Del Fin del Mundo o de La Disolución de los Entes.

La traducción de un artículo de la "Cuestion V del De Potentia", de Santo Tomás de Aquino, lleva al autor a preguntar por el significado del fin del mundo según la doctrina del Doctor de la Iglesia.


Llegan hasta nosotros, como ecos débiles de un antiguo temor religioso, voces agoreras que hablan, como hace mil años, de la inminencia del fin del mundo. Pero ahora, sin sospechar siquiera en qué puede consistir este fin. Parece bastarnos la noticia que se corre y que tal vez nos conmueve justamente por su total indeterminación.

¿Qué significa fin del mundo? Es aquí, al inicio, donde se vuelve arduo el pensar, así como siempre es arduo pensar en el origen de las cosas.

Estoy traduciendo para la Revista Chilena de Filosofía un artículo de la Cuestión V del De Potentia, de Santo Tomás. Y por varios motivos este texto me resulta sorprendente.

Sorprende, por ejemplo, el uso que Santo Tomás hace de la ciencia física y de la metafísica aristotélicas; sorprende las razones que el teólogo encuentra en apoyo de la fe (fides quaerans intellectum), aun cuando reconoce que "es de acuerdo a los documentos de los hombres santos que afirmamos que el movimiento del cielo cesará alguna vez" . Y que "esto más se sostiene por fe que las demostraciones que pueda dar la razón". El artículo se titula: Si alguna vez cesará el movimiento de los cielos. Y éste es el modo por el que un aristotélico como Santo Tomás empieza a plantearse, y luego a imaginar, el fin del mundo. ¿Qué es propiamente lo que llega a su término? Luego, el problema de la posibilidad misma de ese fin (el problema de la disolución de los entes). Y por última, la causa o, mejor dicho, el sentido (el fin) de ese fin.

En lo que sigue, intentaré referirme a estas cuestiones. En primer lugar: qué es lo que damos por terminado, cuando decimos "fin del mundo". ¿Estamos pensando "mundo" como algo equivalente a "Ser"? Ni Aristóteles, si lo hubiese pensado, ni Santo Tomás cuando lo piensa, harían esta equivalencia: lo que concluye es el ser contingente, efímero de las cosas. Es decir, todo lo que está entregado al imperio del tiempo.

Ahora bien, para un aristotélico como Santo Tomás el tiempo no es una realidad primaria, sino algo (un producto) "del movimiento". Suspendido el movimiento de los astros - causa universal y medida de todos los otros movimientos- quedará ipso facto abolida la marca universal del tiempo en el corazón de lo entitativo. Pero además se paralizará toda generación e inclinación natural, por lo que quedará borrado el tiempo individual (la durée) de cada cosa. El día no seguirá a la noche ni el verano al invierno, ni la generación a la corrupción, ni la perfección natural, al cambio, que son las marcas reales del tiempo, su sentido. Pero también - y no habría que descuidar esta consecuencia netamente aristotélica- ipso facto quedará abolida la espacialidad, que es también "algo" (un producto) del movimiento: "diferencia" recorrida (o por recorrer) de las cosas que se mueven en el mundo. Entonces, cada ente, aislado de los otros, sin tensión hacia nada, se deshará en sus elementos constitutivos (fuego, agua, aire, tierra). En otras palabras: a la paralización de los cielos seguirá la reducción de las cosas del mundo, a sus principios elementales. Y la extinción del mundo mismo. Entonces, la eternidad se extenderá desde los cielos a todos los rincones del Universo, como la luz cuando aparece el Sol. En esto consiste, pues, en términos de física aristotélica, la consumación de los siglos, "la venida del Reino".

Y aquí empieza la especulación escatológica propiamente tomista: el uso genial que hará el teólogo cristiano del aristotelismo, para proponer en términos estrictamente argumentativos, racionales, el proyecto más antiaristotélico que haya aparecido en la historia del pensamiento occidental: comprometer esencialmente el movimiento del cielo y "la realidad del tiempo" con la historia salvífica del ser humano.

Ya la pregunta inicial - si alguna vez cesará el movimiento de los cielos- habría sido desconcertante para la tradición griega. Por la naturaleza misma de su movimiento, el cuerpo celeste no cesará jamás de moverse. Sobre este punto no cabe asomo de duda. Al moverse con movimiento circular permanece idéntico, a sí mismo en cada punto de su movimiento; y no necesita como la piedra, que se mueve hacia abajo o como el fuego, que se mueve hacia arriba o como el ser humano que se mueve de aquí para allá, llegar a un punto privilegiado en el que encontraría la plenitud y su reposo. El cuerpo celeste, en su movimiento reflexivo (en torno a su propio centro) imita, en cierta medida, "el movimiento" del pensamiento divino, en torno a su esencia. Y es a causa de este movimiento reflexivo que el cielo participa de la eternidad. Esto lo ha dicho la tradición y, sin lugar a dudas, Aristóteles mismo.

¿Para qué se mueven los cielos?

Pero el hecho de que el cielo no se mueva hacia un punto determinado no significa necesariamente que se mueva para nada. También esto es clave en el aristotelismo de todos los tiempos: que ningún ente se mueve teniéndose a sí mismo como fin, o por el puro placer estético de moverse. Por el contrario, lo que se mueve revela la carencia de un bien que se obtiene justamente con el movimiento o por el movimiento. El fin es así idéntico al bien al sentido del ente que se mueve.

Subsiste, entonces, la pregunta: ¿Cuál es el fin del movimiento de los cielos? Supongamos por un instante que este fin que buscamos sea algo que se obtiene con el movimiento, es decir, mientras el cuerpo celeste se mueve, y que entonces dejaría de obtenerse al cesar el movimiento. Por ejemplo, que el fin sea producir la "música de las esferas" de la que hablan los pitagóricos. O bien, como pensaba Platón, que este movimiento fuese como "una imagen móvil de la eternidad". En ambos casos, el cese del movimiento implicaría, ya sea la interrupción de la sinfonía celestial o - y esto va de suyo- el extrañamiento de Dios; en ambos casos, una defección, un malogro. Pero no hay inconveniente, dirá Santo Tomás, en suponer que el girar de las esferas representa una finalidad divina que se está cumpliendo por tal movimiento.

Supongamos, pues, que el movimiento de los cielos tenga su razón de ser hasta que se cumpla algo en el mundo. Entonces, una vez ocurrido aquello que ha de ocurrir, ya no tendrá sentido el movimiento que lo hizo posible. En tal caso, el cese del movimiento será idéntico al cumplimiento definitivo de la obra.

Y, "aun cuando ambas posiciones pueden racionalmente sostenerse, la segunda, que es propia de la fe, parece ser más probable" (Santo Tomás, op. cit.). Partiendo, pues, de esta última posición, podemos ahora preguntarnos a qué fin, a qué bien están ordenadas las revoluciones del cielo. Y ya no diremos que están ordenadas a la conservación de los entes, pues esto sólo sería compatible con la conservación del movimiento, sino a la producción de algo, que sólo se logra por el movimiento del cielo. ¿En qué obra colaboran los cielos - en qué bien superior- que no sea el producir o el mero cuidado de los entes que nacen y se corrompen ciclícamente? ¿Mirando a qué realidad esencialmente temporal van hilando el tiempo?

En este punto la respuesta es tajante: mirando a la vida humana, pues ella es más noble que todos los entes de "aquí abajo", más noble que todos los principios elementales del Universo, incluso más noble que el cielo mismo. ("Pues el alma racional es más noble que cualquier cuerpo; más noble que el mismo cielo".)

Finalmente, ¿en qué sentido el movimiento celeste puede estar al servicio de la vida humana? Marcando los siglos, los milenios, la historia total de esa vida; hasta llegar al instante en que se cierra el último eslabón de la cadena de todos los seres humanos que han llegado a ser en el mundo, y que constituyen las generaciones de la historia. O como lo expresa Santo Tomás, "cuando se cumpla el número de los elegidos". La naturaleza entera al servicio de la historia.

Entonces, se pararán los cielos, se disolverán los entes, y con ellos, la mundanidad del mundo. Entonces, vendrá el Reino, y Adán, envejecido a través de las generaciones, curtido por todas las vicisitudes del tiempo, ascenderá a la cima del monte Nebo, y desde allí contemplará cara a cara, "la llanura de la verdad".

*Humberto Giannini, filósofo, es Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales.

 

 

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