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El Discurso del Método René Descartes Parte
I El
buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo, ya que cada uno
estima estar tan bien provisto que hasta los que son los más difíciles
de satisfacer en cualquier otra cosa, no suelen ambicionar por lo
general más del que poseen. Al opinar de este modo no es verosímil que
todos se equivoquen; más bien esto parece testimoniar que la capacidad
de juzgar correctamente y de distinguir lo verdadero de lo falso, que es
lo que propiamente se entiende por buen sentido o razón, es por
naturaleza igual en todos los hombres. Según esto, la diversidad de
nuestras opiniones no se origina porque unos hombres posean más razón
que otros, sino que proviene solamente del hecho de que conducimos
nuestras reflexiones por distintas vías y no examinamos atentamente las
mismas cosas. No es suficiente, pues, poseer un buen ingenio sino que lo
principal es aplicarlo correctamente. Las almas más eminentes son
capaces de los mayores vicios como de las mayores virtudes. Y aquellos
que caminan con gran lentitud si siguen el recto camino, pueden lograr
una gran ventaja sobre aquellos que avanzan con mayor rapidez pero que
se han alejado de tal camino. Por
mi parte, nunca he estimado que mi ingenio fuese en cualquier aspecto
superior en perfección al que posee la generalidad de los hombres; por
el contrario y con frecuencia he deseado una agilidad de pensamiento,
una imaginación tan nítida y distinta o una memoria tan vasta o viva
como la que otros poseen. No conozco otras cualidades si exceptuamos las
enumeradas que puedan contribuir al perfeccionamiento del ingenio. Digo
tal, pues, en lo relacionado con la razón o el buen sentido, en tanto
que es la única propiedad que nos hace hombres y nos distingue de los
animales, quiero creer que está en cada uno de nosotros, siguiendo en
esto la opinión general de los filósofos cuando afirman que no existen
diferencias de grado sino entre los accidentes y no entre las formas o
naturalezas de los individuos de una misma especie. No
dudo en afirmar que creo haber tenido una gran suerte, pues desde mi
juventud estuve en contacto con ciertas orientaciones que suscitaron en
mí consideraciones y máximas a partir de las cuales he llegado a
formar un método por medio del cual me parece que es posible acrecentar
gradualmente mis conocimientos y situarlos poco a poco en el grado más
alto que sea alcanzable, teniendo presente no sólo la mediocridad de mi
ingenio, sino también la corta duración de mi vida. Pues ya he
recogido tales frutos que, aun cuando en los juicios que sobre mí mismo
hago siempre tiendo a inclinarme hacia el lado de la desconfianza más
que hacia el de la presunción, y aun cuando, al observar con espíritu
filosófico las distintas empresas y actividades de los hombres, no
encuentro casi ninguna que no me parezca vana e inútil, no deja de
producirme una gran satisfacción comprobar el progreso que he alcanzado
en la búsqueda de la verdad ni dejo de concebir tales esperanzas para
el futuro como para que pueda dudar de que si entre las ocupaciones
propias de los hombres existe alguna calificada e importante, no sea tal
la que ha sido elegida por mí. Puedo,
no obstante, estar equivocado y apreciar como oro y diamantes lo que no
es sino un trozo de cobre o cristal. Conozco nuestra propensión a
equivocarnos en todo lo que nos afecta y cuán sospechosos deben
parecernos los juicios pronunciados en nuestro favor por los amigos. Con
todo me agradaría exponer en este discurso las orientaciones que he
seguido, presentando mi vida como en un cuadro con la finalidad de que
todos puedan juzgar. De este modo, recogiendo las opiniones que han de
surgir, tendré un nuevo medio para instruirme que sumaré a los que
empleo habitualmente. Así,
pues, no es mi deseo enseñar en este tratado el método que cada
persona debe seguir para dirigir adecuadamente su razón únicamente
intento presentar cómo me he esforzado en dirigir la mía. Aquellos que
se atreven a dar preceptos deben estimarse más hábiles que aquellos a
los que se dirigen y, por esta razón, los primeros son censurables si
cometen el menor error. Pero supuesto que propongo este tratado
solamente como una historia o, si se prefiere, como una fábula, en la
que junto con algunos ejemplos imitables se encontrarán quizá otros
varios que con razón no serán seguidos, espero que llegue a tener
utilidad para algunos sin que llegue a ser perjudicial para nadie y que
todos agradecerán mi franqueza. Desde
la niñez fui habituado en el estudio de las letras y tenía un
apasionado deseo de conocerlas, pues me persuadían de que mediante
tales estudios se podía adquirir un conocimiento claro y al abrigo de
dudas sobre todo lo que es útil para la vida. Pero modifiqué por
completo mi opinión tan pronto como hube concluido mis estudios,
momento en el que existe la costumbre de ser recibido en el rango de los
doctos. Tantas dudas y errores me embargaban que, habiendo intentado
instruirme, me parecía no haber alcanzado resultado alguno si
exceptuamos el progresivo descubrimiento de mi ignorancia. Y sin
embargo, realizaba mis estudios en una de las escuelas más notable de
Europa, centro en el que consideraba que debían encontrarse hombres
sabios si es que existían en algún lugar de la tierra. Había llegado
a conocer todo lo que los compañeros aprendía pero no estando
satisfecho con las ciencias que nos enseñaban, había llegado a revisar
cuantos libros cayeron en mis manos, relacionados con las ciencias
estimadas como las más curiosas y raras. Por otra parte, era sabedor de
los juicios que otros hacían sobre mí y no apreciaba que se me
considerase inferior a mis condiscípulos aunque algunos de ellos ya
hubiese sido destinado para ocupar puestos de nuestros maestros.
Finalmente, nuestra época me parecía tan floreciente y fértil en
destacados ingenios como cualquier otra. Por todo esto me llegué a
sentir con ánimos para tomar la libertad de juzgar a los demás por mí
mismo y para pensar que no existía doctrina alguna en el mundo tal y
como la que se me había hecho desear al inicio de mis estudios. No
dejaba por ello de estimar el valor de los ejercicios que se practican
en las escuelas. Las lenguas allí estudiadas reconocía que eran
necesarias para comprender las obras de la antigüedad; apreciaba que la
graciosa elegancia de las fábulas excita el ingenio así como que las
memorables acciones narradas por la historia lo exaltan y siendo leídas
con discreción contribuyen a la formación del juicio. Opinaba también
que la lectura de las grandes obras es similar a una conversación
mantenida con las gentes más honestas del pasado, que han sido sus
autores y, a la vez, una conversación minuciosa en la que nos dan a
conocer únicamente lo más selecto de sus pensamientos; así mismo,
consideraba que la elocuencia posee una belleza y una capacidad de
seducción incomparables y que la suave dulzura de la poesía puede
engendrar entusiasmo; estimaba que las matemáticas permiten sutiles
invenciones que pueden contribuir tanto a satisfacer a los curiosos como
a facilitar las artes mecánicas y a disminuir el trabajo de los
hombres; creía que los escritos relacionados con temas de costumbres
contienen múltiples enseñanzas y abundantes exhortaciones a la virtud
que son de gran utilidad, que la teología enseña la doctrina para
alcanzar el cielo y que la filosfía ofrece el medio que nos permite
hablar con verosimilitud de todas las cosas y hacernos admirar por parte
de los menos sabios; que la jurisprudencia, la medicina y otras ciencias
proporcionan honores y riquezas a quienes las cultivan; finalmente
juzgaba que era necesario examinar todas las ciencias, hastas las más
supersticiosas y falsas, con el fin de arpeciarlas en su justo valor y
prevenir el error. Pero
estimaba también que ya había dedicado suficiente tiempo no sólo al
aprendizaje de las lenguas, sino también a la lectura de los libros
antiguos, de sus historias y fábulas. Y puesto que es casi lo mismo
conversar con personas de otros siglos que viajar, juzgaba provechoso
estar informado de las costumbres de los diversos pueblos, evitándose
de esta forma el opinar que todo lo que es contrario a nuestras modas es
ridículo y contra la razón, tal y como acostumbran a pensar los que
nada han conocido. Pero así como cuando se dedica excesivo tiempo a
viajar llega uno a sentirse extranjero en su país, de igual modo cuando
se posee curiosidad excesiva por los acontecimientos de los siglos
pasados, se llega por lo general a ignorar lo que acontece en el momento
presente. Por otra parte, las fábulas suscitan la imaginación de
muchos sucesos como posibles, cuando en absoluto lo son. Aun las más
fieles historias, si bien no cambian ni revalorizan los sucesos con el
fin de hacerlos más dignos de ser leídos, sin embargo omiten casi
siempre la descripción de aquellas circunstancias más vulgares y menos
reputadas por su distinción. Todo ello motiva una impresión de
realidad y que aquellos que reglan sus costumbres por los ejemplos que
de ellas obtienen, estén expuestos no solo a caer en las extravagancias
de los héroes de nuestras novelas, sino también a concebir proyectos
que son superiores a sus fuerzas. Admiraba
en alto grado la elocuencia y era un amante de la poesía, pero opinaba
que tanto la una como la otra eran cualidades del ingenio más que
frutos del estudio. Aquellos que poseen una excelente capacidad para
razonar y disponen con orden sus pensamientos con la finalidad de
hacerlos claros e inteligibles, siempre serán capaces de persuadir
sobre el tema que se han propuesto aunque hablen la lengua de la baja
Bretaña y jamás hayan estudiado retórica. De igual forma los que son
capaces de evocar las invenciones más agradables y expresarlas con el
mayor ornato y delicadeza, no dejarán de ser los mejores poetas aunque
desconozcan el arte poética. El
estudio de las matemáticas me producía un especial deleite dada la
certeza y evidencia de sus razonamientos. Pero aún no había logrado
percatarme de su verdadera función y, considerando que únicamente eran
aplicadas a las artes mecánicas, me producía una gran extrañeza el
que dada la firme solidez de sus fundamentos no se hubiera construido
sobre los mismos algo más destacado. Por el contrario, los escritos de
los antiguos paganos relacionados con temas de costumbres los comparaba
con palacios de soberbia magnificencia, pero construidos sobre la arena
y el lodo, exaltan en grado máximo las virtudes y las presentan como lo
más estimable de cuanto hay en el mundo, pero no facilitan un
conocimiento suficiente de la virtud y, frecuentemente, lo que califican
con tan digno nombre no es sino insensibilidad, orgullo, desesperación
o parricidio. Honraba
con un respetuoso sentimiento la teología y, como cualquier otro,
aspiraba a merecer el cielo. Pero habiéndoseme enseñado como algo muy
seguro que su camino no es menos accesible para los ignorantes que para
los doctos y que las verdades reveladas, que al mismo conducen, excede
la capacidad de nuestra inteligencia, no llegué a caer en la temeridad
de someterlas al débil análisis de mis razonamientos, pues opinaba que
para acometer su examen y finalizarlo con éxito era necesaria alguna
extraordinaria asistencia del cielo y ser, pues, algo más que un
hombre. Nada
opinaré sobre la filosofía. Únicamente, viendo que había sido
cultivada por los ingenios más destacados que han existido desde hace
siglos y que, sin embargo, no existe cuestión alguna sobre la que aún
no se discuta y, en consecuencia, que no sea dudosa, carecía de la
presunción necesaria para abrigar la esperanza de alcanzar un final más
felíz que el de otros. Considerando, por otra parte, cuán diversas
opiniones pueden darse relacionadas con una misma materia, defendidas
por gentes doctas, cuando sólo una de ellas puede ser verdadera,
estimaba como falso todo lo que no era más que verosimil. En
relación con las otras ciencias juzgaba que en la medida en que tomaban
sus principios de la filosofía, no podían haber construído algo sólido
sobre cimientos tan poco estables. Ni el honor ni el provecho que
prometen eran razones suficientes para incitarme a su conocimiento,
pues, gracias a Dios, no me encontraba en una situación tal como para
verme obligado a convertir la ciencia en un oficio con el que acrecentar
mis riquezas. Y aunque no hiciera pública demostración de despreciar
la gloria como el cínico, estimaba excesivamente poco aquella que únicamente
podía adquirir mediante falsos títulos. Finalmente, en relación con
las vanas doctrinas, consideraba que conocía suficientemente su valor,
de forma que no podía ser engañado ni por las promesas de un
alquimista, ni las predicciones de un astrólogo, ni por las imposturas
de un mago, ni por los artificios o presunción de todos los que hacen
profesión de aparentar saber más de lo que saben. Por
estas razones, tan pronto como la edad me permitió alejarme del
acatamiento a mis preceptores, abandoné de forma total el estudio de
las letras y tomando la decisión de no buscar otra ciencia que la que
pudiera encontrar en mí mismo o en el gran libro del mundo, dediqué el
resto de mis años de juventud a viajar, conocer cortes y ejércitos,
tratar con gentes de diversos temperamentos y condición social,
coleccionar experiencias, ponerme a prueba en las ocasiones que la
fortuna me ofrecía y reflexionar en cualquier ocasión de forma tal
sobre las cosas que se presentaban que siempre pudiese obtener algún
provecho. Pensaba, pues, que podía alcanzar mayor verdad considerando
aquellos razonamientos relacionados con asuntos importantes para uno,
pues su desarrollo puede inmediatamente serle contraproducente si ha
juzgado mal, que aquellos otros que hace un hombre de letras en su lugar
de estudio, relacionados con especulaciones carentes de toda aplicación
y que no tendrán otra consecuencia para él si exceptuamos que quizá
pueden constituir un motivo de vanidad tanto mayor cuanto más alejadas
se encuentren del sentido común, ya que habrá debido emplear para ello
más ingenio y artificio en intentar hacerlas verosímiles. Tenía un
gran deseo de aprender a distinguir lo verdadero de lo falso con la
finalidad de ver claro en mis acciones y de avanzar con seguridad en
esta vida. También
es verdad que durante la época en que no hacía sino considerar
atentamente las costumbres de los otros hombres, apenas encontraba
alguna de cuya validez pudiera convencerme, observando que en esta
cuestión existía tanta diversidad como la anteriormente indicada en
relación con las opiniones de los filósofos. Así, pues, el mayor
provecho que de tal observación obtenía era que, viendo muchas cosas
que aunque nos parecen extravagantes y ridículas, no por ello dejan de
ser generalmente aceptadas y aprobadas por otros grandes pueblos, aprendía
a no creer nada con seguridad de todo lo que había sido persuadido únicamente
por la costumbre y el ejemplo, librándome de esta forma poco a poco de
muchos errores que pueden ofuscar nuestra luz natural y hacernos menos
capaces para seguir la razón. Pero después de haber empleado varios años
en realizar un estudio del libro del mundo, intentando adquirir alguna
experiencia, tomé un día la resolución de analizar todo según mi razón
y de emplear todas las fuerzas de mi ingenio en seleccionar los caminos
que debía seguir. Estimo que ésto me permitió obtener un provecho
mayor del que hubiera podido alcanzar permaneciendo en mi país y
atendiendo a mis libros.
Me
encontraba entonces en Alemania, país al que había sido atraído por
el deseo de conocer unas guerras que aún no han finalizado. Cuando
retornaba hacia la armada después de haber presenciado la coronación
del emperador, el inicio del invierno me obligó a detenerme en un
cuartel en el que, no encontrando conversación alguna que distrajera mi
atención y, por otra parte, no teniendo afortunadamente preocupaciones
o pasiones que me inquietasen, permanecía durante todo el día en una cálida
habitación donde disfrutaba analizando mis reflexiones. Una de las
primeras fue la que me hacía percatarme de que frecuentemente no existe
tanta perfección en obras compuesta de muchos elementos y realizadas
por diversos maestros como existe en aquellas que han sido ejecutadas
por uno solo. Así, es fácil comprobar que los edificios emprendidos y
construidos bajo la dirección de un mismo arquitecto son generalmente más
bellos y están mejor dispuestos que aquellos otros que han sido
reformados bajo la dirección de varios, sirviéndose para ello de
viejos cimientos que habían sido levantados con otros fines. Así
sucede con esas viejas ciudades que, no habiendo sido en sus inicios
sino pequeños burgos, han llegado a ser con el tiempo grandes ciudades.
Estas generalmente están muy mal trazadas si las comparamos con esas
otras ciudades que un ingeniero ha diseñado según le dictó su fantasía
sobre una llanura. Pues si bien considerando cada uno de los edificios
aisladamente se encuentra tanta belleza artística o aún más que en
las ciudades trazadas por un ingeniero, sin embargo, al comprobar cómo
sus edificios están emplazados, uno pequeño junto a uno grande, y cómo
sus calles son desiguales y curvas, podría afirmarse que ha sido la
casualidad y no el deseo de unos hombres regidos por una razón la que
ha dirigido el trazado de tales planos. Y si se considera que siempre
han existido oficiales encargados del cuidado de los edificios
particulares, con el fin de que contribuyan al ornato público, fácilmente
se comprenderá cuán difícil es, trabajando sobre obras realizadas por
otros hombres, finalizar algo perfecto. De igual modo, me imaginaba que
los pueblos que a partir de un estado semisalvaje han evolucionado
paulatinamente hacia estados más civilizados, elaborando sus leyes en
la medida en que se han visto obligados por los crímenes y disputas que
entre ellos surgían, no están políticamente tan organizados como
aquellos que desde el momento en que se han reunido han observado la
constitución realizada por algún prudente legislador. Es igualmente
cierto que el gobierno de la verdadera religión, cuyas leyes han sido
dadas únicamente por Dios, está incomparablemente mejor regulado que
cualquier otro. Pero, hablando solamente de los asuntos humanos, pienso
que si Esparta fue en otro tiempo muy floreciente no se debió a la
bondad de cada una de sus leyes, pues muchas eran verdaderamente extrañas
y hasta contrarias a las buenas costumbres, sino a que fueron elaboradas
por un solo hombre, estando ordenadas a un mismo fin. de igual modo,
juzgaba que las ciencias expuestas en los libros, al menos aquéllas
cuyas razones solamente son probables y que carecen de demostraciones,
habiendo sido compuestas y progresivamente engrosadas con las opiniones
de muchas y diversas personas, no están tan cerca de la vedad como los
simples razonamientos que un hombre de buen sentido puede naturalmente
realizar en relación con aquellas cosas que se presentas. Y también
pensaba que es casi imposible que nuestros juicios puedan estar tan
carentes de prejuicios o que puedan ser tan sólidos como lo hubieran
sido si desde nuestro nacimiento hubiésemos estado en posesión del uso
completo de nuestra razón y nos hubiésemos guiado exclusivamente por
ella, pues como todos hemos sido niños antes de llegar a ser hombres,
ha sido preciso que fuéramos gobernados durante años por nuestros
apetitos y preceptores, cuando con frecuencia los unos eran contrarios a
los otros y, probablemente, ni los unos ni los otros nos aconsejaban lo
mejor. Verdad
es que jamás vemos que se derriben todas las casas de una villa con el
único propósito de reconstruirlas de modo distinto y de contribuir a
un mayor embellecimiento de sus calles; pero sí se conoce que muchas
personas ordenan el derribo de sus casas para edificarlas de nuevo y
también se sabe que en algunas ocasiones se ven obligadas a ello cuando
sus viviendas amenazan ruina y cuando sus cimientos no son firmes. Por
semejanza con esto me persuadía de que no sería razonable que alguien
proyectase reformar un Estado, modificando todo desde sus cimientos, y
abatiéndolo para reordenarlo; sucede lo mismo con el conjunto de las
ciencias o con el orden establecido en las escuelas para enseñarlas.
Pero en relación con todas aquellas opiniones que hasta entonces habían
sido creídas por mí, juzgaba que no podía intentar algo mejor que
emprender con sinceridad la supresión de las mismas, bien para pasar a
creer otras mejores o bien las mismas, pero después de que hubiesen
sido ajustadas mediante el nivel de la razón. Llegué a creer con
firmeza que de esta forma acertaría a dirigir mi vida mucho mejor que
si me limitase a edificar sobre antiguos cimientos y me apoyase
solamente sobre aquellos principios de los que me había dejado
persuadir durante mi juventud sin haber llegado a examinar si eran
verdaderos. Aunque me percatase de la existencia de diversas
dificultades relacionadas con este proyecto, pensaba, sin embargo, que
no eran insolubles ni comparables con aquellas que surgen al intentar la
reforma de pequeños asuntos públicos. Estos grandes cuerpos políticos
muy difícilmente pueden ser erigidos de nuevo cuando ya han caído, muy
difícilmente pueden ser contenidos cuando han llegado a agrietarse y
sus caídas son necesariamente muy violentas. Además, en relación con
sus imperfecciones, si las tienen, como la sola diversidad que entre
ellos existe es suficiente para asegurar que bastantes la tienen, han
sido sin duda alguna muy mitigadas por el uso; es más, por tal medio se
han evitado o corregido de modo gradual muchas a las que no se atendería
de forma tan adecuada mediante la prudencia humana. Finalmente, estas
imperfecciones son casi siempre más soportables para un pueblo
habituado a ellas de lo que sería su cambio; acontece con esto lo mismo
que con los caminos reales: serpean entre las montañas y poco a poco
llegan a estar tan lisos y a ser tan cómodos a fuerza de ser utilizados
que es mucho mejor transitar por ellos que intentar seguir el camino más
recto, escalando rocas y descendiendo hasta los precipicios. Por
ello no aprobaría en forma alguna esos caracteres ligeros e inquietos
que no cesan de idear constantemente alguna nueva reforma cuando no han
sido llamados a la administración de los asuntos públicos ni por su
nacimiento ni por su posición social. Y si llegara a pensar que hubo la
menor razón en este escrito por la que se me pudo suponer partidario de
esta locura, estaría muy enojado porque hubiese sido publicado. Mi
deseo nunca ha ido más lejos del intento de reformar mis propias
opiniones y de construir sobre un cimiento enteramente personal. Y si mi
trabajo me ha llegado a complacer bastante, al ofrecer aquí el ejemplo
del mismo, no pretendo aconsejar a nadie que lo imite. Aquéllos a los
que Dios ha distinguido con sus dones podrán tener proyectos más
elevados, pero me temo, no obstante, que éste resulte demasiado osado
para muchos. La resolución de liberarse de todas las opiniones
anteriormente integradas dentro de nuestra creencia, no es una labor que
deba ser acometida por cada hombre. Por el contrario, el mundo parece
estar compuesto principalmente de dos tipos de personas para las cuales
tal propósito no es adecuado en modo alguno. Por una parte, aquellos
que estimándose más capacitados de lo que en realidad son, no pueden
impedir la precipitación en sus juicios ni logran concederse el tiempo
necesario para conducir ordenadamente sus pensamientos. Como
consecuencia de tal defecto, si en una ocasión se toman la libertad de
dudar de los principios que han recibido, apartándose de la senda común,
jamás llegarán a encontrar el sendero necesario para avanzar más
recto, permaneciendo en el error durante toda su vida. Por otra parte
están aquellos que, teniendo la suficiente razón o modestia para
apreciar que son menos capaces para distinguir lo verdadero de lo falso
que otros hombres por los que pueden ser instruidos, deben más bien
contentarse con seguir las opiniones de estos que intentar alcanzar por
sí mismos otras mejores. Sin
duda alguna habría sido uno de estos últimos si no hubiera conocido más
que un solo maestro o no hubiera tenido noticia de las diferencias que
siempre han existido entre las opiniones de los más doctos. Pero
habiendo conocido desde el colegio que no podría imaginarse algo tan
extraño y poco comprensible que no haya sido dicho por alguno de los
filósofos; habiendo tenido noticia por mis viajes de que todos aquellos
cuyos sentimientos son muy contrarios a los nuestros, no por ello deben
ser juzgados como bárbaros o salvajes, sino que muchos de entre ellos
usan la razón tan adecuadamente o mejor que nosotros; habiendo
reflexionado sobre cuán diferente llegaría a ser un hombre que con su
mismo ingenio fuese criado desde su infancia entre franceses o alemanes
en vez de haberlos sido entre chinos o caníbales, y sobre cómo hasta
en las modas de nuestros trajes observamos que lo que nos ha gustado
hace diez años y acaso vuelva a producirnos agrado dentro de otros
diez, puede, sin embargo, parecernos ridículo y extravagante en el
momento presente, de modo que más parece que son la costumbre y el
ejemplo los que nos persuaden y no conocimiento alguno cierto; habiendo
considerado finalmente que la pluralidad de votos no vale en absoluto
para decidir sobre la verdad de cuestiones controvertibles, pues más
verosímil es que sólo un hombre las descubra que todo un pueblo, no
podía escoger persona alguna cuyas opiniones me pareciesen que debían
ser preferidas a las de otra y me encontraba por todo ello obligado a
emprender por mí mismo la tarea de conducirme. Pero
al igual que un hombre que camina solo y en la oscuridad, tomé la
resolución de avanzar tan lentamente y de usar tal circunspección en
todas las cosas que aunque avanzase muy poco, al menos me cuidaría al máximo
de caer. Por otra parte, no quise comenzar a rechazar por completo
alguna de las opiniones que hubiesen podido deslizarse durante otra
etapa de mi vida en mis creencias sin haber sido asimiladas en virtud de
la razón, hasta que no hubiese empleado el tiempo suficiente para
completar el proyecto emprendido e indagar el verdadero método con el
fin de conseguir el conocimiento de todas las cosas de las que mi espíritu
fuera capaz. Había
estudiado un poco, siendo más joven, la lógica de entre las partes de
la filosofía; de las matemáticas, el análisis de los geómetras y el
álgebra. Tres artes o ciencias que debían contribuir en algo a mi propósito.
Pero habiéndolas examinado, me percaté de que en relación con la lógica,
sus silogismos y la mayor parte de sus reglas sirven más para explicar
a otro cuestiones ya conocidas o, también, como sucede con el arte de
Lulio, para hablar sin juicio de aquellas que se ignoran que para llegar
a conocerlas. Y si bien la lógica contiene muchos preceptos verdaderos
y muy adecuados, hay, sin embargo, mezclados con éstos otros muchos que
o bien son perjudiciales o bien superfluos, de modo que es tan difícil
separarlos como sacar una Diana o una Minerva de un bloque de mármol aún
no trabajado. Igualmente, en relación con el análisis de los antiguos
o el álgebra de los modernos, además de que no se refieren sino a muy
abstractas materias que parecen carecer de todo uso, el primero está
tan circunscrito a la consideración de las figuras que no permite
ejercer el entendimiento sin fatigar excesivamente la imaginación. La
segunda está tan sometida a ciertas reglas y cifras que se ha
convertido en un arte confuso y oscuro capaz de distorsionar el ingenio
en vez de ser una ciencia que favorezca su desarrollo. Todo esto fue la
causa por la que pensaba que era preciso indagar otro método que,
asimilando las ventajas de estos tres, estuviera exento de sus defectos.
Y como la multiplicidad de leyes frecuentemente sirve de excusa para los
vicios de tal forma que un Estado está mejor regido cuando no existen más
que unas pocas leyes que son minuciosamente observadas, de la misma
forma, en lugar de un gran número de preceptos del cual está compuesta
la lógica, estimé que tendría suficiente con los cuatro siguientes
con tal de que tomase la firme y constante resolución de no incumplir
ni una sola vez su observancia. El
primero consistía en no admitir cosa alguna como verdadera si no se la
había conocido evidentemente como tal. Es decir, con todo cuidado debía
evitar la precipitación y la prevención, admitiendo exclusivamente en
mis juicios aquello que se presentara tan clara y distintamente a mi espíritu
que no tuviera motivo alguno para ponerlo en duda. El
segundo exigía que dividiese cada una de las dificultades a examinar en
tantas parcelas como fuera posible y necesario para resolverlas más fácilmente. El
tercero requería conducir por orden mis reflexiones comenzando por los
objetos más simples y más fácilmente cognoscibles, para ascender poco
a poco, gradualmente, hasta el conocimiento de los más complejos,
suponiendo inclusive un orden entre aquellos que no se preceden
naturalmente los unos a los otros. Según
el último de estos preceptos debería realizar recuentos tan completos
y revisiones tan amplias que pudiese estar seguro de no omitir nada. Las
largas cadenas de razones simples y fáciles, por medio de las cuales
generalmente los geómetras llegan a alcanzar las demostraciones más
difíciles, me habían proporcionado la ocasión de imaginar que todas
las cosas que pueden ser objeto del conocimiento de los hombres se
entrelazan de igual forma y que, absteniéndose de admitir como
verdadera alguna que no lo sea y guardando siempre el orden necesario
para deducir unas de otras, no puede haber algunas tan alejadas de
nuestro conocimiento que no podamos, finalmente, conocer ni tan ocultas
que no podamos llegar a descubrir. No supuso para mí una gran
dificultad el decidir por cuáles era necesario iniciar el estudio:
previamente sabía que debía ser por las más simples y las más fácilmente
cognoscibles. Y considerando que entre todos aquellos que han intentado
buscar la verdad en el campo de las ciencias, solamente los matemáticos
han establecido algunas demostraciones, es decir, algunas razones
ciertas y evidentes, no dudaba que debía comenzar por las mismas que
ellos habían examinado. No esperaba alcanzar alguna utilidad si
exceptuamos el que habituarían mi ingenio a considerar atentamente la
verdad y a no contentarse con falsas razones. Pero, por ello, no llegué
a tener el deseo de conocer todas las ciencias particulares que comúnmente
se conocen como matemáticas, pues viendo que aunque sus objetos son
diferentes, sin embargo, no dejan de tener en común el que no
consideran otra cosa, sino las diversas relaciones y posibles
proporciones que entre los mismos se dan, pensaba que poseía un mayor
interés que examinase solamente las proporciones en general y en relación
con aquellos sujetos que servirían para hacer más cómodo el
conocimiento. Es más, sin vincularlas en forma alguna a ellos para
poder aplicarlas tanto mejor a todos aquellos que conviniera.
Posteriormente, habiendo advertido que para analizar tales proporciones
tendría necesidad en alguna ocasión de considerar a cada una en
particular y en otras ocasiones solamente debería retener o comprender
varias conjuntamente en mi memoria, opinaba que para mejor analizarlas
en particular, debía suponer que se daban entre líneas puesto que no
encontraba nada más simple ni que pudiera representar con mayor
distinción ante mi imaginación y sentidos; pero para retener o
considerar varias conjuntamente, era preciso que las diera a conocer
mediante algunas cifras, lo más breves que fuera posible. Por este
medio recogería lo mejor que se da en el análisis geométrico y en el
álgebra, corrigiendo, a la vez, los defectos de una mediante los
procedimientos de la otra. Y
como, en efecto, la exacta observancia de estos escasos preceptos que
había escogido, me proporcionó tal facilidad para resolver todas las
cuestiones, tratadas por estas dos ciencias, que en dos o tres meses que
empleé en su examen, habiendo comenzado por las más simples y más
generales, siendo, a la vez, cada verdad que encontraba una regla útil
con vistas a alcanzar otras verdades, no solamente llegué a concluir el
análisis de cuestiones que en otra ocasión había juzgado de gran
dificultad, sino que también me pareció, cuando concluía este
trabajo, que podía determinar en tales cuestiones por qué medios y
hasta dónde era posible alcanzar soluciones de lo que ignoraba. En lo
cual no pareceré ser excesivamente vanidoso si se considera que no
habiendo más que un conocimiento verdadero de cada cosa, aquel que lo
posee conoce cuanto se puede saber. Así un niño instruido en aritmética,
habiendo realizado una suma según las reglas pertinentes puede estar
seguro de haber alcanzado todo aquello de que es capaz el ingenio humano
en lo relacionado con la suma que él examina. Pues el método que nos
enseña a seguir el verdadero orden y a enumerar exactamente todas las
circunstancias de lo que se investiga, contiene todo lo que confiere
certeza alas reglas de la Aritmética. Pero
lo que me producía más agrado de este método era que siguiéndolo
estaba seguro de utilizar en todo mi razón, si no de un modo
absolutamente perfecto, al menos de la mejor forma que me fue posible.
Por otra parte, me daba cuenta de que la práctica del mismo habituaba
progresivamente mi ingenio a concebir de forma más clara y distinta sus
objetos y puesto que no lo había limitado a materia alguna en
particular, me prometía aplicarlo con igual utilidad a dificultades
propias de otras ciencias al igual que lo había realizado con las del
Algebra. Con esto no quiero decir que pretendiese examinar todas
aquellas dificultades que se presentasen en un primer momento, pues esto
hubiera sido contrario al orden que el método prescribe. Pero habiéndome
prevenido de que sus principios deberían estar tomados de la filosofía,
en la cual no encontraba alguno cierto, pensaba que era necesario ante
todo que tratase de establecerlos. Y puesto que era lo más importante
en el mundo y se trataba de un tema en el que la precipitación y la
prevención eran los defectos que más se debían temer, juzgué que no
debía intentar tal tarea hasta que no tuviese una madurez superior a la
que se posee a los veintitrés años, que era mi edad, y hasta que no
hubiese empleado con anterioridad mucho tiempo en prepararme, tanto
desarraigando de mi espíritu todas las malas opiniones y realizando un
acopio de experiencias que deberían constituir la materia de mis
razonamientos, como ejercitándome siempre en el método que me había
prescrito con el fin de afianzarme en su uso cada vez más.
Así
como antes de iniciar la reconstrucción de la casa en la que se habita
o basta con realizar su derribo, efectuar la reserva de materiales,
arquitectos o bien ejercitarse uno mismo en la construcción, además de
haber diseñado con atención el plano, sino que también es necesario
haberse dotado de alguna otra casa en la que se pueda estar alojado cómodamente
durante el período de construcción, de igual modo con el fin de no
permanecer irresoluto en mis acciones aunque la razón me obligase a
estarlo en mis juicios y, por otra parte, con el fin de no dejar de
vivir por ello con la mayor dicha que pudiera, elaboré una moral
provisional que no constaba sino de tres o cuatro máximas de las cuales
deseo haceros partícipes. Por
la primera debía obedecer las leyes y costumbres de mi país,
conservando la religión en la cual Dios me ha concedido la gracia de
ser instruido desde la infancia, rigiéndome en cualquier otra cuestión
por las opiniones más moderadas y más alejadas de todo extremo, que
fuesen comúnmente practicadas por los más sensatos de aquéllos con
los que me tocase vivir. Pues, estando resuelto desde entonces a no
estimar en nada mis propias opiniones, dado que deseaba someterlas a
examen, estaba seguro de que lo mejor que podía hacer era aceptar las
de los más sensatos. Y aunque quizá existan otras personas tan
sensatas como las que viven con nosotros entre los persas y los chinos,
me parecía más útil tomar como regla las opiniones de aquéllos con
los que tuviese que vivir. Y para conocer cuáles eran verdaderamente
sus opiniones, estimaba que debería prestar más atención a lo que
tales personas ponían en práctica que a lo que decían, no sólo
porque, dada la corrupción de nuestras costumbres, hay pocas personas
que deseen decir todo lo que piensan, sino también porque muchas lo
ignoran, pues siendo diferente el acto del pensamiento en virtud del
cual se cree algo de aquel otro por el cual se conoce que se tiene tal
creencia, frecuentemente se da el uno sin el otro. Y entre varias
opiniones, igualmente aceptadas, no elegiría sino las más moderadas,
no sólo porque son las más cómodas en la práctica y probablemente
las mejores, pues todo exceso generalmente es pernicioso, sino también
porque me apartaría menos del verdadero camino en caso de equivocación
que si, habiendo elegido una de las opiniones extremas, hubiese sido la
otra la que hubiera sido preciso seguir. Principalmente estimaba como
exceso todas las promesas por las que se enajena algo de la propia
libertad. No desaprobaba por ello las leyes que para remediar la
inconstancia de los espíritus débiles o para consolidar la seguridad
del comercio permiten establecer votos o contratos, obligando a
perseverar en los mismos, tanto cuando se posee un buen propósito como
cuando el proyecto no es sino indiferente. Pero puesto que no veía cosa
alguna en el mundo que permaneciera constantemente en el mismo estado, y
como, en lo que me concierne, me prometía perfeccionar progresivamente
mis juicios y no empeorarlos, hubiese pensado que cometía una gran
falta contra el buen sentido si, porque aprobaba entonces alguna opinión,
me hubiese obligado a tener que aceptarla posteriormente como buena
cuando quizá hubiera dejado de serlo o yo hubiera dejado de estimarla
como tal. Mi
segunda máxima prescribía que debía ser lo más firme y decidido que
pudiera en mis acciones y que no debía seguir las opiniones más
dudosas, después de haberme determinado a ello, con menor constancia
que si hubiesen sido muy seguras. En esto imitaba a los viajeros que,
encontrándose perdidos en algún bosque, no deben vagar dando vueltas,
de un lado para el otro, ni mucho menos detenerse en un lugar, sino que,
por el contrario, deben dirigirse siempre con las menores desviaciones
posibles hacia un punto, no alterando la dirección de su marcha por débiles
razones aunque en un principio la hayan elegido exclusivamente al azar.
Pues de esta forma, si no llegan al lugar exactamente deseado, al menos
llegarán a alguna parte en la que se puede presumir que estarán mejor
que en medio del bosque. De igual modo, puesto que las acciones de la
vida no toleran frecuentemente plazo alguno, es una verdad cierta que
mientras no esté en nuestro poder distinguir las opiniones más
verdaderas, debemos seguir las más probables; asimismo, aunque no nos
percatemos con anterioridad de la mayor probabilidad de unas en relación
con otras, sin embargo, debemos optar por unas y considerarlas en lo
sucesivo no como dudosas, en cuanto que se refieren a la práctica, sino
como muy verdaderas y ciertas a causa de que la razón que nos ha
determinado a seguirlas es de tal índole. Esto fue suficiente para
liberarme en lo sucesivo de todos los arrepentimientos y remordimientos
que turban generalmente las conciencias de esos espíritus débiles y
volubles que, con inconstancia, se dejan arrastrar a practicar como
buenas las mismas acciones que posteriormente han de considerar que son
malas. Mi
tercera máxima aconsejaba que debía intentar siempre vencerme a mí
mismo antes que a la fortuna y modificar mis deseos antes que el orden
del mundo. En general, debía acostumbrarme a pensar que no existe nada
que esté enteramente en nuestro poder con excepción de nuestros
pensamientos, de forma tal que después de haber hecho lo que hemos
estimado mejor, en relación con todos los asuntos que nos son ajenos,
todo aquello que nos reste para triunfar es absolutamente imposible para
nosotros. Este solo pensamiento me parecía ser suficiente para
impedirme desear en lo sucesivo lo que no pudiera alcanzar y, por lo
tanto, para vivir feliz y satisfecho; pues no tendiendo naturalmente
nuestra voluntad a desear sino las cosas que nuestro entendimiento le
presenta en cierto modo como posibles, es claro que si consideramos
todos los bienes que están fuera de nosotros como igualmente alejados
de nuestro poder, nunca más sentiremos disgusto alguno por carecer de
aquellos que parecen debidos a nuestro nacimiento cuando nos veamos
privados de ellos sin culpa nuestra, de igual modo que no lo sentimos si
no poseemos los reinos de la China o de México. Y haciendo así, como
suele decirse, de necesidad virtud, no sentiremos mayores deseos de
estar sanos cuando estemos enfermos, o de estar libres cuando estemos en
prisión, de los que ahora sentimos de tener un cuerpo compuesto de una
materia tan poco corruptible como los diamantes o de poseer unas alas
para volar como los pájaros. Pero confieso que es necesario un gran
ejercicio y una meditación frecuentemente reiterada para acostumbrarse
a ver las cosas de este modo; en esto consistía, según mi opinión, el
secreto de aquellos filósofos que fueron capaces en otro tiempo de
sustraerse al imperio de la fortuna y, a pesar de los dolores y la
pobreza, de estimarse tan felices como los dioses. Pues, habiéndose
ocupado sin cesar en la consideración de los límites que les habían
sido prescritos por la naturaleza, se persuadían de forma tan completa
de que nada estaba en su poder sino sus propios pensamientos, que esto
solo era suficiente para impedirles sufrir afección alguna por otros
motivos; se apropiaban en modo tal de estos pensamientos que tenían
cierta razón al estimarse más ricos, más poderosos, más libres y más
dichosos que cualquiera de los hombres que, careciendo de esta filosofía,
por muy favorecidos que hubiesen sido por la naturaleza y la fortuna, no
llegan a disponer jamás de todo lo que ellos desean. Finalmente,
como conclusión de las reflexiones sobre esta moral, me daba cuenta de
que debía realizar un atento examen de todas las ocupaciones que los
hombres tienen en esta vida con el fin de intentar escoger la mejor. Y
sin desear afirmar nada sobre las ocupaciones de otros, estimaba que no
podía hacer nada mejor que continuar ejercitando aquella que tenía; es
decir, emplear toda mi vida en cultivar mi razón y avanzar tanto como
pudiese en el conocimiento de la verdad, siguiendo el método que me había
prescrito. Había experimentado tan estimables compensaciones desde el
momento en que comencé a ponerlo en práctica, que no pensaba que
pudiera recibirlas más agradables ni más saludables en esta vida. Y
como todos los días descubría mediante la práctica del mismo algunas
verdades que me parecían bastante importantes y comúnmente ignoradas
por otros hombres, la satisfacción que obtenía saciaba de tal forma mi
espíritu que todo lo demás carecía para mí de interés. Por otra
parte, las tres máximas precedentes no estaban fundadas sino sobre el
deseo que tenía de continuar instruyéndome, pues habiéndonos dado
Dios a todos una cierta luz natural para distinguir lo verdadero de lo
falso, nunca hubiese pensado que debía contentarme un solo momento con
las opiniones de otro si no me hubiese propuesto emplear mi propio
juicio en su examen, cuando llegase el momento oportuno; y siguiendo
estas máximas no hubiera podido liberarme de preocupaciones si no
hubiese decidido aprovechar todas las oportunidades para encontrar otras
mejores, caso de que las hubiese. Finalmente, no hubiese acertado a
limitar mis proyectos, ni a ser feliz, si no hubiese seguido un camino
por el que pensaba que no sólo podía asegurarme la adquisición de
todos los conocimientos de los que fuese capaz, sino también el logro
de todos los verdaderos bienes que estuviesen en mi poder, ya que no
determinándose nuestra voluntad a la aceptación o rechazo de algo sino
porque nuestro entendimiento se lo presenta como bueno o malo, basta con
juzgar correctamente para obrar bien y juzgar lo mejor que se pueda para
obrar de igual modo; es decir, para adquirir todas las virtudes y
conjuntamente todos los bienes que puedan lograrse. Cuando se tiene
certeza de que esto es así, no se puede sino ser dichoso. Después
de haberme convencido de estas máximas y haberlas colocado aparte junto
con las verdades de la fe, que siempre han ocupado un privilegiado
puesto en mi creencia, pensaba que podía con libertad intentar
deshacerme de todas las otras opiniones. Y puesto que esperaba alcanzar
más cómodamente mis objetivos conversando con los hombres que
permaneciendo por más tiempo encerrado en la habitación donde había
llegado a realizar tales reflexiones, continué mi viaje antes de que
llegase a concluir el invierno. En los nueve años siguientes no hice
otra cosa sino viajar de aquí para allá por el mundo, tratando más de
ser espectador que actor en todas las comedias que en él se representan
a diario; y, haciendo una particular reflexión en cada materia sobre
aquello que podía hacerla dudosa y dar ocasión para equivocarnos,
erradicaba de mi espíritu todos los errores que podían haberse
deslizado en él con anterioridad. En esto no imitaba a los escépticos,
que no dudan sino por dudar y fingen permanecer siempre irresolutos; por
el contrario, mi único deseo era liberarme de la inquietud y rechazar
la tierra movediza y la arena con el fin de hallar la roca viva o la
arcilla. Pienso que en esto obtenía buenos resultados puesto que
tratando de descubrir la falsedad e incertidumbre de las proposiciones
que examinaba, no mediante débiles conjeturas sino siguiendo
razonamientos claros y seguros, no encontraba alguna tan dudosa de la
que no obtuviese alguna conclusión bastante cierta, aunque solamente
hubiese sido la de que no contenía nada cierto. Y así como cuando se
derriba una vieja casa se conservan los materiales para construir el
nuevo edificio, de igual forma cuando destruía todas aquellas opiniones
que estimaba mal fundadas, realizaba observaciones y recogía
experiencias, que me han servido posteriormente para establecer otras
opiniones más ciertas. Por otra parte, continuaba ejercitándome en el
método que me había prescrito pues, además de que ponía cuidado en
conducir mis pensamientos según sus reglas, en ocasiones reservaba
algunas horas que empleaba de modo particular para ponerlo en práctica
al tratar dificultades de la matemática o también algunas otras que
podía considerarlas semejantes a las de las matemáticas, liberándolas
de todos los principios de otras ciencias que no estimaba
suficientemente firmes, como veréis que he realizado en varias
cuestiones que son tratadas en este volumen. De este modo, no viviendo
en apariencia sino como los que no tienen otra ocupación que la de
disfrutar una vida agradable e inocente, esforzándose en separar los
placeres de los vicios y haciendo uso a la vez de cuantas diversiones
honestas están a su alcance para gozar de su ocio sin hastío, no
dejaba de perseverar en mi intento y de avanzar provechosamente en el
conocimiento de la verdad, quizá aún más que si me hubiese limitado a
leer libros o a frecuentar gentes de letras. Sin
embargo, los nueve años se pasaron sin que hubiese llegado a tomar
partido alguno en relación con aquellas dificultades que generalmente
se discuten entre los doctos y sin que hubiese iniciado la búsqueda de
una filosofía más cierta que la vulgar. Por otra parte, el ejemplo de
varios excelentes espíritus que, habiéndose propuesto tal tarea, me
parecía que no habían llegado a triunfar en su realización, me hacía
imaginar una dificultad tan grande que quizá no hubiese intentado
acometerla si no me hubiese llegado a enterar de que algunos hacían
correr el rumor de que la había concluido. No sabría decir sobre qué
fundaban esta opinión. Y si he contribuido a favorecerla en algo por
mis discursos, estimo que debe haber sido al confesar más ingenuamente
lo que ignoraba de lo que tienen costumbre de hacerlo aquellos que han
estudiado un poco, y quizá también al mostrar las razones que me inducían
a dudar de muchas cosas que otros estiman ciertas, pero no porque me
haya vanagloriado de estar en posesión de doctrina alguna. Pero,
teniendo un carácter tal que no deseo ser tomado por otro distinto del
que soy, pensaba que era preciso que intentase por todos los medios
hacerme digno de la reputación que se me concedía. Y hace justamente
ocho años que este deseo me hizo alejarme de todos los lugares donde
podía tener conocidos y retirarme aquí, en un país en el que la larga
duración de la guerra ha obligado a establecer tales reglamentos que
los ejércitos que se mantienen parecen servir exclusivamente para que
los hombres gocen de los frutos de la paz con tanta mayor seguridad, y
donde, en medio de la multitud de un pueblo muy activo, más preocupado
de sus propios problemas que curioso de los ajenos, sin carecer de
alguna de las comodidades que se disfrutan en las villas más pobladas,
he podido vivir tan retirado y solitario como en uno de los desiertos más
apartados.
No
sé si debo entreteneros con las primeras meditaciones allí realizadas,
pues son tan metafísicas y tan poco comunes que no serán del gusto de
todos. Y sin embargo, con el fin de que se pueda opinar sobre la solidez
de los fundamentos que he establecido, me encuentro en cierto modo
obligado a referirme a ellas. Hacía tiempo que había advertido que, en
relación con las costumbres, es necesario en algunas ocasiones seguir
opiniones muy inciertas tal como si fuesen indudables, según he
advertido anteriormente. Pero puesto que deseaba entregarme solamente a
la búsqueda de la verdad, opinaba que era preciso que hiciese todo lo
contrario y que rechazase como absolutamente falso todo aquello en lo
que pudiera imaginar la menor duda, con el fin de comprobar si, después
de hacer esto, no quedaría algo en mi creencia que fuese enteramente
indudable. Así pues, considerando que nuestros sentidos en algunas
ocasiones nos inducen a error, decidí suponer que no existía cosa
alguna que no fuese tal como nos la hacen imaginar. Y puesto que existen
hombres que se equivocan al razonar en cuestiones relacionadas con las más
sencillas materias de la geometría y que incurren en paralogismos,
juzgando que yo, como cualquier otro estaba sujeto a error, rechazaba
como falsas todas las razones que hasta entonces había admitido como
demostraciones. Y, finalmente, considerando que hasta los pensamientos
que tenemos cuando estamos despiertos pueden asaltarnos cuando dormimos,
sin que ninguno en tal estado sea verdadero, me resolví a fingir que
todas las cosas que hasta entonces habían alcanzado mi espíritu no
eran más verdaderas que las ilusiones de mis sueños. Pero,
inmediatamente después, advertí que, mientras deseaba pensar de este
modo que todo era falso, era absolutamente necesario que yo, que lo
pensaba, fuese alguna cosa. Y dándome cuenta de que esta verdad:
pienso, luego soy, era tan firme y tan segura que todas las más
extravagantes suposiciones de los escépticos no eran capaces de hacerla
tambalear, juzgué que podía admitirla sin escrúpulo como el primer
principio de la filosofía que yo indagaba. Posteriormente,
examinando con atención lo que yo era, y viendo que podía fingir que
carecía de cuerpo así como que no había mundo o lugar alguno en el
que me encontrase, pero que, por ello, no podía fingir que yo no era,
sino que por el contrario, sólo a partir de que pensaba dudar acerca de
la verdad de otras cosas, se que, con sólo que hubiese cesado de
pensar, aunque el resto de lo que había imaginado hubiese sido
verdadero, no tenía razón alguna para creer que yo hubiese sido, llegué
a conocer a partir de todo ello que era una sustancia cuya esencia o
naturaleza no reside sino en pensar y que tal sustancia, para existir,
no tiene necesidad de lugar alguno ni depende de cosa alguna material.
De suerte que este yo, es decir, el alma, en virtud de la cual yo soy lo
que soy, es enteramente distinta del cuerpo, más fácil de conocer que
éste y, aunque el cuerpo no fuese, no dejaría de ser todo lo que es. Analizadas
estas cuestiones, reflexionaba en general sobre todo lo que se requiere
para afirmar que una proposición es verdadera y cierta, pues, dado que
acababa de identificar una que cumplía tal condición, pensaba que
también debía conocer en qué consiste esta certeza. Y habiéndome
percatado que nada hay en pienso, luego soy que me asegure que digo la
verdad, a no ser que yo veo muy claramente que para pensar es necesario
ser, juzgaba que podía admitir como regla general que las cosas que
concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas; no obstante,
hay solamente cierta dificultad en identificar correctamente cuáles son
aquellas que concebimos distintamente. A
continuación, reflexionando sobre que yo dudaba y que, en consecuencia,
mi ser no era omniperfecto pues claramente comprendía que era una
perfección mayor el conocer que el dudar, comencé a indagar de dónde
había aprendido a pensar en alguna cosa más perfecta de lo que yo era;
conocí con evidencia que debía ser en virtud de alguna naturaleza que
realmente fuese más perfecta. En relación con los pensamientos que
poseía de seres que existen fuera de mí, tales como el cielo, la
tierra, la luz, el calor y otros mil, podía estimar que si eran
verdaderos, fueran dependientes de mi naturaleza, en tanto que posee
alguna perfección; si no lo eran, que procedían de la nada, es decir,
que los tenía porque había defecto en mí. Pero no podía opinar lo
mismo acerca de la idea de un ser más perfecto que el mío, pues que
procediese de la nada era algo manifiestamente imposible y puesto que no
hay una repugnancia menor en que lo más perfecto sea una consecuencia y
esté en dependencia de lo menos perfecto, que la existente en que algo
proceda de la nada, concluí que tal idea no podía provenir de mí
mismo. De forma que únicamente restaba la alternativa de que hubiese
sido inducida en mí por una naturaleza que realmente fuese más
perfecta de lo que era la mía y, también, que tuviese en sí todas las
perfecciones de las cuales yo podía tener alguna idea, es decir, para
explicarlo con una palabra que fuese Dios. A esto añadía que, puesto
que conocía algunas perfecciones que en absoluto poseía, no era el único
ser que existía (permitidme que use con libertad los términos de la
escuela), sino que era necesariamente preciso que existiese otro ser más
perfecto del cual dependiese y del que yo hubiese adquirido todo lo que
tenía. Pues si hubiese existido solo y con independencia de todo otro
ser, de suerte que hubiese tenido por mí mismo todo lo poco que
participaba del ser perfecto, hubiese podido, por la misma razón, tener
por mí mismo cuanto sabía que me faltaba y, de esta forma, ser
infinito, eterno, inmutable, omnisciente, todopoderoso y, en fin, poseer
todas las perfecciones que podía comprender que se daban en Dios. Pues
siguiendo los razonamientos que acabo de realizar, para conocer la
naturaleza de Dios en la medida en que es posible a la mía, solamente
debía considerar todas aquellas cosas de las que encontraba en mí
alguna idea y si poseerlas o no suponía perfección; estaba seguro de
que ninguna de aquellas ideas que indican imperfección estaban en él,
pero sí todas las otras. De este modo me percataba de que la duda, la
inconstancia, la tristeza y cosas semejantes no pueden estar en Dios,
puesto que a mí mismo me hubiese complacido en alto grado el verme
libre de ellas. Además de esto, tenía ideas de varias cosas sensibles
y corporales; pues, aunque supusiese que soñaba y que todo lo que veía
o imaginaba era falso, sin embargo, no podía negar que esas ideas
estuvieran verdaderamente en mi pensamiento. Pero puesto que había
conocido en mí muy claramente que la naturaleza inteligente es distinta
de la corporal, considerando que toda composición indica dependencia y
que ésta es manifiestamente un defecto, juzgaba por ello que no podía
ser una perfección de Dios el estar compuesto de estas dos naturalezas
y que, por consiguiente, no lo estaba; por el contrario, pensaba que si
existían cuerpos en el mundo o bien algunas inteligencias u otras
naturalezas que no fueran totalmente perfectas, su ser debía depender
de su poder de forma tal que tales naturalezas no podían subsistir sin
él ni un solo momento. Posteriormente
quise indagar otras verdades y habiéndome propuesto el objeto de los geómetras,
que concebía como un cuerpo continuo o un espacio indefinidamente
extenso en longitud, anchura y altura o profundidad, divisible en
diversas partes, que podían tener diversas figuras y magnitudes, así
como ser movidas y trasladadas en todas las direcciones, pues los geómetras
suponen esto en su objeto, repasé alguna de las demostraciones más
simples. Y habiendo advertido que esta gran certeza que todo el mundo
les atribuye, no está fundada sino sobre que se las concibe con
evidencia, siguiendo la regla que anteriormente he expuesto, advertí
que nada había en ellas que me asegurase de la existencia de su objeto.
Así, por ejemplo, estimaba correcto que, suponiendo un triángulo,
entonces era preciso que sus tres ángulos fuesen iguales a dos rectos;
pero tal razonamiento no me aseguraba que existiese triángulo alguno en
el mundo. Por el contrario, examinando de nuevo la idea que tenía de un
Ser Perfecto, encontraba que la existencia estaba comprendida en la
misma de igual forma que en la del triángulo está comprendida la de
que sus tres ángulos sean iguales a dos rectos o en la de una esfera
que todas sus partes equidisten del centro e incluso con mayor
evidencia. Y, en consecuencia, es por lo menos tan cierto que Dios, el
Ser Perfecto, es o existe como lo pueda ser cualquier demostración de
la geometría. Pero
lo que motiva que existan muchas personas persuadidas de que hay una
gran dificultad en conocerle y, también, en conocer la naturaleza de su
alma, es el que jamás elevan su pensamiento sobre las cosas sensibles y
que están hasta tal punto habituados a no considerar cuestión alguna
que no sean capaces de imaginar (modo de pensar propiamente relacionado
con las cosas materiales), que todo aquello que no es imaginable, les
parece ininteligible. Lo cual es bastante manifiesto en la máxima que
los mismos filósofos defienden como verdadera en las escuelas, según
la cual nada hay en el entendimiento que previamente no haya
impresionado los sentidos. En efecto, las ideas de Dios y el alma nunca
han impresionado los sentidos y me parece que los que desean emplear su
imaginación para comprenderlas, hacen lo mismo que si quisieran
servirse de sus ojos para oír los sonidos o sentir los olores. Existe aún
otra diferencia: que el sentido de la vista no nos asegura menos de la
verdad de sus objetos que lo hacen los del olfato u oído, mientras que
ni nuestra imaginación ni nuestros sentidos podrían asegurarnos cosa
alguna si nuestro entendimiento no interviniese. En
fin, si aún hay hombres que no están suficientemente persuadidos de la
existencia de Dios y de su alma en virtud de las razones aducidas por mí,
deseo que sepan que todas las otras cosas, sobre las cuales piensan
estar seguros, como de tener un cuerpo, de la existencia de astros, de
una tierra y cosas semejantes, son menos ciertas. Pues, aunque se tenga
una seguridad moral de la existencia de tales cosas, que es tal que, a
no ser que se peque de extravagancia, no se puede dudar de las mismas,
sin embargo, a no ser que se peque de falta de razón, cuando se trata
de una certeza metafísica, no se puede negar que sea razón suficiente
para no estar enteramente seguros el haber constatado que es posible
imaginarse de igual forma, estando dormido, que se tiene otro cuerpo,
que se ven otros astros y otra tierra, sin que exista ninguno de tales
seres. Pues ¿cómo podemos saber que los pensamientos tenidos en el sueño
son más falsos que los otros, dado que frecuentemente no tienen
vivacidad y claridad menor? Y aunque los ingenios más capaces estudien
esta cuestión cuanto les plazca, no creo puedan dar razón alguna que
sea suficiente para disipar esta duda, si no presuponen la existencia de
Dios. Pues, en primer lugar, incluso lo que anteriormente he considerado
como una regla (a saber: que lo concebido clara y distintamente es
verdadero) no es válido más que si Dios existe, es un ser perfecto y
todo lo que hay en nosotros procede de él. De donde se sigue que
nuestras ideas o nociones, siendo seres reales, que provienen de Dios,
en todo aquello en lo que son claras y distintas, no pueden ser sino
verdaderas. De modo que, si bien frecuentemente poseemos algunas que
encierran falsedad, esto no puede provenir sino de aquéllas en las que
algo es confuso y oscuro, pues en esto participan de la nada, es decir,
que no se dan en nosotros sino porque no somos totalmente perfectos. Es
evidente que no existe una repugnancia menor en defender que la falsedad
o la imperfección, en tanto que tal, procedan de Dios, que existe en
defender que la verdad o perfección proceda de la nada. Pero si no
conocemos que todo lo que existe en nosotros de real y verdadero procede
de un ser perfecto e infinito, por claras y distintas que fuesen
nuestras ideas, no tendríamos razón alguna que nos asegurara de que
tales ideas tuviesen la perfección de ser verdaderas. Por
tanto, después de que el conocimiento de Dios y el alma nos han
convencido de la certeza de esta regla, es fácil conocer que los sueños
que imaginamos cuando dormidos, no deben en forma alguna hacernos dudar
de la verdad de los pensamientos que tenemos cuando estamos despiertos.
Pues, si sucediese, inclusive durmiendo, que se tuviese alguna idea muy
distinta como, por ejemplo que algún geómetra lograse alguna nueva
demostración, su sueño no impediría que fuese verdad. Y en relación
con el error más común de nuestros sueños, consistente en
representarnos diversos objetos de la misma forma que la obtenida por
los sentidos exteriores, carece de importancia el que nos dé ocasión
para desconfiar de la verdad de tales ideas, pues pueden inducirnos a
error frecuentemente sin que durmamos, como sucede a aquellos que
padecen de ictericia que todo lo ven de color amarillo o cuando los
astros u otros cuerpos demasiado alejados nos parecen de tamaño mucho
menor del que en realidad poseen. Pues, bien estemos en estado de
vigilia o bien durmamos, jamás debemos dejarnos persuadir sino por la
evidencia de nuestra razón. Y es preciso señalar, que yo afirmo, de
nuestra razón y no de nuestra imaginación o de nuestros sentidos, pues
aunque veamos el sol muy claramente no debemos juzgar por ello que no
posea sino el tamaño con que lo vemos y fácilmente podemos imaginar
con perfecta claridad una cabeza de león unida al cuerpo de una cabra
sin que sea preciso concluir que exista en el mundo una quimera, pues la
razón no nos dicta que lo que vemos o imaginamos de este modo, sea
verdadero. Por el contrario nos dicta que todas nuestras ideas o
nociones deben tener algún fundamento de verdad, pues no sería posible
que Dios, que es sumamente perfecto y veraz, las haya colocado en
nosotros careciendo del mismo. Y puesto que nuestros razonamiento no son
jamás tan evidentes ni completos durante el sueño como durante la
vigilia, aunque algunas veces nuestras imágenes sean tanto o más vivas
y claras, la razón nos dicta igualmente que no pudiendo nuestros
pensamientos ser todos verdaderos, ya que nosotros no somos
omniperfectos, lo que existe de verdad debe encontrarse infaliblemente
en aquellos que tenemos estando despiertos más bien que en los que
tenemos mientras soñamos. [Se han omitido las partes V y VI de El discurso del método por no revestir interés general] |
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