUERTE DEL UNIVERSO

¿Es perdurable el universo? He aquí cuestión tan vieja como la Humanidad, sobre la cual discuten los metafísicos, siglos hace, sin haber logrado demostrar más que su ingenio jamás desalentado. Pero la ciencia, hace poco se ha apropiado del problema, el cual ha pasado a ser hoy en día, una cuestión de física pura, más precisamente de termodinámica.

Por ella los sabios rompen lanzan forjadas en los laboratorios, donde se hicieron las más importantes conquistas de la ciencia; y es llegado el momento de trazar un cuadro objetivo de las recientes controversias sobre el destino del mundo.

Filósofos y sabios concuerdan en la eternidad de las sustancias denominadas materia y éter: Ex nihilo, nihil, vale como axioma. Las teogonías concuerdan en lo mismo; y el Génesis, por ejemplo, dice que el Creador sacó el mundo del caos y no de la nada. Puede concebirse el caos como un estado donde la cosas no eran móviles, ni organizadas ni diferenciadas (veremos que la organización resulta de la diferenciación), y donde no había fuerzas, energías en acción.

Esto nos trae a considerar los grandes principios de la termodinámica, que rigen las manifestaciones de la energía en el mundo y nos llevarán al nudo de la cuestión propuesta. El primer principio, la conservación de la energía, fue descubierto por los grandes físicos alemanes Roberto Mayer y Herman Helmholtz; el segundo, la degradación de la energía, lo descubriera un genio francés largo tiempo desconocido, el ingeniero Sadi Carnot, revelado por el alemán Clausires.

Todos saben que se entiende por energía, la capacidad, si se me permite la definición, que poseen los objetos de rendir trabajo. Las principales formas son: la energía debida al movimiento (la de un proyectil es proporcional a su masa y al cuadro de la velocidad), la energía calórica (es la que hace evaporar el agua de las máquinas a vapor y las hace funcionar), la eléctrica (la de una batería de acumuladores, transformable la energía luminosa en una lámpara; en calórica en un radiador, en mecánica en un ventilador, etc.); en fin, citemos la energía química (que produce calor en un rico gas o movimiento en una explosión).

Estos ejemplos nos muestran que hay una cierta “reversibilidad” entre las formas diversas de la energía, y que se puede indiferentemente, por medios adecuados, transformar unas en otras. Y bien, el principio de la conservación de la energía expresa este hecho experimental que, al transformarse unas en otras, existe entre las cantidades transformadas una relación constante. Por ejemplo: cuando el movimiento se transforma en calor (como sucede en el producido por el choque de dos piedras) o al contrario (en el caso de la máquina a vapor), un trabajo de 425 kilográmetros corresponde siempre a la utilización de una gran caloría (1); análogas relaciones constantes existen entre las otras formas de energía.

El principio de la conservación de la energía ha dominado -me seduce el decir tiranizado -la ciencia del siglo XIX, que creyó largo tiempo poder deducir de él, como consecuencia irrefutable, la eternidad del Universo. Ya que las diversas formas de energía se transforman indiferentemente unas en otras, quedando la suma constante, el mundo debe pasar, necesaria, periódicamente y sin fin, por una serie de oscilaciones grandiosas, del caos a la armonía.

Los sabios del siglo pasado, vivían en una atmósfera propicia a la adopción de este concepto. Laovidier proclamaba la conservación de la masa en las operaciones químicas; Laplace había creído poder demostrar, a base de cálculo integral, la estabilidad del sistema solar…, sin apercibirse de la inconciencia que hay, “a priori”, en que la demuestre quien en su “exposición del sistema del mundo”, ha explicado magníficamente el nacimiento del mundo de una nebulosa primitiva y su evolución incesante; Fornier celebraba, como conclusión de sus trabajos bellísimos sobre mecánica celeste, “un mundo dispuesto para el orden, la perpetuidad y la armonía”. Enrique Poincaré no había nacido aun, el cual debía mostrar las resquebrajaduras de este bello edificio de estabilidad celeste.

No es raro, pues, que el principio de la conservación de la energía haya hecho creer, durante largo tiempo, en la estabilidad, en su permanencia, en su invariabilidad energéticas.

Por el segundo principio, olvidado durante largo tiempo, luego inapreciado, ha obligado a revisar este proceso que se creía definitivamente resuelto.

Es curiosa la historia del principio de Carnot. Enunciado por éste en 1824, en su obra “La potencia motriz del fuego”, que pasó inadvertida, su gran descubrimiento ha sido ignorado en Francia, durante casi tres cuartos de siglo. Gracias a los trabajos de lord Kelvin y del alemán Clausires, el principio de Carnot salió del olvido en que yacía, ha sido colocado entre los más grandes descubrimientos, y se empezó a valorar su alcance.

Carnot mostró cómo en toda máquina abandonada a sí misma, hay algo que varía, siempre y necesariamente en el mismo sentido; algo irreversible, que se denomina “entropía”. Mis lectores me perdonen de no expresar aquí este concepto prodigiosamente abstracto. Se puede eludir la dificultad y resumir así el descubrimiento de Carnot: en un sistema aislado, es decir, que no reciba ni ceda energía, no se hacen, en total, indiferentemente en los dos sentidos. Se debe a que, si bien el movimiento puede ser transformado completamente en calor, éste no puede jamás ser enteramente transformado en trabajo; queda siempre una parte que se disipa en el interior de los cuerpos.

El rendimiento de toda máquina técnica es necesariamente inferior a la unidad.

Por ejemplo: si a un proyectil en movimiento, se le recibe en una cuba de agua, cede íntegramente, bajo forma de calor, la energía mecánica que recibiera. En cambio, sólo se puede sacar de una fuente de calor, una cantidad bastante débil de trabajo mecánico; así las máquinas pueden dar en trabajo mecánico apenas un 15% de la energía calórica consumida. El resto no desaparece, pero se inutiliza; pasa al condensador y a la atmósfera con el vapor y el humo de la máquina. Hay, según la expresión de Bernardo Bumhes, energía malgastada, de modo que nos vemos obligados a distinguir entre la energía libre de un sistema, la energía utilizable. El genio de Carnot está en haber descubierto que el rendimiento débil de las máquinas térmicas no se debe a su imperfección técnica; que se la podía disminuir, pero nunca anular, siendo condición propia de su funcionamiento. El primer principio de la termodinámica enuncia que la energía total de un sistema cualquiera, es constante; el segundo principio indica que la fuerza utilizable disminuye: no hay en esto contradicción alguna.

En consecuencia, puesto que todo el movimiento puede transformarse en calor y tan sólo una fracción de éste en movimiento, un sistema material cualquiera abandonado a sí mismo y el Universo entero, si se le asimila, como es lógico, a una máquina térmica, deben tender hacia un estado final, en el cual todo movimiento visible y también toda diferencia de temperatura habrán desaparecido, reemplazados por un calor uniforme y una absoluta inmovilidad.

Sin movimiento, sin diferencia de temperatura, no hay vida ni irradiación, pues que los fenómenos resultan de lo heterogéneo, del desequilibrio, y la vida nace de la diferenciación. Un pantano o un lago son seres, mecánicamente hablando, inexistentes aun cuando contengan centenares de toneladas de agua; por el contrario, el arroyuelo mas insignificante, a causa de la diferencia de nivel que lo hace correr, es un ser viviente, útil. Si caliento todas las partes de una máquina a centenares de grados, no marchará; lo que la hace andar, es una diferencia de temperatura entre sus distintos órganos.

Veamos ahora la conclusión, la antítesis que se alza frente a la doctrina establecida sobre la base única del primer principio de la termodinámica: si el principio de Carnot es aplicable a todo el Universo, tiende éste, forzosamente, hacia una especie de “Muerte Térmica” (Warmetod de Clausires), que la equilibrará, para siempre, en una sombría y cadavérica inmovilidad.

Antes de proseguir y de examinar las objeciones diversas que han suscitado estas conclusiones de la termodinámica cósmica, se me permitirá observar, a riesgo de sufrir ciertos entusiasmos tendenciosos, que la creencia en la eternidad del Universo, ha sido invocada, según las circunstancias, en apoyo de las teorías filosóficas más opuestas. Hoy son los filósofos materialistas, los discípulos del deonismo de Haeckel, quienes creen en un recomenzar perpetuo de las cosas, en un mundo incesantemente renovado, que repara por sí mismo las faltas que se descubren; la idea de que el mundo pueda morir, importa la idea de su creación, y esto lo juzgan inadmisible. En el siglo XVII, en cambio, se afirmaba, siguiendo a Descartes, que sólo la mortalidad de la materia y del movimiento contenidos en el Universo, pueden acordarse con la idea de la estabilidad del Creador. De esta manera, idénticos argumentos han servido para ambos contrincantes. No nos preocupemos de estas querellas pueriles. Resulta un poco ridículo para la Humanidad ver servir de proyectil, que se devuelven unos y otros con grandes golpes de raqueta, cada nueva conquista de la ciencia. Es rebajar singularmente la investigación austera de la verdad, usar de ella, a guisa de sable de M. Prudhomme, sable protector o amenazante, según el capricho de cada uno.

Entre los astrofísicos que encuentran dificultades en admitir la muerte del Universo, tal como deriva del principio de Carnot, el sabio Anheriores es, sin duda, quien ha emitido las objeciones más originales. Enrique Poincaré las ha calificado de geniales; en todo caso merecen un examen amplio.

Conocemos la tendencia natural del calor, a pesar, “por sí mismo”, de un cuerpo caliente o cuerpos más fríos, sea por conductibilidad, sea por radiación. En cambio, “jamás” pasa naturalmente de un cuerpo dado a otro más caliente; y esto es, precisamente, lo que hace se establezca finalmente, un equilibrio de temperatura entre cuerpos de temperatura desigual, colocados en el mismo recinto. Es lo que expresa el principio de Carnot.

En el universo estelar, el sol y las estrellas (que son, recordémoslo, soles todos ellos) ceden poco a poco, irradiándolo en el espacio, su calor, el cual tiende a calentar las lejanas y frías nebulosas: de modo que, finalmente, parece que la nivelación de temperaturas (conexa a la de cantidades de materia), debe establecer en el Universo la “Muerte Térmica”, anunciada por Clausires. El señor Anheriores es de opinión contraria. Veamos por qué.

El gran físico inglés Maxwell, ha imaginado un caso, donde, gracias a un artificio conocido hoy en ciencia bajo el nombre de “deuconios de Maxwell”, acaecen fenómenos contrarios al principio de Carnot. Sabemos por la teoría cinética de los gases (una de las conquistas más firmes de la física moderna), que una masa gaseosa, está constituida por moléculas que circulan en todo sentido, a grandes velocidades, desiguales, a causa de choques, y que oscilan de un lado para el otro con velocidades medias: se la puede comparar con un enjambre, cuyas abejas fueran moléculas. Cuando se calienta el gas, la velocidad de sus moléculas aumenta. Supongamos que en un recipiente haya un gas con temperatura homogénea; separémoslo en dos por medio de un tabique, con pequeños orificios, cuyo diámetro no les permita ser atravesados sino por una molécula a la vez; cada abertura, estará munida de una pequeña válvula, detrás de las cuales se esconde un ser infinitamente pequeño e inteligente, llamado por Maxwell demonio, por Poincaré aduanero. Las masas gaseosas en ambas mitades del recipiente, son removidas y mezcladas de continuo por las moléculas, que pasan de una parte a la otra, por los opérculos. Cada vez que uno de los aduaneros vea a una molécula encaminarse a gran velocidad (2) de la mitad izquierda a la mitad derecha, le abrirá la sopapa, dejándole pasar; por el contrario la cerrará a la molécula que vaya en la misma dirección a pequeña velocidad, permitirá el paso a las moléculas que a pequeña velocidad se dirijan de derecha a izquierda, impidiéndoselo a las que vayan a gran velocidad.

Resultará, pues, que todas las moléculas animadas de gran velocidad, se reunirán en uno de los compartimentos, las de pequeña velocidad en el otro, es decir, que pasa calor (y en esto consiste la velocidad de las moléculas) de un compartimiento que se calienta sin cesar al otro que se enfría.

Pasará calor de un cuerpo frío a un cuerpo más caliente; se habrá separado la masa gaseosa primitivamente isotérmica en dos fracciones con temperaturas diferentes. Se habrá equivocado y violado el principio de Camodi.

Aun cuando el señor Anhenius no pretende que esta historia maravillosa de los pequeños aduaneros demoníacos se realice en la naturaleza, da razones para pensar que sucede algo análogo.

En bien de la claridad, se me permitirá hacer una ligera digresión a propósito de los gases que constituyen la atmósfera de los planetas. Se sabe que cuando se tira con un arma de fuego, un proyectil, horizontal o verticalmente, tarda tanto más tiempo en caer cuanto mayor fue su velocidad inicial; más todavía, existe una velocidad, mediante la cual el proyectil sería lanzado tan lejos en el espacio, que escaparía completamente de la atracción de la pesantez de la tierra, y no volvería a caer sobre ella. Tal sucede con las moléculas de gas que se hallan en las capas extensas de las atmósferas astrales; y se puede calcular que, en cuanto una de estas moléculas se mueve con cierta velocidad máxima -de 11 kilómetros por segundo para el globo terrestre -se escapa para siempre de la esfera de atracción del astro y continúa su trayectoria hacia el infinito. La atmósfera pierde, pues, continuamente aquellas moléculas animadas de una velocidad suficiente. Y como la distribución de las velocidades moleculares obedece a la ley de los grandes números, hay siempre moléculas a gran velocidad; por tanto, las atmósferas astrales se engrandecen sin cesar. El empobrecimiento será mayor para los astros menos pesados, porque la gravitación de un astro mayor retiene más que la de otro pequeño, las moléculas atmosféricas. Así se explica porqué la Luna, cuya masa es débil, ha perdido por completo su atmósfera primitiva, que la tierra ha perdido su hidrógeno, gas liviano, y el hetinus (mientras éstos mismos abundan en torno a la enorme masa solar) y ha conservado el oxígeno y el nitrógeno, gases más pesados.

Este fenómeno desempeña, según Arliensis, papel importante en las nebulosas, cuya gravedad, sobre todo en las partes extensas, es muy débil, debido a la densidad baja de los gases que la componen (hidrógeno, helinus, netrilinus). Las regiones extensas de las nebulosas perderán, por tanto, fácilmente sus moléculas gaseosas, y se enfriarán sus gases excéntricos. Por idéntica razón, el calor enviado por los soles a las nebulosas “no las calienta” (la temperatura de un gas es tanto más alta cuanto mayor velocidad media): en efecto, la irradiación comunica la velocidad a sus moléculas; pero éstas se alejan de la nebulosa para siempre, y acaban por ser absorbidas por un astro, cuya irradiación mantienen.

En su curso penúltimo, dictado en la Sorbona, M. Poincaré ha analizado físicamente estas ideas de Anhenius. Les opuso algunas dificultades, sin embargo, aunque convencido de la validez general del principio de Carnot, parece haber sido impresionado por ellas; y sus conclusiones son, si bien dejan entrever en cuál sentido se inclinaría, prudentes y dubitativas: “De esta discusión no puede extraerse conclusión alguna definitiva; parece que, gracias a este proceso, la muerte técnica del universo será enormemente retardada; pero es de presumir que sólo retardada”.

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Bajo faz distinta ha considerado el problema recientemente, el eminente astrónomo alemán, señor Seelige, director del observatorio de Munich.

Por el ejemplo del fenómeno invocado por Anhenius (sin detenernos en los dominios demonios de Maxwell que són tan sólo una imagen audaz), vemos que han sido descubiertos: imaginados fenómenos en abierta contradicción con el principio de Carnot, pues que el calor puede pasar de un cuerpo frío a otro caliente, sin trabajo compensador. Si hay infracciones a este principio, ¿porqué han de estar limitadas en el tiempo y en el espacio, y no han de poder tener, en uno y otro, manifestaciones importantes? Tales objeciones han parecido tan poderosas que determinaron se dé una forma nueva al principio de Carnot y a que ya no se le considere sino como un teorema del cálculo de probabilidades. La expresión actual del principio dice: los fenómenos que se producen habitualmente en la naturaleza, se verifican en sentido tal que importa una pérdida de energía útil.

Este concepto estadístico, si se me permite el término, deja subsistir, forzosamente, la posibilidad de progresos naturales que no satisfacen el principio de Carnot. La cuestión de saber si este principio es una ley inviolable, queda resuelta definitivamente, por la negativa, si se le considera como un teorema del cálculo de probabilidades.

Por otra parte, las conclusiones del cálculo de probabilidades son aplicables solamente a fenómenos que deben considerarse como fortuitos, es decir, que se produce sin regla alguna, ni orden aparente. ¿Pero, si el principio de Carnot posee un tan gran valor en muchas partes de la física, quién osará sostener que los movimientos observados en el conjunto del Universo sean desordenados y que la evolución de éste se oriente hacia la producción de una irregularidad cada vez mayor? Se podría también, y aun mejor, sostener lo contrario; y entonces la validez del principio de Carnot se debilitara más y más, con el tiempo.

Aun hay más -y esta observación se aplica a las conclusiones cósmicas opuestas que se querrían deducir tanto del primero como del segundo principio de la termodinámica: estos principios tan sólo son rigurosamente válidos y demostrables para sistemas limitados. Antes de extenderlos al Universo, sería menester estar seguros de que éste no es infinito. Y bien, todo concurre a probar que lo contrario es lo cierto. ¿Cómo se podría hablar entonces de la energía y de la entropía de un sistema infinito? Estas objeciones carecen ya de sentido: la extrapolación al infinito de los pequeños resultados de nuestros laboratorios, no solamente no se justifica, sino que cesa de tener el menor sentido. ¿Pueden comprenderse estas palabras: “la energía total” o “la energía utilizable del Universo”, si éste es infinito?

Sin embargo, semejantes dificultades no han arredrado a los espíritus sistemáticos del uno y del otro bando. Hubieran debido hacer titubear, tanto a los que proclaman con aplausos, la permanencia del mundo, al retorno eterno de las cosas, como a los que nos aseguran la muerte próxima y necesaria del cosmos. Hay, en todo caso, un hecho curioso, contrario más bien, a estos últimos. Si, como piensan, el Universo, de acuerdo con el principio de Carnot marcha constantemente en el mismo sentido; es decir, si las temperaturas tienden a igualarse y el movimiento a desaparecer, se puede uno preguntar por qué la muerte térmica del Universo, no se ha establecido ya en los tiempos infinitos que lleva el mundo de existencia.

Se responderá que éste no ha existido siempre, lo cual, es inconciliable con el primer principio de termodinámica, a menos que la energía existente haya aparecido bruscamente en el momento mismo de la creación. Con esto se percibe que el problema está ligado íntimamente a las premisas más delicadas de la teogonía. Se puede expresar todo este raciocinio bajo otra forma: si el Universo marcha en el sentido indicado por el principio de Carnot, nos abocamos a este dilema extraño: o bien, en épocas muy lejanas, han imperado en el mundo diferencias de temperaturas y de velocidades extraordinariamente grandes (y el Universo debió ser un campo de fenómenos de una intensidad y de una violencia tales, que no podemos concebirlos) o bien el mundo no ha estado sometido siempre a las leyes que le rigen actualmente. Es necesaria mucha inteligencia para no querer resolver estas dificultades.

Así se comprende el por qué uno de los defensores más eminentes del principio de Carnot y de su validez universal, lord Kelvin, creyó deber exteriorizar bajo forma en extremo prudente y modesta, las conclusiones de sus profundos estudios sobre el asunto. Las conclusiones, a que pueden suscribir todos los espíritus positivos, pueden resumirse así: hay actualmente en el mundo sensible, la tendencia general de una disipación de la energía mecánica; y puede considerarse esta tendencia como constante en el tiempo; a menos que no tengan lugar o hayan de tenerlo, fenómenos que son imposibles bajo el imperio de las leyes, a los cuales están sometidos los fenómenos conocidos, que se manifiestan actualmente en el mundo material.

Entre los fenómenos nuevos, descubiertos después que lord Kelvin desarrolló estas conclusiones, la radioactividad pareció podría debilitarlas. No es así, como lo ha demostrado, M. Poincaré: el acordar una parte de las energías del Universo a las materias radioactivas, no podría tener más resultado que “prolongar la agonía del enfermo”.

El descubrimiento de la radioactividad ha probado, sobre todo, si algo más prueba, que gracias a cantidades inmensas de energía, antes insospechadas, almacenadas en los átomos, el universo posee una facultad de trabajo, una vitalidad enorme, de la cual nos era imposible darnos cuenta anteriormente. Como decía recientemente el gran físico alemán, señor Nemst, el Universo tendrá sin duda, y a pesar de la radioactividad, un “crepúsculo de dioses”.

No obstante, se puede columbrar, según el mismo Nemst y otros sabios eminentes, una tabla de salvación, admitiendo la existencia de un proceso antagonista de la degradación radioactiva. En efecto; todo tiende a probar que los átomos químicos, que son los gránulos elementales del Universo, no son, quizá, otra cosa que modalidades particulares de la sustancia, por nosotros, llamada éter luminoso, sustancia hipotética, cuya existencia es, sin embargo, la más grande de las certezas humanas, ya que sin ella no recibiríamos ni la luz ni el calor del sol, antorcha y fuente de toda vida terrestre. Es posible, por otra parte, que en este medio comparable a un gas sutil al extremo, se realicen a veces, como en los propios gases, según la teoría cinética, hasta los más improbables ordenamientos; así se reconstituirían de cuando en cuando, y quizá dentro de las especiales condiciones de temperatura y presión que existen en el centro de los astros, átomos radioactivos.

En realidad, como lo observa Nemst, basta que este acontecimiento se produzca rara vez, dada la actuación extremadamente larga de casi todos los elementos químicos y de la escasez extrema de la materia en el mundo, que según recientes estudios astronómicos, representa el volumen de una cabeza de alfiler contenida en una esfera de éter de 200 kilómetros de diámetro.

Nada nos autoriza ciertamente, en el momento actual, a afirmar la existencia de un fenómeno semejante; pero no sólo es posible, sino también probable por algunas ideas nuevas que la radioactividad ha introducido en nuestra manera de ver las cosas; y nos permite concebir con menos dificultad que hace varios años, una cierta permanencia de la energía útil del Cosmos.

Si las cosas fueran así, el período atómico sobre el cual habla en algún lado Renán, y en el cual se habrían constituido las moléculas “que bien podría ser, como todas las cosas, fruto del tiempo, resultado de un fenómeno prolongadísimo, aglutinación prolongada durante millones de siglos, el período atómico sería aun actual.

No afirmemos nada y esperemos.

Existe en todo caso otra cuestión más apasionante, ligada a las discusiones antes expuestas: la de la contingencia, en el tiempo y en el espacio, de las leyes del universo; que trataremos algún día.

Por ahora, como remate de este breve estudio, nos limitamos a hacer esta comprobación melancólica: que no sabemos más que hace un siglo, respecto de la perpetuidad del Universo. Y sin embargo, hemos hecho un progreso, al extraer de la ciencia razones para ser modestos y preservarnos de todo dogmatismo; hemos oído exhortaciones nuevas a la sabiduría y al temor necesario de extrapolaciones demasiado vastas.

El interés casi apasionado, con que muchos sabios se dedican en este momento, al estudio de cuanto se refiere al porvenir del mundo, es muy significativo. En la vida de las sociedades como en la de los individuos, hay horas de malestar moral en las cuales la desesperación y el cansancio extienden sobre los espíritus sus alas de plomo. Los hombres entonces se ponen a soñar con la Nada. El fin de todo cesa de ser “indeseable”; y pensando en él se experimenta algo así como un apaciguamiento. La controversia reciente de los sabios sobre la muerte del Universo será quizá el reflejo de alguna de estas horas grises.

Charles Normand.

“La prensa”, 28 de diciembre de 1913.

(1) Recordemos que un kilográmetro es el trabajo necesario para levantar un kilogramo a un metro de altura; y que la gran caloría es el calor indispensable para calentar de 0° a 1° la temperatura de un litro de agua.

(2) Es decir animadas de una velocidad mayor que la velocidad media del gas que caracteriza su temperatura.

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