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Meditaciones Metafísicas. René Descartes
Segunda meditación: De la naturaleza del espíritu humano; y que es más fácil de conocer que el cuerpo
Mi
meditación de ayer ha llenado mi espíritu de tantas dudas, que ya no
está en mi mano olvidarlas. Y, sin embargo, no veo en qué manera podré
resolverlas; y, como si de repente hubiera caído en aguas muy
profundas, tan turbado me hallo que ni puedo apoyar mis pies en el fondo
ni nadar para sostenerme en la superficie. Haré un esfuerzo, pese a
todo, y tomaré de nuevo la misma vía que ayer, alejándome de todo
aquello en que pueda imaginar la más mínima duda, del mismo modo que
si supiera que es completamente falso; y seguiré siempre por ese
camino, hasta haber encontrado algo cierto, o al menos, si otra cosa no
puedo, hasta saber de cierto que nada cierto hay en el mundo. Arquímedes,
para trasladar la tierra de lugar, sólo pedía un punto de apoyo firme
e inmóvil; así yo también tendré derecho a concebir grandes
esperanzas, si por ventura hallo tan sólo una cosa que sea cierta e
indubitable. Así
pues, supongo que todo lo que veo es falso; estoy persuadido de que nada
de cuanto mi mendaz memoria me representa ha existido jamás; pienso que
carezco de sentidos; creo que cuerpo, figura, extensión, movimiento,
lugar, no son sino quimeras de mi espíritu. ¿Qué podré, entonces,
tener por verdadero? Acaso esto solo: que nada cierto hay en el mundo. Pero
¿qué sé yo si no habrá otra cosa, distinta de las que acabo de
reputar inciertas, y que sea absolutamente indudable? ¿No habrá un
Dios, o algún otro poder, que me ponga en el espíritu estos
pensamientos? Ello no es necesario: tal vez soy capaz de producirlos por
mí mismo. Y yo mismo, al menos, ¿no soy algo? Ya he negado que yo
tenga sentidos ni cuerpo. Con todo, titubeo, pues ¿qué se sigue de
eso? ¿Soy tan dependiente del cuerpo y de los sentidos que, sin ellos,
no puedo ser? Ya
estoy persuadido de que nada hay en el mundo; ni cielo, ni tierra, ni
espíritus, ni cuerpos, ¿y no estoy asimismo persuadido de que yo
tampoco existo? Pues no: si yo estoy persuadido de algo, o meramente si
pienso algo, es porque yo soy. Cierto que hay no sé qué engañador
todopoderoso y astutísimo, que emplea toda su industria en burlarme.
Pero entonces no cabe duda de que, si me engaña, es que yo soy; y, engáñeme
cuanto quiera, nunca podrá hacer que yo no sea nada, mientras yo esté
pensando que soy algo. De manera que, tras pensarlo bien y examinarlo
todo cuidadosamente, resulta que es preciso concluir y dar como cosa
cierta que esta proposición: “yo soy”, “yo existo”, es
necesariamente verdadera, cuantas veces la pronuncio o la concibo en mi
espíritu. Ahora
bien, ya sé con certeza que soy, pero aún no sé con claridad qué
soy; de suerte que, en adelante, preciso del mayor cuidado para no
confundir imprudentemente otra cosa conmigo, y así no enturbiar ese
conocimiento, que sostengo ser más cierto y evidente que todos los que
he tenido antes. Por
ello, examinaré de nuevo lo que yo creía ser, antes de incidir en
estos pensamientos, y quitaré de mis antiguas opiniones todo lo que
puede combatirse mediante las razones que acabo de alegar, de suerte que
no quede más que lo enteramente indudable. Así pues, ¿qué es lo que
antes yo creía ser? Un hombre, sin duda. Pero ¿qué es un hombre? ¿Diré,
acaso, que un animal racional? No por cierto: pues habría luego que
averiguar qué es animal y qué es racional, y así una única cuestión
nos llevaría insensiblemente a infinidad de otras cuestiones más difíciles
y embarazosas, y no quisiera malgastar en tales sutilezas el poco tiempo
y ocio que me restan. Entonces, me detendré aquí a considerar más
bien los pensamientos que antes nacían espontáneos en mi espíritu,
inspirados por mi sola naturaleza, cuando me aplicaba a considerar mi
ser. Me fijaba, primero, en que yo tenía un rostro, manos, brazos, y
toda esa máquina de huesos y carne, tal y como aparece en un cadáver,
a la que designaba con el nombre de cuerpo. Tras eso, reparaba en que me
nutría, y andaba, y sentía, y pensaba, y refería todas esas acciones
al alma; pero no me paraba a pensar en qué era ese alma, o bien, si lo
hacía, imaginaba que era algo extremadamente raro y sutil, como un
viento, una llama o un delicado éter, difundido por mis otras partes más
groseras. En lo tocante al cuerpo, no dudaba en absoluto de su
naturaleza, pues pensaba conocerla muy distintamente, y, de querer
explicarla según las nociones que entonces tenía, la hubiera descrito
así: entiendo por cuerpo todo aquello que puede estar delimitado por
una figura, estar situado en un lugar y llenar un espacio, de suerte que
todo otro cuerpo quede excluido; todo aquello que puede ser sentido por
el tacto, la vista, el oído, el gusto o el olfato; que puede moverse de
distintos modos, no por sí mismo, sino por alguna otra cosa que lo toca
y cuya impresión recibe; pues no creía yo que fuera atribuible a la
naturaleza corpórea la potencia de moverse, sentir y pensar: al
contrario, me asombraba al ver que tales facultades se hallaban en
algunos cuerpos. Pues
bien, ¿qué soy yo, ahora que supongo haber alguien extremadamente
poderoso y, si es lícito decirlo así, maligno y astuto, que emplea
todas sus fuerzas e industria en engañarme? ¿Acaso puedo estar seguro
de poseer el más mínimo de esos atributos que acabo de referir a la
naturaleza corpórea? Me paro a pensar en ello con atención, paso
revista una y otra vez, en mi espíritu, a esas cosas, y no hallo
ninguna de la que pueda decir que está en mí. No es necesario que me
entretenga en recontarlas. Pasemos, pues, a los atributos del alma, y
veamos si hay alguno que esté en mí. Los primeros son nutrirme y
andar; pero, si es cierto que no tengo cuerpo, es cierto entonces también
que no puedo andar ni nutrirme. Un tercero es sentir, pero no puede uno
sentir sin cuerpo, aparte de que yo he creído sentir en sueños muchas
cosas y, al despertar, me he dado cuenta de que no las había sentido
realmente. Un cuarto es pensar: y aquí sí hallo que el pensamiento es
un atributo que me pertenece, siendo el único que no puede separarse de
mí. Yo soy, yo existo; eso es cierto, pero ¿cuánto tiempo? Todo el
tiempo que estoy pensando: pues quizá ocurriese que, si yo cesara de
pensar, cesaría al mismo tiempo de existir. No admito ahora nada que no
sea necesariamente verdadero: así, pues, hablando con precisión, no
soy más que una cosa que piensa, es decir, un espíritu, un
entendimiento o una razón, términos cuyo significado me era antes
desconocido. Soy,
entonces, una cosa verdadera, y verdaderamente existente. Mas, ¿qué
cosa? Ya lo he dicho: una cosa que piensa. ¿Y qué más? Excitaré aún
mi imaginación, a fin de averiguar si no soy algo más. No soy esta
reunión de miembros llamada cuerpo humano; no soy un aire sutil y
penetrante, difundido por todos esos miembros; no soy un viento, un
soplo, un vapor, ni nada de cuanto pueda fingir e imaginar, puesto que
ya he dicho que todo eso no era nada. Y, sin modificar ese supuesto,
hallo que no dejo de estar cierto de que soy algo. Pero acaso suceda que esas mismas cosas que supongo ser, puesto que no las conozco, no sean en efecto diferentes de mí, a quien conozco. Nada sé del caso: de eso no disputo ahora, y sólo puedo juzgar de las cosas que conozco: ya sé que soy, y eso sabido, busco saber qué soy. Pues bien: es certísimo que ese conocimiento de mí mismo, hablando con precisión, no puede depender de cosas cuya existencia aún me es desconocida, ni por consiguiente, y con mayor razón, de ninguna de las que son fingidas e inventadas por la imaginación. E incluso esos términos de “fingir” e “imaginar” me advierten de mi error: pues en efecto, yo haría algo ficticio, si imaginase ser alguna cosa, pues “imaginar” no es sino contemplar la figura o “imagen” de una cosa corpórea. Ahora bien: ya sé de cierto que soy y que, a la vez, puede ocurrir que todas esas imágenes y, en general, todas las cosas referidas a la naturaleza del cuerpo, no sean más que sueños y quimeras. Y, en consecuencia, veo claramente que decir “excitaré mi imaginación para saber más distintamente qué soy”, es tan poco razonable como decir “ahora estoy despierto, y percibo algo real y verdadero, pero como no lo percibo aún con bastante claridad, voy a dormirme adrede para que mis sueños me lo representen con mayor verdad y evidencia”. Así pues, sé con certeza que nada de lo que puedo comprender por medio de la imaginación pertenece al conocimiento que tengo de mí mismo, y que es preciso apartar el espíritu de esa manera de concebir, para que pueda conocer con distinción su propia naturaleza. ¿Qué
soy, entonces? Una cosa que piensa. Y ¿qué es una cosa que piensa? Es
una cosa que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere, que
no quiere, que imagina también, y que siente. Sin duda no es poco, si
todo eso pertenece a mi naturaleza. ¿Y por qué no habría de
pertenecerle? ¿Acaso no soy yo el mismo que duda casi de todo, que
entiende, sin embargo, ciertas cosas, que afirma ser ésas solas las
verdaderas, que niega todas las demás, que quiere conocer otras, que no
quiere ser engañado, que imagina muchas cosas —aun contra su
voluntad— y que siente también otras muchas, por mediación de los órganos
de su cuerpo? ¿Hay algo de esto que no sea tan verdadero como es cierto
que soy, que existo, aun en el caso de que estuviera siempre dormido, y
de que quien me ha dado el ser empleara todas sus fuerzas en burlarme?
¿Hay alguno de esos atributos que pueda distinguirse en mi pensamiento,
o que pueda estimarse separado de sí mismo? Pues es de suyo tan
evidente que soy yo quien duda, entiende y desea, que no hace falta añadir
aquí nada para explicarlo. Y también es cierto que tengo la potestad
de imaginar: pues aunque pueda ocurrir (como he supuesto más arriba)
que las cosas que imagino no sean verdaderas, con todo, ese poder de
imaginar no deja de estar realmente en mí, y forma parte de mi
pensamiento. Por último, también soy yo el mismo que siente, es decir,
que recibe y conoce las cosas como a través de los órganos de los
sentidos, puesto que, en efecto, veo la luz, oigo el ruido, siento el
calor. Se me dirá, empero, que esas apariencias son falsas, y que estoy
durmiendo. Concedo que así sea: de todas formas, es al menos muy cierto
que me parece ver, oír, sentir calor, y eso es propiamente lo que en mí
se llama sentir, y, así precisamente considerado, no es otra cosa que
“pensar”. Por donde empiezo a conocer qué soy, con algo más de
claridad y distinción que antes. Sin
embargo, no puedo dejar de creer que las cosas corpóreas, cuyas imágenes
forma mi pensamiento y que los sentidos examinan, son mejor conocidas
que esa otra parte, no sé bien cuál, de mí mismo que no es objeto de
la imaginación: aunque desde luego es raro que yo conozca más clara y
fácilmente cosas que advierto dudosas y alejadas de mí, que otras
verdaderas, ciertas y pertenecientes a mi propia naturaleza. Mas ya veo
qué ocurre: mi espíritu se complace en extraviarse, y aun no puede
mantenerse en los justos límites de la verdad. Soltémosle, pues, la
rienda una vez más, a fin de poder luego, tirando de ella suave y
oportunamente, contenerlo y guiarlo con más facilidad. Empecemos
por considerar las cosas que, comúnmente, creemos comprender con mayor
distinción, a saber: los cuerpos que tocamos y vemos. No me refiero a
los cuerpos en general, pues tales nociones generales suelen ser un
tanto confusas, sino a un cuerpo particular. Tomemos, por ejemplo, este
pedazo de cera que acaba de ser sacado de la colmena: aún no ha perdido
la dulzura de la miel que contenía; conserva todavía algo de olor de
las flores con que ha sido elaborado; su color, su figura, su magnitud
son bien perceptibles; es duro, frío, fácilmente manejable, y, si lo
golpeáis, producirá un sonido. En fin, se encuentran en él todas las
cosas que permiten conocer distintamente un cuerpo. Mas he aquí que,
mientras estoy hablando, es acercado al fuego. Lo que restaba de sabor
se exhala: el olor se desvanece; el color cambia, la figura se pierde,
la magnitud aumenta, se hace líquido, se calienta, apenas se le puede
tocar y, si lo golpeamos, ya no producirá sonido alguno. Tras cambios
tales, ¿permanece la misma cera? Hay que confesar que sí: nadie lo
negará. Pero entonces, ¿qué es lo que conocíamos con tanta distinción
en aquel pedazo de cera? Ciertamente, no puede ser nada de lo que alcanzábamos
por medio de los sentidos, puesto que han cambiado todas las cosas que
percibíamos por el gusto, el olfato, la vista, el tacto o el oído; y,
sin embargo, sigue siendo la misma cera. Tal vez sea lo que ahora
pienso, a saber: que la cera no era ni esa dulzura de miel, ni ese
agradable olor a flores, ni esa blancura, ni esa figura, ni ese sonido,
sino tan sólo un cuerpo que un poco antes se me aparecía bajo esas
formas, y ahora bajo otras distintas. Ahora bien, al concebirla
precisamente así, ¿qué es lo que imagino? Fijémonos bien, y
apartando todas las cosas que no pertenecen a la cera, veamos qué
resta. Ciertamente, nada más que algo extenso, flexible y cambiante.
Ahora bien, ¿qué quiere decir flexible y cambiante? ¿No será que
imagino que esa cera, de una figura redonda puede pasar a otra cuadrada,
y de ésa a otra triangular? No: no es eso, puesto que la concibo capaz
de sufrir una infinidad de cambios semejantes, y esa infinitud no podría
ser recorrida por mi imaginación: por consiguiente, esa concepción que
tengo de la cera no es obra de la facultad de imaginar. Y
esa extensión, ¿qué es? ¿No será algo igualmente desconocido, pues
que aumenta al ir derritiéndose la cera, resulta ser mayor cuando está
enteramente fundida, y mucho mayor cuando el calor se incrementa más aún?
Y yo no concebiría de un modo claro y conforme a la verdad lo que es la
cera, si no pensase que es capaz de experimentar más variaciones según
la extensión, de todas las que yo haya podido imaginar. Debo, pues,
convenir en que yo no puedo concebir lo que es esa cera por medio de la
imaginación, y sí sólo por medio del entendimiento: me refiero a ese
trozo de cera en particular, pues en cuanto a la cera en general, ello
resulta aún más evidente. Pues bien, ¿qué es esa cera, sólo
concebible por medio del entendimiento? Sin duda, es la misma que veo,
toco e imagino; la misma que desde el principio juzgaba yo conocer. Pero
lo que se trata aquí de notar es que su percepción, o la acción por
cuyo medio la percibimos, no es una visión, un tacto o una imaginación,
y no lo ha sido nunca, aunque así lo pareciera antes, sino sólo una
inspección del espíritu, la cual puede ser imperfecta y confusa, como
lo era antes, o bien clara y distinta, como lo es ahora, según atienda
menos o más a las cosas que están en ella y de las que consta. No
es muy de extrañar, sin embargo, que me engañe, supuesto que mi espíritu
es harto débil y se inclina insensiblemente al error. Pues aunque estoy
considerando ahora esto en mi fuero interno y sin hablar, con todo vengo
a tropezar con las palabras, y están a punto de engañarme los términos
del lenguaje corriente; pues nosotros decimos que vemos la misma cera,
si está presente, y no que pensamos que es la misma en virtud de tener
los mismos color y figura: lo que casi me fuerza a concluir que conozco
la cera por la visión de los ojos, y no por la sola inspección del espíritu.
Mas he aquí que, desde la ventana, veo pasar unos hombres por la calle:
y digo que veo hombres, como cuando digo que veo cera; sin embargo, lo
que en realidad veo son sombreros y capas, que muy bien podrían ocultar
meros autómatas, movidos por resortes. Sin embargo, pienso que son
hombres, y de este modo comprendo mediante la facultad de juzgar que
reside en mi espíritu, lo que creía ver con los ojos. Pero
un hombre que intenta conocer mejor que el vulgo, debe avergonzarse de
hallar motivos de duda en las maneras de hablar propias del vulgo. Por
eso prefiero seguir adelante y considerar si, cuando yo percibía al
principio la cera y creía conocerla mediante los sentidos externos, o
al menos mediante el sentido común —según lo llaman—, es decir,
por medio de la potencia imaginativa, la concebía con mayor evidencia y
perfección que ahora, tras haber examinado con mayor exactitud lo que
ella es, y en qué manera puede ser conocida. Pero sería ridículo
dudar siquiera de ello, pues ¿qué habría de distinto y evidente en
aquella percepción primera, que cualquier animal no pudiera percibir?
En cambio, cuando hago distinción entre la cera y sus formas externas,
y, como si la hubiese despojado de sus vestiduras, la considero desnuda,
entonces, aunque aún pueda haber algún error en mi juicio, es cierto
que una tal concepción no puede darse sino en un espíritu humano. Y,
en fin, ¿qué diré de ese espíritu, es decir, de mí mismo, puesto
que hasta ahora nada, sino espíritu, reconozco en mí? Yo, que parezco
concebir con tanta claridad y distinción este trozo de cera, ¿acaso no
me conozco a mí mismo, no sólo con más verdad y certeza, sino con
mayores distinción y claridad? Pues si juzgo que existe la cera porque
la veo, con mucha más evidencia se sigue, del hecho de verla, que
existo yo mismo. En efecto: pudiera ser que lo que yo veo no fuese cera,
o que ni tan siquiera tenga yo ojos para ver cosa alguna; pero lo que no
puede ser es que, cuando veo o pienso que veo (no hago distinción entre
ambas cosas), ese yo, que tal piensa, no sea nada. Igualmente, si por
tocar la cera juzgo que existe, se seguirá lo mismo, a saber, que
existo yo; y si lo juzgo porque me persuade de ello mi imaginación, o
por cualquier otra causa, resultará la misma conclusión. Y lo que he
notado aquí de la cera es lícito aplicarlo a todas las demás cosas
que están fuera de mí. Pues
bien, si el conocimiento de la cera parece ser más claro y distinto
después de llegar a él, no sólo por la vista o el tacto, sino por
muchas más causas, ¿con cuánta mayor evidencia, distinción y
claridad no me conoceré a mí mismo, puesto que todas las razones que
sirven para conocer y concebir la naturaleza de la cera, o de cualquier
otro cuerpo, prueban aún mejor la naturaleza de mi espíritu? Pero es
que, además, hay tantas otras cosas en el espíritu mismo, útiles para
conocer la naturaleza, que las que, como éstas, dependen del cuerpo,
apenas si merecen ser nombradas.
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