EL GATO NEGRO (fragmento)


… Hacía ya algunos momentos que miraba a lo alto del tonel, y me sorprendió no haber advertido el objeto colocado encima. Me acerqué a él y lo toqué. Era un gato negro, enorme, tan corpulento como Plutón, al que se parecía en todo menos en un pormenor: Plutón no tenía un solo pelo blanco en todo el cuerpo, pero éste tenía una señal ancha y blanca, aunque de forma indefinida que le cubría casi toda la región del pecho.
Apenas puse en él mi mano, se levantó repentinamente, ronroneando con fuerza, se restregó contra mi mano y pareció contento de mi atención. Era, pues, el animal que yo buscaba...
Continué acariciándole, y cuando me disponía a regresar a mi casa, el animal se mostró dispuesto a seguirme. Se lo permití, e inclinándome de cuando en cuando, continuamos hacia mi casa acariándole. Cuando llegó a ella se encontró como si fuera la suya, y se convirtió rápidamente en el mejor amigo de mi mujer.
Por mi parte, no tardó en surgir en mí una antipatía hacia él... Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de tratarle con violencia. Pero, gradual e insensiblemente, llegué a sentir por él un horror indecible.
Lo que despertó en seguida mi odio por el animal fue el descubrimiento que hice a la mañana del siguiente día de haberlo llevado a casa. Como Plutón, también él había sido privado de uno de sus ojos... 
No obstante, el cariño que el gato me demostraba parecía crecer en razón directa de mi odio hacia él. Con una tenacidad imposible de hacer comprender al lector, seguía constantemente mis pasos. En cuanto me sentaba, acercábase bajo mi silla, o saltaba sobre mis rodillas, cubriéndome con sus caricias espantosas. Si me levantaba para andar, metíase entre mis piernas y casi me derribaba, o bien trepaba por mis ropas, clavando sus largas y agudas garras hasta mi pecho. En tales instantes hubiera querido matarle de un golpe, pero me lo impedía en parte el recuerdo de mi primer crimen. Y sobre todo, me apresuro a confesarlo, el verdadero terror del animal... No pocas veces mi mujer había llamado mi atención con respecto al carácter de la mancha blanca de que he hablado y que constituía la única diferencia perceptible entre el animal extraño y aquel que había matado yo. Recordará, sin duda, el lector que esta señal, aunque grande, tuvo primitivamente una forma indefinida.Pero gradualmente, por fases imperceptibles, había concluído adquiriendo una nitidez rigurosa de contornos.
En ese momento, era la imagen de un objeto que me hace temblar nombrarlo. Era, sobre todo, lo que me hacía mirarle como a un monstruo de horror y repugnancia. Y lo que, si me hubiera atrevido, me hubiese impulsado a librarme de él. Era ahora, en fin, la imagen de una cosa abominable y siniestra: la imagen ¡de la horca! ¡Oh, lúgubre y terrible máquina! ¡Máquina de espanto y crimen, de muerte y agonía!

EDGAR ALLAN POE (1809 - 1849)



 

 

 

       Grabado de     Elena Davicino


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