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Dentro
de una obra nítidamente ligada con un espacio concreto pero que logra al
mismo tiempo un alcance literalmente universal, Galicia y Buenos Aires
bien pueden ufanarse --con toda razón-- de haber inspirado
por Rodolfo Alonso La
República Argentina adhirió en su momento, con singular intensidad, a
los festejos por el nacimiento del gran poeta andaluz, ocurrido hace ya más
de un siglo, el 5 de junio de 1898. Y no deja de resultar comprensible.
Federico visitó Buenos Aires en 1933 y 1934, especialmente invitado después
del gran éxito alcanzado por Bodas
de sangre, y la recepción
que obtuvo bien puede considerarse apoteósica. El hijo de Fuentevaqueros
sedujo con su duende (que no era
otra cosa que gracia, donaire e inteligencia), a todo aquel que se le puso
delante. Y hay quien afirma que, siendo considerada en aquellos tiempos
Buenos Aires como una de las más importantes capitales de nuestro idioma,
Federico fue allí precisamente a consagrarse.
Y lo consiguió, sin duda. Estrenaron sus obras, dirigió gran
teatro con grandes figuras, se lució junto a Neruda en un inolvidable
homenaje a Rubén Darío, recitó y publicaron sus poemas, dictó algunas
personalísimas conferencias que se volvieron justamente memorables. Pero
fue también entonces que García Lorca debió tomar contacto, casi
ineludiblemente, con la enorme colectividad gallega de Buenos Aires, esa
gran ciudad a la que por su prolongada y nutrida inmigración de aquel
origen ya se denominaba --con acierto-- la quinta
provincia de Galicia. Y que vendría acaso a resultar el detonante de
otro gran milagro de Federico.
El 27 de diciembre de 1935 el editor Anxo Casal, que muy poco
tiempo después iba a sufrir su mismo trágico destino, terminaba de
imprimir en Santiago de Compostela el volumen LXXIII de la Editorial Nós.
Y así nacían los legendarios Seis
poemas galegos,
de Federico García Lorca. En los que no se sabe por cierto qué admirar más:
si el asombroso don de lenguaje que los convierte en una de las cumbres de
la poesía en ese idioma, de tan secular
prosapia lírica, o la
increíble capacidad de intensidad y síntesis que --en tan pocos textos--
le permite aprehender casi lo esencial de la identidad gallega.
El libro llevaba un prólogo de Eduardo Blanco Amor, ese gran
escritor gallego que estuvo también tan ligado a Buenos Aires, y de cuyas
palabras iba a desprenderse asimismo otra leyenda. ¿Cómo logró el
andalucísimo Federico hacer cuajar a tan alto nivel, y en una lengua que
no era la suya, una tan cabal creación poética? A mi modesto entender, y
por lo menos hasta el momento, las explicaciones opacamente racionales no
han resultado del todo convincentes. Y la única sensación legítima que
queda flotando vuelve a coincidir en la increíble capacidad de captación
evidenciada por su autor en muchas otras ocasiones.
Porque, después de todo, sin serlo (pero sí andaluz) Lorca logró
expresar y sublimar como nadie el universo tan personalísimo de los
gitanos. Y Poeta en Nueva York nos demuestra también cómo su obra se
empapaba, y se modificaba, en contacto con realidades absolutamente
opuestas. Sin olvidar que, como ya lo hace notar el mismo Blanco Amor,
citando una carta del Marqués
de Santillana: “Non ha mucho tiempo cualesquier dezidores e trovadores
de estas partes, agora fuesen castellanos, andaluces o de la Extremadura,
todas sus obras componían en lengua galaica o portuguesa.”
Lo cual viene a decirnos, de algún modo, que estos Seis poemas
galegos de García Lorca representan, además de sus evidentes logros
en cuanto a don de lenguaje y a cosmovisión, también un auténtico
homenaje --así sea implícito-- a esa luminosa condición de fundamento
de la poesía española que le corresponde al idioma gallego. De lo cual
pudo afirmar Menéndez y Pelayo: “No se puede desconocer que el
primitivo instrumento del lirismo peninsular, no fue la lengua castellana,
ni la catalana tampoco, sino la lengua que, indiferentemente para el caso
(en aquella época eran la misma), podemos llamar gallega o portuguesa.”
Pero
no terminan allí sus resonancias. Como para dar fundamento a mis
afirmaciones del comienzo, la Cántiga
do neno
da tenda es el único
lugar, en toda la obra de Lorca, donde se menciona explícitamente no sólo
a Buenos Aires --dos veces-- y al Río de la Plata (en tres ocasiones),
sino también a la mismísima calle Esmeralda. Y es evidente que ello
ocurre dentro de un texto íntimamente consustanciado con la tragedia de
la emigración. ¿No es obvio entonces que eso debe haberlo percibido,
Federico, por vía de su
contacto con la multitudinaria colectividad gallega afincada en la
Argentina? Claro que, como se comprueba tan sólo con leerlos, los Seis poemas galegos no necesitan argumentos para imponerse a nuestro ánimo. Les basta su lograda condición de seres vivos, soberanos y autónomos de lenguaje. Auténtica “gloria de la lengua” (como quiso Dante), ellos resultan fehaciente testimonio de una verdadera poesía viva, encarnada en su ser y en su lenguaje. Y que todavía sigue admirándonos. Como un milagro. Cántiga do neno da tenda Bos
Aires ten unha gaita
Federico
García Lorca Cantiga
del chico de la tienda Buenos
Aires tiene gaita
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