Emmanuel
Kant
Crítica
de la razón pura.
Prólogo
a la segunda edición (A)
Si
la elaboración de los conocimientos que pertenecen a la obra de la razón,
lleva o no la marcha segura de una ciencia, es cosa que puede pronto
juzgarse por el éxito. Cuando tras de numerosos preparativos y
arreglos, la razón tropieza, en el momento mismo de llegar a su fin o
cuando, para alcanzar éste, tiene que volver atrás una y otra vez y
emprender un nuevo camino; asimismo, cuando no es posible poner de
acuerdo a los diferentes colaboradores sobre la manera cómo se ha de
perseguir el propósito común, entonces puede tenerse siempre la
convicción de que un estudio semejante está muy lejos de haber
emprendido la marcha segura de una ciencia y de que, por el contrario,
es más bien un mero tanteo. Y es ya un mérito de la razón el
descubrir, en lo posible, ese camino, aunque haya que renunciar, por
vano, a mucho de lo que estaba contenido en el fin que se había tomado
antes sin reflexión.
Que la lógica
ha llevado ya esa marcha segura desde los tiempos más remotos puede
colegirse por el hecho de que, desde Aristóteles, no ha tenido que dar
un paso atrás, a no ser que se cuenten como correcciones la supresión
de algunas sutilezas inútiles o la determinación más clara de lo
expuesto, cosa empero que pertenece más a la elegancia que a la certeza
de la ciencia. Notable es también en ella el que tampoco hasta ahora
hoy ha podido dar un paso adelante. Así pues, según toda apariencia, hállase
conclusa y perfecta. Pues si algunos modernos han pensado ampliarla
introduciendo capítulos, ya psicológicos sobre las distintas
facultades de conocimiento (la imaginación, el ingenio), ya metafísicos
sobre el origen del conocimiento o la especie diversa de certeza según
la diversidad de los objetos (el idealismo, escepticismo, etc.), ya
antropológicos sobre los prejuicios (sus causas y sus remedios), ello
proviene de que desconocen la naturaleza peculiar de esa ciencia. No es
aumentar sino desconcertar las ciencias el confundir los límites de
unas y otras. El límite de la lógica, empero, queda determinado con
entera exactitud, cuando se dice que es una ciencia que no expone al
detalle y demuestra estrictamente más que las reglas formales de todo
pensar (sea éste a priori o empírico, tenga el origen o el
objeto que quiera, encuentre en nuestro ánimo obstáculos contingentes
o naturales).
Si la lógica
ha tenido tan buen éxito, debe esta ventaja sólo a su carácter
limitado, que la autoriza y hasta la obliga a hacer abstracción de
todos los objetos del conocimiento y su diferencia. En ella, por tanto,
el entendimiento no tiene que habérselas más que consigo mismo y su
forma. Mucho más difícil tenía que ser, naturalmente, para la razón,
el emprender el camino seguro de la ciencia, habiendo de ocuparse no sólo
de sí misma, sino de objetos. Por eso la lógica, como propedéutica,
constituye sólo, por decirlo así, el vestíbulo de las ciencias y,
cuando se habla de conocimiento, se supone ciertamente una lógica para
el juicio de los mismos, pero su adquisición ha de buscarse en las
propias y objetivamente llamadas ciencias.
Ahora
bien, por cuanto en éstas ha de haber razón, es preciso que en ellas
algo sea conocido a priori, y su conocimiento puede referirse al objeto
de dos maneras: o bien para determinar simplemente el objeto y su
concepto (que tiene que ser dado por otra parte) o también para hacerlo
efectivo. El primero es conocimiento teórico; el segundo, conocimiento
práctico de la razón. La parte pura de ambos, contenga mucho o
contenga poco, es decir, la parte en donde la razón determina su objeto
completamente a priori, tiene que ser primero expuesta sola, sin
mezclarse lo que procede de otras fuentes; pues administra mal quien
gasta ciegamente los ingresos, sin poder distinguir luego, en los
apuros, qué parte de los ingresos puede soportar el gasto y qué otra
parte hay que librar de él.
La matemática
y la física son los dos conocimientos teóricos de la razón que deben
determinar sus objetos a priori; la primera, con entera pureza;
la segunda, con pureza al menos parcial, pero entonces según la medida
de otras fuentes cognoscitivas que las de la razón.
La matemática
ha marchado por el camino seguro de una ciencia, desde los tiempos más
remotos que alcanzan la historia de la razón humana, en el admirable
pueblo griego. Mas no hay que pensar que le haya sido tan fácil como a
la lógica, en donde la razón no tiene que habérselas más que consigo
misma, encontrar, o mejor dicho, abrirse ese camino real; más bien creo
que ha permanecido durante largo tiempo en meros tanteos (sobre todo
entre los egipcios) y que ese cambio es de atribuir a una revolución,
que la feliz ocurrencia de un solo hombre llevó a cabo, en un ensayo, a
partir del cual, el carril que había de tomarse ya no podía fallar y
la marcha segura de una ciencia quedaba para todo tiempo y en infinita
lejanía, emprendida y señalada. La historia de esa revolución del
pensamiento, mucho más importante que el descubrimiento del camino para
doblar el célebre cabo, y la del afortunado que la llevó a bien, no
nos ha sido conservada. Sin embargo, la leyenda que nos transmite Diógenes
Laercio, quien nombra al supuesto descubridor de los elementos mínimos
de las demostraciones geométricas, elementos, que según el juicio común,
no necesitan siquiera de prueba, demuestra que el recuerdo del cambio
efectuado por el primer descubrimiento de este nuevo camino, debió de
parecer extraordinariamente importante a los matemáticos y por eso se
hizo inolvidable. El primero que demostró el triángulo isósceles (háyase
llamado Tales o como se quiera), percibió una luz nueva; pues encontró
que no tenía que inquirir lo que veía en la figura o aun en el mero
concepto de ella y, por decirlo así, aprender de ella sus propiedades,
sino que tenía que producirla, por medio de lo que, según conceptos,
él mismo había pensado y expuesto en ella a priori (por
construcción), y que para saber seguramente algo a priori, no
debía atribuir nada a la cosa, a no ser lo que se sigue necesariamente
de aquello que él mismo, conformemente a su concepto, hubiese puesto en
ella.
La física
tardó mucho más tiempo en encontrar el camino de la ciencia; pues no
hace más que siglo y medio que la propuesta del juicioso Bacon de
Verulam ocasionó en parte —o quizá más bien dio vida, pues ya se
andaba tras él— el descubrimiento, que puede igualmente explicarse
por una rápida revolución antecedente en el pensamiento. Voy a
ocuparme aquí de la física sólo en cuanto se funda sobre principios
empíricos.
Cuando
Galileo hizo rodar por el plano inclinado las bolas cuyo peso había él
mismo determinado; cuando Torricelli hizo soportar al aire un peso que
de antemano había pensado igual al de una determinada columna de agua;
cuando más tarde Stahl transformó metales en cal y ésta a su vez en
metal, sustrayéndoles y devolviéndoles algo, entonces percibieron
todos los físicos una luz nueva. Comprendieron que la razón no conoce
más que lo que ella misma produce según su bosquejo; que debe
adelantarse con principios de juicios, según leyes constantes, y
obligar a la naturaleza a contestar a sus preguntas, no empero dejarse
conducir como con andadores; pues de otro modo, las observaciones
contingentes, los hechos sin ningún plan bosquejado de antemano, no
pueden venir a conexión en una ley necesaria, que es, sin embargo, lo
que la razón busca y necesita. La razón debe acudir a la naturaleza
llevando en una mano sus principios, según los cuales tan sólo los fenómenos
concordantes pueden tener el valor de leyes, y en la otra el
experimento, pensando según aquellos principios; así conseguirá ser
instruida por la naturaleza, mas no en calidad de discípulo que escucha
todo lo que el maestro quiere, sino en la de juez autorizado, que obliga
a los testigos a contestar a las preguntas que les hace. Y así, la
misma física debe tan provechosa revolución de su pensamiento a la
ocurrencia de buscar (no imaginar) en la naturaleza, conformemente a lo
que la razón misma ha puesto en ella, lo que ha de aprender de ella y
de lo cual por sí misma no sabría nada. Sólo así ha logrado la física
entrar en el camino seguro de una ciencia, cuando durante tantos siglos
no había sido más que un mero tanteo.
La metafísica,
conocimiento especulativo de la razón, enteramente aislado, que se alza
por encima de las enseñanzas de la experiencia mediante meros conceptos
(no como la matemática mediante aplicación de los mismos a la intuición),
y en donde, por tanto, la razón debe ser su propio discípulo, no
ha tenido hasta ahora la fortuna de emprender la marcha segura de una
ciencia; a pesar de ser más vieja que todas las demás y a pesar de que
subsistiría aunque todas las demás tuvieran que desaparecer
enteramente sumidas en el abismo de una barbarie destructora. Pues en
ella tropieza la razón continuamente, incluso cuando quiere conocer a
priori (según pretende) aquellas leyes que la experiencia más
ordinaria confirma. En ella hay que deshacer mil veces el camino, porque
se encuentra que no conduce a donde se quiere; y en lo que se refiere a
la unanimidad de sus partidarios, tan lejos está aún de ella, que más
bien es un terreno que parece propiamente destinado a que ellos
ejerciten sus fuerzas en un torneo, en donde ningún campeón ha podido
nunca hacer la más mínima conquista y fundar sobre su victoria una
duradera posesión. No hay pues duda alguna de que su método, hasta aquí,
ha sido un mero tanteo y, lo que es peor, un tanteo entre meros
conceptos.
Ahora
bien, ¿a qué obedece que no se haya podido aún encontrar aquí un
camino seguro de la ciencia? ¿Es acaso imposible? Mas ¿por qué la
Naturaleza ha introducido en nuestra razón la incansable tendencia a
buscarlo como uno de sus más importantes asuntos? Y aún más ¡cuán
poco motivo tenemos para confiar en nuestra razón si, en una de las
partes más importantes de nuestro anhelo de saber, no sólo nos
abandona, sino que nos entretiene con ilusiones, para acabar engañándonos!
O bien, si sólo es que hasta ahora se ha fallado la buena vía, ¿qué
señales nos permiten esperar que en una nueva investigación seremos más
felices que lo han sido otros antes?
Yo
debiera creer que los ejemplos de la matemática y de la física,
ciencias que, por una revolución llevada a cabo de una vez, han llegado
a ser lo que ahora son, serían bastante notables para hacernos
reflexionar sobre la parte esencial de la transformación del
pensamiento que ha sido para ellas tan provechosa y se imitasen aquí
esos ejemplos, al menos como ensayo, en cuanto lo permite su analogía,
como conocimientos de razón, con la metafísica. Hasta ahora se admitía
que todo nuestro conocimiento tenía que regirse por los objetos; pero
todos los ensayos para decidir a priori algo sobre éstos,
mediante conceptos, por donde sería extendido nuestro conocimiento,
aniquilábanse en esa suposición. Ensáyese, pues, una vez si no
adelantaremos más en los problemas de la metafísica, admitiendo que
los objetos tienen que regirse por nuestro conocimiento, lo cual
concuerda ya mejor con la deseada posibilidad de un conocimiento a
priori de dichos objetos, que establezca algo sobre ellos antes de
que nos sean dados. Ocurre con esto como con el primer pensamiento de
Copérnico, quien, no consiguiendo explicar bien los movimientos
celestes si admitía que la masa toda de las estrellas daba vueltas
alrededor del espectador, ensayó si no tendría mayor éxito haciendo
al espectador dar vueltas y dejando en cambio las estrellas inmóviles.
En la metafísica se puede hacer un ensayo semejante por lo que se
refiere a la intuición de los objetos. Si la intuición tuviera que
regirse por la constitución de los objetos, no comprendo cómo se pueda
a priori saber algo de ella. ¿Rígese empero el objeto (como
objeto de los sentidos) por la constitución de nuestra facultad de
intuición? Entonces puedo muy bien representarme esa posibilidad. Pero
como no puedo permanecer atenido a esas intuiciones, si han de llegar a
ser conocimientos, sino que tengo que referirlas, como representaciones,
a algo como objeto, y determinar éste mediante aquéllas, puedo por
tanto: o bien admitir que los conceptos, mediante los cuales llevo a
cabo esta determinación, se rigen también por el objeto y entonces
caigo de nuevo en la misma perplejidad sobre el modo como pueda saber a
priori algo del él; o bien admitir que los objetos, o lo que es lo
mismo, la experiencia, en donde tan sólo son ellos (como objetos dados)
conocidos, se rige por esos conceptos y entonces veo enseguida una
explicación fácil; porque la experiencia misma es un modo de
conocimiento que exige entendimiento, cuya regla debo suponer en mí, aún
antes de que me sean dados objetos, por lo tanto a priori, regla
que se expresa en conceptos a priori, por los que tienen pues que
regirse necesariamente todos los objetos de la experiencia y con los que
tienen que concordar. En lo que concierne a los objetos, en cuanto son
pensados sólo por la razón y necesariamente, pero sin poder (al menos
tales como la razón los piensa) ser dados en la experiencia,
proporcionarán, según esto, los ensayos de pensarlos (pues desde luego
han de poderse pensar) una magnífica comprobación de lo que admitimos
como método transformado del pensamiento, a saber: que no conocemos a
priori de las cosas más que lo que nosotros mismos ponemos en
ellas.
Este
ensayo tiene un éxito conforme al deseo y promete a la metafísica, en
su primera parte (es decir en la que se ocupa de conceptos a priori,
cuyos objetos correspondientes pueden ser dados en la experiencia en
conformidad con ellos), la marcha segura de una ciencia. Pues según
este cambio del modo de pensar, puede explicarse muy bien la posibilidad
de un conocimiento a priori y, más aún, proveer de pruebas
satisfactorias las leyes que están a priori a la base de la naturaleza,
como conjunto de los objetos de la experiencia; ambas cosas eran
imposibles según el modo de proceder hasta ahora seguido. Pero de esta
deducción de nuestra facultad de conocer a priori, en la primera
parte de la metafísica, despréndese un resultado extraño y al parecer
muy desventajoso para el fin total de la misma, que ocupa la segunda
parte, y es a saber: que con esa facultad no podemos salir jamás de los
límites de una experiencia posible, cosa empero que es precisamente el
fin más importante de esa ciencia. Pero en esto justamente consiste el
experimento para comprobar la verdad del resultado de aquella primera
apreciación de nuestro conocimiento a priori de razón, a saber:
que éste se aplica sólo a los fenómenos y, en cambio considera la
cosa en sí misma, si bien efectivamente real por sí, como desconocida
para nosotros. Pues lo que nos impulsa a ir necesariamente más allá de
los límites de la experiencia y de todos los fenómenos, es lo
incondicionado, que necesariamente y con pleno derecho pide la razón,
en las cosas en sí mismas, para todo condicionado, exigiendo así la
serie completa de las condiciones. Ahora bien, ¿encuéntrase que, si
admitimos que nuestro conocimiento de experiencia se rige por los
objetos como cosas en sí mismas, lo incondicionado no puede ser pensado
sin contradicción y que en cambio, desaparece la contradicción si
admitimos que nuestra representación de las cosas, como ellas nos son
dadas, no se rige por ellas como cosas en sí mismas, sino que más bien
estos efectos, como fenómenos, se rigen por nuestro modo de
representación? ¿Encuéntrase, por consiguiente, que lo incondicionado
ha de hallarse no en las cosas en cuanto las conocemos (nos son dadas),
pero sí en ellas en cuanto no las conocemos, o sea como cosas en sí
mismas? Pues entonces se muestra que lo que al comienzo admitíamos sólo
por vía de ensayo, está fundado. Ahora bien, después de haber negado
a la razón especulativa todo progreso en ese campo de lo suprasensible,
quédanos por ensayar si ella no encuentra, en su conocimiento práctico,
datos para determinar aquel concepto trascendente de razón, aquel
concepto de lo incondicionado y, de esa manera, conformándose al deseo
de la metafísica, llegar más allá de los límites de toda experiencia
posible con nuestro conocimiento a priori, aunque sólo en un
sentido práctico. Con su proceder, la razón especulativa nos ha
proporcionado, por lo menos, sitio para semejante ampliación, aunque
haya tenido que dejarlo vacío, autorizándonos por tanto, más aún,
exigiéndonos ella misma que lo llenemos, si podemos, con sus datos prácticos.
En ese
ensayo de variar el proceder que ha seguido hasta ahora la metafísica,
emprendiendo con ella una completa revolución, según los ejemplos de
los geómetras y físicos, consiste el asunto de esta crítica de la razón
pura especulativa. Es un tratado del método, no un sistema de la
ciencia misma; pero sin embargo, bosqueja el contorno todo de la
ciencia, tanto en lo que se refiere a sus límites, como también a su
completa articulación interior. Pues la razón pura especulativa tiene
en sí esto de peculiar, que puede y debe medir su propia facultad, según
la diferencia del modo como elige objetos para el pensar; que puede y
debe enumerar completamente los diversos modos de proponerse problemas y
así trazar el croquis entero de un sistema de metafísica. Porque, en
lo que a lo primero atañe, nada puede ser atribuido a los objetos en el
conocimiento a priori, sino lo que el sujeto pensante toma de sí
mismo; y, en lo que toca a lo segundo, es la razón pura especulativa,
con respecto a los principios del conocimiento, una unidad totalmente
separada, subsistente por sí, en la cual cada uno de los miembros está,
como en un cuerpo organizado, para todos los demás, y todos para uno, y
ningún principio puede ser tomado con seguridad, en una relación, sin
haberlo al mismo tiempo investigado en la relación general con todo el
uso puro de la razón. Por eso tiene la metafísica una rara fortuna, de
la que no participa ninguna otra ciencia de razón que trate de objetos
(pues la lógica ocúpase sólo de la forma del pensamiento en general);
y es que si por medio de esta crítica queda encarrilada en la marcha
segura de una ciencia, puede comprender enteramente el campo de los
conocimientos a ella pertenecientes y terminar por tanto su obra, dejándola
para el uso de la posteridad, como una construcción completa; porque no
trata más que de principios y de las limitaciones de su uso, que son
determinadas por aquellos mismos. A esta integridad está pues obligada
como ciencia fundamental, y de ella debe poder decirse: nil actum
reputans, si quid superesset agendum.
* *
*
Pero se
preguntará: ¿Cuál es ese tesoro que pensamos dejar a la posteridad
con semejante metafísica, depurada por la crítica, y por ella también
reducida a un estado inmutable? En una ligera vista general de esta obra
se creerá percibir que su utilidad no es más que negativa, la de no
atrevernos nunca, con la razón especulativa, a salir de los límites de
la experiencia; y en realidad, tal es su primera utilidad. Ésta empero
se torna pronto en positiva, por cuanto se advierte que esos principios,
con que la razón especulativa se atreve a salir de sus límites, tienen
por indeclinable consecuencia, en realidad, no una ampliación, sino,
considerándonos más de cerca, una reducción de nuestro uso de la razón:
ya que ellos realmente amenazan ampliar descomedidamente los límites de
la sensibilidad, a que pertenecen propiamente, y suprimir así del todo
el uso puro (práctico) de la razón. Por eso, una crítica que limita
la sensibilidad, si bien en este sentido es negativa, sin embargo, en
realidad, como elimina de ese modo al mismo tiempo un obstáculo que
limita y hasta amenaza aniquilar el uso puro práctico, resulta de una
utilidad positiva, y muy importante, tan pronto como se adquiere la
convicción de que hay un uso práctico absolutamente necesario de la
razón pura (el moral), en la cual ésta se amplía inevitablemente más
allá de los límites de la sensibilidad; para ello no necesita, es
cierto, ayuda alguna de la especulativa, pero sin embargo, tiene que
estar asegurada contra su reacción, para no caer en contradicción
consigo misma. Disputar a este servicio de la crítica su utilidad
positiva sería tanto como decir que la policía no tiene utilidad
positiva alguna, pues que su ocupación principal no es más que poner
un freno a las violencias que los ciudadanos pueden temer unos de otros,
para que cada uno vague a sus asuntos en paz y seguridad. Que espacio y
tiempo son sólo formas de la intuición sensible, y por tanto sólo
condiciones de la existencia de las cosas como fenómenos; que nosotros,
además, no tenemos conceptos del entendimiento y, por tanto, tampoco
elementos para el conocimiento de las cosas, sino en cuanto a esos
conceptos puede serles dada una intuición correspondiente; que
consiguientemente nosotros no podemos tener conocimiento de un objeto
como cosa en sí misma, sino sólo en cuanto la cosa es objeto de la
intuición sensible, es decir, como fenómeno; todo esto queda
demostrado en la parte analítica de la crítica. De donde se sigue,
desde luego, la limitación de todo posible conocimiento especulativo de
la razón a los meros objetos de la experiencia.
Sin
embargo, y esto debe notarse bien, queda siempre la reserva de que esos
mismos objetos, como cosas en sí, aunque no podemos conocerlos, podamos
al menos pensarlos. Pues si no, seguiríase la proposición absurda de
que habría fenómeno sin algo que aparece. Ahora bien, vamos a admitir
que no se hubiere hecho la distinción, que nuestra crítica ha
considerado necesaria, entre las cosas como objetos de la experiencia y
esas mismas cosas como cosas en sí. Entonces el principio de la
causalidad y por tanto el mecanismo de una naturaleza en la determinación
de la misma, tendría que valer para todas las cosas en general como
causas eficientes. Por lo tanto, de uno y el mismo ser, v. gr. del alma
humana, no podría yo decir que su voluntad es libre y que al mismo
tiempo, sin embargo, está sometida a la necesidad natural, es decir,
que no es libre, sin caer en una contradicción manifiesta; porque habría
tomado el alma, en ambas proposiciones, en una y la misma significación,
a saber, como cosa en general (como cosa en sí misma). Y, sin previa crítica,
no podría tampoco hacer de otro modo. Pero si la crítica no ha errado,
enseñando a tomar el objeto en dos significaciones, a saber, como fenómeno
y como cosa en sí misma; si la deducción de sus conceptos del
entendimiento es exacta y por tanto el principio de la causalidad se
refiere sólo a las cosas tomadas en el primer sentido, es decir, a
objetos de la experiencia, sin que estas cosas en su segunda significación
le estén sometidas; entonces, una y la misma voluntad es pensada, en el
fenómeno (las acciones visibles), como necesariamente conforme a la ley
de la naturaleza y en este sentido como no libre, y sin embargo, por
otra parte, en cuanto pertenece a una cosa en sí misma, como no
sometida a esa ley y por tanto como libre, sin que aquí se cometa
contradicción. Ahora bien, aunque mi alma, considerada en este último
aspecto, no la puedo conocer por razón especulativa (y menos aún por
la observación empírica), ni por tanto puedo tampoco conocer la
libertad, como propiedad de un ser a quien atribuyo efectos en el mundo
sensible, porque tendría que conocer ese ser como determinado según su
existencia, y, sin embargo, no en el tiempo (cosa imposible, pues no
puedo poner intuición alguna bajo mi concepto), sin embargo, puedo
pensar la libertad, es decir, que la representación de ésta no
encierra contradicción alguna, si son ciertas nuestra distinción crítica
de ambos modos de representación (el sensible y el intelectual) y la
limitación consiguiente de los conceptos puros del entendimiento y por
tanto de los principios que de ellos dimanan.
Ahora
bien, supongamos que la moral presupone necesariamente la libertad (en
el sentido más estricto) como propiedad de nuestra voluntad, porque
alega a priori principios que residen originariamente en nuestra
razón, como datos de ésta, y que serían absolutamente imposibles sin
la suposición de la libertad; supongamos que la razón especulativa
haya demostrado, sin embargo, que la libertad no se puede pensar en modo
alguno, entonces necesariamente aquella presuposición, es decir, la
moral, debería ceder ante ésta, cuyo contrario encierra una
contradicción manifiesta y por consiguiente la libertad y con ella la
moralidad (pues su contrario no encierra contradicción alguna, a no ser
que se haya ya presupuesto la libertad) deberían dejar el sitio al
mecanismo natural. Mas para la moral no necesito más sino que la
libertad no se contradiga a sí misma y que, por tanto, al menos sea
pensable, sin necesidad de penetrarla más, y que no ponga pues obstáculo
alguno al mecanismo natural de una y la misma acción (tomada en otra
relación); resulta, pues, que la teoría de la moralidad mantiene su
puesto y la teoría de la naturaleza el suyo, cosa que no hubiera podido
ocurrir si la crítica no nos hubiera previamente enseñado nuestra
inevitable ignorancia respecto de las cosas en sí mismas y no hubiera
limitado a meros fenómenos lo que podemos conocer teóricamente. Esta
misma explicación de la utilidad positiva de los principios críticos
de la razón pura, puede hacerse con respecto al concepto de Dios y de
la naturaleza simple de nuestra alma. La omito, sin embargo, en
consideración a la brevedad. Así pues, no puedo siquiera admitir a
Dios, la libertad y la inmortalidad para el uso práctico necesario de
mi razón, como no cercene al mismo tiempo a la razón especulativa su
pretensión de conocimientos trascendentes. Porque ésta para llegar a
tales conocimientos, tiene que servirse de principios que no alcanzan en
realidad más que a objetos de la experiencia posible, y por tanto,
cuando son aplicados, sin embargo, a lo que no puede ser objeto de la
experiencia, lo transforman realmente siempre en fenómeno y declaran así
imposible toda ampliación práctica de la razón pura. Tuve pues que
anular el saber, para reservar un sitio a la fe; y el dogmatismo de la
metafísica, es decir, el prejuicio de que puede avanzarse en metafísica
sin crítica de la razón pura, es la verdadera fuente de todo
descreimiento opuesto a la moralidad, que siempre es muy dogmático.
Así
pues, no siendo difícil, con una metafísica sistemática, compuesta
según la pauta señalada por la crítica de la razón pura, dejar un
legado a la posteridad, no es éste un presente poco estimable. Basta
comparar lo que es la cultura de la razón mediante la marcha segura de
una ciencia, con el tanteo sin fundamento y el vagabundeo superficial de
la misma sin crítica; o advertir también cuánto mejor empleará aquí
su tiempo una juventud deseosa de saber, que el dogmatismo corriente,
que inspira tan tempranos y poderosos alientos, ya para sutilizar cómodamente
sobre cosas de que no entiende nada y en las que no puede, como no puede
nadie en el mundo, conocer nada, ya para acabar inventando nuevos
pensamientos y opiniones, sin cuidarse de aprender ciencias sólidas.
Pero sobre todo se reconocerá el valor de la crítica, si se tiene en
cuenta la inapreciable ventaja de poner un término, para todo el
porvenir, a los ataques contra la moralidad y la religión, de un modo
socrático, es decir, por medio de la prueba clara de la ignorancia de
los adversarios. Pues alguna metafísica ha habido siempre en el mundo y
habrá de haber en adelante; pero con ella también surgirá una dialéctica
de la razón pura, pues es natural a ésta. Es pues el primer y más
importante asunto de la filosofía, quitarle todo influjo perjudicial,
de una vez para siempre, cegando la fuente de los errores.
Tras
esta variación importante en el campo de las ciencias y la pérdida que
de sus posesiones, hasta aquí imaginadas, tiene que soportar la razón
especulativa, todo lo que toca al interés universal humano y a la
utilidad que el mundo ha sacado hasta hoy de las enseñanzas de la razón
pura, sigue en el mismo provechoso estado en que estuvo siempre. La pérdida
alcanza sólo al monopolio de las escuelas, pero de ningún modo al
interés de los hombres. Yo pregunto al dogmático más inflexible si la
prueba de la duración de nuestra alma después de la muerte, por la
simplicidad de la sustancia; si la de la libertad de la voluntad contra
el mecanismo universal, por las sutiles, bien que impotentes
distinciones entre necesidad práctica subjetiva y objetiva; si la de la
existencia de Dios por el concepto de un ente realísimo (de la
contingencia de lo mudable y de la necesidad de un primer motor) han
llegado jamás al público, después de salir de las escuelas y han
tenido la menor influencia en la convicción de las gentes. Y si esto no
ha ocurrido, ni puede tampoco esperarse nunca, por lo inadecuado que es
el entendimiento ordinario del hombre para tan sutil especulación; si,
en cambio, en lo que se refiere al alma, la disposición que todo hombre
nota en su naturaleza, de no poder nunca satisfacerse con lo temporal
(como insuficiente para las disposiciones de todo su destino) ha tenido
por sí sola que dar nacimiento a la esperanza de una vida futura; si en
lo que se refiere a la libertad, la mera presentación clara de los
deberes, en oposición a las pretensiones todas de las inclinaciones, ha
tenido por sí sola que producir la conciencia de la libertad; si,
finalmente en lo que a Dios se refiere, la magnífica ordenación, la
belleza y providencia que brillan por toda la Naturaleza ha tenido, por
sí sola, que producir la fe en un sabio y grande creador del mundo,
convicción que se extiende en el público en cuanto descansa en
fundamentos racionales; entonces estas posesiones no sólo siguen sin
ser estorbadas, sino que ganan más bien autoridad, porque las escuelas
aprenden, desde ahora, a no preciarse de tener, en un punto que toca al
interés universal humano, un conocimiento más elevado y amplio que el
que la gran masa (para nosotros dignísima de respeto) puede alcanzar
tan fácilmente, y a limitarse por tanto a cultivar tan sólo esas
pruebas universalmente comprensibles y suficientes en el punto de
consideración moral. La variación se refiere, pues, solamente a las
arrogantes pretensiones de las escuelas, que desean en esto (como hacen
con razón en otras muchas cosas) se las tenga por únicas conocedoras y
guardadoras de semejantes verdades, de las cuales sólo comunican al público
el uso, y guardan para sí la clave (quod mecum nescit, solus vult
scire videri). Sin embargo, se ha tenido en cuenta aquí una
equitativa pretensión del filósofo especulativo. Éste sigue siempre
siendo el exclusivo depositario de una ciencia, útil al público que la
ignora, a saber, la crítica de la razón, que no puede nunca hacerse
popular. Pero tampoco necesita serlo; porque, así como el pueblo no
puede dar entrada en su cabeza como verdades útiles, a los bien tejidos
argumentos, de igual modo nunca llegan a su sentido las objeciones
contra ellos, no menos sutiles. En cambio, como la escuela y asimismo
todo hombre que se eleve a la especulación, cae inevitablemente en
argumentos y réplicas, está aquella crítica obligada a prevenir de
una vez para siempre, por medio de una investigación fundamentada de
los derechos de la razón especulativa, el escándalo que tarde o
temprano ha de sentir el pueblo, por las discusiones en que los metafísicos
(y, como tales, también, al fin, los sacerdotes) sin crítica se
complican irremediablemente y que falsean después sus mismas doctrinas.
Sólo por medio de esta crítica pueden cortarse de raíz el
materialismo, el fatalismo, el ateísmo, el descreimiento de los
librepensadores, el misticismo y la superstición, que pueden ser
universalmente dañinos; finalmente también el idealismo y el
escepticismo, que son peligros más para las escuelas y que no pueden fácilmente
llegar al público. Si los gobiernos encuentran oportuno el ocuparse de
los negocios de los sabios, lo más conforme a su solícita presidencia
sería, para las ciencias como para los hombres, favorecer la libertad
de una crítica semejante, única que puede dar a las construcciones de
la razón un suelo firme, que sostener el ridículo despotismo de las
escuelas que levantan una gran gritería sobre los peligros públicos,
cuando se rasgan sus telarañas, que el público sin embargo, jamás ha
conocido y cuya pérdida por lo tanto no puede nunca sentir.
La crítica
no se opone al proceder dogmático de la razón en su conocimiento puro
como ciencia (pues ésta ha de ser siempre dogmática, es decir,
estrictamente demostrativa por principios a priori, seguros),
sino al dogmatismo, es decir, a la pretensión de salir adelante sólo
con un conocimiento puro por conceptos (el filosófico), según
principios tales como la razón tiene en uso desde hace tiempo, sin
informarse del modo y del derecho con que llega a ellos. Dogmatismo es,
pues, el proceder dogmático de la razón pura, sin previa crítica de
su propia facultad. Esta oposición, por lo tanto, no ha de favorecer la
superficialidad charlatana que se otorga el pretencioso nombre de
ciencia popular, ni al escepticismo, que despacha la metafísica toda en
un proceso sumario. La crítica es más bien el arreglo previo necesario
para el fomento de una bien fundada metafísica, como ciencia, que ha de
ser desarrollada, por fuerza, dogmáticamente, y según la exigencia
estricta, sistemáticamente, y, por lo tanto, conforme a escuela (no
popularmente). Exigir esto a la crítica es imprescindible, ya que se
obliga a llevar su asunto completamente a priori, por tanto a
entera satisfacción de la razón especulativa. En el desarrollo de ese
plan, que la crítica prescribe, es decir, en el futuro sistema de la
metafísica, debemos, pues, seguir el severo método del famoso Wolf, el
más grande de todos los filósofos dogmáticos, que dio el primero el
ejemplo (y así creó el espíritu de solidez científica, aún vivo en
Alemania) de cómo, estableciendo regularmente los principios,
determinando claramente los conceptos, administrando severamente las
demostraciones y evitando audaces saltos en las consecuencias, puede
emprenderse la marcha segura de una ciencia. Y por eso mismo fuera él
superiormente hábil para poner en esa situación una ciencia como la
metafísica, si se le hubiera ocurrido prepararse el campo previamente
por medio de una crítica del órgano, es decir, de la razón pura
misma: defecto que no hay que atribuir tanto a él como al modo de
pensar dogmático de su tiempo y sobre el cual los filósofos de éste,
como de los anteriores tiempos, nada tienen que echarse en cara. Los que
rechacen su modo de enseñar y al mismo tiempo también el proceder de
la crítica de la razón pura, no pueden proponerse otra cosa que
rechazar las trabas de la Ciencia, transformar el trabajo en juego, la
certeza en opinión y la filosofía en filodoxia.
Por lo
que se refiere a esta segunda edición, no he querido, como es justo,
dejar pasar la ocasión, sin corregir en lo posible las dificultades u
oscuridades de donde puede haber surgido más de una mala interpretación
que hombres penetrantes, quizá no sin culpa mía, han encontrado al
juzgar este libro. En las proposiciones mismas y sus pruebas, así como
en la forma e integridad del plan, nada he encontrado que cambiar; cosa
que atribuyo en parte al largo examen a que los he sometido antes de
presentar este libro al público, y en parte también a la constitución
de la cosa misma, es decir, a la naturaleza de una razón pura
especulativa, que tiene una verdadera estructura, donde todo es órgano,
es decir, donde todos están para uno y cada uno para todos y donde, por
tanto, toda debilidad por pequeña que sea, falta (error) o defecto,
tiene que advertirse imprescindiblemente en el uso. Con esta
inmutabilidad se afirmará también, según espero, este sistema en
adelante. Esta confianza la justifica no la presunción, sino la
evidencia que produce el experimento, por la igualdad del resultado
cuando partimos de los elementos mínimos hasta llegar al todo de la razón
pura y cuando retrocedemos del todo (pues éste también es dado por sí
mediante el propósito final en lo práctico) a cada parte, ya que el
ensayo de variar aun sólo la parte más pequeña, introduce enseguida
contradicciones no sólo en el sistema, sino en la razón universal
humana.
Pero en
la exposición hay aún mucho que hacer y he intentado en esta edición
correcciones que han de poner remedio a la mala inteligencia de la estética
(sobre todo en el concepto del tiempo), a la oscuridad de la deducción
de los conceptos del entendimiento, al supuesto defecto de suficiente
evidencia en las pruebas de los principios del entendimiento puro, y
finalmente a la mala interpretación de los paralogismos que preceden a
la psicología racional. Hasta aquí (es decir, hasta el final del capítulo
primero de la dialéctica trascendental) y no más, extiéndense los
cambios introducidos en el modo de exposición, porque el tiempo me venía
corto y, en lo que quedaba por revisar, no han incurrido en ninguna mala
inteligencia quienes han examinado la obra con conocimiento del asunto y
con imparcialidad. Éstos, aunque no puedo nombrarlos aquí con las
alabanzas a que son acreedores, notarán por sí mismos en los
respectivos lugares, la consideración con que he escuchado sus
observaciones. Esa corrección ha sido causa empero de una pequeña pérdida
para el lector, y no había medio de evitarla, sin hacer el libro
demasiado voluminoso. Consiste en que varias cosas que, sin bien no
pertenecen esencialmente a la integridad del todo, pudiera, sin embargo,
más de un lector echarlas de menos con disgusto, porque pueden ser útiles
en otro sentido, han tenido que ser suprimidas o compendiadas, para dar
lugar a esta exposición, más comprensible ahora, según yo espero. En
el fondo, con respecto a las proposiciones e incluso a sus pruebas, esta
exposición no varía absolutamente nada. Pero en el método de
presentarlas, apártase de vez en cuando de la anterior de tal modo, que
no podía llevar a cabo por medio de nuevas adiciones. Esta pequeña pérdida
que puede además subsanarse, cuando se quiera, con sólo cotejar esta
edición con la primera queda compensada con creces, según yo espero,
por la mayor comprensibilidad de ésta.
He
notado, con alegría, en varios escritos públicos (ora con ocasión de
dar cuenta de algunos libros, ora en tratados particulares), que el espíritu
de profundidad no ha muerto en Alemania. La gritería de la nueva moda,
que practica una genialoide libertad en el pensar, lo ha acallado tan sólo
por poco tiempo, y los espinosos senderos de la crítica, que conducen a
una ciencia de la razón pura, ciencia de escuela, pero sólo así
duradera y por ende altamente necesaria, no han impedido a valerosos
clarividentes ingenios, adueñarse de ella. A estos hombres de mérito,
que unen felizmente a la profundidad del conocimiento el talento de una
exposición luminosa (talento de que yo precisamente carezco), abandono
la tarea de acabar mi trabajo, que en ese respecto puede todavía dejar
aquí o allá algo que desear; pues el peligro, en este caso, no es el
de ser refutado, sino el de no ser comprendido. Por mi parte no puedo de
aquí en adelante entrar en discusiones, aunque atenderé con sumo
cuidado todas las indicaciones de amigos y de enemigos, para utilizarlas
en el futuro desarrollo del sistema, conforme a esta propedéutica.
Cógenme
estos trabajos en edad bastante avanzada (en este mes cumplo sesenta y
cuatro años); y si quiero realizar mi propósito, que es publicar la
metafísica de la naturaleza y la de la moralidad, como confirmación de
la exactitud de la crítica de la razón especulativa y la de la práctica,
he de emplear mi tiempo con economía, y confiarme, tanto para la
aclaración de las oscuridades, inevitables al principio en esta obra,
como para la defensa del todo, a los distinguidos ingenios, que se han
compenetrado con mi labor. Todo discurso filosófico puede ser herido en
algún sitio aislado (pues no puede presentarse tan acorazado como el
discurso matemático); pero la estructura de sistema, considerada en
unidad, no corre con ello el menor peligro, y abarcarla con la mirada,
cuando el sistema es nuevo, es cosa para la cual hay pocos que tengan la
aptitud del espíritu y, menos aún, que posean el gusto de usarla,
porque toda innovación les incomoda. También, cuando se arrancan
trozos aislados y se separan del conjunto, para compararlos después
unos con otros, pueden descubrirse en todo escrito, y más aún si se
desarrolla en libre discurso, contradicciones aparentes, que a los ojos
de quien se confía al juicio de otros, lanzan una luz muy desfavorable
sobre el libro.
Pero
quien se haya adueñado de la idea del todo, podrá resolverlas muy fácilmente.
Cuando una teoría tiene consistencia, las acciones y reacciones que al
principio la amenazaban con grandes peligros, sirven, con el tiempo, sólo
para aplanar sus asperezas y si hombres de imparcialidad, conocimiento y
verdadera popularidad se ocupan de ella, proporciónanle también en
poco tiempo la necesaria elegancia.
Emmanuel
Kant:
Crítica
de la razón pura.
Ed.
Porrúa. México.
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