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¿QUÉ
ES METAFÍSICA?
¿Qué es metafísica?
y otros ensayos, Buenos Aires, Fausto, 1992.
¿Qué
es metafísica? La pregunta hace concebir la esperanza de
que se va a hablar acerca de
la metafísica. Renunciamos a ello. En su lugar vamos a dilucidar una
determinada cuestión metafísica. De este modo nos sumergimos
inmediatamente dentro de la metafísica misma. Con lo cual le procuramos
la única posibilidad adecuada para que se nos ponga, ella misma, de
manifiesto. Nos proponerlos, primero, plantear
un interrogante metafísico; intentamos, luego, elaborar la cuestión que encierra y terminamos respondiendo a ella. PLANTEAMIENTO DE UN INTERROGANTE METAFÍSICO
La filosofía, considerada desde el punto de
vista de la sana razón humana, es, según Hegel el "mundo al revés".
Por esto, la particularidad de nuestra empresa requiere una
caracterización previa. Surge ésta de una doble característica del
preguntar metafísico. En primer lugar, toda pregunta metafísica
abarca integro el problematismo de la metafísica. Es siempre el todo de la metafísica. En segundo lugar, ninguna pregunta metafísica
puede ser formulada sin que el interrogador, en cuanto tal, se encuentre
dentro de ella es decir sin que vaya él mismo envuelto en ella. De aquí desprendemos, por de pronto, esta
indicación: el preguntar metafísico tiene que ser en totalidad y debe
plantearse siempre desde la situación esencial en que se halla colocada
la existencia interrogante. Nos
preguntamos, aquí y ahora para
nosotros. Nuestra existencia -en la comunidad de Investigadores,
maestros y discípulos- está determinada por la ciencia.
¿Qué esencial cosa nos
acontece en el fondo de la existencia cuando la ciencia se ha convertido
en nuestra pasión? Los dominios de las ciencias están muy
distantes entre sí. El modo de tratar sus objetos es radicalmente
diverso. Esta dispersa multiplicidad de disciplinas se mantiene, todavía,
unida gracias tan sólo a la organización técnica de las Universidades
y Facultades, y conserva una significación por la finalidad práctica
de las especialidades. En cambio, el enraizamiento de las ciencias en su
fundamento esencial se ha perdido por completo. Y sin embargo, en todas las ciencias,
siguiendo su propósito más auténtico, nos las habernos con "el
ente mismo". Mirada desde las ciencias, ningún dominio goza de
preeminencia sobre otro, ni la Naturaleza sobre la Historia. ni ésta
sobre aquélla. Ninguna de las maneras de tratar los objetos supera a
las demás. El conocimiento matemático no es más riguroso que el histórico-filológico;
posee, tan sólo, el carácter de "exactitud", que no es
equivalente al de rigor. Exigir exactitud de la Historia sería
contravenir a la idea del rigor específico de las ciencias del espíritu.
La referencia al mundo que
impera en todas las ciencias, en cuanto tales, las hace buscar el ente
mismo para hacer objeto de escudriñamiento y de fundamentación, en
cada caso, el "qué" de las cosas y su modo de ser. En las
ciencias se lleva a cabo -en idea- un
acercamiento a lo esencial de toda cosa. Esta especialísima referencia al ente mismo
en el mundo es sustentada y conducida por una actitud de la existencia
humana, libremente adoptada. También
en su hacer y omitir, pre y extracientíficos, el hombre tiene que habérselas
con el ente. Pero la ciencia se distingue porque concede a la cosa
misma, de manera fundamental, explícita y exclusiva, la primera y
última palabra. En esta rendida manera del interrogar, del determinar v
del fundamentar se lleva a cabo una sumisión al ente mismo, para que se
revele lo que hay en él. Esta servidumbre de la investigación y de la doctrina llega a
constituirse en fundamento de la posibilidad de un "propio",
bien que limitado, señorío directivo en la totalidad de la existencia
humana. La especial referencia al mundo, propia de la ciencia, y la
actitud humana que a ella nos lleva, no pueden entenderse bien sino
luego de ver y captar qué es lo
que ocurre en esa referencia al mundo. El hombre -un ente entre
nosotros- "hace ciencia". En este hacer acaece nada menos que
la irrupción de un ente,
llamado hombre, en el todo del ente y, en tal forma, que en esta irrupción
y mediante ella, queda al descubierto el ente en su qué
es y en su cómo es. Esta descubridora irrupción sirve, a su modo, para que por vez primera el ente se recobre a sí mismo. Estas eres cosas: referencia al mundo, actitud
e irrupción, traen consigo, en su unidad
radical, una encendida simplicidad
y acuidad del existir del
hombre en la existencia científica. Si queremos captar de una manera explícita la existencia científica, tal como la hemos
esclarecido, tendremos que decir: Aquello a que se endereza esa referencia al
mundo es al ente mismo -y
a nada más. Aquello de que toda actitud recibe su dirección
es del ente mismo -y de nada más. Aquello en lo cual irrumpe la investigación
para dilucidarlo es en el ente
mismo -y en nada más. Pero, cosa notable, en la manera misma como el
hombre científico se asegura de lo que más
propio le es, habla, precisamente, de otro. Lo que hay que inquirir es tan sólo el ente
y, por lo demás -nada; el
ente sólo y -nada más; únicamente
el ente, y fuera de él -nada. ¿Qué
pasa con esta nada? ¿Es un azar que hablemos tan espontáneamente de este modo? ¿Será una
manera de hablar, y nada más? Pero ¿a qué preocuparnos de esta nada? La
nada es lo que la ciencia rechaza y abandona por ser nadería. Sin embargo, al abandonar así la nada ¿no la admitimos
ya? Pero ¿podemos hablar de admisión si no admitimos nada? ¿No caemos
con todo esto en una vana disputa de palabras? ¿No es ahora,
precisamente, cuando la ciencia debiera poner en juego de nuevo su
seriedad y sobriedad, puesto que lo único que le preocupa es el
ente? ¿Qué puede ser la nada para la ciencia sino abominación y
fantasmagoría? Si la ciencia tiene razón, una cosa hay,
entonces, de cierta: la ciencia no quiere saber nada de la nada. Y ésta
es, en último término, la concepción rigurosamente científica de la
nada. Sabemos de ella en la medida precisa en que de la nada, nada
queremos saber. La ciencia nada quiere saber de la nada. Pero
no es menos cierto también que, justamente cuando intenta expresar su
propia esencia recurre a la nada.
Echa mano de lo que desecha. ¿Qué discorde
esencia se nos descubre aquí? Al reflexionar sobre nuestra existencia fáctica
(de hecho) -una existencia determinada por la ciencia- hemos abocado a
un conflicto. En este conflicto se ha
planteado un interrogante. En realidad no falta más que formular la
interrogación: ¿Qué
pasa con la nada? ELABORACIÓN DE LA CUESTIÓN
La elaboración de la cuestión acerca de la
nada ha de colocarnos en aquella situación que haga posible la
respuesta, o que patentice la imposibilidad de la misma. La ciencia
admite la nada, es decir, la abandona con indiferencia desde su altura
como aquello que no hay. Sin embargo, intentemos preguntar por la nada:
¿Qué es la nada? Ya la primera acometida nos muestra algo insólito.
De antemano, suponemos en este interrogante a la nada como algo que
"es" de éste u otro modo, es decir, como un ente. Pero,
precisamente, si de algo se
distingue es de todo ente. E1 preguntar por la nada -qué y cómo sea la
nada- trueca lo preguntado en su contrario. La pregunta se despoja a sí
misma de su propio objeto. Por lo cual toda respuesta a esta pregunta resulta, desde un principio, imposible.
Porque la respuesta se desenvolverá necesariamente en esta forma: la
nada "es" esto o lo otro. Tanto
la pregunta como la respuesta respecto a la nada son, pues,
igualmente, un contrasentido. No es, pues, menester la previa repulsa de la
ciencia. La norma fundamental que suele adscribir comúnmente al
pensamiento, el principio de que hay que evitar la contradicción, la lógica general, echa por tierra la pregunta formulada El
pensamiento en efecto -que siempre es, por esencia, pensamiento de algo-,
para pensar la nada tendría que actuar contra su propia esencia. Puesto que nos está vedado convertir la nada
en objeto alguno, estamos ya al cabo de nuestro interrogante acerca de
la nada, -suponiendo que en esta interrogación sea la lógica la suprema instancia y que el entendimiento sea el medio y el pensamiento el camino para captar originariamente
la nada y decidir sobre su posible descubrimiento. Pero ¿no es intangible la soberanía de la
"lógica"? ¿No es realmente el entendimiento soberano en esta
cuestión acerca de la nada? En efecto, sólo con su ayuda podemos
determinar la nada y situarla, aunque no sea más que como un problema
que se devora a si mismo. Porque la nada es la negación
de la omnitud del ente, es sencillamente, el no ente. Con ello
subsumimos la nada, bajo la determinación superior del no, y, por
tanto, de lo negado. Pero la negación
es, según doctrina dominante e intacta de la ''lógica'', un acto
específico del entendimiento. ¿Cómo entonces eliminar el
entendimiento en nuestra pregunta :por la nada, y sobre todo, en la
cuestión de la posibilidad de formularla? Sin embargo, ¿es tan cierto
lo que ahí damos por supuesto? ¿Representa el no, la negatividad y,
con ello, la negación, la determinación superior,
bajo la cual cae la nada, como
una especie de lo negado? ¿Hay
nada solamente porque hay no, esto es, porque hay negación? ¿O no
ocurre, acaso, lo contrario, que hay no y negación solamente porque hay
nada? Cuestión no resuelta ni tan siquiera formulada explícitamente.
Nosotros afirmamos: la nada es más originaria que el no y que la negación. Si esta tesis resulta justa la posibilidad de
la negación como acto del entendimiento y, con ello, el entendimiento
mismo. dependen en alguna manera de la nada.
Entonces, ¿cómo pretende aquél decidir sobre ésta? ¿No
descansará, en último término, el aparente contrasentido
de la pregunta y de la respuesta acerca de la nada en la ciega obstinación de un entendimiento errabundo? Pero si no nos dejamos despistar por la
imposibilidad formal de la pregunta acerca de la nada y, a pesar de
ello, llegamos a formularla, tendremos que satisfacer, por lo menos, la
exigencia fundamental de toda posible
pregunta. Si vamos a interrogar, como
sea. a la nada, es preciso que, previamente, la nada se nos dé. Es menester que podamos encontrarla. ¿Dónde buscar la nada? ¿Cómo encontrarla?
Para poder encontrar algo, ¿no es preciso saber que está ahí?
Efectivamente. Casi siempre ocurre que el hombre no puede buscar algo si
no sabe, por anticipado, que está ahí lo que busca. Pero en nuestro
caso lo buscado es la nada. ¿Habrá
en último término un buscar sin esa
anticipación, un buscar al que es inherente un puro
encontrar? Sea de ello lo que quiera, lo cierto es que conocemos
la nada, aunque no sea más que como algo de que hablamos a diario
en todas partes. Y hasta podemos aderezar, previamente, en una
"definición", esta vulgar nada, desteñida en toda la palidez
de lo obvio, que se desliza tan insensiblemente en nuestras
conversaciones: La nada es la negación pura y simple de la
omnitud del ente. Esta caracterización de la nada, ¿no es, al
fin y al cabo una indicación de la dirección en que únicamente
podremos, tropezar con ella? Es preciso que, previamente, la omnitud dei ente nos sea dada para que como tal sucumba sencillamente a la negación, en la cual la nada
misma habrá de hacerse patente. Bien; pero, aun prescindiendo de lo problemática
que es la relación entre la negación y la nada, ¿cómo vamos a hacer
nosotros -seres finitos- que el todo del ente sea accesible en sí
mismo, en su omnitud, y, especialmente, que sea accesible para nosotros?
Podemos, en todo caso, pensar en "idea" el todo del ente,
negar en el pensamiento este todo así formado, y luego
"pensarlo", a su vez, como negado. Pera por este camino
obtendríamos el concepto formal de una nada figurada,
mas no la nada misma. Pero la nada es nada, y si, por otra parte, representa
la completa indiferenciación, no puede existir diferencia alguna entre
la nada figurada y la nada "auténtica". Por otra parte, ¿no
es esta "auténtica" nada aquel concepto contradictorio,
bien que oculto, de una nada que es? Ésta ha de ser la última vez
que las objeciones del entendimiento detengan nuestra búsqueda, que sólo
una experiencia radical de la
nada podría legitimar. Cierto que nunca podemos captar absolutamente
el todo del ente, no menos cierto es, sin embargo, que nos hallamos
colocados en medio del ente, que, de una u otra manera, nos es
descubierto en totalidad. En última instancia, hay una diferencia
esencial entre captar el todo del ente en
sí y encontrarse en medio del
ente en total. Aquello es
radicalmente imposible. Esta acontece constantemente en nuestra
existencia. Parece, sin duda, que en nuestro afán
cotidiano nos hallamos vinculados unas veces a éste, otras a aquel
ente, como si estuviéramos perdidos en éste o aquel distrito del ente.
Pero, por muy disgregado que nos parezca lo cotidiano, abarca, siempre,
aunque sea como en sombra. el ente en total. Aun cuando no estemos en
verdad ocupados con las cosas y con nosotros mismas -y precisamente
entonces-, nos sobrecoge este "todo", por ejemplo, en el verdadero
aburrimiento. Este no es el que sobreviene cuando sólo nos aburre
este libro o aquel espectáculo, esta ocupación a aquel ocio. Brota
cuando "se está aburrido". El aburrimiento profundo va
rodando por las simas de la existencia como una silenciosa niebla y
nivela a todas las cosas, a los hombres, y a uno mismo en una extraña
indiferencia. Este aburrimiento nos releva el ente en total. Otra posibilidad de semejante potencia se
ofrece en la alegría por la
presencia de la existencia -no sólo de la persona- de un ser querido. Semejante temple de ánimo, en el cual uno
"se encuentra" de tal o cual manera, nos permite encontrarnos
en medio del ente en total y atemperados por él. Este encontrarse,
propio del temple, no sólo
hace patente, en cada caso a su manera, el ente en total, sino que este
descubrimiento, lejos de ser un simple episodio, es el acontecimiento
radical de nuestro existir. Lo que llamamos "sentimientos" no
son ni fugaces fenómenos concomitantes de nuestra actitud pensante o
volitiva, ni simples impulsos de ella, ni tampoco estados simplemente
presentes con los que nos avenimos en una u otra forma. Sin embargo, cuando estos temples del ánimo
nos conducen de esa suerte frente al ente
en total, nos ocultan, precisamente, la nada que buscamos. Y menos
se nos ocurrirá ahora pensar que la negación del ente en total, que se
nos hace patente en el temple, nos pueda colocar frente a la nada.
Porque esto sólo podría ocurrir, con pareja radicalidad, en un temple de ánimo que por su más
auténtico sentido descubridor
nos patentizara la nada. ¿Hay
en la existencia del hombre un temple de ánimo tal que le coloque
inmediatamente ante la nada misma? Se trata de un acontecimiento posible y, si
bien raramente, real, por algunos momentos, en ese temple de ánimo
radical que es la angustia. No aludimos a esa frecuentísima inquietud
que, en el fondo, no es sino un ingrediente de la medrosidad en que tan
fácilmente podemos caer. Angustia es radicalmente distinto de miedo.
Tenemos miedo siempre de tal o cual ente determinado
que nos amenaza en un determinado respecto. El miedo de algo es
siempre miedo a algo determinado. Como
el miedo se caracteriza por esta determinación
del de y del a, resulta que el temeroso y medroso queda sujeto a la circunstancia que le amedrenta. Al esforzarse por
escapar de ello -de ese algo determinado- pierde la seguridad para todo
lo demás, es decir, "pierde la cabeza". La angustia no permite que sobrevenga semejante
contusión. Lejos de ello, hállase penetrada por una especial
tranquilidad. Es verdad que la angustia es siempre angustia de...,
pero no de talo cual cosa. La angustia de... es siempre angustia por...,
pero no por esto o lo otro. Sin embargo, esta indeterminación de aquello de qué y por qué nos angustiamos no es
una mera ausencia de determinación, sino la imposibilidad esencial de
ser determinado. Esto se ve patente en una conocida expresión. Solemos decir que en la angustia "uno está
desazonado". ¿Qué quiere decir este "uno"? No podemos
decir de qué le viene a uno esta desazón. Nos encontramos así, y nada
más. Todas las cosas como nosotros mismos se sumergen en una
indiferenciación. Pero no como si fuera un mero desaparecer, sino como
un alejarse que es un volverse
hacia nosotros. Este alejarse el ente en total, que nos acosa en la
angustia, nos oprime. No queda asidero ninguno. Lo único que queda y
nos sobrecoge al escapársenos el ente es este "ninguno". La
angustia hace patente la nada. Estamos "suspensos" en angustia. Más
claro, la angustia nos deja suspensos porque hace que se nos escape el
ente en total. Por esto sucede que nosotros mismos -estos hombres que
somos-, estando en medio del ente, nos
escapemos de nosotros mismos. Por esto, en realidad, no somos
"yo" ni "tú" los desazonados, sino "uno".
Sólo resta el puro existir en la conmoción de ese estar suspenso en
que no hay nada donde agarrarse. La angustia nos vela las palabras. Como el
ente en total se nos escapa, acosándonos la nada, enmudece en su
presencia todo decir "es". Si muchas veces en la desazón de
la angustia tratamos de quebrar la oquedad del silencio con palabras
incoherentes, ello prueba la presencia de la nada. Que la angustia descubre la nada confírmalo
el hombre mismo inmediatamente después que ha pasado. En la luminosa
visión que emana del recuerdo vivo nos vemos forzados a declarar:
aquello de y aquello por... lo que nos hemos angustiado, era, realmente,
nada. En efecto, la nada misma en cuanto tal, estaba allí. Con el radical temple del ánimo que es la
angustia hemos alcanzado aquel acontecimiento
de la existencia en que se nos hace patente la nada y desde el cual debe
ser posible someterla a interrogación. ¿Qué
pasa con la nada? RESPUESTA A LA PREGUNTA
La única respuesta que, por de pronto, es
esencial para nuestro propósito,
la lograremos si prestamos atención al hecho de que la cuestión acerca
de ha nada ha sido planteada realmente.
Para ello será preciso que reproduzcamos esa transmutación del
hombre en su puro existir, que ocurre en toda angustia, para captar, tal
como se presenta, la nada que en ella se patentiza. Esto exige, al mismo
tiempo, que apartemos expresamente
aquellas caracterizaciones de
la nada que no nazcan directamente
de nuestra entrevista con ella. La nada se descubre en la angustia -pero no
coma ente. Tampoco está dada como objeto. La angustia no es una
aprehensión de la nada. Sin embargo, la nada se nos hace patente en
ella y a través de ella, aunque, una vez más, no como si estuviese
separada y "al lado" del ente en total que se presenta en la
desazón de la angustia. Antes bien, decíamos: en la angustia nos sale
al paso la nada a una con el ente en total. ¿Qué quiere decir este
"a una con"? En la angustia el ente en total se torna caduco.
¿En qué sentido? Porque la angustia no aniquila
el ente para dejarnos como residuo la nada. ¿Cómo habría de
hacerlo si la angustia se encuentra precisamente en la más absoluta impotencia
frente al ente en total? Antes bien, la nada se manifiesta con y en
el ente en tanto que éste nos
escapa en total. En la angustia no ocurre un aniquilamiento de
todo el ente en sí mismo, pero tampoco
llevamos a cabo una negación del
ente en total para así obtener la nada. Aun prescindiendo de que a la
angustia, en cuanto tal, le es ajena la formulación expresa de una
declaración negativa, resultaría que, con una semejante negación (que
debiera dar por resultado la nada), llegaríamos siempre demasiado
tarde. Ya antes la nada nos ha salida al paso. Por eso decíamos que la
nada nos sale al paso "a una con" el ente en total en cuanto
que éste se nos escapa. En la angustia hay un retroceder ante... que
no es ciertamente un huir, sino una fascinada quietud. Este retroceso
arranca de la rada. La nada no atrae, sino que, por esencia, rechaza.
Pero este rechazo es, como tal, un remitirnos, dejándolo escapar, al
ente en total que se hunde. Esta
total rechazadora remisión al
ente en total que se nos escapa (que así es como la, nada acosa a
la existencia en la angustia), es la esencia de la nada: el
anonadamiento. No es un aniquilamiento del ente, ni se
origina en una negación. El anonadamiento no se puede obtener tampoco
sumando aniquilación y negación. La
nada misma anonada. El anonadar no es un suceso como otro
cualquiera, sino que por ser un rechazador remitirnos al ente en total
que se nos escapa, nos hace patente este ente en su plena, hasta ahora
oculta extrañeza, como lo absolutamente
otro frente a la nada. En esa clara noche que es la nada de la
angustia, es donde surge la originaria "patencia" del ente como
tal ente: que es ente y no nada. Pero este "y no nada." que añadimos en nuestra
elocución no es, empero, una aclaración subsiguiente,
sino lo que previamente
posibilita la patencia del ente en general. La esencia de esta nada,
originariamente anonadante, es: que
lleva, al existir, por vez primera, ante el ente en cuanto tal. Solamente a base de la originaria potencia de
la nada puede la existencia del hombre llegar
al ente y entrar en él. Por
cuanto que la existencia hace por esencia relación al ente, al ente que
no es ella y al que es ella misma, procede ya siempre, como tal
existencia, de la patente nada. Existir
(ex-sistir) significa: estar sosteniéndose dentro de la nada. Sosteniéndose dentro de la nada, la
existencia está siempre allende el
ente en total. A este estar allende el ente es a lo que nosotros
llamamos trascendencia. Si la existencia no fuese, en la última raíz de su esencia, un
trascender; es decir, si, de antemano, no estuviera sostenida dentro de
la nada, jamás podría entrar en relación con el ente ni, por tanto,
consigo misma. Sin
la originaria patencia de la nada no hay mismidad ni hay libertad. Con esto hemos obtenido ya la respuesta a la
pregunta acerca de la nada. La nada no es objeto ni ente alguno. La nada
no se presenta por sí sola, ni junto con el ente, al cual por así
decirlo, adheriría. La nada es la
posibilitación de la patencia del ente, como tal ente, para la
existencia humana. La nada no nos proporciona el contraconcepto del ente,
sino que pertenece
originariamente a la esencia del ser
mismo. En el ser el ente
acontece el anonadar de la nada. Pero hora es ya de que salga a la superficie
un reparo largo tiempo reprimido. Si la existencia no puede entrar en
relación con el ente, es decir, no puede existir sino sosteniéndose
dentro de la nada, y si la nada sólo se revela originariamente en la
angustia, ¿no habríamos de estar perennemente suspensos en angustia
para poder existir? Pero, ¿no hemos reconocido nosotros mismos que
esta. angustia radical es rara? Y, sobre todo, todos nosotros existimos y nos las habemos con el ente -con el ente que no somos
nosotros y que somos nosotros- sin
esta angustia. ¿No será ésta una invención gratuita, y la nada
que le atribuimos una exageración? Pero ¿qué quiere decir que esta angustia
radical sólo acontece en raros momentos?
No quiere decir otra cosa sino que, por de pronto, la nada, con su
originariedad, permanece casi siempre disimulada
para nosotros. ¿Y qué es lo que la disimula? La disimula el que
nosotros. de uno u otro modo, nos perdemos completamente en el ente.
Cuanto más nos volvemos hacia
el ente en nuestros afanes, tanto menos
le dejamos escaparse como tal ente, y tanto más nos desviamos de la
nada, y con tanto mayor seguridad nos precipitamos en la pública
superficie de la existencia. Sin embargo, esta constante, bien que equívoca,
desviación de la nada, es conforme, dentro de ciertos límites, a su más
propio sentido. En su anonadar, la nada nos remite precisamente al ente.
La nada anonada de continuo, sin que en el saber, dentro del cual nos
movemos a diario, sepamos propiamente de este acontecimiento. ¿Qué testimonio más convincente de esta
perenne y amplia -bien que disimulada- patencia de la nada en nuestra
existencia que la negación? Pero
ésta pertenece, según se dice, a la esencia del pensamiento
humano. La negación se expresa diciendo no de algo que no es.
Pero la negación no saca de sí misma el no ser de lo que no es
para intercalarlo, por decirlo así, dentro del ente, como medio de
diferenciación y contraposición a lo dado. ¿Cómo va a poder sacar la
negación de sí misma el no, si solamente puede negar si le está
previamente propuesto algo negable?
Y ¿cómo lo negable, lo que hay que negar, puede considerarse como afectado
por el no, si no es porque
todo pensar, en cuanto tal pensar, tiene ya
la vista puesta en el no? Pero el no, solamente puede hacerse patente sacando de su
latencia lo que le da origen: el anonadar de la nada y, con él, la nada
misma. El no, no nace de la negación, sino que la
negación se funda en el no, que nace del anonadar de la nada. Pero
tampoco la negación es otra cosa que un modo de esa actitud anonadante,
es decir, de esa actitud previa fundada sobre el anonadar de la nada. Con esto hemos demostrada, a grandes
rasgos, la tesis anteriormente enunciada: la
nada es el origen de la negación y no al revés. Al quebrantar así el poder del entendimiento
en esta cuestión acerca de la nada y del ser, hemos decidido, al
mismo tiempo, la suerte de la soberanía de la "lógica"
dentro de la filosofía. La idea misma de la, "lógica" se disuelve
en el torbellino de un interrogante más radical. Por mucho y muy diversamente que la negación
-explícita o no- prevalezca en todo pensar, no es ella, por sí sola,
testimonio suficiente de la
patencia de la nada, patencia esencial a la existencia. Porque no
podemos proclamar que la negación sea la única -ni siquiera la
principal- actitud anonadante en que la existencia se encuentra sacudida
por el anonadar de la nada. Más abisal que la simple adecuación de
la negación lógica es la crudeza de la contravención
y la acritud de la execración. Hay
más responsabilidad en el dolor del fracaso
y en la inclemencia de la prohibición.
Más abrumadora es la aspereza de la privación. Estas
posibilidades de la actitud anonadante -fuerzas con que la existencia sobrelleva, bien que sin
llegar a dominarle, ese su hallarse arrojada- no son especies de la mera negación. Pero esto no les impide expresarse
con un no y con una negación. Lo cual nos delata, de modo bien
claro, la vaciedad y amplitud de la negación. El que esta actitud anonadante atraviese de
punta a punta la existencia, testimonia la. perenne y ensombrecida
patencia de la nada, que sólo la angustia nos descubre originariamente.
Así. se explica que esa angustia
radical esté casi siempre reprimida en la existencia. La angustia
está ahí: dormita. Su hálito palpita sin cesar a través de la
existencia: donde menos, en la del "medroso"; imperceptible en
el "sí, sí" y "no, no" del hombre apresurado; más
en la de quien es dueño de sí; con toda seguridad, en la del
radicalmente temerario. Pero
esto último se produce sólo cuando hay
algo a que ofrecer la vida con objeto de asegurar a la existencia la
suprema grandeza. La angustia del temerario no tolera que se la contraponga
a la alegría, ni mucho menos a la apacible satisfacción de los
tranquilos afanes: Se halla -más allá de tales contraposiciones- en
secreta alianza con la
serenidad y dulzura del anhelo creador. La angustia radical puede emerger en la
existencia en cualquier momento, No necesita que un suceso insólito la
despierte. A la profundidad con que domina corresponde la nimiedad de su
posible provocación. Está siempre
al acecho, y, sin embargo, sólo raras
veces cae sobre nosotros para arrebatarnos y dejarnos suspensos. Ese estar sosteniéndose la existencia dentro
de la nada, apoyada en la recóndita angustia, hace que el hombre ocupe
el sitio a la nada. Tan finitos somos
que no podemos, por propía decisión y voluntad, colocarnos
originariamente ante la nada. Tan insondablemente ahonda la finitud
en la existencia, que la profunda y genuina finitud escapa a nuestra libertad. Este estar sosteniéndose la existencia en la
nada, apoyada en la recóndita angustia, es un sobrepasar el ente en
total: es la trascendencia. Nuestro interrogante acerca de la nada tiene
que poner ante nuestros ojos la metafísica
misma. El nombre "metafísica" proviene del griego Œt Œtem Œt ‹kisuf. Este extraño título fue más tarde interpretado como designación
del interrogante que se endereza "allende" -Œtem, trans,- el ente en cuanto tal. La metafísica es una trans-interrogación allende el ente, para reconquistarlo después,
conceptualmente, en cuanto tal
y en total. En la pregunta acerca de la nada se lleva a
cabo esta marcha allende el ente, en cuanto ente, en total. Se nos ha
mostrado, pues, como una cuestión "metafísica". Indicábamos al comienzo dos características
de esta clase de cuestiones. En primer lugar, toda pregunta, metafísica
abarca la metafísica entera. En segundo lugar, en cada interrogación
metafísica va siempre envuelta la existencia que interroga. ¿En qué sentido la cuestión acerca de la
nada comprende y abraza la metafísica entera? Acerca de la nada la metafísica se expresa,
desde antiguo, en una frase, ciertamente, equivoca: ex nihilo nihil fit, de la nada nada adviene. A pesar de que, en la
explicación de este principio, nunca llega la nada misma a ser
propiamente cuestión, sin embargo, este principio, por su peculiar
referencia a la nada, delata
la concepción fundamental que se tiene del ente. La metafísica
antigua entiende la nada en el sentido de lo que no es, es decir, de
la materia sin figura que por sí misma no puede plasmarse en ente con
figura y, por tanto, aspecto (wodäe) propio. Ente es aquella
formación que se informa a sí misma y que, como tal, se representa en
forma o imagen. El origen, la justificación y los límites de esta
concepción del ser quedan tan faltas de esclarecimiento como la nada
misma. La dogmática
cristiana, por el contrario, niega
la verdad de la proposición: ex
nihilo nihil fit, y da con ello a la nada una nueva significación,
como la mera ausencia de todo ente extradivino: ex
nihilo fit ens creatum. La nada se convierte, ahora, en
contraconcepto del ente propiamente dicho, del summum
ens, de Dios, como ens
increatum. También aquí la interpretación que se da a la nada
nos delata la concepción del ente.
Pero la explicación metafísica
del ente se mueve en el mismo plano que la pregunta acerca de la nada.
Las cuestiones acerca del ser y acerca de la nada quedan, ambas,
preteridas. Por esto no es cuestión la dificultad de que si Dios crea
de la nada tiene que habérselas con la nada. Pero, si Dios es Dios,
nada puede salvar de la nada, puesto que lo "absoluto" excluye
de si toda nihilidad. Este tosco recuerdo histórico muestra la nada
como contraconcepto del ente
propiamente dicho, es decir, como negación suya. Pero si, por fin nos hacemos problema de la
nada, no sólo resulta que esta contraposición queda mejor precisada,
sino que entonces es cuando se plantea la auténtica cuestión metafísica
del ser del ente. La nada no es ya este vago e impreciso enfrente del ente, sino que se nos descubre como perteneciendo
al ser mismo del ente. "El ser puro y la pura nada son lo
mismo". Esta frase de Hegel (Ciencia
de la lógica, Libro I, WW III pág. 94) es justa. El ser y la nada
van juntos; pero no porque ambos coincidan en su inmediatez e
indeterminación -como sucede cuando se los considera desde el concepto
hegeliano del pensar-, sino que el ser
es, por esencia, finito, y
solamente se patentiza en la transcendencia de la existencia que sobrenada en
la nada. Si, por otra parte, la cuestión acerca, del
ser en cuanto tal es la cuestión que circunscribe la metafísica,
manifiéstasenos entonces que también la cuestión acerca de la nada es
de tal índole que abraza la metafísica entera. Pero, además, la cuestión acerca de la nada
comprende la metafísica entera porque nos fuerza a hacernos problema
del origen de la negación; es
decir, nos fuerza a decidir sobre la legitimidad con que la "lógica"
impera sobre la metafísica. La vieja frase: ex nihilo nihil fit, adquiere entonces un nuevo sentidos que afecta
al problema mismo del ser; ex
nihilo omne ens qua ens fit. Sólo en la nada de la existencia viene
el ente en total a sí mismo, pero según su posibilidad más propia, es
decir, de un modo finito. En segundo lugar, si la cuestión acerca de la
nada es una cuestión metafísica, ¿en qué medida envuelve a nuestra
existencia interrogante? Caracterizábamos nuestra existencia como
esencialmente determinada por la ciencia.
Por tanto, si nuestra existencia, así determinada, se halla
implicada en nuestra pregunta acerca de la nada, entonces la existencia
debe tornarse problemática al plantearse ese problema. La existencia científica debe su simplicidad
y su acuidad a la manera especialísima a como tiene que habérselas con
el ente mismo, y únicamente
con él. Puede la ciencia abandonar la nada con un gesto de
superioridad. Pero al preguntar por la nada patentízase que esta
existencia científica sólo es
posible si, de antemano,
se encuentra sumergida en la nada. Para comprenderse a sí misma, en lo
que precisamente es, necesita no abandonar
la nada. La presunta sobriedad y superioridad de la
ciencia se convierte en ridiculez si no toma en serio la nada. Solamente porque la nada es patente puede la
ciencia hacer del ente mismo objeto de investigación. Y solamente si la
ciencia existe en virtud de la metafísica, puede aquélla renovar
incesantemente su esencial cometido, que no consiste en coleccionar y
ordenar conocimientos, sino en abrir, renovadamente, ante nuestros ojos,
el ámbito entero de la verdad sobre la naturaleza y sobre la historia. Sólo porque la nada es patente en el fondo de
la existencia, puede sobrecogernos la completa extrañeza del ente. Sólo cuando nos desazona la extrañeza del
ente, puede provocarnos admiración.
De la admiración -esto es, de la patencia de la nada- surge el ¿por qué? Sólo porque
es posible el ¿por qué?, en cuanto tal, podemos preguntarnos por los fundamentos y fundamentar de una determinada
manera. Sólo porque podemos preguntar y fundamentar, se nos viene a la
mano en nuestro existir el destino de investigadores. La pregunta acerca de la nada nos envuelve a nosotros
mismos -a los interrogadores. Es una cuestión metafísica. La existencia humana no puede habérselas con
el ente si no es sosteniéndose dentro de la nada. El ir más allá del
ente es algo que acaece en la
esencia misma de la existencia. Este trascender es, precisamente, la metafísica; lo que
hace que la metafísica pertenezca a la "naturaleza del
hombre". No es una disciplina filosófica especial ni un campo de
divagaciones: es el acontecimiento
radical en la existencia
misma y como tal existencia. Como la verdad de la metafísica habita en
estos abismos insondables, su vecindad más próxima es da del error más
profundo, siempre al acecho. De aquí que no haya rigor de ciencia
alguna comparable a la seriedad de la metafísica. La filosofía jamás
podrá sea medida con el patrón proporcionado por la idea de la
ciencia. Si realmente se ha hecho cuestión para
nosotros el problema acerca de la nada, no habremos visto la metafísica
por fuera. Tampoco podemos decir que nos hemos sumergido en ella. No
podemos, de manera alguna, sumergirnos en ella, porque, por el mero
hecho de existir, nos hallamos ya
siempre en ella: iesæf rŒg Ç elÛf, Ûtsn¦ wit aÛfosolif °t èot wñrdnŽ aÛonaid (Platón; Phaidros 279 a). Por el mero hecho de existir el hombre
acontece el filosofar. La filosofía -eso que nosotros llamamos
filosofía- es tan sólo la puesta en marcha de la metafísica; en ésta
adquiere aquélla su ser actual y sus explícitos
temas. Y la filosofía sólo se pone en movimiento,
por una peculiar manera de poner en juego la propia existencia en medio
de las posibilidades radicales de la existencia en total. Para esta
postura es decisivo: en primer
lugar, hacer sitio al ente en total; después,
soltar amarras, abandonándose a la nada, esto es, librándose de
los ídolos que todos tenemos y a los cuales tratamos de acogernos
subrepticiamente: por último,
quedar suspensos para que resuene constantemente la cuestión
fundamental de la metafísica, a que nos impele la nada misma: ¿Por
qué hay ente y no más bien nada?
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