|
||
Meditaciones Metafísicas. René Descartes
Primera meditación: De
Dios; que existe
Cerraré
ahora los ojos, me taparé los oídos, suspenderé mis sentidos; hasta
borraré de mi pensamiento toda imagen de las cosas corpóreas, o, al
menos, como eso es casi imposible, las reputaré vanas y falsas; de este
modo, en coloquio sólo conmigo y examinando mis adentros, procuraré ir
conociéndome mejor y hacerme más familiar a mí propio. Soy una cosa
que piensa, es decir, que duda, afirma, niega, conoce unas pocas cosas,
ignora otras muchas, ama, odia, quiere, no quiere, y que también
imagina y siente, pues, como he observado más arriba, aunque lo que
siento e imagino acaso no sea nada fuera de mí y en sí mismo, con todo
estoy seguro de que esos modos de pensar residen y se hallan en mí, sin
duda. Y con lo poco que acabo de decir, creo haber enumerado todo lo que
sé de cierto, o, al menos, todo lo que he advertido saber hasta aquí. Consideraré
ahora con mayor circunspección si no podré hallar en mí otros
conocimientos de los que aún no me haya apercibido. Sé con certeza que
soy una cosa que piensa; pero ¿no sé también lo que se requiere para
estar cierto de algo? En ese mi primer conocimiento, no hay nada más
que una percepción clara y distinta de lo que conozco, la cual no
bastaría a asegurarme de su verdad si fuese posible que una cosa
concebida tan clara y distintamente resultase falsa. Y por ello me
parece poder establecer desde ahora, como regla general, que son
verdaderas todas las cosas que concebimos muy clara y distintamente. Sin
embargo, he admitido antes de ahora, como cosas muy ciertas y
manifiestas, muchas que más tarde he reconocido ser dudosas e
inciertas. ¿Cuáles eran? La tierra, el cielo, los astros y todas las
demás cosas que percibía por medio de los sentidos. Ahora bien: ¿qué
es lo que concebía en ellas como claro y distinto? Nada más, en
verdad, sino que las ideas o pensamientos de esas cosas se presentaban a
mi espíritu. Y aun ahora no niego que esas ideas estén en mí. Pero
había, además, otra cosa que yo afirmaba, y que pensaba percibir muy
claramente por la costumbre que tenía de creerla, aunque verdaderamente
no la percibiera, a saber: que había fuera de mí ciertas cosas de las
que procedían esas ideas, y a las que éstas se asemejaban por
completo. Y en eso me engañaba; o al menos si es que mi juicio era
verdadero, no lo era en virtud de un conocimiento que yo tuviera. Pero
cuando consideraba algo muy sencillo y fácil, tocante a la aritmética
y la geometría, como, por ejemplo, que dos más tres son cinco o cosas
semejantes, ¿no las concebía con claridad suficiente para asegurar que
eran verdaderas? Y si más tarde he pensado que cosas tales podían
ponerse en duda, no ha sido por otra razón sino por ocurrírseme que
acaso Dios hubiera podido darme una naturaleza tal, que yo me engañase
hasta en las cosas que me parecen más manifiestas. Pues bien, siempre
que se presenta a mi pensamiento esa opinión, anteriormente concebida,
acerca de la suprema potencia de Dios, me veo forzado a reconocer que le
es muy fácil, si quiere, obrar de manera que yo me engañe aun en las
cosas que creo conocer con grandísima evidencia; y, por el contrario,
siempre que reparo en las cosas que creo concebir muy claramente, me
persuaden hasta el punto de que prorrumpo en palabras como éstas: engáñeme
quien pueda, que lo que nunca podrá será hacer que yo no sea nada,
mientras yo esté pensando que soy algo, ni que alguna vez sea cierto
que yo no haya sido nunca, siendo verdad que ahora soy, ni que dos más
tres sean algo distinto de cinco, ni otras cosas semejantes, que veo
claramente no poder ser de otro modo, que como las concibo. Ciertamente,
supuesto que no tengo razón alguna para creer que haya algún Dios engañador,
y que no he considerado aún ninguna de las que prueban que hay un Dios,
los motivos de duda que sólo dependen de dicha opinión son muy ligeros
y, por así decirlo, metafísicos. Mas a fin de poder suprimirlos del
todo, debo examinar si hay Dios, en cuanto se me presente la ocasión,
y, si resulta haberlo, debo también examinar si puede ser engañador;
pues, sin conocer esas dos verdades, no veo cómo voy a poder alcanzar
certeza de cosa alguna. Y
para tener ocasión de averiguar todo eso sin alterar el orden de
meditación que me he propuesto, que es pasar por grados de las nociones
que encuentre primero en mi espíritu a las que pueda hallar después,
tengo que dividir aquí todos mis pensamientos en ciertos géneros, y
considerar en cuáles de estos géneros hay, propiamente, verdad o
error. De
entre mis pensamientos, unos son como imágenes de cosas, y a éstos
solos conviene con propiedad el nombre de idea: como cuando me
represento un hombre, una quimera, el cielo, un ángel o el mismo Dios.
Otros, además, tienen otras formas: como cuando quiero, temo, afirmo o
niego; pues, si bien concibo entonces alguna cosa de la que trata la
acción de mi espíritu, añado asimismo algo, mediante esa acción, a
la idea que tengo de aquella cosa; y de este género de pensamientos,
unos son llamados voluntades o afecciones, y otros, juicios. Pues
bien, por lo que toca a las ideas, si se las considera sólo en sí
mismas, sin relación a ninguna otra cosa, no pueden ser llamadas con
propiedad falsas; pues imagine yo una cabra o una quimera, tan verdad es
que imagino la una como la otra. No
es tampoco de temer que pueda hallarse falsedad en las afecciones o
voluntades; pues aunque yo pueda desear cosas malas, o que nunca hayan
existido, no es menos cierto por ello que yo las deseo. Por
tanto, sólo en los juicios debo tener mucho cuidado de no errar. Ahora
bien, el principal y más frecuente error que puede encontrarse en ellos
consiste en juzgar que las ideas que están en mí son semejantes o
conformes a cosas que están fuera de mí, pues si considerase las ideas
sólo como ciertos modos de mi pensamiento, sin pretender referirlas a
alguna cosa exterior, apenas podrían darme ocasión de errar. Pues
bien, de esas ideas, unas me parecen nacidas conmigo, otras extrañas y
venidas de fuera, y otras hechas e inventadas por mí mismo. Pues tener
la facultad de concebir lo que es en general una cosa, o una verdad, o
un pensamiento, me parece proceder únicamente de mi propia naturaleza;
pero si oigo ahora un ruido, si veo el sol, si siento calor, he juzgado
hasta el presente que esos sentimientos procedían de ciertas cosas
existentes fuera de mí; y, por último, me parece que las sirenas, los
hipogrifos y otras quimeras de ese género, son ficciones e invenciones
de mi espíritu. Pero
también podría persuadirme de que todas las ideas son del género de
las que llamo extrañas y venidas de fuera, o de que han nacido todas
conmigo, o de que todas han sido hechas por mí, pues aún no he
descubierto su verdadero origen. Y lo que principalmente debo hacer, en
este lugar, es considerar, respecto de aquellas que me parecen proceder
de ciertos objetos que están fuera de mí, qué razones me fuerzan a
creerlas semejantes a esos objetos. La
primera de esas razones es que parece enseñármelo la naturaleza; y la
segunda, que experimento en mí mismo que tales ideas no dependen de mi
voluntad, pues a menudo se me presentan a pesar mío, como ahora, quiéralo
o no, siento calor, y por esta causa estoy persuadido de que este
sentimiento o idea del calor es producido en mí por algo diferente de mí,
a saber, por el calor del fuego junto al cual me hallo sentado. Y nada
veo que me parezca más razonable que juzgar que esa cosa extraña me
envía e imprime en mí su semejanza, más bien que otra cosa
cualquiera. Ahora
tengo que ver si esas razones son lo bastante fuertes y convincentes.
Cuando digo que me parece que la naturaleza me lo enseña, por la
palabra “naturaleza” entiendo sólo cierta inclinación que me lleva
a creerlo, y no una luz natural que me haga conocer que es verdadero.
Ahora bien, se trata de dos cosas muy distintas entre sí; pues no podría
poner en duda nada de lo que la luz natural me hace ver como verdadero:
por ejemplo, cuando antes me enseñaba que del hecho de dudar yo podía
concluir mi existencia. Porque, además, no tengo ninguna otra facultad
o potencia para distinguir lo verdadero de lo falso, que pueda enseñarme
que no es verdadero lo que la luz natural me muestra como tal, y en la
que pueda fiar como fío en la luz natural. Mas por lo que toca a esas
inclinaciones que también me parecen naturales, he notado a menudo que,
cuando se trataba de elegir entre virtudes y vicios, me han conducido al
mal tanto como al bien: por ello, no hay razón tampoco para seguirlas
cuando se trata de la verdad y la falsedad. En
cuanto a la otra razón —la de que esas ideas deben proceder de fuera,
pues no dependen de mi voluntad—, tampoco la encuentro convincente.
Puesto que, al igual que esas inclinaciones de las que acabo de hablar
se hallan en mí, pese a que no siempre concuerden con mi voluntad, podría
también ocurrir que haya en mí, sin yo conocerla, alguna facultad o
potencia, apta para producir esas ideas sin ayuda de cosa exterior; y,
en efecto, me ha parecido siempre hasta ahora que tales ideas se forman
en mí, cuando duermo, sin el auxilio de los objetos que representan. Y
en fin, aun estando yo conforme con que son causadas por esos objetos,
de ahí no se sigue necesariamente que deban asemejarse a ellos. Por el
contrario, he notado a menudo, en muchos casos, que había gran
diferencia entre el objeto y su idea. Así, por ejemplo, en mi espíritu
encuentro dos ideas del sol muy diversas; una toma su origen de los
sentidos, y debe situarse en el género de las que he dicho vienen de
fuera; según ella, el sol me parece pequeño en extremo; la otra
proviene de las razones de la astronomía, es decir, de ciertas nociones
nacidas conmigo, o bien ha sido elaborada por mí de algún modo: según
ella, el sol me parece varias veces mayor que la tierra. Sin duda, esas
dos ideas que yo formo del sol no pueden ser, las dos, semejantes al
mismo sol; y la razón me impele a creer que la que procede
inmediatamente de su apariencia es, precisamente, la que le es más disímil.
Todo
ello bien me demuestra que, hasta el momento, no ha sido un juicio
cierto y bien pensado, sino sólo un ciego y temerario impulso, lo que
me ha hecho creer que existían cosas fuera de mí, diferentes de mí, y
que, por medio de los órganos de mis sentidos, o por algún otro, me
enviaban sus ideas o imágenes, e imprimían en mí sus semejanzas. Mas
se me ofrece aún otra vía para averiguar si, entre las cosas cuyas
ideas tengo en mí, hay algunas que existen fuera de mí. Es a saber: si
tales ideas se toman sólo en cuanto que son ciertas maneras de pensar
no reconozco entre ellas diferencias o desigualdad alguna, y todas
parecen proceder de mí de un mismo modo; pero, al considerarlas como imágenes
que representan unas una cosa y otras otra, entonces es evidente que son
muy distintas unas de otras. En efecto, las que me representan
substancias son sin duda algo más, y contienen (por así decirlo) más
realidad objetiva, es decir, participan, por representación, de más
grados de ser o perfección que aquellas que me representan sólo modos
o accidentes. Y más aún: la idea por la que concibo un Dios supremo,
eterno, infinito, inmutable, omnisciente, omnipotente y creador
universal de todas las cosas que están fuera de él, esa idea
—digo— ciertamente tiene en sí más realidad objetiva que las que
me representan substancias finitas. Ahora
bien, es cosa manifiesta, en virtud de la luz natural, que debe haber
por lo menos tanta realidad en la causa eficiente y total como en su
efecto: pues ¿de dónde puede sacar el efecto su realidad, si no es de
la causa? ¿Y cómo podría esa causa comunicársela, si no la tuviera
ella misma? Y
de ahí se sigue, no sólo que la nada no podría producir cosa alguna,
sino que lo más perfecto, es decir, lo que contiene más realidad, no
puede provenir de lo menos perfecto. Y esta verdad no es sólo clara y
evidente en aquellos efectos dotados de esa realidad que los filósofos
llaman actual o formal, sino también en las ideas, donde sólo se
considera la realidad que llaman objetiva. Por ejemplo, la piedra que aún
no existe no puede empezar a existir ahora si no es producida por algo
que tenga en sí formalmente o eminentemente todo lo que entra en la
composición de la piedra (es decir, que contenga en sí las mismas
cosas, u otras más excelentes, que las que están en la piedra); y el
calor no puede ser producido en un sujeto privado de él, si no es por
una cosa que sea de un orden, grado o género al menos tan perfecto como
lo es el calor; y así las demás cosas. Pero además de eso, la idea
del calor o de la piedra no puede estar en mí si no ha sido puesta por
alguna causa que contenga en sí al menos tanta realidad como la que
concibo en el calor o en la piedra. Pues aunque esa causa no transmita a
mi idea nada de su realidad actual o formal, no hay que juzgar por ello
que esa causa tenga que ser menos real, sino que debe saberse que,
siendo toda idea obra del espíritu, su naturaleza es tal que no exige
de suyo ninguna otra realidad formal que la que recibe del pensamiento,
del cual es un modo. Pues bien, para que una idea contenga tal realidad
objetiva más bien que tal otra, debe haberla recibido, sin duda, de
alguna causa, en la cual haya tanta realidad formal, por lo menos,
cuanta realidad objetiva contiene la idea. Pues si suponemos que en la
idea hay algo que no se encuentra en su causa, tendrá que haberlo
recibido de la nada; mas, por imperfecto que sea el modo de ser según
el cual una cosa está objetivamente o por representación en el
entendimiento, mediante su idea, no puede con todo decirse que ese modo
de ser no sea nada, ni, por consiguiente, que esa idea tome su origen de
la nada. Tampoco debo suponer que, siendo sólo objetiva la realidad
considerada en esas ideas, no sea necesario que la misma realidad esté
formalmente en las causas de ellas, ni creer que basta con que esté
objetivamente en dichas causas; pues, así como el modo objetivo de ser
compete a las ideas por su propia naturaleza, así también el modo
formal de ser compete a las causas de esas ideas (o por lo menos a las
primeras y principales) por su propia naturaleza. Y aunque pueda ocurrir
que de una idea nazca otra idea, ese proceso no puede ser infinito, sino
que hay que llegar finalmente a una idea primera, cuya causa sea como un
arquetipo, en el que esté formal y efectivamente contenida toda la
realidad o perfección que en la idea está sólo de modo objetivo o por
representación. De manera que la luz natural me hace saber con certeza
que las ideas son en mí como cuadros o imágenes, que pueden con
facilidad ser copias defectuosas de las cosas, pero que en ningún caso
pueden contener nada mayor o más perfecto que éstas. Y
cuanto más larga y atentamente examino todo lo anterior, tanto más
clara y distintamente conozco que es verdad. Mas, a la postre, ¿qué
conclusión obtendré de todo ello? Ésta, a saber: que, si la realidad
objetiva de alguna de mis ideas es tal que yo pueda saber con claridad
que esa realidad no está en mí formal ni eminentemente (y, por
consiguiente, que yo no puedo ser causa de tal idea), se sigue entonces
necesariamente de ello que no estoy solo en el mundo, y que existe otra
cosa, que es causa de esa idea; si, por el contrario, no hallo en mí
una idea así, entonces careceré de argumentos que puedan darme certeza
de la existencia de algo que no sea yo, pues los he examinado todos con
suma diligencia, y hasta ahora no he podido encontrar ningún otro. Ahora
bien: entre mis ideas, además de la que me representa a mí mismo (y
que no ofrece aquí dificultad alguna), hay otra que me representa a
Dios, y otras a cosas corpóreas e inanimadas, ángeles, animales y
otros hombres semejantes a mí mismo. Mas, por lo que atañe a las ideas
que me representan otros hombres, o animales, o ángeles, fácilmente
concibo que puedan haberse formado por la mezcla y composición de las
ideas que tengo de las cosas corpóreas y de Dios, aun cuando fuera de mí
no hubiese en el mundo ni hombres, ni animales, ni ángeles. Y, tocante
a las ideas de las cosas corpóreas, nada me parece haber en ellas tan
excelente que no pueda proceder de mí mismo; pues si las considero más
a fondo y las examino como ayer hice con la idea de la cera, advierto en
ellas muy pocas cosas que yo conciba clara y distintamente; a saber: la
magnitud, o sea, la extensión en longitud, anchura y profundidad; la
figura, formada por los límites de esa extensión; la situación que
mantienen entre sí los cuerpos diversamente delimitados; el movimiento,
o sea, el cambio de tal situación; pueden añadirse la substancia, la
duración y el número. En cuanto las demás cosas, como la luz, los
colores, los sonidos, los olores, los sabores, el calor, el frío y
otras cualidades perceptibles por el tacto, todas ellas están en mi
pensamiento con tal oscuridad y confusión, que hasta ignoro si son
verdaderas o falsas y meramente aparentes, es decir, ignoro si las ideas
que concibo de dichas cualidades son, en efecto, ideas de cosas reales o
bien representan tan sólo seres quiméricos, que no pueden existir.
Pues aunque más arriba haya yo notado que sólo en los juicios puede
encontrarse falsedad propiamente dicha, en sentido formal, con todo,
puede hallarse en las ideas cierta falsedad material, a saber: cuando
representan lo que no es nada como si fuera algo. Por ejemplo, las ideas
que tengo del frío y el calor son tan poco claras y distintas, que
mediante ellas no puedo discernir si el frío es sólo una privación de
calor, o el calor una privación de frío, o bien si ambas son o no
cualidades reales; y por cuanto, siendo las ideas como imágenes, no
puede haber ninguna que no parezca representarnos algo, si es cierto que
el frío es sólo privación de calor, la idea que me lo represente como
algo real y positivo podrá, no sin razón, llamarse falsa, y lo mismo
sucederá con ideas semejantes. Y por cierto, no es necesario que
atribuya a esas ideas otro autor que yo mismo; pues si son falsas —es
decir, si representan cosas que no existen— la luz natural me hace
saber que provienen de la nada, es decir, que si están en mí es porque
a mi naturaleza —no siendo perfecta— le falta algo; y si son
verdaderas, como de todas maneras tales ideas me ofrecen tan poca
realidad que ni llego a discernir con claridad la cosa representada del
no ser, no veo por qué no podría haberlas producido yo mismo. En
cuanto a las ideas claras y distintas que tengo de las cosas corpóreas,
hay algunas que me parece he podido obtener de la idea que tengo de mí
mismo; así, las de substancia, duración, número y otras semejantes.
Pues cuando pienso que la piedra es una substancia, o sea, una cosa
capaz de existir por sí, dado que yo soy una substancia, y aunque sé
muy bien que soy una cosa pensante y no extensa (habiendo así entre
ambos conceptos muy gran diferencia), las dos ideas parecen concordar en
que representan substancias. Asimismo, cuando pienso que existo ahora, y
me acuerdo además de haber existido antes, y concibo varios
pensamientos cuyo número conozco, entonces adquiero las ideas de duración
y número, las cuales puedo luego transferir a cualesquiera otras cosas.
Por
lo que se refiere a las otras cualidades de que se componen las ideas de
las cosas corpóreas —a saber: la extensión, la figura, la situación
y el movimiento—, cierto es que no están formalmente en mí, pues no
soy más que una cosa que piensa; pero como son sólo ciertos modos de
la substancia (a manera de vestidos con que se nos aparece la substancia),
parece que pueden estar contenidas en mí eminentemente. Así
pues, sólo queda la idea de Dios, en la que debe considerarse si hay
algo que no pueda proceder de mí mismo. Por “Dios” entiendo una
substancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente,
omnipotente, que me ha creado a mí mismo y a todas las demás cosas que
existen (si es que existe alguna). Pues bien, eso que entiendo por Dios
es tan grande y eminente, que cuanto más atentamente lo considero menos
convencido estoy de que una idea así pueda proceder sólo de mí. Y,
por consiguiente, hay que concluir necesariamente, según lo antedicho,
que Dios existe. Pues, aunque yo tenga la idea de substancia en virtud
de ser yo una substancia, no podría tener la idea de una substancia
infinita, siendo yo finito, si no la hubiera puesto en mí una
substancia que verdaderamente fuese infinita. Y
no debo juzgar que yo no concibo el infinito por medio de una verdadera
idea, sino por medio de una mera negación de lo finito (así como
concibo el reposo y la oscuridad por medio de la negación del
movimiento y la luz): pues, al contrario, veo manifiestamente que hay más
realidad en la substancia infinita que en la finita y, por ende, que, en
cierto modo, tengo antes en mí la noción de lo infinito que la de lo
finito: antes la de Dios que la de mí mismo. Pues ¿cómo podría yo
saber que dudo y que deseo, es decir, que algo me falta y que no soy
perfecto, si no hubiese en mí la idea de un ser más perfecto, por
comparación con el cual advierto la imperfección de mi naturaleza? Y
no puede decirse que acaso esta idea de Dios es materialmente falsa y
puede, por tanto, proceder de la nada (es decir, que acaso esté en mí
por faltarme a mí algo, según dije antes de las ideas de calor y frío,
y de otras semejantes); al contrario, siendo esta idea muy clara y
distinta y conteniendo más realidad objetiva que ninguna otra, no hay
idea alguna que sea por sí misma más verdadera, ni menos sospechosa de
error y falsedad. Digo
que la idea de ese ser sumamente perfecto e infinito es absolutamente
verdadera; pues, aunque acaso pudiera fingirse que un ser así no
existe, con todo, no puede fingirse que su idea no me representa nada
real, como dije antes de la idea de frío. Esa
idea es también muy clara y distinta, pues que contiene en sí todo lo
que mi espíritu concibe clara y distintamente como real y verdadero, y
todo lo que comporta alguna perfección. Y eso no deja de ser cierto,
aunque yo no comprenda lo infinito, o aunque haya en Dios innumerables
cosas que no pueda yo entender, y ni siquiera alcanzar con mi
pensamiento: pues es propio de la naturaleza de lo infinito que yo,
siendo finito, no pueda comprenderlo. Y basta con que entienda esto
bien, y juzgue que todas las cosas que concibo claramente, y en las que
sé que hay alguna perfección, así como acaso también infinidad de
otras que ignoro, están en Dios formalmente o eminentemente, para que
la idea que tengo de Dios sea la más verdadera, clara y distinta de
todas. Mas
podría suceder que yo fuese algo más de lo que pienso, y que todas las
perfecciones que atribuyo a la naturaleza de Dios estén en mí, de algún
modo, en potencia, si bien todavía no manifestadas en el acto. Y en
efecto, estoy experimentando que mi conocimiento aumenta y se
perfecciona poco a poco, y nada veo que pueda impedir que aumente más y
más hasta el infinito, y, así acrecentado y perfeccionado, tampoco veo
nada que me impida adquirir por su medio todas las demás perfecciones
de la naturaleza divina; y, en fin, parece asimismo que, si tengo el
poder de adquirir esas perfecciones, tendría también el de producir
sus ideas. Sin embargo, pensándolo mejor, reconozco que eso no puede
ser. En primer lugar, porque, aunque fuera cierto que mi conocimiento
aumentase por grados sin cesar y que hubiese en mi naturaleza muchas
cosas en potencia que aún no estuviesen en acto, nada de eso, sin
embargo, atañe ni aun se aproxima a la idea que tengo de la divinidad,
en cuya idea nada hay en potencia, sino que todo está en acto. Y hasta
ese mismo aumento sucesivo y por grados argüiría sin duda imperfección
en mi conocimiento. Más aún: aunque mi conocimiento aumentase más y más,
con todo no dejo de conocer que nunca podría ser infinito en acto, pues
jamás llegará a tan alto grado que no sea capaz de incremento alguno.
En cambio, a Dios lo concibo infinito en acto, y en tal grado que nada
puede añadirse a su perfección. Y, por último, me doy cuenta de que
el ser objetivo de una idea no puede ser producido por un ser que existe
sólo en potencia —el cual, hablando con propiedad, no es nada—,
sino sólo por un ser en acto, o sea, formal. Ciertamente,
nada veo en todo cuanto acabo de decir que no sea facilísimo de
conocer, en virtud de la luz natural, a todos los que quieran pensar en
ello con cuidado. Pero cuando mi atención se afloja, oscurecido mi espíritu
y como cegado por las imágenes de las cosas sensibles, olvida fácilmente
la razón por la cual la idea que tengo de un ser más perfecto que yo
debe haber sido puesta necesariamente en mí por un ser que,
efectivamente, sea más perfecto. Por
ello pasaré adelante, y consideraré si yo mismo, que tengo esa idea de
Dios, podría existir, en el caso de que no hubiera Dios. Y pregunto: ¿de
quién habría recibido mi existencia? Pudiera ser que de mí mismo, o
bien de mis padres, o bien de otras causas que, en todo caso, serían
menos perfectas que Dios, pues nada puede imaginarse más perfecto que
Él, y ni siquiera igual a Él. Ahora
bien: si yo fuese independiente de cualquier otro, si yo mismo fuese el
autor de mi ser, entonces no dudaría de nada, nada desearía, y ninguna
perfección me faltaría, pues me habría dado a mí mismo todas
aquellas de las que tengo alguna idea: y así, yo sería Dios. Y
no tengo por qué juzgar que las cosas que me faltan son acaso más difíciles
de adquirir que las que ya poseo; al contrario, es, sin duda, mucho más
difícil que yo —esto es, una cosa o substancia pensante— haya
salido de la nada, de lo que sería la adquisición, por mi parte, de
muchos conocimientos que ignoro, y que al cabo no son sino accidentes de
esa substancia. Y si me hubiera dado a mí mismo lo más difícil, es
decir, mi existencia, no me hubiera privado de lo más fácil, a saber:
de muchos conocimientos de que mi naturaleza no se halla provista; no me
habría privado, en fin, de nada de lo que está contenido en la idea
que tengo de Dios, puesto que ninguna otra cosa me parece de más difícil
adquisición; y si hubiera alguna más difícil, sin duda me lo parecería
(suponiendo que hubiera recibido de mí mismo las demás cosas que
poseo), pues sentiría que allí terminaba mi poder. Y
no puedo hurtarme a la fuerza de un tal razonamiento mediante la
suposición de que he sido siempre tal cual soy ahora, como si de ello
se siguiese que no tengo por qué buscarle autor alguno a mi existencia.
Pues el tiempo todo de mi vida puede dividirse en innumerables partes,
sin que ninguna de ellas dependa en modo alguno de las demás; y así,
de haber yo existido un poco antes no se sigue que deba existir ahora, a
no ser que en este mismo momento alguna causa me produzca y —por
decirlo así— me cree de nuevo, es decir, me conserve. En
efecto, a todo el que considere atentamente la naturaleza del tiempo,
resulta clarísimo que una substancia, para conservarse en todos los
momentos de su duración, precisa de la misma fuerza y actividad que sería
necesaria para producirla y crearla en el caso de que no existiese. De
suerte que la luz natural nos hace ver con claridad que conservación y
creación difieren sólo respecto de nuestra manera de pensar, pero no
realmente. Así
pues, sólo hace falta aquí que me consulte a mí mismo, para saber si
poseo algún poder en cuya virtud yo, que existo ahora, exista también
dentro de un instante; ya que, no siendo yo más que una cosa que piensa
(o, al menos, no tratándose aquí, hasta ahora, más que de esta parte
de mí mismo), si un tal poder residiera en mí, yo debería por lo
menos pensarlo y ser consciente de él; pues bien, no es así, y de este
modo sé con evidencia que dependo de algún ser diferente de mí. Quizá
pudiera ocurrir que ese ser del que dependo no sea Dios, y que yo haya
sido producido, o bien por mis padres, o bien por alguna otra causa
menos perfecta que Dios. Pero ello no puede ser, pues, como ya he dicho
antes, es del todo evidente que en la causa debe haber por lo menos
tanta realidad como en el efecto. Y entonces, puesto que soy una cosa
que piensa, y que tengo en mí una idea de Dios, sea cualquiera la causa
que se le atribuya a mi naturaleza, deberá ser en cualquier caso,
asimismo, una cosa que piensa, y poseer en sí la idea de todas las
perfecciones que atribuyo a la naturaleza divina. Ulteriormente puede
indagarse si esa causa toma su origen y existencia de sí misma o de
alguna otra cosa. Si la toma de sí misma, se sigue, por las razones
antedichas, que ella misma ha de ser Dios, pues teniendo el poder de
existir por sí, debe tener también, sin duda, el poder de poseer
actualmente todas las perfecciones cuyas ideas concibe, es decir, todas
las que yo concibo como dadas en Dios. Y si toma su existencia de alguna
otra causa distinta de ella, nos preguntaremos de nuevo, y por igual razón,
si esta segunda causa existe por sí o por otra cosa, hasta que de grado
en grado lleguemos por último a una causa que resultará ser Dios. Y es
muy claro que aquí no puede procederse al infinito, pues no se trata
tanto de la causa que en otro tiempo me produjo, como de la que al
presente me conserva. Tampoco
puede fingirse aquí que acaso varias causas parciales hayan concurrido
juntas a mi producción, y que de una de ellas haya recibido yo la idea
de una de las perfecciones que atribuyo a Dios, y de otra la idea de
otra, de manera que todas esas perfecciones se hallan, sin duda, en algún
lugar del universo, pero no juntas y reunidas en una sola {causa} que
sea Dios. Pues, muy al contrario, la unidad, simplicidad o
inseparabilidad de todas las cosas que están en Dios, es una de las
principales perfecciones que en Él concibo; y, sin duda, la idea de tal
unidad y reunión de todas las perfecciones en Dios no ha podido ser
puesta en mí por causa alguna, de la cual no haya yo recibido también
las ideas de todas las demás perfecciones. Pues ella no puede habérmelas
hecho comprender como juntas e inseparables, si no hubiera procedido de
suerte que yo supiese cuáles eran, y en cierto modo las conociese. Por
lo que atañe, en fin, a mis padres, de quienes parece que tomo mi
origen, aunque sea cierto todo lo que haya podido creer acerca de ellos,
eso no quiere decir que sean ellos los que me conserven, ni que me hayan
hecho y producido en cuanto que soy una cosa que piensa, puesto que sólo
han afectado de algún modo a la materia, dentro de la cual pienso estar
encerrado yo, es decir, mi espíritu, al que identifico ahora conmigo
mismo. Por tanto, no puede haber dificultades en este punto, sino que
debe concluirse necesariamente, del solo hecho de que existo y de que
hay en mí la idea de un ser sumamente perfecto (esto es, de Dios), que
la existencia de Dios está demostrada con toda evidencia. Sólo
me queda por examinar de qué modo he adquirido esa idea. Pues no la he
recibido de los sentidos, y nunca se me ha presentado inesperadamente,
como las ideas de las cosas sensibles, cuando tales cosas se presentan,
o parecen hacerlo, a los órganos externos de mis sentidos. Tampoco es
puro efecto o ficción de mi espíritu, pues no está en mi poder
aumentarla o disminuirla en cosa alguna. Y, por consiguiente, no queda
sino decir que, al igual que la idea de mí mismo, ha nacido conmigo a
partir del momento mismo en que yo he sido creado. Y
nada tiene de extraño que Dios, al crearme, haya puesto en mí esa idea
para que sea como el sello del artífice, impreso en su obra; y tampoco
es necesario que ese sello sea algo distinto que la obra misma. Sino
que, por sólo haberme creado, es de creer que Dios me ha producido, en
cierto modo, a su imagen y semejanza, y que yo concibo esta semejanza
(en la cual se halla contenida la idea de Dios) mediante la misma
facultad por la que me percibo a mí mismo; es decir, que cuando
reflexiono sobre mí mismo, no sólo conozco que soy una cosa
imperfecta, incompleta y dependiente de otro, que tiende y aspira sin
cesar a algo mejor y mayor de lo que soy, sino que también conozco, al
mismo tiempo, que aquel de quien dependo posee todas esas cosas grandes
a las que aspiro, y cuyas ideas encuentro en mí; y las posee no de
manera indefinida y sólo en potencia, sino de un modo efectivo, actual
e infinito, y por eso es Dios. Y toda la fuerza del argumento que he
empleado para probar la existencia de Dios consiste en que reconozco que
sería imposible que mi naturaleza fuera tal cual es, o sea, que yo
tuviese la idea de Dios, si Dios no existiera realmente: ese mismo Dios,
digo, cuya idea está en mí, es decir, que posee todas esas altas
perfecciones, de las que nuestro espíritu puede alcanzar alguna noción,
aunque no las comprenda por entero, y que no tiene ningún defecto ni
nada que sea señal de imperfección. Por lo que es evidente que no
puede ser engañador, puesto que la luz natural nos enseña que el engaño
depende de algún defecto. |
||
|